El Psicofármaco en Chile: Entre el Tratamiento Psiquiátrico, los efectos adversos y el Sufrimiento Psíquico

 

Psychopharmaceuticals in Chile: Between Psychiatric Treatment, Adverse Effects, and Psychic Suffering

 

Fecha recepción: octubre 2024 / Fecha aceptación: noviembre 2024

 

DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num33.933

ISSN en línea 0719-7721 / Licencia CC BY 4.0.

RUMBOS TS, año XIX, Nº 33, 2024. pp. 105-134

RumbosTS

 

M. Alejandro Castro G.

Trabajador Social, Doctor en Sociología.

Universidad Alberto Hurtado, Departamento de Trabajo Social,
Mail
macastrog@uahurtado.cl

OrcID https://orcid.org/0000-0002-2141-7273

 

Resumen

Este trabajo examina el impacto de los psicofármacos en la vida de personas con diagnósticos psiquiátricos, destacando cómo su uso prolongado transforma profundamente la realidad de las personas. A pesar de aliviar ciertos síntomas, los medicamentos generan dependencia, efectos secundarios significativos y malestar emocional. Se explora cómo el psicofármaco, aunque clave en el tratamiento de enfermedades mentales, puede convertirse en una forma de control biopolítico, moldeando el comportamiento de los usuarios. Los relatos revelan una tensión entre los beneficios terapéuticos y las consecuencias físicas y emocionales a largo plazo. En esa línea, esta investigación se llevó a cabo desde una metodología cualitativa, a través de entrevistas en profundidad de corte temática sin reiteración, con un enfoque analítico narrativo a 25 personas con diagnósticos psiquiátricos severos (trastorno afectivo bipolar, esquizofrenia y depresión severa). Con ello se dio relevancia a las experiencia de vidas de usuarios en torno al tratamiento psiquiátrico y el sufrimiento psíquico con que cargan respecto al uso prolongado de los psicofármacos.

Palabras clave

Salud mental; psicofármacos; sufrimiento psíquico; enfermedades mentales

 

Abstract

This study examines the impact of psychotropic drugs on the lives of people with psychiatric diagnoses, highlighting how their prolonged use profoundly transforms people’s reality. Despite alleviating certain symptoms, medications generate dependence, significant side effects and emotional distress. It explores how psychopharmaceuticals, although key in the treatment of mental illness, can become a form of biopolitical control, shaping users’ behavior. The accounts reveal a tension between therapeutic benefits and long-term physical and emotional consequences. In this line, this research was carried out from a qualitative methodology, through in-depth interviews of thematic cut without reiteration, with a narrative analytical approach to 25 people with severe psychiatric diagnoses (bipolar affective disorder, schizophrenia and severe depression). In this way, relevance was given to the life experiences of users regarding psychiatric treatment and the psychic suffering they bear with respect to the prolonged use of psychotropic drugs.

Keywords

Mental health; psychopharmaceuticals; psychic suffering; mental diseases

 

 

Introducción

En la actualidad, el uso de psicofármacos se ha consolidado como una de las principales intervenciones en el ámbito de la salud mental, tanto en Chile como a nivel mundial. Este fenómeno ha crecido progresivamente al punto que, según Droguett et al. (2019), hoy se extiende incluso a mercados informales, plataformas en línea, ferias libres, convirtiéndose en un problema de salud pública. De esa manera, estudios como los de Bandarra et al. (2024), Alonso et al. (2019) y Mottram et al. (2006) nos indican que es importante la revisión sistemática sobre los usos de los psicofármacos, dado los riesgos secundarios existentes de estas intervenciones psiquiátricas. Ahora bien, la utilización prolongada de psicofármacos puede provocar una amplia gama de efectos secundarios, dependiendo de varios factores, como su mecanismo de acción, las características del paciente e incluso el uso concomitante de otros fármacos (Whalen, et al., 2016). Aunque Hameed (2019) y Farooq et al. (2021) destacan el potencial de los psicofármacos para mejorar significativamente la calidad de vida, advierten sobre el riesgo latente de su uso inapropiado. De esa manera, es crucial estar atento a las posibles efectos adversos de estas tecnologías psiquiátricas, tanto antes de iniciar el tratamiento como a lo largo de él, según sea necesario, para garantizar la seguridad del paciente (Comisión Europea, 2008).

Tanto Da Silva (2019) como Bard y Aquino (2024) plantean que el alto consumo de estos medicamentos y psicoactivos está más vinculado a un problema de injusticia social, medicalizando las emociones y comportamientos de las personas. En ese sentido, la medicalización de las emociones y la conducta ha dado lugar a situaciones impensables hace algunas décadas. De esta manera, Wechuli (2023) estudia la medicalización de las emociones, Horwitz y Wakefield (2007), Wakefield (2012) y Van Dijk et al. (2022) abordan la psicofarmacologización de la tristeza, Scott (2006) y Aho (2010) exploran la medicalización de la timidez, mientras que Earp et al. (2015) aborda incluso la medicalización del amor. Por otro lado, Aldeia (2019) critica a la medicalización de las personas en situación de calle, y asimismo Khan, et. al (2022) y Michat (2023) el uso excesivo de prescripción de psicofármacos con población de adultos mayores. En definitiva, según Elliot (1998), medicamentos como la fluoxetina y la clozapina surgieron con el propósito de buscar estabilidad y bienestar en la vida humana, no obstante han transformando nuestra sociedad y sus formas de vivir.

En el marco de una cultura de la felicidad (Berardi, 2015), este paradigma ha dejado una huella profunda en las sociedades actuales (Han, 2015). Sin embargo, cuando la búsqueda de la plenitud no logra sus objetivos ese supuesto bienestar se desvanece dejando tras de sí frustración, fracaso, e incluso suicidio. Las respuestas a estos fracasos se manifiestan en forma de pánico, estrés, depresión, trastornos de personalidad, e incluso psicosis, lo que Han denomina “infartos del alma” (Han, 2016). Estas consecuencias marcan dolorosamente la experiencia de los individuos, quienes a menudo sienten que pierden el control sobre su propio cuerpo y mente. A pesar de todo, la promesa del bienestar sigue presente en la cultura de masas, impulsada por la publicidad, las redes sociales y los medios de comunicación, que moldean (Callon, 1998) modos de ser y refuerzan una ideología de vida alineada con los valores del capitalismo (Boltansky y Chiapello, 2002), donde los psicofármacos cumplirían esa promesa de bienestar.

Este proceso llamado medicalización (Illic, 2010; Conrad, 2007; Davis, 2010; 2022) ha ido consolidándose en las sociedades del capitalismo tardío (Berardi, 2015) como una forma de control social, redefiniendo problemas humanos como asuntos médicos. Esta transformación supone un modelo biomédico donde la salud se entiende como ausencia de enfermedad, caracterizado por su reduccionismo, enfoque individualista y dependencia tecnológica (Clark, 2014; Svenaeus, 2023). Sin embargo, no se trata de cuestionar el derecho a utilizar antidepresivos o antipsicóticos, sino de señalar el exceso de medicalización como una alerta preocupante (Kaczmarek, 2019), generando otros efectos sociales, como el incremento de sobrediagnósticos en salud mental (Hofman, 2016).

De este modo, este artículo tiene como objetivo mostrar cómo el consumo de psicofármacos ha impactado profundamente en las vidas de personas con diagnósticos psiquiátricos en el sistema de salud pública chilena. A través de sus narrativas de vida se observa cómo estas experiencias han sido moldeadas por la psiquiatría y prácticas de salud mental gubernamentales, consolidando tratamientos que gestionan el sufrimiento psíquico y social y construyen una realidad donde ciertos tipos de individuos quedan sujetos a estos esquemas de intervención (Castro, 2017).

 

Psiquiatría y Salud Mental en el Neoliberalismo

Actualmente, los psicofármacos son percibidos como una solución individual y efectiva frente a los trastornos mentales. En las sociedades de alto rendimiento su consumo ha crecido exponencialmente (Múzquiz Jiménez y De la Mata Ruiz, 2012; Silva et al., 2020; Ferreira et al., 2021; Villalobos et al., 2023). Esto, ha convertido a los medicamentos psiquiátricos en el eje central del discurso de la salud mental y la psiquiatría, siendo utilizados en servicios de salud alrededor del mundo para la medicalización de la vida cotidiana (Casas Martínez, 2023). En concreto, este enfoque tecnológico se sostiene sobre el paradigma biomédico, un modelo que ha cobrado gran relevancia en psiquiatría en tiempos recientes (Múzquiz Jiménez y De la Mata Ruiz, 2012). Asimismo, esto podría ser entendido como un modo biopolítico de control social, tal como plantea Foucault (2010). Para este autor, la emergencia del biopoder en el Estado permitirá que este se haga cargo de la vida de los sujetos a través de regulaciones gubernamentales (Foucault, 2006; 2010a; 2010b), lo que se fundaría en una práctica discursiva desarrollada por la salud mental -como intervención pública-, a través de una serie de dispositivos psiquiátricos a lo largo de todo el país. Este diseño biopolítico se entendería como una forma de control social sobre una población determinada -que padecen trastornos psiquiátricos-, tales como la esquizofrenia, la bipolaridad y la depresión severa, creando agenciamientos sociotécnicos, como el caso de los psicofármacos- que van a establecer y asegurar el disciplinamiento social en relación con este fenómeno (Castro, 2017).

Por otro lado, el modelo económico y la psiquiatría se conectan principalmente a través de la industria farmacéutica (Davies, 2022). Esta relación ha creado una sinergia significativa, que incluso ha influido en las políticas globales de salud mental, permitiendo gestionar el sufrimiento psíquico desde un enfoque mercantil (Castro, 2021). En este contexto, la industria farmacéutica ha adoptado el paradigma biomédico, con énfasis en la medicina basada en la evidencia (MBE), que propone una psiquiatría altamente biológica para explicar y tratar los trastornos mentales, radicalizándose en su mirada hospitalocéntrica en tiempos de pandemia (Duboy y Muñoz, 2020). Según Ortiz y Huertas (2018) “la psiquiatría biológica reduce la subjetividad del ser humano a lo que puede ser medible” (p.114), sometiendo así la experiencia humana a interacciones neuronales y promoviendo tratamientos basados en tecnología que equilibran estos desajustes neuroquímicos.

La administración de psicofármacos surge entonces como una herramienta para corregir dichos desequilibrios en el cerebro, logrando una estabilización que Ortiz y Huertas (2018) denominan “cosificación del sufrimiento” (p.117). Este fenómeno legitima la globalización de los psicofármacos en los servicios de psiquiatría de todo el mundo, con la industria farmacéutica cumpliendo un papel esencial en la distribución de estos medicamentos para el equilibrio psicopatológico de los individuos diagnosticados, en definitiva, un control biopolítico.

El psicofármaco se considera hoy como el artefacto tecnológico esencial de la psiquiatría y salud mental, desempeñando un papel fundamental en las intervenciones clínicas y sociales en todo el mundo. En el 2001, el gasto en psicofármacos en Estados Unidos rondaba los 200 millones de dólares (Angell, 2001), cifra que ha crecido exponencialmente hasta alcanzar los 2.000 millones en años recientes (Dorahy et al., 2023). Según Angell (2001), el propósito de la industria farmacéutica no se centra en desarrollar nuevos psicofármacos, sino en crear remedios con variaciones suficientes para obtener nuevas patentes y lanzarlos al mercado. Este fenómeno es especialmente notable en la salud mental, con ejemplos como el antidepresivo fluoxetina (Gøtzsche, 2015).

A lo largo del último cuarto del siglo XX la industria farmacéutica, a través de la psicofarmacología, ha impulsado una revolución silenciosa en el campo de la salud mental. En consecuencia, los servicios psiquiátricos en todo el mundo se han vuelto altamente dependientes de los medicamentos, hasta el punto de que las intervenciones en este campo suelen pensarse desde una visión farmacológica. Desde la invención de la clorpromazina, el primer antipsicótico de primera generación, la relación entre psiquiatría e industria farmacéutica ha sido estrecha. Con el desarrollo de la segunda generación de antipsicóticos, a partir del descubrimiento de la clozapina en 1988, los departamentos de salud mental han extendido el uso de estos tratamientos, especialmente para psicosis y esquizofrenia. Las empresas farmacéuticas desarrollaron nuevos psicofármacos derivados de la clozapina, como la olanzapina y la risperidona, que hoy se emplean cotidianamente en los servicios de salud mental. Esta influencia ha llevado a lo que Allen Frances (2014) denomina como ‘balas mágicas’, que han impactado tanto el ámbito de la salud mental, ofreciendo soluciones a enfermedades, como las psicosis, que durante décadas parecían intratables.

En los años noventa, el impacto de los psicofármacos comenzó a extenderse a la vida cotidiana, colonizando otros aspectos de la vida. Antes de su introducción, el tratamiento para los trastornos mentales solía implicar confinamiento en instituciones (hoy conocidas como unidades de hospitalización psiquiátrica). Sin embargo, la aparición de los psicofármacos transformó la percepción de la locura, ahora entendida como un trastorno atenuable sin necesidad de encierro, tratable a través de una intervención neuroquímica que actúa de forma silenciosa en el cerebro. Esto fue particularmente evidente con el surgimiento de los antidepresivos y el papel del mercado en el suministro de medicamentos contra la depresión en los sistemas de salud pública, consolidando el arsenal farmacológico en el tratamiento de los trastornos mentales.

Aunque los primeros antidepresivos se comercializaron a finales de los años cincuenta, fue en los noventa cuando su uso se popularizó masivamente, marcando lo que se conoce como la “era del Prozac” o fluoxetina (Wurtzel, 1995; Bentall, 2011; Gøtzsche, 2016; Fernández Liria, 2018). Este medicamento tuvo un impacto social aún mayor que la clozapina y los antipsicóticos de segunda generación, pues atacaba un trastorno que, en las sociedades tardomodernas, había comenzado a definirse de forma amplia y novedosa: la depresión.

Con la tercera versión del Manual de Diagnósticos y Estadísticos de los Enfermedades Mentales (DSM) en 1980, se estableció un enfoque basado en síntomas. Así, la depresión comenzó a proliferar como una enfermedad reconocida en las sociedades contemporáneas. Esta nueva interpretación de condiciones como el suicidio, la tristeza, el estrés o la melancolía, favoreció al camino del psicofármaco como tratamiento fundamental. Para autores como Gøtzsche (2016) y Frances (2014), la relación entre los manuales diagnósticos y la industria farmacéutica se hizo evidente, particularmente en el caso de la depresión. Gøtzsche (2015; 2016) señala que varios miembros del comité de expertos del DSM-4 estaban vinculados a la industria farmacéutica, una situación que Allan Frances (2014) denunció en su momento.

La fluoxetina, que surgió en los ochenta y se consolidó en los noventa, redefinió la depresión no como un problema social o resultado de la vida cotidiana, sino como un conjunto de síntomas que los manuales diagnósticos abordaban (Asociación Psiquiátrica Americana, 2013). La causa se situaba en un desequilibrio de neurotransmisores, especialmente en la recaptación de serotonina. Este descubrimiento neuropsiquiátrico resultó revolucionario, ya que vinculaba la depresión a una “alteración de la función serotoninérgica y los ISRS [inhibidores de la recaptación de la serotonina] las restablecían, por lo que constituían un tratamiento específico y limpio de la depresión con muy escasos efectos secundarios” (Fernández Liria, 2018, p.90).

El surgimiento de la fluoxetina, más conocida como Prozac y desarrollada por la farmacéutica Lilly, ofreció una novedosa solución al problema de la depresión. Al igual que con la clozapina, este descubrimiento dio lugar a la creación de nuevos medicamentos basados en el principio de la fluoxetina y, más específicamente, en los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), como la venlafaxina, la sertralina y la paroxetina. Sin embargo, el Prozac ha sido el antidepresivo de mayor éxito global hasta la fecha, un fenómeno que algunos llaman ‘la globalización del psicofármaco’ (Lakoff, 2003; García y Vispe, 2011). Para el año 2010, se estimaba que el 5% de los hombres y el 10% de las mujeres en países de altos ingresos consumían antidepresivos (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, 2015). Su uso se extendió no solo para la depresión sino también a otros diagnósticos, como trastornos de ansiedad, fobias sociales, trastornos obsesivo-compulsivos, tabaquismo, estrés postraumático, dolor crónico y trastornos de personalidad, e incluso se utilizó como tratamiento auxiliar en algunos casos de psicosis (Whitaker, 2011). Esta ‘era del Prozac’ marcó un hito en la psiquiatría contemporánea, donde los antidepresivos, conocidos como ‘pastillas de la felicidad’ por Nikolas Rose (2012) o ‘balas mágicas’ por Allan Frances (2014), se posicionaron en la sociedad como símbolos de bienestar, o al menos, como una ayuda para encontrarlo.

En consecuencia, los antipsicóticos, ansiolíticos, estabilizadores del ánimo y antidepresivos se consolidaron como pilares de la intervención psiquiátrica, tanto en el ámbito de la salud pública como en el privado. Con el tiempo, el malestar que atravesaba a las sociedades modernas dejó de interpretarse como consecuencia de desigualdades sociales, condiciones adversas, sobreexplotación o desempleo, y comenzó a concebirse como enfermedades causadas por desequilibrios neuroquímicos en el cerebro (González y Pérez, 2007). Tales desregulaciones, podían tratarse mediante las denominadas «balas mágicas» que prometían felicidad en el caso de la depresión o la supresión de voces y desajustes conductuales en el caso de la psicosis.

En este contexto, los expertos en salud mental pasaron a ser voceros de las buenas nuevas que la psiquiatría ofrecía a las sociedades del capitalismo tardío. Los psiquiatras, en particular, se convirtieron en defensores de la industria farmacéutica y de los nuevos discursos psiquiátricos que acompañaban esta era del capitalismo. Este enfoque comenzó a ganar fuerza desde la era del Prozac, estableciendo un modelo global en el que la enfermedad mental se explica desde una perspectiva científica centrada en los desajustes neuronales, dejando de lado el sufrimiento físico o social. Así, las personas con dolor psíquico — ahora transformadas en pacientes psiquiátricos diagnosticados con depresión o esquizofrenia — ven sus historias reducidas a síntomas que se definen en un manual diagnóstico. Este enfoque científico, centrado en el desequilibrio neuroquímico, ha prevalecido sobre la experiencia subjetiva de aquellos que viven con tristeza, duelo o sufrimiento social.

El impacto global de estos discursos ha sido el de “transmitir a la población la idea que sin ayuda de expertos (…) y sin el uso de tecnologías que el progreso había puesto a nuestra disposición, las gentes comunes iban a ser infelices” (Fernández Liria, 2018, p.95). A esta noción se suma la influencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que ha contribuido a transformar este discurso en un modelo hegemónico. La difusión desde este organismo internacional otorgó un peso significativo a los trastornos psiquiátricos, hasta el punto de redefinir la salud misma desde la perspectiva de la salud mental: «Sin salud mental no hay salud» (OMS, 2004). Este lema refuerza la notable influencia de la psiquiatría en la actualidad, transformando un lenguaje originalmente biológico en uno con impacto social y performativo (Ramos, 2012).

 

Los Psicofármacos en Chile

Las proyecciones de la OMS para el año 2030 prevén que la depresión se convertirá en la principal causa de morbilidad a nivel mundial (OMS, 2011), lo cual refuerza la globalización del psicofármaco y las importantes implicancias económicas para la salud global.

De esa manera, la repercusión de los psicofármacos ha sido notable en Chile. Diversos estudios indican un incremento constante en el gasto público destinado a estos medicamentos. Una encuesta realizada en 2004 reveló que cerca del 6,4% de la población de la Región Metropolitana utilizaba psicofármacos, con una parte significativa de los usuarios consumiendo ansiolíticos y benzodiacepinas (Rojas et al., 2004). Asimismo, con la incorporación de la esquizofrenia en las Garantías Explícitas de Salud (GES) en 2008, todas las personas que experimentaron un primer episodio de esquizofrenia comenzaron a recibir tratamiento con psicofármacos y el 85% de estas personas utilizaba el antipsicótico conocido como risperidona (Alvarado et al., 2009).

La Encuesta Nacional de Salud de Chile, realizada entre 2009 y 2010 (Ministerio de Salud, 2010), mostró que el 7,8% de la población chilena consumía antidepresivos, mientras que un 5,6% utilizaba psicolépticos (ansiolíticos, antipsicóticos, entre otros), siendo el clonazepam el psicofármaco más común. Aunque Chile destina una proporción relativamente baja de su presupuesto al ámbito de la salud mental en comparación con el gasto total en salud (Errazuriz et al., 2015), el uso de psicofármacos ha crecido constantemente, lo que ha elevado el gasto público en este sector. Un estudio realizado por Cea en 2018 reveló que el gasto social en psicofármacos alcanzó más de mil millones de pesos (aproximadamente 1 millón de USD) en 2017, lo que representa un aumento del 119% entre 2011 y 2017 (Cea, 2018). Para 2021, los antidepresivos se consolidaron como los psicofármacos más comercializados en Chile, asociados principalmente al diagnóstico de depresión (Departamento de Economía y Salud, 2021).

 

Metodología

Este trabajo se sitúa en el marco de la investigación doctoral sociológica publicada en 2021, titulada “Los efectos performativos de la psiquiatría en la vida de las personas diagnosticadas psiquiátricas: el sufrimiento de la locura”. El estudio adopta un enfoque descriptivo-comprensivo y emplea una metodología cualitativa, con la participación de 25 individuos de ambos géneros (12 hombres y 13 mujeres) que habían recibido diagnósticos psiquiátricos y que eran atendidos en el sistema público de salud mental de Chile, particularmente en la Región Metropolitana.

Los participantes tenían diagnósticos de esquizofrenia, trastorno afectivo bipolar y depresión severa, clasificados como trastornos mayores con cobertura pública bajo las Garantías Explícitas de Salud (GES). Los criterios de selección consideraron, en primer lugar, que los entrevistados contaran con un diagnóstico confirmado durante al menos dos años; en segundo lugar, que estuvieran recibiendo activamente tratamiento psiquiátrico en el sistema público de salud mental, ya sea en hospitales generales, psiquiátricos o en dispositivos comunitarios de salud mental; y por último, que fueran mayores de 18 años. La selección de los participantes se realizó mediante la técnica de muestreo intencional por conveniencia.

El análisis de la información se llevó a cabo desde una perspectiva narrativa temática (Koheler Riessman, 1993; Chase, 2015), buscando captar las vivencias de las personas diagnosticadas psiquiátricamente. Para ello, se realizaron entrevistas temáticas en profundidad, sin repetición, con el fin de comprender detalladamente la experiencia de estos individuos como usuarios del sistema de salud mental chileno. Uno de los ejes principales abordados fue el sufrimiento psíquico que conlleva tener un diagnóstico de salud mental y cómo esto se vincula con el consumo de psicofármacos como parte del tratamiento psiquiátrico.

El análisis de los datos se desarrolló mediante un enfoque narrativo, donde las entrevistas fueron organizadas por medio de índices temáticos y posteriormente codificadas utilizando el software ATLAS.TI. Este proceso analítico en dos etapas permitió profundizar en los discursos narrativos y comprender mejor la experiencia de los participantes.

Este estudio se realizó siguiendo los lineamientos establecidos por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID), y se aplicaron los consentimientos informados pertinentes, de acuerdo con la resolución del comité de ética R-431 de la Universidad Alberto Hurtado y el Comité Asesor de Ética de ANID en 2019. Los participantes colaboraron de manera voluntaria tras ser informados sobre la confidencialidad, el anonimato y los objetivos del estudio.

Finalmente, para los propósitos de este artículo, los entrevistados serán referidos de manera numérica como E1, E2, etc., junto con la página correspondiente de la investigación principal mencionada anteriormente.

 

El sufrimiento psíquico y la experiencia del psicofármaco

En Chile, cuando se diagnostica una condición psiquiátrica, el tratamiento con psicofármacos surge de manera inevitable. Los psicofármacos son entendidos como dispositivos tecnológicos que suministran la dosis precisa de químicos necesarios para mitigar o aliviar los síntomas de una patología, causados por desequilibrios neuroquímicos en el cerebro (Rose, 2019). Actualmente, esta tecnología se presenta como el componente esencial en los tratamientos psiquiátricos, ya que sin su intervención, muchas terapias perderían su eficacia.

El psicofármaco se establece como una herramienta tecnológica primordial para enfrentar los trastornos mentales y sus repercusiones en la vida cotidiana. Estos medicamentos intentan normalizar conductas desviadas, corregir irregularidades, ajustar a los individuos y mantener a las personas dentro de los sistemas normalizados de la vida diaria (Rose, 2012). De esta manera, el psicofármaco —comúnmente llamado ‘pastillas’ o ‘remedios’— se convierte en un elemento esencial que acompaña de manera silenciosa la rutina de quienes han sido diagnosticados psiquiátricamente. Ese acompañamiento continuo que brindan ‘las pastillas’ también se transforman en una garantía para cualquier tratamiento de salud mental, no solo para adultos, sino también para niños y adolescentes (Algorta, 2019). En este sentido, Fernández Liria (2018) señala que el discurso sobre el psicofármaco ha calado profundamente en la sociedad, cimentando las bases de intervención en los servicios de salud mental, sin considerar adecuadamente los efectos adversos que estos pueden tener.

Al ser vistas como trastornos neurobiológicos, la depresión, la esquizofrenia y la bipolaridad (aunque la naturaleza de cada una es diferente), comenzaron a ser tratadas médicamente a través del dispositivo psicofarmacológico. Como resultado, este tratamiento se convirtió en la intervención de primera línea para todo tipo de trastornos mentales, incluyendo el dolor crónico (Fernández Liria, 2018).

De esta manera, el malestar humano, el dolor y el sufrimiento en las sociedades avanzadas dejaron de ser entendidos como una respuesta a circunstancias adversas o el resultado de historias biográficas de sufrimiento o experiencias desafortunadas: “sino como consecuencias de una enfermedad (…) pero que gracias a los avances de la ciencia podía ser remediable” (Fernández Liria, 2018, p.92). Así, la desdicha humana queda absorbida bajo una explicación diagnóstica e intervenida a través de un procedimiento químico-tecnológico a largo plazo, donde el psicofármaco es la herramienta principal para enfrentar el sufrimiento humano.

Para muchas personas diagnosticadas psiquiátricamente el psicofármaco se transforma en un potente recurso para reducir la ansiedad, el dolor psíquico o la angustia. El sufrimiento psíquico (Coelho y Neves, 2023; Castro, 2023) encuentra una salida rápida y efectiva mediante estos dispositivos tecnológicos, que actúan de manera eficiente, apagando el dolor que una persona experimenta diariamente.

Varios entrevistados de esta investigación mencionan que los psicofármacos son una parte fundamental de su vida, ya que sin ellos no pueden imaginar su rutina diaria, afirmando que ayudan a reducir la ansiedad, la tristeza y, sobre todo, la descompensación: «no sé, si dejará las pastillas yo creo que me descompensaría» (E1, p.60). En este sentido, el uso de psicofármacos se convierte en el pilar de cualquier tratamiento psiquiátrico: “Y me acerqué al consultorio por busca de ayuda e inmediatamente me dieron un antidepresivo (...)” (E6, p.62)

Asimismo, el uso de psicofármacos aparece como una estrategia para prevenir el sufrimiento que conlleva la hospitalización psiquiátrica: “La verdad es que hospitalización en psiquiatría ha sido lo peor que he pasado en la vida, por eso me tomo las pastillas” (E1, pp. 48-49). El ‘remedio’ constituye la base del tratamiento psiquiátrico, emerge como una medida preventiva para evitar la descompensación, que para muchos conduce al encierro psiquiátrico:

A mí la verdad no me gusta los remedios, siempre que me los tomo me dejan apagado. Cuando ando de mal humor -por las cosas malas que me pasan- no me los tomo, porque me da rabia. Me los tomo porque los médicos, los terapeutas y los psicólogos me repiten siempre que me hacen bien, y es para que no me enferme más. Pero a mí no me gustan, y es verdad que dejo los remedios en ciertas ocasiones. Yo creo que los psiquiatras no entienden que a uno no le gusta tomar remedios, y prefiero que me inyecten -y eso-, porque el MODECATE1 me hace muy mal, me deja como una planta. Yo le miento a veces a los médicos, les digo que me tomo los fármacos, pero no es así, pero es porque me da rabia tener esta enfermedad, me enoja mucho. Si les digo que no los tomo después me hospitalizan en el psiquiátrico nuevamente, así que después vuelvo a tomarlos. He pasado por varios remedios, la última que he tomado es la clozapina, y si bien me hace mejor que otros, me mantiene salivoso, con sueño, y no puedo pensar. (E5, p.47)

Esta forma de coerción se construye de manera silenciosa como un medio de control sobre la persona que ha recibido un diagnóstico psiquiátrico, extendiéndose incluso a la familia, que en muchos casos asume la responsabilidad del tratamiento. Esta práctica se experimenta como una sensación de autorresponsabilidad que vincula al individuo con un estilo de vida que se reproduce de manera diaria: “El tratamiento lo sigo sí o sí, nunca olvido tomarme los medicamentos. Los fármacos son el tratamiento, y actuar con responsabilidad y no andar haciendo tonteras, así no me encierran” (E4, p.61); “Si me hubiera tomado las pastillas en la casa (...) hubiera evitado la hospitalización” (E2, p.61). Por lo tanto, el tratamiento psicofarmacológico se convierte en una forma de vivir que impone al usuario de salud mental una cierta norma de responsabilidad personal, una obligación hacia sí mismo para evitar el sufrimiento. Esto, con el fin de no causar dolor a los que lo rodean, en particular a la familia, y de evitar la hospitalización psiquiátrica.

La representación simbólica de los medicamentos, ya sean antipsicóticos, estabilizadores del ánimo o antidepresivos, se considera el fundamento de cualquier tratamiento y, por lo tanto, la principal forma de intervención en el campo de la salud mental en relación con los trastornos mentales. Según Múzquiz y Mata (2012), el psicofármaco ha colonizado la intervención en salud mental, proporcionando una explicación biológica en lugar de social para los trastornos mentales, lo que implica que todo diagnóstico psiquiátrico debe necesariamente psicomedicalizarse.

La intervención mediante tecnologías farmacológicas se refleja en la práctica psiquiátrica actual y en los testimonios de las personas afectadas por diagnósticos relacionados con la psiquiatría. Las narrativas sobre el uso de psicofármacos respaldan las ideas propuestas anteriormente por Múzquiz y Mata: “Así que me dio unos remedios porque le dije que andaba como sin ánimo, pero nunca supe las pastillas que me dio” (E1, p.62); “Me llenaban de pastillas, pero no tenía ningún avance y yo seguía sintiendo eso, y no volví a dormir naturalmente hasta ahora” (E2, p.62); “Un día el psiquiatra me preguntó tres cosas y me dijo: no, usted es una persona bipolar, y debe tomar litio y lamotrigina, para siempre y nada más” (E3, p.62).

El concepto de adherencia al tratamiento psicofarmacológico (García Laborda, 2012) se complementa con otras intervenciones psicosociales secundarias (talleres, terapias, psicoeducación, etc.) que refuerzan la percepción de que el fármaco es lo principal en un tratamiento de salud mental: «Yo estoy acostumbrada a tomar remedios, tengo mis horarios, mis pastilleros, entonces los hice parte de mi vida cotidiana» (E8, p.62).

El psicofármaco se asocia como una estrategia para afrontar el sufrimiento. Toda intervención en salud mental, según los propios pacientes, requiere un medicamento que, además de ayudar a mejorar, simboliza la autorresponsabilidad ante el desbordamiento de la locura. Lo llamativo es que una vez que una persona enfrenta un diagnóstico psiquiátrico, no puede escapar del tratamiento psicofarmacológico, ya que una vez que “se llega al diagnóstico, resulta muy difícil revertirlo; se queda allí para siempre” (Gøtzsche, 2016, p.35).

Sin los remedios estaría rodando en mi vida, si no fuera adicto a la farmacia no sé que sería de mí. Es que el fármaco después de tomarlo por 30 años, es parte de mi vida. Si me levanto el remedio este ahí, si voy al baño, si voy a comprar, si voy al hospital, si voy a comprar pan, es decir en todos lados voy con mis remedios, es algo casi natural, lo hago por instinto. Si alguna vez se me llega a olvidar es fatal, pero me hacen bien. El cerebro como que de repente lo tengo en las nubes, así de repente, como que se sobrecalienta mucho. Sin los remedios no podría dormir y no podría funcionar, estoy tan acostumbrado a ellos, y llevo tantos años, yo creo que me haría mal si no me tomara mis remedios, y bueno, obvio, si no me los tomo me internan. (E9, p.221)

 

Efectos Adversos y Sufrimiento Psíquico

Para Peter Gøtzsche: “los nuevos diagnósticos son tan peligrosos como los nuevos fármacos” (2016, p.41). Según este autor, la proliferación de diagnósticos psiquiátricos en los últimos treinta años, junto con el elevado consumo de psicofármacos, se debe a la implementación de una estrategia técnico-política desarrollada por la psiquiatría a nivel global. De esta manera, el aumento del uso de psicofármacos en las sociedades actuales tiene un impacto innegable, pero lo que no se menciona abiertamente son sus efectos sobre las personas, algo que la medicina psiquiátrica denomina como efectos secundarios (Gøtzsche, 2015).

Todos los antipsicóticos, ansiolíticos, antidepresivos y estabilizadores del ánimo presentan efectos secundarios preocupantes a largo plazo, pudiendo convertirse en una amenaza para la salud y, en algunos casos, provocar la muerte (Bentall, 2011; Whitaker, 2011; Frances, 2014; Gøtzsche, 2015; 2016). Un ejemplo de ello son los efectos extrapiramidales, que implican una alteración de las redes neuronales responsables de la coordinación y el control motor, efectos comúnmente asociados con el uso de psicofármacos, especialmente antipsicóticos. El parkinsonismo, por ejemplo, es uno de los efectos extrapiramidales más comunes derivados del uso prolongado de psicofármacos (Bentall, 2011). La rigidez y los temblores característicos de esta enfermedad son típicos en quienes utilizan antipsicóticos de primera y segunda generación. Además, otros efectos como las distonías (movimientos musculares involuntarios), la acatisia (una agitación extrema que genera movimientos constantes) y las disquinesias (en especial la tardía, que causa movimientos involuntarios en la mandíbula, la boca y la lengua) afectan físicamente a las personas diagnosticadas psiquiátricamente que deben tomar antipsicóticos durante largos periodos.

Los participantes de esta investigación compartieron sus experiencias con el uso prolongado de psicofármacos: “Yo les decía a los médicos que las pastillas me tenían inquieto, porque yo no era así, además no podía dormir, porque movía mi boca para todos lados, y, aun así, no me quitó los remedios” (E2, p.104).

Otro relato revela lo complicado que puede resultar el uso de antipsicóticos:

La Clozapina que tomo me afecta para las cosas más diminutas y simples, no puedo ni escribir ahora porque me tiembla mi mano, y eso me da vergüenza porque yo era el mejor del curso, y ahora no puedo ni escribir y menos aprender a manejar un auto (…) desde que tomo fármacos siento esa sensación -este temblor-. Ahora, tomar una sopa con cuchara me es difícil, por eso me aburre el tratamiento, pero sé que tengo que seguir viniendo, sino será peor para mí. Pero creo que los remedios arruinaron mi vida. (E16, p.219)

Este relato ilustra lo desafiante que puede ser para las personas llevar un tratamiento con antipsicóticos, destacando los efectos secundarios físicos que impactan en las habilidades motoras y, en consecuencia, en la calidad de vida.

Lo que experimentan los pacientes es una psicofarmacologización de su vida, lo que, en palabras de Gøtzsche, “son los efectos predominantemente subjetivos que describen en internet los enfermos cuando toman antipsicóticos, generalmente estos son sedación, déficit cognitivo, aplanamiento emocional e indiferencia” Gøtzsche, 2016, p.263). (Los psicofármacos se presentan como un gran avance médico y científico, “ya que hacía que los enfermos se volvieran dóciles y callados, algo que los trabajadores psiquiátricos valoraban” (Gøtzsche, 2016, p.264). Este equilibrio químico impuesto en las personas con enfermedades psiquiátricas genera consecuencias devastadoras para su experiencia vital, como la dependencia a los psicofármacos, uno de los secretos mejor guardados por la psiquiatría, según Gøtzsche (2016).

Otro de los participantes de la investigación menciona:

Cuando estaba con el doctor, este me daba Olanzapina, al principio me daban 5 miligramos, o algo así, y ahí me sentía mal, cuando me tomaba la pastilla, más tarde estaba con las piernas inquietas, como que se me movían solas, no podía estar ni acostada y menos dormir. Después, me daban una de diez miligramos, y ahí fue peor, entonces recuerdo que me daban más fármacos para que los otros remedios apagaran los síntomas de la Olanzapina, y yo le decía al médico que me cambiara el remedio, pero él no me escuchaba, decía que era por mi bien. (E15, p.106)

Este relato ilustra claramente las dificultades que enfrentan los pacientes al tomar psicofármacos, especialmente cuando experimentan efectos secundarios significativos. La inquietud física, el insomnio y la frustración por no ser escuchados adecuadamente por los profesionales de la salud subrayan el impacto negativo que el tratamiento farmacológico puede tener en la calidad de vida de las personas. Además, la dependencia de otros medicamentos para contrarrestar los efectos adversos crea un ciclo que puede empeorar la experiencia del paciente, en lugar de mejorarla.

La interacción de los psicofármacos con los receptores del cerebro, al influir en los neurotransmisores, tiene un impacto profundo en las emociones y comportamientos de los pacientes. Este proceso bioquímico, descrito por Gøtzsche como una “supresión de las reacciones emocionales o un atontamiento” (2016, p.262), es particularmente problemático porque, en lugar de ayudar a los pacientes a gestionar sus emociones de manera saludable, los psicofármacos tienden a aplanar las respuestas emocionales. Este efecto no solo reduce la capacidad de los individuos para experimentar emociones, sino que también minimiza su percepción del deterioro de su calidad de vida. En otras palabras, los pacientes podrían estar pasando por situaciones de declive emocional o físico sin ser plenamente conscientes de ello, debido a la sedación o al aplanamiento afectivo inducido por los fármacos.

Este fenómeno plantea un dilema crucial: si bien los psicofármacos pueden ser útiles para controlar síntomas agudos, como la ansiedad o la psicosis, su efecto sobre las emociones puede deshumanizar a los pacientes, reduciendo su capacidad de experimentar la vida de manera plena. La ‘protección’ que brindan al evitar que el individuo sienta el malestar de manera intensa también les priva de sentir otras emociones, como el placer, la alegría o la tristeza de manera genuina. De esta forma, se les aleja de una vida emocionalmente rica y equilibrada.

Además, los psicofármacos, al igual que las sustancias adictivas, generan dependencia y pueden alterar profundamente la personalidad de los individuos. En lugar de ayudar a los pacientes a encontrar su equilibrio emocional, estos medicamentos a menudo los empujan hacia un estado de desconexión, donde el paciente pierde partes esenciales de su identidad. Este aislamiento emocional y cognitivo puede agravar su desconexión con la sociedad, lo que termina generando un efecto contrario al esperado. En lugar de favorecer su reintegración social o mejorar su bienestar, el uso prolongado de estos fármacos puede intensificar el aislamiento, empeorar las relaciones sociales y, en consecuencia, incrementar el sufrimiento.

Este efecto paradójico es uno de los principales problemas asociados al uso prolongado de psicofármacos. Si bien inicialmente estos fármacos pueden parecer una solución efectiva, a largo plazo pueden crear un ciclo de dependencia emocional y cognitiva, en el que los pacientes se vuelven incapaces de manejar su vida sin ellos, pero también incapaces de vivir plenamente con ellos.

En otro testimonio podemos ver lo siguiente:

Los remedios han tenido un efecto malo y bueno en mi vida. A mí no me gustan, me mantienen aturdido, pero no saco nada con decirle a algunos médicos, porque lo que a ellos le importa es que uno no se descompense. La verdad, no le creen mucho a uno, yo pienso que creen que es la enfermedad la que a uno lo mantiene así, pero uno sabe que son las pastillas. A pesar de ello, igual confío en los médicos, sino ¿en quién? (E5, p.107)

Este testimonio muestra la ambivalencia que sienten muchos pacientes frente a los psicofármacos, quienes reconocen tanto aspectos positivos como negativos en su tratamiento. La frase ‘me mantienen aturdido’ refleja un sentimiento de desconexión o entorpecimiento emocional, un efecto secundario que parece ser frecuente en el uso de estos medicamentos. Esta sensación de aturdimiento indica que, aunque los psicofármacos logran controlar los síntomas de descompensación, lo hacen a costa de la vitalidad y la claridad mental del paciente.

Además, el testimonio sugiere una desconexión entre los pacientes y los médicos. La frase «lo que a ellos les importa es que uno no se descompense» indica que el objetivo médico se centra en evitar crisis o recaídas visibles, posiblemente sin un enfoque en el bienestar subjetivo o en la experiencia de vida del paciente. El paciente siente que «no le creen mucho» cuando menciona los efectos de los medicamentos, lo cual puede erosionar su confianza en el sistema de salud. Sin embargo, se enfrenta a un dilema de dependencia: «A pesar de ello, igual confío en los médicos, sino ¿en quién?» Este último pensamiento muestra una dependencia inevitable hacia el sistema y los profesionales, que, aunque imperfecto, sigue siendo el único recurso en el que puede confiar.

Este testimonio pone en evidencia la necesidad de un enfoque más comprensivo en el tratamiento psiquiátrico, uno que tome en cuenta no solo la estabilidad visible de los síntomas, sino también la calidad de vida, la percepción y las preocupaciones de los pacientes.

Las personas que usan psicofármacos reconocen los efectos complejos que estos tienen en su vida, y son capaces de diferenciar, a partir de su experiencia, cuándo es el medicamento y cuándo es la enfermedad la que está influyendo: “los fármacos me han servido mucho, aun así, tomo 600 miligramos de clozapina, que es mucho creo yo, y hablo como ebria. Los efectos secundarios de la clozapina son horribles” (E6, p.107). Para muchos pacientes estos efectos secundarios son una fuente adicional de estigmatización (Bentall, 2011), agregando una nueva capa de sufrimiento a la propia enfermedad. Como expresa un paciente: “es molesto, porque tengo salivación, me hace parecer tonta, y en este caso es importante para mí, imagínese si me ve así mi familia, piensan que soy una tonta” (E8, p.107).

Los efectos secundarios de los psicofármacos no solo impactan la salud física y emocional de los pacientes, sino que también se entrelazan con el estigma social, creando una doble carga: la de lidiar con la enfermedad mental y, a la vez, con las consecuencias visibles de los medicamentos. Esta situación genera un círculo de sufrimiento, ya que las personas no solo enfrentan los síntomas de sus diagnósticos, sino que también deben manejar los efectos indeseables de los fármacos, como la sedación, la alteración del habla o la salivación excesiva, que son perceptibles para los demás.

La capacidad de los pacientes para distinguir entre los efectos de la enfermedad y los de los medicamentos es crucial, ya que les otorga una cierta comprensión de cómo estos factores impactan sus cuerpos y sus vidas cotidianas. Sin embargo, esta misma conciencia también puede aumentar su angustia, ya que se enfrentan a los efectos secundarios que no solo dificultan su vida diaria, sino que también los hacen sentirse observados o juzgados por su entorno. Esto queda reflejado en el testimonio de la paciente que, al notar su salivación excesiva, se siente avergonzada ante su familia, que puede percibirla como «tonta».

Este tipo de experiencias de estigmatización son comunes entre las personas que toman psicofármacos, ya que los efectos visibles de los medicamentos a menudo agravan el estigma social ya existente hacia los trastornos mentales. A la carga emocional de lidiar con una condición psiquiátrica se suma el miedo a ser percibido de manera negativa, no solo por los síntomas de la enfermedad, sino también por los efectos adversos del tratamiento. En lugar de aliviar el sufrimiento, los medicamentos pueden intensificarlo, afectando la autoestima y la identidad de las personas que deben tomar estos fármacos para mantenerse estables.

Esta situación genera una paradoja: los medicamentos que están diseñados para tratar la enfermedad mental pueden, en algunos casos, agravar el sufrimiento al exponer a los pacientes a nuevas formas de estigmatización y angustia social. Esto puede llevar a una mayor alienación y desconexión con su entorno, lo que en última instancia puede afectar su salud mental y bienestar general. Los efectos secundarios, como la salivación, la lentitud del habla o la sensación de embriaguez, se convierten en señales visibles de una diferencia que muchas veces no es comprendida por quienes rodean a la persona en tratamiento, profundizando su aislamiento social y emocional.

Otro relato nos muestra lo siguiente:

El antidepresivo que estaba tomando, no me acuerdo bien, pero creo que era la sertralina, pero también fue con la fluoxetina, cuando los empecé a tomar me quedaba dormido en todos lados, y empezaron todos los síntomas que uno comienza a tener cuando uno toma antidepresivos: nausea, diarrea, me costaba concentrarme, etc., a mi mamá no le gustó, y me dijo: -yo no te voy a estar cuidando tu hijo mientras tú duermes o estás tirada en la cama-. Entonces me conflictué y preferí dejar de tomar los fármacos porque debía cuidar a mi hijo. (E7, p.108)

Este testimonio refleja una experiencia común entre muchos pacientes que toman antidepresivos, quienes a menudo enfrentan una serie de efectos secundarios que impactan tanto su vida personal como su entorno familiar. La persona relata cómo, tras comenzar con la sertralina y la fluoxetina, sufrió una serie de efectos adversos típicos de los antidepresivos, como somnolencia excesiva, náuseas, diarrea y dificultades para concentrarse. Estos síntomas no solo afectaron su bienestar físico, sino también su capacidad para cumplir con sus responsabilidades, en este caso, el cuidado de su hijo.

La reacción de la madre, al expresar su descontento con el impacto de los medicamentos, añade una presión emocional adicional sobre la persona. La frase «yo no te voy a estar cuidando tu hijo mientras tú duermes o estás tirada en la cama» ilustra la incomprensión que muchas veces rodea a quienes toman psicofármacos, ya que sus familiares pueden no comprender completamente los efectos debilitantes de los fármacos. Esta falta de apoyo o empatía puede generar un conflicto interno en el paciente, quien debe lidiar no solo con los efectos secundarios físicos, sino también con el juicio y las expectativas de su entorno.

El resultado de este conflicto fue que la persona decidió abandonar el tratamiento farmacológico, no por una mejora en su salud mental, sino debido a la presión de cumplir con sus responsabilidades como madre. Esto revela una problemática importante en el uso de antidepresivos: los efectos secundarios pueden ser tan disruptivos que, en algunos casos, los pacientes prefieren renunciar al tratamiento para retomar cierto control sobre su vida cotidiana, incluso si ello significa no tratar su enfermedad de manera adecuada.

Este tipo de experiencia pone de manifiesto la necesidad de un enfoque más integral en el tratamiento de la salud mental, que no solo considere los efectos físicos de los fármacos, sino también el contexto social y familiar en el que se desenvuelve el paciente.

Los efectos secundarios de los psicofármacos no solo impactan el bienestar físico y emocional de los pacientes, sino que también interfieren de manera significativa en su vida cotidiana, generando una sensación de angustia y sufrimiento. Por un lado, los pacientes sienten la responsabilidad de seguir el tratamiento prescrito por el médico, al considerar que estos fármacos son esenciales para tratar su enfermedad. Sin embargo, al mismo tiempo, deben enfrentarse a problemas cotidianos provocados por los efectos adversos de los medicamentos, lo que genera contradicciones internas y decisiones difíciles que, a corto o mediano plazo, afectan sus relaciones sociales y su capacidad para llevar una vida normal.

Un testimonio particularmente revelador de esta situación es el de una paciente que relata cómo los fármacos le impedían realizar actividades simples, como leer o jugar naipes con sus amigos:

No podía leer, porque los fármacos me impedían hacerlo, entonces lo único que podía hacer era ‘estar’. Estar sin hacer nada. Ni siquiera podía jugar naipes con mis amigos, y yo solo me quedaba mirando como jugaban, y era porque los números de las cartas se me movían, y además mis manos estaban temblorosas, entonces se me caían. (E18, p.108)

Esta situación, que duró un largo periodo, la llevó a sentirse impotente, como si fuera una persona desvalida, física y mentalmente. Este relato ilustra con claridad cómo los efectos secundarios pueden aislar a los pacientes, no solo físicamente, debido a sus síntomas, sino también emocionalmente, al sentirse incapaces de participar en actividades cotidianas que antes eran parte de su vida. La pérdida de estas capacidades, aunque sea temporal, puede llevar a una profunda tristeza y a una sensación de inutilidad que agrava aún más el sufrimiento que ya acompaña la enfermedad mental. Estos efectos secundarios pueden transformar la vida de las personas, afectando su autonomía y su sentido de valía, y en muchos casos, generando una sensación de aislamiento y desconexión social que profundiza el malestar psicológico.

En conclusión, los efectos secundarios de los psicofármacos se configuran como una fuente constante de sufrimiento para muchas personas. Aunque no todos los pacientes los experimentan de manera visible o intensa, una parte considerable de los entrevistados en esta investigación expresó una relación conflictiva con los fármacos. Los llamados efectos secundarios de las «balas mágicas de la psiquiatría», como los denomina Whitaker (2011), junto con la «comorbilidad oculta» que menciona Bentall (2011), emergen como aspectos complejos y profundamente arraigados en la vida de aquellos que padecen trastornos mentales. Estas experiencias evidencian que, aunque el psicofármaco puede ofrecer cierto alivio frente al sufrimiento psíquico, también puede convertirse en una forma de tecnología de la que es difícil escapar, atrapando al individuo en un ciclo en el que el alivio de un síntoma viene acompañado de nuevas cargas físicas y emocionales.

Este dilema refleja la dualidad de los tratamientos psiquiátricos basados en medicamentos: por un lado, prometen estabilizar y aliviar los síntomas de la enfermedad, pero, por otro, imponen un costo en términos de efectos secundarios que pueden impactar profundamente la calidad de vida del paciente. Esta contradicción lleva a que muchos pacientes experimenten una sensación de dependencia sin alternativas claras, aumentando su malestar al verse atrapados entre la necesidad de tratamiento y el costo que implica su uso prolongado.

Esas pastillitas me las empezaron a dar desde joven, y comencé a tomarlas sin mayor conciencia de lo que eran. En ese tiempo uno se tomaba lo que el psiquiatra le decía que tomar, y uno ni cuestionaba eso, así que comencé a tomar fármacos desde los 16 años, y ahora llevo tomando como 40 años remedios. Con pastillas, es la única forma que conozco de vivir. Vivir esta enfermedad es vivir tomando remedios, y sabes que te dañan, mira como soy a los 56 años, parezco de 70, y son los remedios, todo para que no sea un peligroso. Ahora, pienso lento, me cuesta caminar, tengo temblores, me hacen exámenes todos los meses, vivo en un hogar protegido, me manejan los remedios, etc. Es una prisión, que debo aceptar porque es mejor vivir con fármacos que encerrado en un psiquiátrico. (E12, p.220)

Este testimonio deja en evidencia la complejidad de vivir bajo el tratamiento prolongado de psicofármacos. La persona describe cómo comenzó a tomar medicamentos desde los 16 años, sin cuestionar las indicaciones de los psiquiatras, y cómo, con el paso del tiempo, estos fármacos se han convertido en la única forma de vida que conoce. La expresión «vivir esta enfermedad es vivir tomando remedios» refleja la dependencia absoluta que se ha desarrollado en torno a los psicofármacos, hasta el punto en que el paciente se siente atrapado en un ciclo sin salida.

El relato también destaca las consecuencias físicas de este tratamiento prolongado, al mencionar cómo a los 56 años la persona se siente como si tuviera 70, con problemas como lentitud mental, dificultades para caminar, temblores constantes y la necesidad de exámenes médicos regulares. Estas secuelas dejan claro que, aunque los fármacos logran controlar ciertos síntomas graves, sin embargo, también imponen un coste muy alto en la calidad de vida, transformando el cuerpo y la mente de las personas.

El paciente describe su situación como «una prisión» de la que no puede escapar, y aunque reconoce los efectos nocivos de los fármacos, se resigna a seguir tomándolos porque, en su percepción, es «mejor vivir con fármacos que encerrado en un psiquiátrico». Esta declaración subraya el dilema al que se enfrentan muchos pacientes: entre los efectos secundarios debilitantes y el miedo a perder la estabilidad, los psicofármacos se perciben como un mal necesario. Este testimonio refleja la profunda tensión entre la promesa de bienestar que ofrecen los tratamientos y la realidad de sus efectos a largo plazo, que muchas veces generan un nuevo tipo de encarcelamiento físico y mental.

 

Discusión: Sobre el uso de psicofármacos sus efectos secundarios y el sufrimiento psíquico

El análisis de los testimonios y la literatura relacionada con los psicofármacos revela una experiencia ambivalente en las personas que dependen de estos tratamientos para manejar sus diagnósticos psiquiátricos. Si bien los psicofármacos han sido concebidos como una solución tecnológica para estabilizar el sufrimiento psíquico, los efectos secundarios asociados y la dependencia que generan exponen un dilema que va más allá de la mejora clínica. Los testimonios reflejan cómo, aunque los fármacos permiten a los pacientes evitar recaídas severas o descompensaciones, estos mismos tratamientos traen consigo una serie de consecuencias físicas, cognitivas y sociales que afectan significativamente la calidad de vida.

Uno de los aspectos más recurrentes es la relación conflictiva entre los beneficios y las cargas impuestas por los medicamentos. Los pacientes reconocen que sin los psicofármacos su vida sería aún más difícil, pero al mismo tiempo, describen los efectos secundarios como debilitantes. Las experiencias narradas revelan que los pacientes a menudo se sienten atrapados entre la necesidad de continuar con el tratamiento y los efectos negativos que estos tienen en su capacidad para funcionar de manera normal en la vida diaria. Los síntomas como la lentitud mental, los temblores, la somnolencia excesiva, o la incapacidad para realizar actividades cotidianas básicas, se convierten en parte de una nueva «normalidad», lo que profundiza el sufrimiento que se pretende aliviar.

 

Dependencia y percepción del cuerpo bajo tratamiento

El testimonio de una persona que ha tomado psicofármacos durante más de 40 años es revelador en este sentido. Describe cómo ha vivido la mayor parte de su vida dependiendo de los fármacos, sintiéndose cada vez más deteriorada físicamente, hasta el punto de compararse con una persona mucho mayor. Esto refleja una transformación en la percepción de su propio cuerpo y mente, de manera tal que los efectos acumulados de los medicamentos han dejado huellas físicas profundas. Este fenómeno no es aislado. Muchos pacientes sienten que su personalidad, su identidad y su calidad de vida han sido alteradas por el uso prolongado de estos medicamentos. La percepción de envejecimiento prematuro, la pérdida de agilidad mental y las dificultades motrices son ejemplos de cómo los psicofármacos pueden transformar a las personas a largo plazo.

 

Estigmatización y aislamiento social

Otro punto recurrente es el estigma que sufren quienes toman psicofármacos. Muchos pacientes no solo lidian con los efectos secundarios físicos, sino que también experimentan un estigma social debido a su apariencia o comportamiento alterado por los medicamentos. En uno de los testimonios, una mujer menciona cómo los efectos secundarios, como la salivación excesiva, la hacen sentirse «tonta», lo que agrava su angustia emocional. El impacto social de estos síntomas visibles se traduce en aislamiento, ya que las personas pueden sentir que no encajan en su entorno social o que son juzgadas por su apariencia y comportamiento.

Este aislamiento es doble: los pacientes no solo se sienten apartados debido a sus diagnósticos psiquiátricos, sino también por las consecuencias del tratamiento que reciben. La vida social y emocional de los pacientes se ve, por tanto, profundamente afectada, ya que sus interacciones se ven limitadas o mediadas por los efectos visibles de los medicamentos. La desconexión que sienten los pacientes puede generar una nueva forma de sufrimiento, intensificando el impacto psicológico de su condición original.

 

Efectos secundarios y calidad de vida

La experiencia de los efectos secundarios de los psicofármacos es otro tema clave. Aunque los medicamentos son esenciales para controlar los síntomas graves de los trastornos mentales, como la esquizofrenia, la depresión severa o los trastornos bipolares, los testimonios muestran que los efectos secundarios a menudo superan los beneficios inmediatos del tratamiento. Los pacientes hablan de una psicofarmacologización de su vida, donde los medicamentos no solo tratan su condición, sino que también los sumergen en un ciclo de dependencia del cual no pueden escapar sin enfrentar serias consecuencias. Los efectos secundarios físicos, como el parkinsonismo, la acatisia, o la disquinesia, son mencionados por algunos como barreras para llevar una vida normal, lo que les genera una creciente frustración e impotencia.

En este sentido, algunos pacientes describen su relación con los medicamentos como una especie de «prisión». A pesar de reconocer que los fármacos les han ayudado a estabilizarse, sienten que han pagado un alto precio, tanto en términos de autonomía como de bienestar físico. Este conflicto entre la necesidad y el costo del tratamiento crea una experiencia emocionalmente difícil, donde los pacientes se ven atrapados en una dependencia que no tiene una alternativa clara.

 

El rol de los profesionales de salud y la percepción del tratamiento

Un tema que se destaca en los relatos es la percepción de los pacientes respecto a los profesionales de la salud. Algunos indican que sienten que sus médicos se enfocan más en evitar una descompensación grave que en atender sus preocupaciones sobre los efectos secundarios. Esta desconexión entre la visión médica y la experiencia subjetiva del paciente puede llevar a una falta de comunicación efectiva y, en última instancia, a una mayor frustración por parte del paciente. Aunque confían en sus médicos para guiarlos en el tratamiento, la percepción de que no son escuchados cuando expresan sus malestares o que se prioriza la estabilidad por encima de la calidad de vida genera una relación de dependencia que no está exenta de tensiones.

 

Hacia una revisión crítica del uso de psicofármacos

Los testimonios y análisis aquí presentados evidencian que, si bien los psicofármacos son una herramienta fundamental para el tratamiento de enfermedades mentales graves, su uso a largo plazo plantea dilemas éticos y clínicos que deben ser revisados. La experiencia de los pacientes muestra que los efectos secundarios pueden tener un impacto tan significativo en sus vidas como los síntomas de la enfermedad original, afectando su autonomía, su identidad y su integración social.

Es fundamental que el enfoque médico hacia el uso de psicofármacos sea reevaluado para priorizar un tratamiento más integral que considere no solo la estabilización de los síntomas psiquiátricos, sino también la calidad de vida de los pacientes. Esto incluye una mayor atención a los efectos secundarios, una comunicación más empática y efectiva entre médicos, profesionales y pacientes, además de la exploración de alternativas terapéuticas que minimicen los daños a largo plazo que estos fármacos pueden causar. La psiquiatría debe evolucionar hacia un modelo más humanizado, en el que el bienestar global del paciente sea el eje central del tratamiento, equilibrando el control de los síntomas con la mejora de la calidad de vida y la autonomía del individuo.

 

Conclusiones

Abordar los efectos de los psicofármacos en la vida de personas con diagnósticos psiquiátricos es tremendamente importante, ya que es evidente que los psicofármacos producen transformaciones profundas, tanto positivas como negativas. Los testimonios recogidos en este trabajo nos permiten entender cómo la introducción de esta tecnología psiquiátrica ha alterado radicalmente la realidad de los pacientes, moldeando su día a día y, en muchos casos, sus identidades. Asimismo, desde un componente biopolítico, se ha vuelto una tecnología de control desde una perspectiva gubernamental, diseminándose como una práctica de intervención socio-sanitaria a nivel global.

Lo interesante de estos relatos es que muestran cómo, a través del uso continuo de psicofármacos, las vidas de los pacientes han sido transformadas performativamente, no solo en términos de la gestión de sus síntomas, sino también en la manera en que experimentan el sufrimiento y la coerción. Estos cambios no ocurren de forma abrupta, sino que se instalan de manera gradual, hasta el punto de que los individuos se ven atrapados en un ciclo de dependencia del que es difícil escapar. Una vez inmersos en el sistema de salud mental, con sus tratamientos farmacológicos, muchos pacientes sienten que les es imposible liberarse de este proceso, ya que abandonar los medicamentos implica el riesgo de recaídas o descompensaciones.

El uso prolongado de psicofármacos impone una nueva forma de existencia para los usuarios, en la que el sufrimiento, aunque quizás mitigado en términos de síntomas agudos, persiste de otras maneras, como a través de los efectos secundarios o la dependencia emocional y física hacia los fármacos. Esto, refleja una forma de coerción más sutil en la que los pacientes se ven obligados a aceptar una realidad en la que los medicamentos se vuelven indispensables para su estabilidad, pero a un coste considerable en términos de bienestar global.

El impacto de los psicofármacos en la vida cotidiana de las personas con diagnósticos psiquiátricos es profundo y transformador. Desde la masificación de su uso en los años noventa, los medicamentos se han consolidado como una herramienta central en el biocontrol de los síntomas mentales desplazando, en muchos casos, la necesidad de internaciones involuntarias. Sin embargo, esta efectividad para controlar las crisis también introduce una forma de coerción menos visible, pero igualmente poderosa: la dependencia prolongada y, en muchos casos, permanente a los medicamentos. En definitiva, un control biopolítico.

El uso de psicofármacos no solo actúa en la dimensión biológica al estabilizar el ánimo o reducir síntomas como las alucinaciones o la depresión, sino que también afecta de manera performativa la realidad de los pacientes. Los medicamentos se integran en la vida cotidiana de una manera tal que se vuelven indispensables, y la idea de tomarlos «para siempre» genera una sensación de cárcel, una atadura inescapable que condiciona cómo las personas se relacionan con el mundo y consigo mismas. Esta dependencia no es únicamente física, sino también simbólica, transformando el tratamiento en una norma social interiorizada.

Los testimonios reflejan cómo los pacientes, sin cuestionar demasiado, integran la toma de medicamentos en su rutina diaria, convirtiendo el acto de consumir psicofármacos en un automatismo: «en la mañana lo primero que hago son tomarme los psicofármacos, estoy tan acostumbrado que ya no sé qué pensar, solo lo hago» (E14, p.226). Este tipo de internalización de los medicamentos genera una relación compleja, donde el remedio no es solo una solución, sino también un símbolo de control que puede llegar a convertirse en una forma de violencia simbólica.

Aunque muchos pacientes reconocen los beneficios de los psicofármacos en la disminución de síntomas graves, también describen cómo estos remedios imponen una nueva forma de existencia que altera profundamente su autonomía y percepción de sí mismos. El remedio se convierte en una constante que define su vida, hasta el punto de naturalizarse en las interacciones sociales y en la rutina diaria. En este sentido, la coerción psiquiátrica no solo se manifiesta en el tratamiento hospitalario, sino también en la imposición sutil y diaria del psicofármaco como condición indispensable para la estabilidad emocional y mental.

Las consecuencias que los psicofármacos generan en el cuerpo y las emociones de quienes los consumen durante años revelan un profundo proceso de transformación. Estos medicamentos, además de aliviar los síntomas psiquiátricos, también moldean y controlan a los usuarios, llevándolos a una especie de sumisión ante el tratamiento. El paciente se ve condicionado por una realidad en la que los psicofármacos parecen ser la única opción para mitigar el sufrimiento mental. Este fenómeno se arraiga en el imaginario social, donde los tratamientos alternativos o los enfoques sin fármacos se perciben como inalcanzables o ineficaces frente a la complejidad de los trastornos psiquiátricos.

El uso prolongado de psicofármacos crea lo que podría describirse como un «encadenamiento» a estos medicamentos, ya que, aunque el paciente desee liberarse de su dependencia, la estructura científica y médica que rodea el tratamiento de las enfermedades mentales actúa como una barrera sólida. Las explicaciones biomédicas, fuertemente integradas en la práctica biopolítica de la psiquiatría, legitiman el uso continuado de los psicofármacos, imponiendo una lógica según la cual no habría otra solución viable. Esta relación entre paciente y medicamento se convierte en una prisión invisible, donde el individuo, pese a querer escapar, se encuentra atrapado en una dependencia estructuralmente justificada.

De esta manera, el psicofármaco no solo trata el malestar, sino que redefine la vida de los usuarios, quienes, a pesar de ser conscientes de los efectos adversos, perciben que no existe otra alternativa que les permita llevar una vida relativamente estable. Este encadenamiento simbólico y físico revela el poder de la medicina moderna para no solo intervenir en la biología humana, sino también en la forma en que los individuos experimentan y gestionan su propia existencia.

El abandono de los psicofármacos conlleva una serie de consideraciones que, aunque los pacientes conozcan de manera parcial, no siempre están completamente conscientes de todas sus implicaciones. Esta falta de conciencia no está relacionada, necesariamente, con la naturaleza de la enfermedad mental en sí, sino con la limitada transparencia sobre los efectos biológicos y metabólicos que estos medicamentos pueden tener en el cuerpo a lo largo del tiempo. Los efectos secundarios a largo plazo de los psicofármacos son significativos, afectando tanto la salud física como la emocional de los usuarios, pero las explicaciones que se proporcionan al respecto suelen ser incompletas o simplificadas.

Uno de los problemas clave es que los pacientes rara vez reciben una imagen clara y completa de las posibles consecuencias a largo plazo del uso continuado de estos fármacos. Si bien no es una práctica extendida que los médicos oculten información, el hecho de que muchos profesionales de la salud mental no expliquen detalladamente todos los efectos secundarios, genera una laguna en la comprensión del paciente. Como resultado, aquellos que consumen psicofármacos durante años enfrentan sorpresas desagradables cuando comienzan a experimentar consecuencias físicas o metabólicas devastadoras que no fueron completamente anticipadas.

La acumulación de estos efectos a lo largo de los años puede tener un impacto destructivo en el cuerpo, generando cambios irreversibles. Por lo tanto, aunque el tratamiento con psicofármacos es esencial para controlar los síntomas psiquiátricos en el corto plazo, las repercusiones físicas a largo plazo presentan un dilema ético y médico que requiere una atención más profunda y una mayor transparencia en la relación médico-paciente. Es esencial que se discutan abiertamente los riesgos para que los usuarios tomen decisiones informadas sobre su tratamiento y su futuro.

Aunque el psicofármaco ha sido fundamental como herramienta científica y biopolítica para la psiquiatría y la salud mental, su papel va más allá de la simple intervención clínica. Al buscar el control conductual de aquellos con diagnósticos psiquiátricos, el psicofármaco se convierte en un dispositivo que, éticamente justificado bajo el «bien mayor», impone una serie de efectos secundarios que afectan profundamente a quienes lo usan de manera prolongada. En este sentido, los efectos adversos, aunque a menudo subestimados, revelan una faceta inquietante de este tratamiento.

Además, los impactos que el psicofármaco imprime en los cuerpos y emociones de sus usuarios no siempre son reconocidos de manera plena por quienes los consumen. Muchos usuarios no logran identificar claramente hasta qué punto estos medicamentos afectan su bienestar general y su autopercepción, en parte porque el malestar que provocan es sutil, a menudo tomando forma como una sensación de disconformidad o tensión emocional. Esta experiencia de malestar se asemeja a una violencia simbólica: el fármaco se convierte en una herramienta de control y regulación que modifica la experiencia humana de manera casi imperceptible, pero que tiene un peso determinante en la realidad cotidiana de quienes dependen de él.

 

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    1. 1 Psicofármaco de depósito intramuscular, denominado fluflenazina de la familia de los antipsicóticos de alta potencia, sin embargo, con muchos efectos adversos sobre el usuario.