Aportes del feminismo para la intervención del Trabajo Social en situaciones de abuso sexual contra mujeres

Feminist contributions to social work intervention in situations of sexual abuse of women

 

Fecha recepción: octubre 2022 / Fecha aceptación: agosto 2023

DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num30.687

ISSN en línea 0719-7721 / Licencia CC BY 4.0.

RUMBOS TS, año XVIII, Nº 30, 2023. pp. 7-25

RumbosTS

 

Yolanda Susaeta Racero

Licenciada en Trabajo Social, Universidad Pública del País Vasco (España),
Magíster en Trabajo Social con Familias en Contextos de diversidad socio-cultural, Universidad Católica de Temuco. Unidad de Bachillerato, Propedéutico y PACE. Universidad Católica Silva Henríquez.

Mail ysusaetar@ucshm

OrcID https://orcid.org/0009-0004-8184-9571

 

Helena Román Alonso

Licenciatura en Sociología, Universidad de Salamanca (España),
Doctorado en Sociología, Universidad de Salamanca (España),
Escuela de Trabajo Social, Universidad Católica del Maule.

Mail hroman@ucm.cl

OrcIDhttps://orcid.org/0000-0002-3459-0411

 

Resumen

En este artículo se realiza una reflexión acerca de los principales aportes del feminismo, especialmente el latinoamericano, a la intervención del Trabajo Social en situaciones de abuso sexual contra mujeres. En el texto se delimitan conceptualmente las bases de esta forma de violencia de género y posteriormente se analiza cómo el feminismo ha contribuido teóricamente a generar una nueva comprensión disciplinar de la problemática. Posteriormente, se da cuenta de las críticas que se plantean al desarrollo de cierta praxis del Trabajo Social: instrumental, apolitizada y psicologizante, que finalmente reproduce la lógica del problema que se busca abordar. Para concluir, en las reflexiones finales se ofrecen algunas propuestas para avanzar hacia una perspectiva feminista de intervención, con una mirada decolonizadora e interseccional que da protagonismo a las mujeres en sus procesos de emancipación.

Palabras clave:

abuso sexual; mujeres; feminismos; intervención; Trabajo Social

 

Abstract

This article reflects on the main contributions of feminism, especially Latin American feminism, to the intervention of social work in situations of sexual abuse against women. The text conceptually delimits the bases of this form of gender violence and then analyses how feminism has contributed theoretically to generate a new disciplinary understanding of the problem. Subsequently, the paper then goes on to describe the criticisms of the development of a certain praxis of Social Work, which is instrumental, apoliticised and psychologising, and which ultimately reproduces the logic of the problem it seeks to address. To conclude, in the final reflections, some proposals are offered to advance towards a feminist perspective of intervention, with a decolonising and intersectional perspective that gives women a leading role in their processes of emancipation.

Keywords

sexual abuse; women; feminisms; intervention; Social Work

 

Introducción

La violencia de género contra la mujer es hoy en día considerada, en la mayoría de los países, como una violación de los derechos humanos. Esto ha sido fruto de una progresiva institucionalización de las demandas históricas del feminismo, después de más de un siglo de denuncias y movilizaciones. A partir de la declaración de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, y especialmente desde la década de los 90, diversos organismos internacionales han generado un marco conceptual y normativo que ha ido transformando las legislaciones y los mecanismos de intervención destinados a erradicar la violencia de género contra las mujeres. A través de declaraciones y tratados firmados o ratificados en las últimas décadas, los países de la región de Latinoamérica y el Caribe se comprometieron a desarrollar políticas públicas, programas sociales y otros instrumentos de regulación e intervención para enfrentar este problema social. Tal es así, que en el año 2014 la Organización de Estados Americanos (OEA, 2014) reconoció explícitamente, en la denominada “Declaración de Pachuca”, la violencia de género contra las mujeres como una violación de derechos humanos.

A pesar de estos cambios institucionales, esta problemática está lejos de ser erradicada. Según la Organización Mundial de la Salud, OMS (2021), a nivel global, se estima que 736 millones de mujeres -alrededor de una de cada tres- ha experimentado alguna vez en su vida violencia física o sexual por parte de una pareja íntima, o violencia sexual perpetrada por alguien que no era su pareja (el 30% de las mujeres de 15 años o más). Además, este fenómeno afecta de forma desproporcionada a los países y regiones de ingresos medios y bajos. El 37% de las mujeres de entre 15 y 49 años que viven en países clasificados por los Objetivos de Desarrollo Sostenible como “menos desarrollados” han sido objeto de violencia física y/o sexual por parte de su pareja en su vida. Sin embargo, es probable que la verdadera prevalencia de la violencia sexual fuera de la pareja sea mucho mayor, teniendo en cuenta el estigma particular relacionado con esta forma de violencia.

En la actualidad, existen ya los primeros indicios de la intensificación de la violencia contra las mujeres y las niñas en todo el mundo. Los informes derivados de los datos sobre el uso de servicios que atienden estos casos en distintos países han demostrado un aumento considerable de reportes de casos de violencia en el ámbito doméstico, vinculado a las líneas de apoyo, a los refugios o albergues para mujeres y a los cuerpos de seguridad del Estado. En el primero de los casos, el de las líneas de apoyo, en algunos países han llegado a quintuplicarse las cifras de denuncias. Sin embargo, en otros, se ha observado un descenso, lo que pone el foco en los retos de disponibilidad y accesibilidad que han surgido durante los confinamientos y como consecuencia de otras medidas de distanciamiento social (Organización de las Naciones Unidas, 2020).

En la región latinoamericana, más específicamente, se ha señalado que todas las mujeres y las niñas están en riesgo de sufrir algún tipo de violencia por razón de género en algún momento de sus vidas (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2020). Con base en las encuestas nacionales disponibles, entre el 60 y 76% ha sido víctima o ha experimentado este tipo de violencia en distintos ámbitos de su vida, tanto en el doméstico como en los espacios públicos, en el mercado laboral, en el marco de la participación política y comunitaria, en el transporte y en la calle, en la escuela y los espacios educativos y en el ciberespacio; este último, especialmente preocupante en tiempos de alta exposición a medios digitales por causa del distanciamiento físico. La violencia, además, se entrecruza con otras formas de discriminación y desigualdades, como las producidas en el mercado laboral (segregación, falta de acceso a cargos de toma de decisiones, dificultades de conciliación), la falta de ingresos propios, o las dificultades para acceder a servicios básicos de calidad. Esto se intersecta con otras dimensiones, como la violencia y discriminación por motivos de raza, origen étnico, orientación sexual, identidad de género, y la edad, entre otras. Todo ello agudizado en situaciones de crisis, como la producida por la pandemia y las medidas de aislamiento para contener el contagio.

Eso ha tenido su correlato en las movilizaciones feministas más recientes, evidenciando cómo la violencia contra la mujer sigue siendo un problema actual que está lejos de ser erradicado. Las demandas han estado especialmente focalizadas en los abusos machistas infringidos sobre los cuerpos de las mujeres (Carosio, 2019). Casos notables han sido las violaciones y asesinatos de menores de edad en Argentina y Colombia, que dieron origen al movimiento Niunamenos, el impacto global del caso de la violación grupal de La Manada en España (Calvet y Beltrán, 2020), las movilizaciones universitarias frente a los abusos sexuales cometidos en las instituciones de educación superior chilenas (Barra et al., 2022), entre otros. Tal como fue denunciado por millones de mujeres a lo largo del mundo en 2019, a través de la realización de la performance de Las Tesis en espacios públicos, la violencia sexual no puede seguir siendo abordada principalmente como un problema individual, ni siquiera vinculado a grupos sociales específicos, sino que se debe intervenir en su dimensión estructural. Más recientemente, en el año 2021, la ONU declara esta problemática como una pandemia, lo que deja en evidencia la ineficacia o la ausencia de estrategias efectivas de erradicación de esta a nivel mundial (Henríquez, 2021).

Todo lo mencionado, pone de relieve la importancia del análisis de este problema también en el ámbito de la intervención en Trabajo Social, que tiene como objetivo principal intervenir con aquellas personas, grupos y colectivos que se encuentran en situación de desventaja social, y comprometerse con el cambio de sus condiciones de vida. Uno de estos colectivos es el de las mujeres, y dentro de él, un grupo con dificultades especiales, que es el de las que han sufrido abuso sexual; ellas requieren de intervenciones sociales con perspectiva feminista en aras a su emancipación y mayor protección de derechos humanos y justicia social. En esta disciplina también se constata una transformación, tanto conceptual como en la praxis, fruto de las interpelaciones del feminismo a la forma en que históricamente se han abordado las violencias contra las mujeres.

Este artículo, a partir de una revisión sistemática de la literatura, ofrece una reflexión sobre el fenómeno específico del abuso sexual contra las mujeres a partir de los aportes desde los estudios feministas, especialmente los feminismos latinoamericanos, a la intervención del Trabajo Social. En el primer apartado, se elabora una delimitación conceptual que permite dar cuenta de las bases que sustentan este tipo de violencias. En el segundo, se reflexiona sobre los aportes teóricos de los estudios feministas a la comprensión disciplinar de la problemática. El tercer apartado, recoge las principales críticas feministas al desarrollo de un Trabajo Social instrumental, apolitizado, psicologizador, con perspectiva universalista y con predominancia de los aportes del feminismo hegemónico. Asimismo, se propone en contraposición, una praxis del Trabajo Social en materia de abuso sexual contra mujeres que asuma un carácter político, centrado en la justicia y el cambio social, a fin de avanzar desde intervenciones centradas en el control social hacia prácticas de emancipación con perspectiva feminista. Finalmente, se realizan unas reflexiones finales en donde se ofrecen algunas propuestas respecto de modelos de Trabajo Social desde una perceptiva decolonizadora e interseccional. Estos modelos responden a las necesidades socioculturales del territorio donde se ha producido el abuso sexual y se centran en prácticas de intervención pluralistas que defienden la diversidad, la búsqueda de soluciones colectivas, la participación de las mujeres en sus procesos de emancipación y la empatía intercultural. Así mismo, se proponen intervenciones en las que se integre en mayor medida la dimensión corporal y la territorialidad en los procesos de emancipación de las propias mujeres. Además, se plantean prácticas en los distintos niveles de intervención que prioricen el enfoque narrativo en las intervenciones, ayudando así a la elaboración del relato propio y común de las mujeres. Y, por último, se aborda la necesidad de seguir impulsando políticas públicas que den respuesta de forma integral al problema del abuso sexual y que generen, también, mayores niveles de justicia, en aras a la erradicación del abuso sexual contra las mujeres.

En síntesis, este trabajo se considera un aporte al Trabajo Social Crítico, puesto que, partir de algunos elementos del feminismo comunitario, se cuestiona una forma tradicional de intervención en situaciones de abuso sexual contra las mujeres centrada solo en el individuo. Así mismo, representa un significativo aporte a la disciplina, especialmente porque aborda un problema altamente prevalente y de graves efectos para la vida de las mujeres y del conjunto de la sociedad. Además, interpela a la disciplina para la reflexión y desarrollo de acciones e intervenciones desde una perspectiva crítica. Perspectiva que reconoce a la profesión como una acción socio-ético-política, donde se da una relación dialéctica entre las personas profesionales y los diversos actores sociales que viven situaciones de desigualdad, en este caso las mujeres en situación de abuso sexual, orientada en términos teleológicos a la transformación de la sociedad capitalista (Vivero, 2016).

 

Delimitación conceptual de la violencia de género contra la mujer y el abuso sexual

La violencia por razón de género contra la mujer ha sido definida como toda forma de violencia física, sexual, psicológica y económica dirigida contra la mujer (Calvet y Beltrán, 2020; Fuentes, 2018). Esta, afecta a las mujeres de todos los países, independientemente de su condición o clase social, edad, casta o religión y prácticamente en todas las esferas de su vida, en el hogar, el trabajo, la calle, las instituciones públicas, o en tiempo de conflicto o crisis. Además, está presente a lo largo de la vida de la mujer, pues también afecta a las niñas y las mujeres de edad (Velásquez, 2003).

Distintos autores afirman que la violencia contra las mujeres es una manifestación y una forma de imponer la desigualdad de género, el poder y el control de los hombres sobre ellas (Bott et al., 2012; Calvet y Beltrán, 2020; Cruz Sánchez et al., 2021). De este modo, la dominación de un sexo respecto de otro está a la base de conductas abusivas de los hombres hacia las mujeres (Rubin, 1986).

La noción de género, como construcción social en torno a la diferencia biológica entre uno y otro sexo, es una categoría que permite comprender cómo se han generado las desigualdades históricas sustentadas en la valencia diferenciada entre ambos sexos (Heritier, 2007). Así, la mujer es la que se encuentra en inferioridad, considerada como sexo débil, y relegada al ámbito privado sin participación pública o solo en tareas o roles que constituyen una extensión de la esfera doméstica. El hombre, en cambio, se haya en una posición de superioridad y es elevado al ámbito público de relaciones donde prima el éxito y la productividad (Beauvoir, 2005; Dekeseredy, 2011; Díaz Bonilla, 2020; Falcone, 2016; Engels, 1983; Gil-Lacruz, 2008; Hernández Garre y De Maya, 2020; Rubin,1986; Segato, 2016).

Esa valencia diferenciada se ha manifestado históricamente en la apropiación del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, como derecho natural de los hombres, y en la concepción de la doble naturaleza femenina -frágil, pudorosa, compasiva y destinada al cuidado; a la vez, como sexualmente desordenada y con necesidad de ser controlada y reprimida- (Heritier, 2007). La dominación masculina se ejerció gracias a la perpetuación de ciertos esquemas mentales, naturalizados e inherentes a los hábitos y el sentido de las prácticas sociales. Estos esquemas “funcionan como matrices de las percepciones, de los pensamientos y de las acciones de todos los miembros de la sociedad” y son el producto de la asimilación de las relaciones de poder (Bourdieu, 2000, p.49). El género es, en definitiva, una configuración histórica de poder y, por tanto, de toda violencia, en tanto que “todo poder es resultado de una expropiación inevitablemente violenta” (Segato, 2016, p.19).

En esta línea, el concepto de patriarcado hace mención a la forma en que esa dominación se manifiesta sobre las mujeres en todas esferas de la sociedad (Lerner, 1990). Desde las teorías feministas radicales, este se sostiene principalmente en el ejercicio de la violencia, resultado en múltiples formas de opresión y victimización de las mujeres (Solomon, 1992).

Otra explicación, relacionada con el patriarcado como causa de la violencia contra las mujeres, refiere a los patrones transgeneracionales. Estos se traspasan de generación en generación replicando la violencia que se sufre al interior de las familias de origen. Todo ello hace muy difícil la transformación de esas prácticas patriarcales que son, además de normalizadas, perpetuadas desde el miedo y la culpa (Dekeseredy, 2011).

Por otra parte, como se mencionó, una de las formas que puede presentar la violencia de género contra las mujeres es la sexual, considerada como un elemento estructural que comprende desde el acoso verbal, al abuso sexual, la penetración forzada, y a una variedad de tipos de coacción que van desde la presión social hasta la intimidación forzada (OMS, 2021). Por lo que se entiende que para que haya violencia sexual, la afectación no tiene que ser solo sobre el cuerpo de la mujer, sino que puede ser sobre su intimidad.

Más en concreto, el abuso sexual suele manifestarse en formas de contacto íntimo que no son deseados por las mujeres. Es una manifestación de abuso de poder y de confianza que se puede dar en forma ocasional, pero también puede ser reiterado cuando la relación de la víctima con el ofensor es habitual. Estas acciones se pueden dar en un clima de seducción, aunque muchas veces incluyen la fuerza física, los insultos, los golpes, la intimidación y la amenaza a la integridad. Los diferentes momentos del abuso sexual pasan por tanto desde la seducción, las acciones sexuales explícitas, el secreto, el descubrimiento hasta la negación (Velásquez, 2013). El abuso sexual, como expresión de la violencia sexual contra las mujeres, se considera un delito, ese delito, entendido como una práctica de dominación, impregna el cuerpo, la sexualidad y la subjetividad (Velásquez, 2013). Aún más, el abuso sexual se caracteriza por la asimetría que se genera en la relación de poder, la cual brinda una ventaja de superioridad para el agresor, a lo que se suman las condiciones de vulnerabilidad de la víctima, que son leídas por el agresor como detonantes para ejercer el abuso (Dekeseredy, 2011).

Además, el abuso sexual se ha presentado en variados espacios y momentos a lo largo de la historia, siendo una situación que resulta transversal a todas las clases sociales y que ocurre mayoritariamente al interior de las familias. También tiene consecuencias intergeneracionales porque, cuando las mujeres viven violencia sexual, sus hijos también sufren. Un cúmulo creciente de evidencia científica indica que los niños que han sido testigos de actos de violencia, o los han sufrido directamente, pueden correr mayor riesgo de convertirse en agresores o en víctimas en la edad adulta. (Bott et al., 2012). Incluso, puede volverse en contra de sus propios cuidadores, mediante el ejercicio de la violencia filio parental (Sáez, Rodríguez y González, 2022).

 

Metodología de la revisión de la literatura

El abordaje metodológico se basó en un diseño de investigación cualitativo, consistente en la revisión sistemática de literatura, es decir, en la recopilación de estudios académicos sobre un tema y lugar específico cuyo análisis permite conocerlo integralmente, tanto a nivel teórico como metodológico, y generar así conclusiones sobre sus evidencias (Sánchez-Meca, 2010). En primer lugar, se revisaron bases de datos para seleccionar los estudios potencialmente pertinentes (SCOPUS, Scielo, Dialnet y Latindex). Para realizar la búsqueda de documentación se aplicaron descriptores adaptados según la base utilizada, que combinaban términos clave como “abuso sexual”, “mujeres”, “feminismos”, “intervención” y “Trabajo Social” y sus respectivas traducciones en inglés. A partir de la selección inicial, como criterios de elegibilidad se consideraron: (a) artículos científicos y libros en español e inglés; (b) publicaciones de los últimos veinte años (2002 – 2021); (c) con acceso abierto; (d) estudios desde una epistemología feminista y/o enfoque de género en intervención del Trabajo Social; y (e) cuyo objeto de estudio fuera el abordaje de situaciones de abuso sexual contra mujeres. Mientras que los de exclusión fueron: (a) actas de congresos, tesis, artículos de divulgación u otro tipo de textos; (b) publicaciones con acceso restringido; y (c) estudios que abordaran la problemática desde otras disciplinas que no fuera el Trabajo Social o considerando otros aspectos que no fuera la intervención. Tras aplicar estos criterios, se seleccionaron los documentos que permitían abordar el objetivo de la revisión y se eliminaron duplicados, obteniendo un total de 35 artículos, 27 en español y 8 en inglés.

Posteriormente, se procedió a realizar un análisis de contenido de tipo inductivo (Mejía, 2011) a partir de las siguientes categorías: a) conceptualización disciplinar del abuso sexual; b) críticas del feminismo a la intervención del Trabajo Social en situaciones abuso sexual contra mujeres; c) aportes del feminismo al Trabajo Social; y d) aportes del feminismo a la intervención del Trabajo Social en situaciones abuso sexual contra mujeres.

Finalmente, se llevó a cabo la formulación de enunciados descriptivos a partir de los cuales se elaboró en análisis interpretativo del material (Mejía, 2011) en base literatura feminista y del Trabajo Social Crítico Feminista.

 

Aportes teóricos del feminismo latinoamericano a la comprensión disciplinar del abuso sexual contra las mujeres

Los estudios feministas corresponden a un conjunto de teorías que estudian los procesos de opresión que viven y han vivido las mujeres históricamente, con la finalidad de generar estrategias para el cambio (Dekeseredy, 2011). Estos estudios y corrientes de pensamiento surgen gracias al movimiento, o en plural, a los diversos movimientos feministas, los que han sido procesos de articulación social que emergen desde las propias mujeres como grupo social y buscan reivindicar una serie de derechos de los cuales han sido despojadas históricamente. En síntesis, se trata de diversos movimientos históricos, políticos y filosófico-epistemológicos (Narvaz y Koller, 2006) que tienen como principio la integración de la dimensión personal y política, el respeto a la diversidad y la búsqueda de formas más igualitarias de relación (Alcázar-Campos, 2013).

Asimismo, el análisis feminista sugiere que la sociedad es patriarcal y que el androcentrismo y la misoginia están a la base del fenómeno del abuso sexual contra las mujeres en forma de opresión física, sexual, cultural e intelectual. El androcentrismo centra la visión del mundo y de las relaciones sociales desde el punto de vista masculino, y la misoginia se refiere a la aversión de los hombres a las mujeres o falta de confianza hacia ellas. Ambos elementos se encuentran a la base de las innumerables formas de violencia contra las mujeres, como es el abuso sexual. Además, su método de comprensión se basa en el concepto de “lo personal es político” (Collins, 1986). Es decir, en la integración de la dimensión personal y política a la hora de analizar el problema del abuso sexual contra las mujeres (Alcázar-Campos, 2013).

En ese sentido, la finalidad de los feminismos es visibilizar los factores estructurales, culturales y simbólicos que influyen en la desigualdad de las mujeres, comprenderla como forma de dominación y buscar formas de superarla, erradicar la violencia de género y luchar contra la forma de organización patriarcal que reserva autoridad al sexo masculino (Díaz Bonilla, 2020; Calvet y Beltrán, 2020; Hernández Garre y De Maya, 2020; Rodríguez y Torres, 2021).

Como se mencionó, se decide avanzar en el aporte de los feminismos latinoamericanos, y más en concreto, en el feminismo comunitario por contraposición a la predominancia teórica del feminismo hegemónico de corte liberal, establecidos en la Latinoamérica durante los años 90 (Carosio, 2019). Este último, asume las experiencias, proyectos, necesidades y luchas de las mujeres occidentales de raza blanca y clase media como universales para cualquier mujer del mundo, sin considerar al resto de mujeres, especialmente a las más vulnerables, como sujetos de transformación. (Celiberti, 2010; Gargallo, 2013). De ahí la importancia de los aportes de los feminismos latinoamericanos y del feminismo comunitario, ya que tienen en cuenta al sujeto no como un ente neutro y universal, sino que lo visualiza desde las diferentes categorías como raza, edad, clase y género, entre otras (Díaz Bonilla, 2020; Lisboa y Lolatto, 2013; Lugones, 2008; Sánchez-Melero y Gil-Jaurena, 2015). Los pueblos indígenas, afrodescendientes, feminismos y diversidades sexuales abogan por un cambio emancipatorio que subraya la pluralidad de sujetos y agendas, y desafían las concepciones y clasificaciones hegemónicas (Celiberti, 2010).

Los feminismos latinoamericanos se desarrollaron significativamente y con diferentes ritmos desde fines de la década de los setenta; generalizándose durante la década de los 70 en todos los países latinoamericanos. Tienen entre sus tendencias más prometedoras el reconocimiento de la diversidad, no solo en la vida de las mujeres, sino en su estrecha relación con las características multiculturales y pluriétnicas de nuestras sociedades, así como la búsqueda de empoderamiento de las mujeres en dinámicas macroeconómicas que sustentan la pobreza y la desigualdad democrática. Este feminismo se orientó básicamente a recuperar la diferencia de lo que significa ser mujer desde la experiencia de opresión y a develar el carácter político de la subordinación de las mujeres en el mundo privado. En definitiva, al politizar lo privado, se hicieron cargo del “malestar de las mujeres” (Vargas, 2002).

A partir del surgimiento de los feminismos latinoamericanos se pudieron politizar problemas que hasta ese entonces habían estado despolitizados, enmarcados en la esfera privada o individual. De esa manera, se comenzó a nombrar lo que estaba sin nombre, visibilizando realidades entre las que se destacan el abuso sexual contra las mujeres y la feminización de la pobreza. Categorías que ponen de manifiesto la doble brecha que sufren las mujeres pobres que son víctimas de abuso sexual, esto es, la brecha de la justicia social y la justicia de género. De ahí la importancia, para los feminismos latinoamericanos, de recuperar una perspectiva de transversalidad e intersección del género.

Todavía más, el feminismo comunitario critica al feminismo hegemónico, ya que se ha acercado a las mujeres indígenas sin cuestionarse sus privilegios coloniales y lo ha hecho generalmente arrogándose la posibilidad de hablar por ellas, sin reconocer las relaciones de poder mujer-mujer, y sin tener en cuenta que la violencia patriarcal se relaciona con la violencia colonial (Collins, 1986; Gargallo, 2013; Paredes, 2017; Patiño, 2020; Torres, 2018). Para las feministas comunitarias, el abuso sexual contra las mujeres es una opresión sexual fruto del capitalismo-patriarcal, patriarcado ancestral y fundamentalismos étnicos de la propia cultura que las subordina (Torres, 2018). Más aún, se sitúan en resistencia y lucha permanente contra todos los efectos de esa violencia sobre los cuerpos de las mujeres, que han sido y siguen siendo violentados y expropiados históricamente, tanto por el poder patriarcal ancestral como por el poder patriarcal occidental (Patiño, 2020). Son las mujeres indígenas las que han sido y son víctimas del abuso sexual en un contexto de colonialismo, de heteropatriarcado, machismo, racismo y pobreza. El feminismo comunitario, entonces, se convierte no solo en una apuesta política y epistémica por la liberación y autonomía de las mujeres indígenas, (Gargallo, 2013) sino también en una apuesta de sanación como un camino cósmico político para esos cuerpos en lucha; cuerpos empobrecidos, violentados y oprimidos por el sistema heteropatriarcal colonial y racista. En definitiva, un camino en el que la sanación es entendida como un acto personal y político para desmontar las opresiones, la victimización, y poder así llegar a la liberación y emancipación del cuerpo (Patiño, 2020).

 

Críticas y aportes a los procesos de intervención en situaciones de abuso sexual contra mujeres

Las propuestas epistemológicas y teóricas del pensamiento feminista han implicado también un cuestionamiento a la forma en que se interviene con mujeres que han vivido abuso sexual, así como una serie de aportes que han generado nuevas formas de comprender su abordaje y erradicación. En ese sentido, este trabajo realiza un análisis crítico de las intervenciones en situaciones de abuso sexual contra las mujeres y propone modelos de trabajo en perspectiva descolonizadora a partir de corrientes feministas críticas, tomando distancia del feminismo hegemónico y de prácticas tradicionales de Trabajo Social, basadas solo en el individuo y que tienden a culpabilizarle por su situación. El Trabajo Social crítico, en cambio, como ejercicio profesional transformador y ético, busca la autonomía de las personas a las que se acompaña, teniendo en cuenta también el entorno y la estructura social.

Una de las primeras críticas apunta al Trabajo Social entendido y practicado como disciplina apolitizada. En este sentido, se considera al Trabajo Social como una profesión neutral, objetiva y distante (Eyal-Lubling y Krumer-Nevo, 2016). Todo ello, genera intervenciones sociales en las que no predomina la reflexión crítica sobre las causas y consecuencias del fenómeno del abuso sexual contra las mujeres. Así mismo, ese Trabajo Social apolitizado, provoca reproducción en las formas de opresión desde la labor profesional, es decir, relaciones de poder en las intervenciones. Y desde su papel predominante de control social perpetúa las desigualdades de género, sin tener en cuenta las aportaciones de la teoría feminista (Rojas-Madrigal, 2020; Campos, 2014).

La segunda crítica, que se relaciona en gran medida con la anterior, se refiere a la intervención desde el Trabajo Social mediante una práctica que ha sido calificada como psicologizante. Desde una visión convencional de la disciplina se ha considerado que las mujeres que sufren violencia de género son las inadaptadas al sistema social, y son ellas las que deben solucionar sus problemas. De esa manera, el abordaje del o la profesional del Trabajo Social se limita a atender a mujeres que sufren violencia con foco en procesos reparatorios, enfocados solamente a su mundo interno, y fomenta así un autocuidado apolitizado, lo que se traduce en una perpetuación de aquello que se busca erradicar. Para varias autoras, finalmente no se consigue erradicar esta problemática, porque no se abordan las causas estructurales, como es el sistema sexo-género y la estructura heteropatriarcal, y la intervención se realiza a través de prácticas de control social (Campos, 2014; Henríquez, 2021; Vivero, 2016).

La tercera crítica se dirige al Trabajo Social con perspectiva universalista, en la que el profesional tiende a homogeneizar a las mujeres que han sufrido abuso sexual (Alcázar-Campos, 2013). Esta forma de abordar la intervención se convierte en patriarcal, racista, clasista y heterocéntrica, ya que interviene con las mujeres que han sido víctimas de abuso sexual sin tener en cuenta el impacto personal que ha tenido en cada una ellas y sin considerar el contexto socioeconómico-cultural en el que se ha producido (Campos, 2020). En otras palabras, se impone sobre la otra persona una mirada predeterminada por las categorías sociales asignadas, donde la pertenencia a un sexo, etnia, raza o estrato socioeconómico (entre otros) otorga a quien interviene la capacidad para decidir lo que es mejor, según sus propias creencias.

La cuarta y última crítica responde a la predominancia de los aportes teóricos del feminismo hegemónico en las intervenciones sociales con mujeres que han sido víctimas de abuso sexual, sin tener en cuenta perspectivas indigenistas y no occidentales (Kemp y Brandwein, 2010). Si bien formula al sujeto femenino como neutro, tiene un componente de raza y clase (mujer blanca y de clase media) (Campos, 2014; Lugones, 2008; Sánchez-Melero y Gil-Jaurena, 2015). Esto se ha generado en gran medida por la instalación de agendas asociadas a organizaciones extranjeras, con sus propios modelos de intervención y ajenos a las condiciones específicas de nuestro continente. Ello, provoca que este Trabajo Social, con predominancia del feminismo hegemónico, hable en nombre de otras mujeres desde una situación de poder colonial.

Por otro lado, junto a las críticas, cabe destacar cómo las reflexiones feministas han generado destacados aportes a los procesos de intervención del Trabajo Social en situaciones de abuso sexual contra mujeres.

El primero de esos aportes se centra en la apuesta por politizar el Trabajo Social. Esto, se refiere a interpretar las situaciones personales en los contextos sociales, políticos y económicos, desnaturalizando y cuestionando las desigualdades (Campos, 2020; Rojas-Madrigal, 2020). Además, urge a apostar por prácticas de intervención pluralistas que defiendan la diversidad y que promuevan el afrontamiento desculpabilizador y colectivo (Lorente, 2004). En definitiva, se aboga por que la disciplina se convierta en un proyecto político agenciado por las propias mujeres (Henríquez, 2021), que busque soluciones colectivas y que haga práctica el lema feminista “lo personal es político”, pero no en individualidad (Campos, 2020). Al contemplar la violencia sexual desde su dimensión estructural no bastará con apelar al desarrollo de herramientas para prevenirla, afrontarla y sanarla personalmente, sino que se demandarán estrategias que busquen transformar las estructuras que las reproducen y avalan.

El segundo aporte, siguiendo con la línea del anterior, se basa en centralizar la justicia y el cambio social como ejes de la intervención. Esto implica un Trabajo Social cuya prioridad sea el compromiso político con el cambio (Chamberlain, 2012) y profesionales que se asuman como agentes de dicho cambio (Campos, 2020). Además, que su perspectiva sea interdisciplinar y emancipadora, con objetivos de transformación social, de eliminación de las desigualdades y de participación de las personas en sus procesos personales y sociales (Rojas-Madrigal, 2020; Alcázar Campos, 2013; Fernández-Montaño, 2015; Campos, 2020; Ríos, 2004).

El tercer y último aporte del feminismo que se puede destacar, trata de la relevancia de incorporar la perspectiva interseccional en los procesos de intervención social con mujeres que han sido víctimas de abuso sexual. Desde esta perspectiva, no existe un sujeto universal y neutro de mujer, sino que existen multitud de situaciones definidas por las distintas formas de exclusión a partir de la intersección tanto de privilegios, como de opresiones. Bajo esta mirada, el Trabajo Social tiene en cuenta las categorías de raza, edad, clase y género (u otras que puedan ser ejes de discriminación) en cada intervención social (Díaz Bonilla, 2020; Lisboa y Lolatto, 2013; Lugones, 2008; Sánchez-Melero y Gil-Jaurena, 2015). En particular, cuando se aborda la violencia sexual desde la consideración de la existencia, en nuestro continente, de una cultura patriarcal racista, son las mujeres migrantes quienes se encuentran más desprotegidas (Calvet y Beltrán, 2020). Como se ha comprobado, en ellas operan las discriminaciones de género, étnia o raza, nacionalidad y otras categorías que las hacen especialmente vulnerables a procesos de sexualización y racialización (Carrère Álvarez, C. y Carrère Álvarez, M., 2015; Tijoux y Palominos, 2015).

 

Reflexiones finales

En este artículo se ha reflexionado acerca de los principales aportes teóricos (y críticas) de los feminismos latinoamericanos relacionados con la intervención desde el Trabajo Social con mujeres que han vivido situaciones de abuso sexual. A continuación, a la luz de las ideas presentadas, se proponen algunas reflexiones finales que pueden servir de orientación para la praxis de quienes se enfrenten a este tipo de problemáticas, tanto en las relaciones profesionales, diseño e implementación de políticas públicas, o en las prácticas de intervención.

Se ha destacado previamente cómo las lógicas psicologizantes se presentan en ocasiones en la praxis profesional. Estas son cuestionadas por una mirada epistemológica (Campos, 2014; Henríquez, 2021; Vivero, 2016) que sintoniza con la del Trabajo Social Crítico (Vivero, 2016), que dialoga con la perspectiva decolonizadora y que reconoce la necesidad de incorporar prácticas interseccionales (Díaz Bonilla, 2020; Lisboa y Lolatto, 2013; Lugones, 2008, Sánchez-Melero y Gil-Jaurena, 2015) en el abordaje de estas problemáticas. Asimismo, se han cuestionado los modelos tradicionales de la profesión, centrados solo en el Trabajo Social individual, donde prima el autocuidado apolitizado (Campos, 2014; Henríquez, 2021; Vivero, 2016).

Desde esta perspectiva, surgen diferentes desafíos para la forma en que se establecen relaciones profesionales con las mujeres que han vivido situaciones de abuso sexual. En primer lugar, se hace necesario cuestionar los privilegios de las profesionales de la intervención social que ejercen (incluso sin ser intencionado) prácticas colonialistas a través de las cuales reproducen relaciones de poder. Esto sucede en el caso de mujeres que sufren violencias interseccionales, que pueden ser revictimizadas o estigmatizadas en su condición de indígenas, mayores, lesbianas, afrodescendientes, niñas, extranjeras, pobres, etc. Como consecuencia, se proyectan sobre ellas expectativas, se contemplan sus decisiones y vivencias desde el prejuicio, o se apropian de “su voz” (Carrère Álvarez, C. y Carrère Álvarez, M., 2015 y Tijoux y Palominos, 2015)

Esas relaciones de poder, basadas en el control, derivadas de modelos colonialistas en las que priman, por parte de las profesionales, actitudes de mesianismo y de victimización, hablan en nombre de desde un feminismo hegemónico que replica modelos de intervención eurocéntricos, que no responden a las necesidades socioculturales del territorio o del contexto vital en el que se ha provocado el abuso sexual contra ellas.

En segundo lugar, asumir una perspectiva decolonizadora e interseccional plantea incorporar prácticas de intervención pluralistas en sus propios territorios, que defiendan la diversidad, busquen soluciones colectivas, prioricen la participación de las mujeres que han sufrido abuso sexual desde sus procesos de emancipación y practiquen la empatía intercultural y el reconocimiento de la diversidad.

Junto con lo anterior, el tercer desafío, apunta hacia una mayor integración en las intervenciones sociales de las dimensiones del cuerpo y el territorio, en clave de emancipación, criticando el autocuidado apolitizado y respetando sus propias creencias culturales.

En el plano de las políticas públicas, el Trabajo Social Crítico con perspectiva feminista ayuda a analizar y apuntar hacia las causas que originan el abuso sexual contra las mujeres, entendiéndolo como una violación de los derechos humanos y una forma de manifestación de una dominación de un sexo sobre otro (Rojas-Madrigal, 2020; Alcázar Campos, 2013 Fernández-Montaño, 2015; Campos, 2020; Ríos, 2004). En ese sentido, cuestiona a las estructuras heteropatriarcales que influyen en el diseño de las políticas públicas y programas sociales dirigidos a mujeres en situaciones de abuso sexual. Esta influencia se ve reflejada en la forma en la que se entienden las relaciones de género, el sistema heteropatriarcal y el uso de las violencias, traduciéndose en políticas públicas y programas sociales en las que se considera el abuso sexual contra las mujeres como hechos aislados y se victimiza a la agredida, sin tener en cuenta la perspectiva interseccional. Desde el Trabajo Social Crítico con perspectiva feminista, en cambio, se buscan acciones de erradicación del abuso sexual contra las mujeres, impulsando políticas públicas que generen transformaciones hacia mayores niveles de justicia y se avance hacia la solución de los problemas de desigualdad que afectan a las mujeres, tales como las violencias de género y el abuso sexual.

El profesional de la acción social, entonces, tiene como desafío contribuir con la generación de políticas públicas que den respuesta de forma integral al problema del abuso sexual contra las mujeres. Políticas públicas que recojan la transversalidad e interseccionalidad de la problemática, desde lo macro y lo microsocial. Así mismo, que propongan intervenciones integradas desde el ámbito jurídico, psicosocial, familiar, cultural, económico, educativo y espiritual, con la finalidad de llevar la voz de las mujeres violentadas y abusadas en su multiplicidad de situaciones. De igual manera, sin una verdadera inserción de las profesionales en los territorios, en los contextos socioculturales de las mujeres que han sufrido abuso sexual, será muy difícil plantear políticas públicas que respondan a las causas de los problemas, y se replicarán, entonces, políticas de modelos eurocéntricos del feminismo hegemónico, que tienen como foco de sus procesos la linealidad y la reducción de los diagnósticos en causa-efecto, sin considerar la multiplicidad de factores que afectan y que invitan a procesos más flexibles, circulares y más contextualizados.

Por tanto, es clave incorporar a los profesionales del Trabajo Social en el diseño, ejecución y evaluación de políticas integrales, así como en la implementación de prácticas que incorporen de forma unificada los tres niveles de intervención de la profesión.

Respecto a las prácticas de intervención, se plantea, entonces, una praxis del Trabajo Social que avance hacia la emancipación con perspectiva feminista. En el ámbito clínico, es urgente superar lógicas psicologizantes que centran la intervención del Trabajo Social de Caso en la condición de vulnerabilidad de la mujer que ha sufrido abuso sexual, hecho que refuerza su victimización (Campos, 2014; Henríquez, 2021; Vivero, 2016). Una propuesta, en este sentido, es centrar el trabajo clínico desde el enfoque narrativo, ayudando a que la mujer lea su relato en clave de abuso de poder y de confianza, cuestionando la cultura patriarcal y heteronormativa en la cual se generaron. Ayudar en la elaboración del relato es una práctica emancipadora que devuelve a la mujer lo que le ha sido robado y le invita, junto con otras mujeres, desde el Trabajo Social Grupal, a construir un relato común que ayuda a romper con patrones culturales y transgeneracionales, lo que refuerza la sororidad entre mujeres y posibilita que ellas participen en sus propios procesos y agencien un propio proyecto político (Campos, 2020; Henríquez, 2021; Lorente, 2004).

En el ámbito familiar, es central intervenir de forma preventiva al interior de las familias, donde se reproducen los patrones transgeneracionales de violencia y abuso de poder del hombre sobre la mujer, y posibilitar espacios de diálogo intergeneracional que ayuden a problematizar y a romper con círculos de abuso de poder. De la mano de la intervención familiar, es urgente el avanzar en el Trabajo Social educativo-preventivo desde la primera infancia hasta la juventud, especialmente. En esa línea, desde el Trabajo Social Comunitario, se plantean intervenciones en y desde el territorio, que posibiliten un cambio en los sistemas comunitarios de organización, rompan con la norma hegemónica de superioridad del hombre sobre la mujer y avancen hacia sistemas comunitarios, donde mujeres y hombres trabajen en una relación dual y se consoliden nuevas masculinidades que conviertan nuestras sociedades en sociedades más justas (Campos, 2020; Chamberlain, 2012).

En suma, esta reflexión crítica con perspectiva feminista sobre los procesos de intervención social con mujeres que han sido víctimas de abuso sexual, es una invitación a atravesar el umbral de la individualización de lo social hacia la organización comunitaria.

 

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