Sistematización de experiencias y generación de conocimientos en Trabajo Social

Systematization of experiences and generation of knowledge in Social Work

 

Fecha recepción: septiembre 2023 / Fecha aceptación: octubre 2023

DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num30.778

ISSN en línea 0719-7721 / Licencia CC BY 4.0.

RUMBOS TS, año XVIII, Nº 30, 2023. pp. 223-243

RumbosTS

 

Víctor Yáñez-Pereira

Asistente Social, Licenciado en Servicio Social. Magíster en Trabajo Social y Políticas Sociales, Universidad de Concepción. Doctor en Trabajo Social, Universidad Nacional de la Plata – Argentina. Diplomado en Mediación, Diplomado en Intervención,
Diplomado en Innovación y Gestión Colaborativa para la Docencia en Educación Superior.

Académico, Investigador, Vicedecano de la Fac. de Cs. Sociales y Humanidades,
en la Universidad Autónoma de Chile, sede Talca.

Mailvyanezp@uautonoma.cl

OrcIDhttps://orcid.org/0000-0002-6963-236X

 

Ronald Zurita-Castillo

Trabajador Social por la Universidad de Concepción. Magíster en Gerencia Social por la Universidad de la Frontera, Chile. Candidato a Doctor en Trabajo Social, Universidad Nacional de la Plata. Diplomado en Promoción y Protección Integral de la Infancia y la Adolescencia.

Académico en la Universidad Autónoma de Chile, sede Talca.

Mailronald.zurita@uautonoma.cl

OrcIDhttps://orcid.org/0000-0002-6585-6438

 

 

Valentina Contreras-Vera

Licenciada en Trabajo social, Universidad Autónoma de Chile, sede Talca.

Mailvalentina.contreras4@cloud.uautonoma.cl

OrcIDhttps://orcid.org/0000-0002-2021-1185

 

Resumen

El artículo aborda una reflexión teórica, esbozando una tenue revisión histórica y contextual sobre el conocimiento humano, su producción y validación en el contexto de la modernidad occidental. En los vericuetos del texto se aborda la disputa de la sistematización de experiencias y su sinuoso camino para ser considerada como un proceso válido y validado para la generación de conocimientos en las ciencias sociales aplicadas y la intervención social. En una apuesta por la apertura epistemológica se invita a escrudiñar la sistematización como proceso intelectual y político capaz de construir objetos sociales de conocimiento, por vía de la documentalidad y el archivo. Finalmente, se invita a distinguir y articular sistematización e investigación, en el marco del Trabajo Social contemporáneo.

Palabras clave:

conocimiento; ciencia; investigación; sistematización; experiencia

 

Abstract

The article aborded a theoretical reflection, outlining a tenuous historical and contextual review of human knowledge, its production and validation in the context of Western modernity. In the twists and turns of the text, the dispute of the systematization of experiences and its winding path to be considered as a valid and validated process for the generation of knowledge in the applied social sciences and social intervention is addressed. In a commitment to epistemological openness, systematization is invited to be scrutinized as an intellectual and political process capable of constructing social objects of knowledge, through documentality and archive. Finally, it is invited to distinguish and articulate systematization and research, within the framework of contemporary Social Work. 

Keywords:

knowledge; science; research; systematization; experience

Resumo

O artigo aborda uma reflexão teórica, delineando uma tênue revisão histórica e contextual sobre o conhecimento humano, sua produção e validação no contexto da modernidade ocidental. Nas reviravoltas do texto, aborda-se a disputa da sistematização das experiências e seu caminho sinuoso para ser considerado como um processo válido e validado para a geração de conhecimento nas ciências sociais aplicadas e na intervenção social. Num compromisso de abertura epistemológica, a sistematização é convidada a ser escrutinada como um processo intelectual e político capaz de construir objetos sociais de conhecimento, por meio da documentalidade e do arquivo. Por fim, convida-se a distinguir e articular sistematização e pesquisa, no âmbito do Serviço Social contemporâneo.

Palavras-chave:

conhecimento; ciência; pesquisa; sistematização; experiência

 

Introducción

El conocimiento es, en lo esencial, un germen de la intelección o el entendimiento acuñado en la facultad de pensar. Su desarrollo va unido a la evolución humana del pensamiento. Como diría Hannah Arendt (2002), es resultante de la razón exaltada por criterios del juicio en la vida del espíritu, cuya misión es trascender las condicionantes que la sociedad impone a nuestra existencia y la naturaleza a los cuerpos, en una constante mediación de la razón, el intelecto y la experiencia.

De esta manera, podemos justificar la exigencia de mantener en nuestras vidas una ideación e indagación constante, pues junto con imaginar nos permiten comprender y actualizar el conocimiento del mundo, así como posicionarnos en él, de un modo siempre nuevo. Quizá por eso, Milán Kundera (2014) ve en la pérdida de las ideas una suerte de orfandad, por lo que sería nuestra responsabilidad ir hacia ellas y no desterrarlas. Solo así podemos “evitar el sin sentido por la falta de razones” (Arendt, 2007, p.37), tanto de lo que intentamos conocer como de aquellas formas en que ejercemos el conocimiento o su proliferación. De hecho, aun cuando gran parte de la antigua filosofía consideraba que la verdad se oponía al valor, la contradicción y el relativismo, la lectura aristotélica pone al conocimiento como un proceso que parte en la experiencia y la memoria, para alcanzar explicaciones más lógicas.

Hablamos de una cuestión que si bien la escolástica medieval llevó hacia un intento de conciliación entre razón y fe, los fundamentos de la sociedad moderna destruyen, asentando el binomio ciencia y no-ciencia. Según Martín Heidegger (2014), en la modernidad se releva una concepción de ciencia y técnica que responde a un modo de pensar calculador, carente de lo meditativo. En definitiva, se promueve un conocimiento apropiado a la división y organización funcional del trabajo, impostado por el sistema de producción capitalista y la naciente revolución industrial, perfilados con más claridad desde mediados del siglo XVIII. De ahí que la teoría del conocimiento vino a disponer jerarquías, prioridades de validez y legalidad entre ciencia, teología, ética y estética, mientras la filosofía de la ciencia perfeccionaría, por una parte, la composición de los distintos campos científicos y, por otra, los andamiajes en sus estructuras subyacentes.

Al respecto, Thomas Kuhn, en su obra La estructura de las revoluciones científicas (2007) expone la evolución histórica de la ciencia, postulando que el conocimiento científico responde a cambios paradigmáticos en la comunidad que lo produce mediante la práctica investigativa. Irme Lakatos (1998) sostiene que el progreso en los programas de investigación (símil a los paradigmas científicos) dependerá de un crecimiento teórico capaz de predecir el cambio empírico de los fenómenos, en cuanto proceso que él denomina “cinturón protector” (Lakatos, 1998, p.135).

Posteriormente, como consecuencia de las grandes transformaciones en estructuras económicas y políticas del mundo moderno, Drucker (2013) avizora la emergencia de la sociedad del conocimiento, principalmente basada en la innovación y el lenguaje tecnológico, como principios creadores de valor, considerando a la ciencia como sistema garantista de tales propósitos. Esto viene aparejado de una sobreabundancia de información que, en su mayoría, no cultiva el saber, el ser cognoscente y la criticidad. Como dice Byung-Chul Han, “la información por sí sola no ilumina el mundo. Incluso puede oscurecerlo. A partir de cierto punto, la información no es informativa, sino deformativa. Hace tiempo que este punto crítico se ha sobrepasado” (2021, p. 18). En las ciencias sociales y las humanidades este asunto pone a la luz una fuerte crisis epistemológica en la investigación científica, junto a sus vacíos ontológicos y antropológicos en la comprensión de la realidad, donde no son suficientes los criterios positivistas de autenticidad, objetividad y veracidad.

Es el intento, tanto reminiscente como prospectivo, por evitar fundamentalismos del conocimiento en la búsqueda de lo evidenciable, lo cierto y lo fiable como lo verdadero o lo real. El conocimiento también es histórico y tiene ideología, por lo mismo, se sustenta en redes simbólicas, se configura alrededor de una época y contexto sociocultural. Es una enmienda a la mirada viejo-europea-occidental sobre ciencia y método, conocimiento universal y verdad absoluta, desde donde surgen, por ejemplo, el anarquismo epistemológico (Feyerabend, 2007), la epistemología pluralista (Facuse, 2003), las epistemologías otras (Sánchez Antonio, 2020), la altersofía (Ortiz, 2019). Disputa por la legitimación de aquello que Michel Foucault (2009) concibe como saberes sometidos, jerárquicamente calificados como subalternos, insuficientes e ineficaces, ante la cientificidad totalitaria y totalizadora.

En Trabajo Social, aquel es el caso de la sistematización, que vale la pena refrendar, pese a todavía ser relegada por gran parte de la maquinaria academicista ortodoxa, sumándonos a espacios de lucha, resistencia e insubordinación intelectual, en la construcción de nuevos horizontes de mirada, enunciación y proliferación sobre su saber y el conocimiento que genera.

 

La cuestión del conocimiento científico

Es sabido que el radier de la ciencia moderna está en los aportes de Galileo Galilei (1564 – 1642) pues, pese a llevar consigo una visión mecanicista sobre el universo, resguardar el empirismo y la práctica de los sentidos, inspiró una lógica matemática que, sin lugar a duda, inyectó de racionalidad los ámbitos económicos, sociales, culturales y morales de la sociedad. A partir de ahí, se marca una prominente interacción entre naturaleza y sociedad, tras un principio de causalidad que trajo consigo avances en la física, química, biología, astronomía, etc., pero que, además, “implica la creciente diferenciación de los diversos sectores de la vida social” (Touraine, 2012, p.17).

El problema del conocimiento científico se encuentra signado por cada período histórico. Nos dice Foucault (2009) que mientras en la época clásica la forma de producir conocimiento se centrada en la representación, en la modernidad el eje comienza a ser el desarrollo de las sociedades, fuertemente vinculado al modelo de acumulación capitalista. Para Max Weber (2013), el proceso de racionalización en occidente se expande como primacía y hegemonía de la razón moderna europea, considerada razón instrumental por Max Horkheimer (2002), mientras que por Peter Sloterdijk (2003), como razón cínica.

Conocida es la imagen de Nietzsche abrazando a un caballo, que ha sido brutalmente golpeado por su cochero. Existe consenso en identificar en este pasaje el hito que marca la locura del filósofo. Magistral es la forma en que el checo Milán Kundera (1984) desentraña en este hecho la expresión suprema del desprecio nietzscheano hacia el racionalismo occidental y a la forma en que este se relaciona con todo lo que lo rodea:

Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora. (…) Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo. (Kundera, 1984, p.296).

Kundera abraza la locura nietzscheana al tiempo que comparte su pesar por el pensamiento moderno que desprecia las sensibilidades, lo espiritual e, incluso, lo ancestral. De hecho, el racionalismo de Descartes (2008) sostiene que el conocimiento humano, como medio señero para alcanzar la verdad, tiene que evitar el error a través de la duda metódica. En definitiva, es un repudio hacia todas aquellas experiencias que no se pueden explicar mediante metodologías científicas y su uso sistemático.

La modernidad se ciñe a un principio explicativo tecno-productivo y burocrático-administrativo, afirmado en la objetividad del método científico, concebido como el gran motor del progreso (Benzecry et al., 2019). La modernidad es un proyecto ilustrado, cuyo leitmotiv fue “desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad, leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna” (Habermas et al., 2008, p.28).

Byung-Chul Han sostiene que la creencia en la factibilidad y la productibilidad del mundo impulsó la innovación en las ciencias naturales durante el siglo XVI y generó un aumento en las innovaciones técnicas en menos tiempo. La frase «el conocimiento es poder» de Bacon (1561 – 1626), refleja esta creencia en la capacidad de producir resultados a través del conocimiento. El filósofo surcoreano argumenta que la revolución política y la revolución industrial están relacionadas y fundamentadas en estas mismas creencias. “Una entrada de la enciclopedia Brockhaus sobre el ferrocarril, relaciona, en tono heroico, la revolución industrial y la política. El ferrocarril se transfigura en un «vagón de vapor triunfal» de la revolución” (2015, p.33).

La ciencia constituye, en sí misma, un corpus de argumentaciones lógicas y válidas, cada una de las cuales ha de ser testeada por medio de la observación, experimentación o investigación empírica, pudiendo ser comprobadas, corroboradas o refutadas. Como diría Karl Popper (2008), la finalidad de la ciencia es resolver problemas a través de un método sistemático y riguroso de ensayo y error, asentado en lo que denomina conjeturas y refutaciones. Por lo mismo, según Mario Bunge (2013), el conocimiento científico se divide en dos fracciones: la teoría (fundamental o aplicada) y la observación (preguntas e hipótesis).

El conocimiento científico se basa en la investigación dentro de un campo disciplinar y una comunidad epistémica capaz de mantenerse y renovarse entre generaciones. Para Lakatos (1998), los programas de investigación científica redundan de continuos avances en la elaboración de teorías, por lo que, además, han de adoptarse como objeto de revisión epistemológica. El caso de la investigación social se enfoca al análisis y comprensión de fenómenos y relaciones entre individuos y grupos, estructuras sociales, instituciones, culturas, etc., para explicar el funcionamiento de las sociedades y diseñar soluciones a problemas empíricos, por ejemplo, sobre educación, salud, economía, política, justicia o socio-ecosistemas.

Como diría Gastón Bachelard (2007), a la base de su espíritu científico ha de ser capaz de distinguir los alcances de su conocimiento en la trasformación de las instituciones sociales, así como en los saberes e ideologías de la época que, para Foucault (2022), constituyen regularidades discursivas, el orden de las ideas, positividades, dispositivos de saber-poder, sistemas de interpretación y códices históricos.

En este marco, actualmente existen amplias evidencias, Hiroshima y Nagasaki mediante, para dudar de los beneficios del progreso científico, lo que ha sido también cuestionado por algunos filósofos contemporáneos, poniendo en tensión la forma tradicional de producir y validar el conocimiento, argumentando que el método científico no puede capturar todos los aspectos del mundo. Es un cuestionamiento al métodocentrismo, cuyo predominio se acrecienta desde fines del siglo XX e inicios del XXI.

No se trata de decir que no al método científico, sino más bien de asumir el reto de su resignificación y apertura. Es necesario poner en contradicción “la normatividad metodológica [con] la búsqueda de saber contextual […] para asimilar la discontinuidad y peculiaridad de los fenómenos sociales” (Yáñez, 2021, p.59). El método es solo una forma parcial de ir hacia el conocimiento (tras su afán de encontrar explicaciones puras en los hechos empíricos) y la verdad (como adecuación al mundo objetivo).

Surge, por ejemplo, la sospecha de Paul Feyerabend (2007) en torno al cientificismo. El pensador austríaco (radicado en Estados Unidos), propone un anarquismo epistemológico que ilustre el quehacer científico, labrando procesos y métodos de investigación adaptables a la contingencia que ciñe tiempos y espacios específicos.

Al respecto, Marisol Facuse (2003) invita a celebrar una epistemología pluralista, revalorando la existencia de múltiples vías y perspectivas para acceder y mejorar el conocimiento (incluso las extra-científicas). Insta a que la investigación atienda a las condiciones sociales, políticas, culturales, éticas, institucionales, tecnológicas, ambientales, etc., que afectan el abordaje de los problemas enfrentados por nuestras sociedades.  

Esto responde a que “[…] la historia del pensamiento, de los conocimientos, de la filosofía, de la literatura parece multiplicar las rupturas y buscar todos los erizamientos de la discontinuidad” (Foucault, 2009, p.8).

 

La sistematización en disputa

El problema del conocimiento en Trabajo Social nace en la histórica dicotomía teoría y práctica que, a su vez, ha llevado a superponer el método antes que el objeto, así como por muchos años desligar investigación de intervención. Los esfuerzos contemporáneos, desde fines del siglo pasado, tomando como base las deudas en el proceso de reconceptualización Latinoamericana de la profesión, han apuntado hacia la ruptura de dicha escisión, en pro de una más clara definición del campo disciplinar, lo que exige producir categorías y conceptualizaciones trasferibles a las ciencias sociales. Quizá eso responde, como apuesta Robert Nisbet (2009), a quebrantar la dominación de dos formas históricas desde las que se ha abordado la relación pensamiento y conocimiento. La primera, centrada en la persona y biografía de los intelectuales y, la segunda, encaminada hacia las corrientes y escuelas de pensamiento. Para tal ruptura, se postula la necesidad de contar con matrices de comprensión, que surjan a partir de “categorías constitutivas básicas” (Nisbet, 2009, p.18).

Tales categorías han de guiar nuestras problematizaciones, sus trayectorias teóricas, conceptuales, metodológicas y empíricas, acorde a las complejidades de cada período y contexto. En consecuencia, una gran interrogante sería ¿cuáles son aquellas categorías fundamentales que distinguen a Trabajo Social de las restantes disciplinas de las ciencias sociales? Aquellas de las que nos hemos apropiado históricamente y, al mismo tiempo, hemos desarrollado con mayor profundidad y dominio que las demás disciplinas.

Aludimos a categorías no en mirada aristotélica ni kantiana, pues las concebimos como objetivaciones de ideas comunicables, conceptualmente sostenidas, argumentativamente legitimadas y acreditadas en los códigos científicos que, si bien dependen del continuo trabajo investigativo, donde la línea base es el conocimiento precedente, su fructificación también va unida a la refutación, reinvención o renuncia a que se someten. Eso, atendiendo al descubrimiento de nuevos puntos de vista, perspectivas y marcos de referencia a nuestros modelos de comprensión e intervención social.

De ahí que, a nuestro juicio, una categoría posible al Trabajo Social contemporáneo es la sistematización, la cual, para constituirse en idea-elemento disciplinar, debería comprometerse con cuatro criterios dominantes: “generalidad, continuidad, distinción y ser realmente idea” (Nisbet, 2009, p.20). Tiene que alcanzar unidad de sentido, inscribiéndose en el lenguaje disciplinar y ser relevada por la comunidad intelectual, robusteciendo no solo su notoriedad, sino sobre todo su identidad y diferencia, en cuanto tipo ejemplar de indiscutible influencia (interna y externa).

En concordancia, ha de quedar registrada en la tradición y, por tanto, ser tensionada por el debate con su antítesis. Así como en sociología la idea de comunidad se opone a la de sociedad, en nuestro caso la sistematización encontraría su antinomia en la investigación. Eso no quiere decir que esta última se deseche, sino más bien que se resitúe y se reconozca vinculante con las otras disciplinas sociales y las humanidades, como sucede con la idea de poder, violencia, familia, estatificación, sujeto, evaluación y un extenso etc.

No hablamos de una categoría nueva, ni irreductible, la misma se ha instalado entre las generaciones que componen nuestra cosmología y congregación disciplinar (Yáñez, 2007). No es nuevo el debate sobre la facultad de la sistematización para generar conocimiento, tanto en Trabajo Social como en discusiones más amplias de las ciencias sociales (Centro de Estudios para la Educación Popular, 2010).

La sistematización, a nivel disciplinar, surge en los años cincuenta en América Latina, con el propósito de ordenar y precisar científicamente la práctica de producción del saber en el Servicio Social del momento. Sin embargo, desde la década del 60, en un entorno de crisis socioeconómica enfrentada por la mayoría de los países del continente y en la concavidad de procesos de liberación de los sectores más oprimidos, sufre una disociación que distorsiona sus proposiciones originales. Así pues, comienza a ser asumida como medio metodológico de educación popular, asentada en los postulados teóricos abonados por la literatura del pedagogo brasileño Paulo Freire (1921-1997) y el paradigma de educación para el desarrollo. Esto vino cargado de practicismo, encontrando en la experiencia el móvil para producir conocimiento, pero reduciéndola a lo vivido respecto de aquello que habría sido realizado, ejecutado, implementado. Se persigue potenciar lo práctico a través de la reflexión sobre la singularización de lo inmediato al dato, relato, imagen con que los sujetos involucrados, presumiblemente, exponen sus vivencias, incluido Trabajador/a Social. Eso, con el propósito de relevar saber social (a la manera del aprendizaje auténtico y significativo) o para mejorar la intervención (al modo del seguimiento evaluativo de procesos).

Sin embargo, para que los saberes de la sistematización puedan interpelar la investigación traduciendo objetos empíricos y particulares, dinámicas sociopolíticas o memorias histórico-culturales de intervención en objetos teóricos, hemos de legitimarla como proceso teórico-metodológico y político generador de conocimiento, tanto para la disciplina como para los agentes involucrados en el campo de su intervención social. Su dinámica de producción de conocimiento debe apuntar hacia sistemas conceptuales que ilustren los hitos situacionales del proceso y puedan ser traducidos como aprendizajes. A su vez, dichos aprendizajes deben ser analizados para rescatar hallazgos que, en sentido epistemológico, habrían de consolidarse como constructos sociales con valor teórico, posible en una ruptura con lógicas y cánones tradicionales de la ciencia normal (Kuhn, 2007).

Eso, implica entender dos cuestiones esenciales: primero, que la experiencia vital no es el objeto de la sistematización, pues este se halla en los principios explicativos del saber que potencialmente puede proyectar. Y, en segundo término, no es la teoría general su foco, sino problematizar teóricamente el saber derivado del fundamento de base de la experiencia que, por cierto, conlleva nueva experiencia.

Para tal cometido, proponemos liberar la noción de experiencia de su soporte en el mundo vital (en miradas que van desde Dewey a Husserl) y de una identificación directa con la práctica (como sucede desde el realismo al marxismo estructural). De lo contrario, como diría Walter Benjamin, solo encontraríamos pobreza de experiencia (Benjamin, 2010a; 2010b; 2012), impidiendo comprender lo que surge tras lo que hemos vivido. Tal pobreza nos hace perder perspectiva, anula la capacidad para distinguir y develar oportunidades o límites, tanto en la realidad cotidiana como en contextos sociohistóricos.

Las innovaciones tecnológicas y el dominio de la técnica muestran un claro ejemplo sobre la pobreza de experiencias que caracteriza nuestra época. Solo hay que observar cómo el ChatGPt, de manera masiva, ha pasado de ser una herramienta informática a un interlocutor válido de la comunicación, un portavoz del saber. No es el programa en sí mismo la manifestación de dicha pobreza, sino la relación acrítica que se establece con aquello que es hijo de la tecnociencia. Hablamos de la amenazante pérdida de densidad del sujeto pensante y sintiente, su deflación a una expresión mínima de realismo, “como si su órgano sensorial y mental se hubiera reducido o incluso atrofiado” (Benjamin, 2016, p.57). La experiencia no puede establecerse a partir de ella misma, sino de la profundidad de los acontecimientos que la exaltan, la hacen aparecer, la provocan como estímulo del pensamiento y su conceptualización.

Debemos descubrir cómo son enriquecidas por los acontecimientos de los que también forman parte. De lo contrario, “la cotización de la experiencia se [viene] abajo” (Benjamin, 2010a; 2010b). En consecuencia, para existir fuera del yo ensimismado exige una elaboración que le ofrezca razones, que sintetice su contenido, que la comunique colectivamente.

Lo vivenciado en primera persona tiene la imposibilidad de ser compartido con otros. “Para Benjamin, una experiencia no es cualquier vivencia subjetiva, ni cualquier encuentro con el mundo, sino que implica una elaboración de ese material en la forma de un relato significativo para otros” (Staroselsky, 2020, p.11). Ella, se recobra en el lenguaje, no es en sí un insumo para la construcción del conocimiento, reclama de la comprensión para su elaboración, narración e intercambio (Benjamin, 2016).

Entonces, no es la experiencia lo que aparece narrativamente, sino la traducción de lo que en ella acontece o la hace acontecer. Rebasa la percepción, asimilación e interpretación de lo que se vive individualmente, integrándolo al saber y a la memoria colectiva mediante el despliegue, circulación e intercambio de relatos biográficos, anecdóticos, testimoniales, históricos, científicos, donde se hilvanan horizontes de sentido y significados intersubjetivamente compartidos. Para poder acceder a su pretensión de verdad (en cuanto objeto) la experiencia debe desapegarse de la actitud natural y convertirse en referencia del conocimiento. Por otro lado, para Heidegger (2005), la experiencia hace aparecer las condiciones de posibilidad del objeto solo cuando encontramos su definición, o sea, el contenido al que viene enlazado. Antes lo dijo Hegel (2005; 2007), la experiencia se hace consciente solo cuando se convierte en concepto.

Ahora bien, como adelantamos, al no ser la teoría general el foco de la sistematización, lo que debería interesarnos son los principios explicativos que subyacen al saber que ella moviliza, haciendo posible develar y codificar aprendizajes, así como interpretar y explicar descubrimientos. Esa sería la superficie para configurar constructos que en el marco de la intervención social vengan a confrontar la falta de fundamentos, la ambigüedad lingüística y el vacío en la capacidad de nombrar la realidad, enriqueciendo las lógicas desde las cuales se conceptualiza el conocimiento (Yáñez, 2015, p.271).

Los principios explicativos afianzan los modos de pensar, pues ofrecen una lógica del sentido “que actúa entre las proposiciones y las cosas” (Deleuze, 2005, p.44). Nacen en un lugar conceptual aceptado desde determinada posición teórica e ideológica que (conscientemente o no) delimita la manera de conocer y comprender, orientando nuestras problematizaciones sobre el contenido de la experiencia, así como perfilando el horizonte de su narración y, en consecuencia, de su carácter enunciativo, capacidad argumentativa y fuerza proposicional (Yáñez, 2021).

A ellos subyacen supuestos, postulados y conocimientos de base, en atención a determinadas constelaciones conceptuales (Deleuze y Guattari, 2006) debido a las cuales se construyen objetos, dentro de una relación temporal-espacial específica que, a su vez, permite adquirir nuevos conocimientos y “transformar incluso los conocimientos anteriores” (Gagliardi, 1986, p.31). Su propósito es dejar de explicar las cosas en un momento determinado (Batenson, 1998), pues inspiran nuestra imaginación, precompresión, cosmovisiones, definiciones, descripciones, etc.

En definitiva, condicionan aquello que representamos sobre las experiencias del mundo y la vida, pero también, cómo formulamos dichas representaciones. Por eso creamos términos que, por consiguiente, usamos como verdaderos, por ejemplo, cuando aludimos a drogadicción, VIH, miseria, felicidad, criminalidad, justicia, vulnerabilidad, bienestar, tercera edad, etc.

Entonces, la sistematización ha de llevar en su seno el análisis de conceptos, derivados de categorías en uso y otras reconstituidas. Aquello, sin olvidar la preocupación por alcanzar un valor científico distinto al de la regla técnica, la experimentación o la ley general, pues ella trasforma el acontecimiento en códigos de comprensión, acorde a la interpretación y explicación del dato empírico y la verdad de hecho.

Eso, implica, por un lado, la construcción simbólica de objetos sociales y, por otro, un lenguaje que por vía del símbolo vincule realidad y concepto. Ahí es donde surge el constructo. Aludimos a la resultante de un esfuerzo por articular indagación, descubrimiento y elaboración de “nodos cognitivos”, tras los que se enlazan experiencia, saber y conocimiento.

A través de ellos, podemos efectuar denotaciones y connotaciones, por cuanto conllevan teoría, axiomas, proposiciones. Son semánticamente activos, en el sentido de que ayudan tanto a objetivar como a cualificar lo que representan conceptualmente. Por eso, hay que entenderlos en el contexto de relaciones dialécticas entre lenguaje simbólico, situaciones a problematizar y conceptos científicos que subyacen detrás de cada objeto social.

En este ejercicio intelectual y político, la sistematización lleva la reflexión y la crítica hacia lo que Maurizio Ferraris (2023) concibe como documentalidad y, al mismo tiempo, nos acredita para validar nuestros propios archivos en el más profundo significado que le ofrece Michel Foucault (2009).

 

Sistematización de experiencias, documentalidad y archivo en Trabajo Social

En términos específicos, la década del 60 ofrece un mayor posicionamiento de la sistematización en las ciencias sociales, principalmente en la tradición Latinoamericana (Cifuentes, 2010). Barragán y Torres (2017) sostienen que, a partir de la educación popular, en los años 70 la sistematización se valora en el trabajo con actores sociales, sus formas y situaciones de vida, en el marco de resistencias a los efectos de la vorágine capitalista que subsumió al continente. Aquello, diez años más tarde (y aún con vigencia) sería lo que se denomina sistematización de experiencias, que el sociólogo y educador popular Oscar Jara (1994) asocia con una interpretación crítica que ayuda a descubrir y explicar la lógica y los factores intervinientes en un proceso social vivido.

Hoy, la tendencia a plantear, estudiar y dar cuenta de la sistematización de experiencias es abundante y ampliamente reconocida en el espacio de la educación popular y la intervención social para construir y explicitar saberes significativos, analizar valorativamente las prácticas sociales, interpretar críticamente las experiencias y producir conocimiento útil para provocar cambio social (Villamizar y Barbosa, 2017). En concordancia, Karen Mera (2019) plantea que se ha instituido como un proceso pedagógico para organizar, teorizar y reorientar prácticas, a través de la reflexión participativa de la experiencia vivida en la cotidianeidad de sujetos sociales, portadores y portavoces de necesidades e ideales.

En rigor, la categoría se emplea en el marco de una práctica determinada, específica y precisa que favorece “el acceso a fenómenos, experiencias sociales y construcción de conocimiento” (Fantova, 2005, p. 331). A eso, se agrega que contempla esfuerzos por conocer y cualificar procesos históricos, “en un contexto económico, social y cultural determinado, y en situaciones organizativas o institucionales particulares” (Jara, 2018, p. 51).

En el Trabajo Social chileno hablar de sistematización supone transitar por un camino inestable debido a que no hay acuerdos plenos respecto a sus aportes. Situación expresada en frecuentes desconfianzas respecto a su verdadero potencial para la construcción de conocimientos (Ortega-Senet, 2021). La académica e investigadora Patricia Castañeda (2014) postula que la tradición disciplinar, principalmente en América Latina, impulsa la sistematización, siempre interrogando su validez para producir conocimientos, en clave prácticas y experiencias, por lo cual identifica dos sentencias excluyentes, a saber:

“No es posible generar conocimiento desde la práctica” (Castañeda, 2014, p.:94), lo que presupone situarse en un tipo de organización unidimensional del saber, haciendo hincapié en la separación entre saberes técnicos, profesionales y científicos, donde la práctica se reduce a aplicación.

“Es posible generar conocimiento desde la práctica” (Castañeda, 2014, p.:94), esta aseveración se sitúa en un orden multidimensional, en donde los saberes técnicos, científicos y profesionales cobran sentido en ámbitos prácticos y de la práctica.

Tengamos en cuenta que, en sí misma, la práctica implica un hacer repetitivo, determinado por su utilidad en un contexto y momento particular. Corresponde a una serie de actividades corporeizadas, habituadas y automatizadas por sus propias reglas de ejecución y continuidad, “una forma rutinizada de conducta […] compuesta por distintos elementos interconectados: actividades del cuerpo, actividades mentales, objetos y usos” (Reckwitz, 2002, p.:249). O, como dirían Shove et al. (2012), maneras de decir y hacer que suponen el enlace de competencia (destrezas), sentido (motivación emocional) y recursos materiales (humanos artificios).

Entonces, la práctica en sí misma no es suficiente para la sistematización. Cualquiera sea la mirada epistemológica, el proceso involucra un marco de comprensión, una formulación reflexiva, un uso teórico, una proposición conceptual, en que se funda la razón práctica (Kant, 2013), el sentido práctico, los saberes de acción (Rosero, 2006). Desde la antigüedad, en perspectiva platónica y aristotélica, la práctica va unida a una suerte de sabiduría que permite razonar y argumentar decisiones en un espacio de diálogo moral o político.

De hecho, retomando estas concepciones, la propuesta kantiana asienta la idea de razón práctica en fundamentos morales trascendentales, imperativos categóricos que regulan cómo debemos actuar y hacer las cosas. Estos ilustran el carácter convencional y cultural de las experiencias prácticas dentro de ciertos marcos normativos, valóricos e institucionales que condicionan los repertorios sobre los que se establece el agenciamiento individual, la actividad colectiva o la interacción social.

Así, en los cimientes de cada práctica hay una lógica que sustenta, por ejemplo, criterios de comportamiento, intervalos de entendimiento o parámetros de aprendizaje. Nos referimos a sustratos de conocimiento a la base de nuestras modalidades de acercamiento, exploración o manipulación de la realidad (sea de primer, segundo o tercer orden), afectando, incluso, la forma en que buscamos y establecemos soluciones ante dificultades emergentes en la vida cotidiana.

De hecho, el contenido de la experiencia práctica que se revela en códigos lingüísticos no es inmediata. Su hechura se logra en el concepto que se proyecta de forma discursiva. La comprensión sobre sus condiciones de posibilidad es inseparable del análisis teórico. A diferencia de los postulados platónicos, Cassirer (2017) propone que la experiencia trae consigo una representación de la realidad; no es vacía, ni oficia como tabula rasa. Implica una síntesis que urde significados y significantes, es decir, la “particularización, manifestación y encarnación de un sentido” (Cassirer, 2017, p. 116)

Entonces, si bien podemos hacer sistematización sin una epistemología a la luz, siempre estaremos posicionados desde presupuestos y sistemas de ideas. De lo que se trata es de refinar los usos teóricos del proceso para desarrollar conocimiento, tanto en el orden científico como en el sociopolítico. Entonces, si el sentido común opera como fundamento pre-teórico de la práctica, es allí donde tenemos que hacer emerger “indicios que muchas veces direccionan las formas de construir conocimiento, para volcarlos en la ciencia” (Bourdieu et al., 2013, p. 41).

Para tal cometido, debemos tender a complejizar las problematizaciones que suscita dicho proceso tras la exigencia de pensar el saber y conseguir conocimiento respecto de lo que sabemos pensar, así como de lo que subyace a la forma en que llegamos a dicho saber. Tanto teórica como metodológica y políticamente, tenemos que […] “inquietar la razón y desarreglar los hábitos del conocimiento objetivo” (Bachelard, 2007, p.:291).

En consecuencia, proponemos apuntar hacia la formulación de objetos sociales de conocimiento basados en reglas de documentalidad (Ferraris, 2013, 2020, 2023). Objetos distintos a los de tipo físicos e ideales, pues son reflejo y representación de una realidad social dispuesta a ser conocida y comprendida, conservada y renovada, asimilada y discutida, aceptada y deliberada por sujetos diversos y reflexivos.

La documentalidad favorece el desarrollo del conocimiento y su historicidad a través del acto inscrito (documentos en sentido fuerte) que es realizado mediante “registros” (documentos en sentido débil) (Ferraris, 2020, pp. 22–23). Podríamos decir que los objetos sociales son actos, palabras, hechos, procesos inscritos en diferentes superficies o soportes, así como en distintos momentos y contextos. No provienen del sustrato empírico y objetivo de la experiencia, ya que no existen en sí mismos, han de ser construidos por regímenes de enunciación (conversación, discurso, narración) tras descifrar las relaciones que los cualifican y definen, “no existen ni antes ni independientemente del discurso en que emergen” (Foucault, 2009, p.:73).

Tampoco surgen a raíz del recabo y ordenamiento secuenciado de datos ni de la formación de circuitos de información. Reclaman registros cuyas lógicas de sentido permitan apropiarse de los principios que están a la base del saber que los moviliza, en un juego de experiencia y conocimiento que hace de la sistematización una instancia tanto intelectual como política.

En la sistematización el registro ha de ir unido a la producción de evidencia reflexiva en torno a objetos sociales, mediado por una perspectiva de indagación (observar, interrogar, conjeturar, refutar) y de comprensión (interpretar, explicar, conceptuar, comunicar), afianzadas en el diseño metodológico de procedimientos, métodos y/o soportes (físicos o digitales) que permitan consignar y documentar el saber. No hablamos de evidencia en sentido empirista, ni positiva. No existe per se ni responde a la certeza del hecho probatorio.

La evidencia reflexiva no se da por supuesta; desde un andamiaje teórico-metodológico su construcción supone discernimiento, razonamiento, interpretación y valoración fundamentada de aquello que ha sido registrado (identificado, descrito, interpretado, explicado, relacionado, inscrito):

- Hitos, vistos como hechos claves relevados en un determinado momento, circunstancia y contexto, cuya significación tendrá que ver con la cualificación de los efectos que desencadenan después de haber acontecido. Marcan un punto de inflexión, convirtiéndose en referencia para una trayectoria de aprendizaje.

- Aprendizajes, dominios del saber respecto de los cuales es imprescindible descifrar presupuestos que les dotan de regularidad y consistencia, es decir, principios que explican las representaciones sobre lo sabido y lo por aprender.

- Hallazgos, descubrimientos que, entre conjeturas y refutaciones, pueden ser científicamente traducidos en enunciados y explicaciones con asidero teórico.

- Constructos, formulaciones conceptuales que nacen de la problematización de categorías en vivo (emergentes). Surgen en una lógica reconstruida y, por tanto, pueden concebirse objetos de conocimiento para la investigación, aun cuando se releven contextualmente.

En este sentido, la sistematización no ha de producir conocimiento por el conocimiento mismo, sus misiones se orientan hacia la apropiación del saber social, la activación política de la memoria colectiva, la trasformación de procesos sociales, la constante lucha por reaprender a nombrar lo social y lo cotidiano. Eso, en los márgenes posibles a una intervención que, hilvanada a la investigación, podría también interpelar a la ciencia, el discurso hegemónico, el orden político, las formaciones legalistas, etc.

Como diría Ferraris (2023), su importancia y validez se ratifica en la necesidad de dejar huellas que adquieran institucionalidad y continuidad, a partir de medios y códigos distintivos para generar un conocimiento posible de elevar hacia la teorización y la elaboración científica. Siguiendo a Benjamin (2005), las huellas no solo reflejan lo acaecido, constituyen un material que puede ser interrogado para dilucidar y actualizar los derroteros del saber, que tras la documentalidad consigue especificidad, dando lugar a un conocimiento transmisible y transferible.

Esas huellas dejadas por la sistematización se encuentran en lo que Michel Foucault (2009) denomina archivo, instaurando aquello que, desde Trabajo Social y diversos colectivos ciudadanos, puede ser dicho entre generaciones. Abren vías de entendimiento y actúan como motor de conocimiento, pues en los archivos se encadenan regímenes de enunciación, argumentación y proposiciones sobre lo social y los procesos cotidianos, que al ser intersubjetivamente refinados pueden ser “fuente de inspiración y no de esclerosis” (Maffesoli, 1999, p.:138).

Alojan, clasifican y organizan diversos objetos sociales que no deben homologarse al cuerpo de documentos sistematizados y acumulados por inventario, pues ostentan un dominio de conocimiento que les pertenece y condiciona tanto su formulación como actualizaciones, validez como vigencia, apropiación como lucha por la legitimación. Detrás de cada archivo hay propósitos y trayectorias recorridas por el saber, basados en reglas de producción discursiva, donde “el intercambio y la comunicación son figuras positivas que juegan en el interior de sistemas complejos de restricción [y apertura del conocimiento]” (Foucault, 2009, p.:40). He ahí un gran desafío para nuestra sistematización.

 

Esbozando conclusiones. Entre dudas e incertezas

Cualquier proceso de producción de conocimiento conlleva tomar conciencia sociohistórica del mundo. Implica un esfuerzo por excavar (Benjamin, 2010a), volviendo todas las veces posibles y de múltiples maneras a los contenidos que actúan como capas desde las que se erige el nuevo conocimiento. Aquello reclama no dejar de lado el pensamiento más profundo, para evitar caer en lo que Nietzsche (2016) ha llamado pérdida de dignidad.

La sistematización siempre responde a modelos de conocimiento que le guían y, por consecuencia, les otorgan sentido acorde a cambiantes esquemas históricos y culturales, así como políticos y científicos, imperantes en un tiempo y espacio determinado. Quizá sea la oportunidad para repensarla en clave modelos indagatorios que aporten a construir objetos sociales y redefinir los objetivos en su modalidad de producir y distribuir conocimiento, tras la confrontación de sus problematizaciones con la teorización científica, por vía de la investigación. Los saberes filosóficos, científicos, técnicos y cotidianos presentan una vertiente común, de uno u otro modo, colocan la indagación del lado del aprendizaje en tanto plataforma para la construcción de nuevos conocimientos. Indagar refleja la inquietud por confrontar ideas y realidad, o como diría Walter Benjamin (2010b), excavar en los contenidos que fue necesario traspasar para llegar a los hallazgos. Claro que, para tal cometido, debemos superar el hecho de que “a excepción de quienes ejercen en instituciones dedicadas al desarrollo de estudios o investigaciones sociales, la mayoría del colectivo de trabajadores sociales no realiza actividades de investigación en sus desempeños cotidianos” (Castañeda & Salamé, 2015, p. 15)

Para darnos a entender, usemos un ejemplo: la creencia popularizada sobre la espinaca como una buena fuente de hierro se sustenta en un error de cálculo (o de mecanografía) ocurrido durante la década de 1930. El químico estadounidense E.V. McCollum midió la cantidad de hierro en la espinaca, pero debido a un error en su análisis informó que la espinaca contenía una cantidad significativamente mayor de hierro de lo que realmente contenía. La información fue publicada por una prestigiosa revista científica de la época, pero un punto decimal mal colocado dio una sobreestimación de 10 veces del contenido de hierro (Rekdal, 2014). Aun cuando en la década de 1980 se descubrió el error y se reveló que la espinaca no era una fuente excepcionalmente alta de hierro en comparación con otros alimentos, el mito persiste en la cultura popular, y aún hoy existe una gran porción de la población que continúa creyendo que la espinaca es una de las mejores fuentes de hierro (déjanos adivinar, ¿tú también lo seguías creyendo?).

Hoy por hoy existen amplias evidencias para no fiarse del todo de ninguna verdad absoluta. La historia de la espinaca es un recordatorio de que incluso la información científica más rigurosa no está exenta de errores y que los avances científicos y tecnológicos no son, necesariamente, un progreso para lo humano.

No hay razones fundadas que puedan defender la supremacía o hegemonía absoluta de la investigación social por sobre otros procesos de aproximación al conocimiento. Igualmente, ilusas serían las sentencias antagónicas: los intentos por desechar los beneficios de los avances científicos y remplazarlos por otros tipos de conocimientos. Suponemos que la apuesta es por la integración. Así como conviven, coexisten y se complementan la medicina occidental con los saberes de la medicina ancestral, también podríamos aspirar a una integración de diferentes enfoques en la búsqueda del conocimiento.

Entonces, apostamos por promover el uso y difusión de la sistematización como proceso indagatorio, intelectual y político, válido y confiable, así como más asequible al trabajo con saberes plurales y dinámicas de construcción de conocimientos abiertos a la revisión y la mejora continua. Stricto sensu, posee un estilo de conocer diferente al de la investigación (asentado en el registro, más que en la recogida de datos), ofrece saberes útiles a la intervención social que, a su vez, pueden ilustrar el despliegue de la investigación. Mientras el tipo de conocimiento que genera es complementario al modelo de conocimiento dominante que, históricamente, le ha marginado.

Sin embargo, también entre sistematización e investigación existen puntos de encuentro, pues ambas se despliegan en favor de la comprensión de lo social y los fenómenos que afectan a personas y colectividades, aunque en escalas diferentes. Eso, con miras a generar propuestas de cambio, innovación y soluciones a problemas, cifradas en fundamentos epistemológicos y científicos, así como de principios éticos y de justicia social, pudiendo articular diferentes disciplinas y conocimientos.

En atención a lo expuesto, entendemos la especificidad de la sistematización en Trabajo Social como su garantía de diferencia por distinción con otras formas de producir conocimiento (Yáñez, 2007), incluso de aquellas validadas por larga data en la tradición científica moderna. Su capacidad de ser distinta está dada por la lógica que le define, los propósitos que persigue, la configuración de sus objetos y la metodología que favorece su aplicación.

En cuanto a su lógica, no nos referimos a los enfoques desde los cuales se sustenta, sino más bien a su articulación con la intervención y su sentido de creación, como lo han postulado autores que van de Bergson a Deleuze, cada cual a su manera y desde sus propios lugares de conocimiento. De ahí que su propósito sociopolítico global responda a problematizar colectivamente lo vivido o lo que se está viviendo, de modo de ir configurando objetos sociales que, como se dijo, representan eventos, actos e invenciones valoradas, relevadas e inscritas en memorias y medios cotidianos (Ferraris, 2023).

Para tal cometido, la sistematización reclama urdir ciertos momentos metodológicos entrelazados que, incrustados en el proceso de intervención y por vía del registro, suponen:

- Interrogar lo registrado con los sujetos, mediante documentalidad.

- Focalizar o hacer converger la reflexión colectiva hacia lo aprendido en forma conjunta, es decir, el saber emergente que opera al modo de una radiación luminosa al conocimiento previo.

- Problematizar hallazgos situados, develados desde lo aprendido, traduciendo la originalidad de nuevas opciones para comprender y transformar la realidad del diario vivir,

- Sintetizar o generar constructo social que, siguiendo a Deleuze (2005) conlleva el esfuerzo intelectual y emotivo de formular proposiciones de designación (en relación con lo aprendido y descubierto), de manifestación (vinculada al discurso colectivo sobre los objetos sociales configurados) y de significación (respecto a la re-escenificación de la realidad problematizada, que se vuelve a nombrar y sobre la que se puede incidir). Agregamos nosotros, las de comunicabilidad para democratizar, distribuir y discutir el conocimiento nuevo.

Por consiguiente, como cierre preliminar, diremos que tales distinciones no pretenden establecer una composición taxonómica rígida ni definitiva sobre sistematización e investigación social. Eso, asumiendo la premisa de que la realidad acaba siempre por desmentir cualquier generalización que se teja alrededor de ella.

 

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