Escuela, certidumbre y servidumbre: «todo cuesta arriba» para la inclusión y la convivencialidad
School, certainty and servitude «All uphill» for inclusion and coexistence
Fecha recepción: marzo 2020 / fecha aceptación: junio 2020
Domingo Bazán Campos1, Rodrigo Sanhueza Mendoza2 y Miguel Ángel Cayul Barra3
DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num22.405
Resumen
El artículo aborda –desde un enfoque crítico– el papel social y político que juega la escuela moderna, específicamente bajo la pregunta por las posibilidades de formar a las nuevas generaciones en las exigencias éticas de la inclusión y la convivencialidad. En un contexto de hegemonía del discurso de la modernidad, se propone que la escuela ha llegado históricamente a configurar un relato de cientificidad basado en la certidumbre, lo que, finalmente, opera conformando una cultura escolar que presiona a educandos y educadores al desarrollo de prácticas educativas y sociales de servidumbre. De este modo, se plantea que la servidumbre es una forma de opresión moderna, tan intensa como invisible. Los autores proponen como desafío educativo la valoración de las incertezas y toda acción orientada por fines emancipatorios, condición imprescindible para aprender a vivir juntos.
Palabras clave: Escuela; servidumbre; certidumbre; inclusión; convivencialidad.
Abstract
The article addresses –from a critical approach– the social and political role played by the modern school, specifically under the question of the possibilities of training the new generation in the ethical demands of inclusion and coexistence. In a context of hegemony of the discourse of modernity, it is proposed that the school has historically come to shape a scientific account based on certainty, which, finally, operates by forming a school culture that presses learners and educators to develop practices educational and social servitude. In this way, it is suggested that servitude is a form of modern oppression, as intense as it is invisible. The authors propose as an educational challenge the valuation of the uncertainties and all action oriented by emancipatory ends, essential condition to learn to live together.
Keywords: School; servitude; certainty; inclusión.
Ni incertezas ni emancipaciones caben en la escuela moderna
La escuela, dicen distintos autores, esa institución a la que todos y todas hemos ido, opera como una forma sofisticada y sutil de coacción, a la manera de un mecanismo latente de control social (Guerrero Serón, 2011). A diferencia de la violencia física -un control social dolorosamente manifiesto- tarde o temprano “una buena educación” lleva al educando a hacer lo que la sociedad desea que haga, incluso creyendo que siempre lo quiso así. Esto ya lo observó Philip Jackson, en su libro “La Vida en las Aulas” (Jackson, 1992), cuando enunciaba con asombrosa mirada etnográfica que los niños y niñas no sólo aprenden los contenidos formales del currículo escolar sino, sobre todo, el conjunto de normas y reglas de la vida cotidiana de la escuela que, de suyo, está impregnada de valores y sentimientos individualistas y de competitividad, haciendo de la escuela una institución social muy parecida a una cárcel.
En este contexto, la escuela ha sido valorada públicamente en su promesa de desarrollo y expansión de lo humano, pero, simultáneamente, puesta en sospecha académicamente por las pedagogías críticas por su rol excesivamente normalizador (Bazán, 2008; Guerrero Serón, 2011). En este caso, la escuela incluye para excluir, permite ser diferentes para obligar a ser normales y enseña para aprender a obedecer. Esto quiere decir que la escuela es una institución que ofrece una suerte de simulacro de libertad a sus comensales, esto es, lo que llamamos aquí “servidumbre moderna”, generando sujetos dóciles y funcionales al Estado y los paradigmas dominantes.
Es tal la polisemia, fuerza y complejidad de esta condición parcialmente emancipada del hombre moderno que hay quienes se han referido a ella como “servidumbre democrática” (Zarka, 2014); “servidumbre natural” (como resultado de ser un pueblo conquistado y aún vigente) (Viáfara, 2014); “esclavitud moderna” (Dottridge, 2002) o “servidumbre voluntaria” (Flores, 2005). Como sea, en este texto se la considera una expresión social y política que resulta de la matriz fundamental de sentido en que vivimos (el capitalismo) y cuyo dispositivo mayor de reproducción social –desde un enfoque crítico– es la educación y la escuela moderna.
Paralelamente, en términos epistemológicos, la escuela se distingue por haber creado un saber propio, el “conocimiento escolar” a transmitir, saber que es una reducción o fragmentación del saber científico y cultural propiamente tal, lo que supone una tentadora oportunidad para aprender saberes objetivos, de alcance universal y de estatus científico superior. Estos saberes por enseñar, en el fondo, constituyen certezas, esto es, conocimientos verdaderos, sin lugar a duda, exactos, sin margen de error. Una certeza –o certidumbre- se enseña, en categorías de Ranciére, con métodos explicativos, repetidos una y otra vez, de superioridad de quién sabe a quién no sabe, de forma convergente y autoritaria (Ranciére, 2003). Del otro lado, las incertezas representan un cuerpo de saberes enmarcados en la idea de incertidumbre, esto es, saberes sin reglas de validez conocidas o cuya complejidad o provisionalidad escapan a los intereses formativos de la escuela tradicional, exigiendo métodos participativos, reflexivos y divergentes de trabajo en el aula. En categorías de Ranciére, estos saberes se enseñan bajo la premisa pedagógica de la comprensión profunda y cuestionadora, apelando a las distintas formas críticas de interrogar la realidad y vivir la pluralidad de representaciones de la realidad (una suerte de pluriverso).
En un tono opuesto a este, la preocupación por la existencia de la incertidumbre, especialmente en sus nexos con el riesgo, el temor y ciencia, ha ocupado el interés de distintos autores en relación a la toma de decisiones en economía (García, 2016), al efecto heterogéneo que produce en las personas y clases sociales (Berger, 1997; Santos, 2016), las reglas de validez de la ciencia (García et al., 1998) o, más recientemente, en el marco de las interpretaciones de la complejidad (Campos, 2008; Montañés Serrano, 2012). Todas estas miradas tienen en común una cierta lectura negativizada de la incertidumbre, lo que es muy propio de discursos defensores de la modernidad y sus parámetros.
En lo que sigue se busca ahondar en este rol de la escuela, institución altamente apetecida, hoy por hoy, para llevar a cabo las demandas de inclusión y convivencialidad. Demandas que nos enfrentan, empero, a reconocer algunas consecuencias y factores que derivan de la tarea opresora que cumple esta institución educativa, encargada más bien de dotar de certidumbres y servidumbres a la población infantil y juvenil que atiende.
La escuela es una institución hija de su tiempo: la modernidad4
Si miramos detenidamente algunos de los fundamentos de la matriz que constituye y da sentido al mundo occidental y capitalista, a nuestro mundo, podemos apreciar la existencia de un proceso complejo de mutación epistémico-social y cultural que hace de la falta de preocupación por el otro el centro de gravedad de las relaciones humanas (Naranjo, 2014). Esta no-empatía es, en esencia, la incapacidad de unos para estar y ser en el lugar de los otros, la incapacidad de mirar un problema desde múltiples perspectivas, una incapacidad que rara vez se expresa en categorías dialogales o intersubjetivas. Esta es una incapacidad que no debiera justificarse –éticamente hablando- aunque aceptemos la natural dificultad estructural de la especie humana para comprender al otro puesto que no se es ese otro ni compartimos la misma historia, es decir, la denominada exotopía, el fenómeno de estar fuera de ese lugar en que está y es, en muchos sentidos, ese otro. La misma existencia y promoción de los derechos humanos, como categoría ética universal, no ha estado exenta de polisemias y arbitrariedades lingüístico-epistemológicas (Ossandón, 2017). ¿Cómo hemos llegado a este nivel de devaluación de la capacidad para reconocer a ese otro?
Probablemente, la especie humana, en este lado del mundo, jugó sus fichas por una noción de desarrollo humano que, aunque para muchas personas, ha sido un metarrelato exitoso, finalmente nos tiene moralmente abrumados y arruinados en una vorágine de modernización que, hoy por hoy, presenta más externalidades negativas que caminos promisorios de evolución espiritual y cultural. Veamos algunos hitos de este derrotero epistémico-social:
La apuesta vanidosa por la objetividad
La construcción de saber docto, a partir, del siglo XV, ha venido adoptando la forma prevalente de conocimiento científico, agregando a la argumentación racional y filosófica la dimensión de verificación empírica que caracteriza al denominado método científico. A partir de ahí –sobre la base de una vanidosa interpretación de lo humano– la noción de que el conocimiento objetivo es el mejor, sino el único, viene a significar que la realidad es aquello que se aprehende sin que importe el sujeto que protagoniza ese saber (Datri y Córdoba, 2004). En suma, lo objetivo es verdadero, real, superior; lo subjetivo es falso, no real, inferior. Lo objetivo, se entiende/se explica; lo subjetivo, se comprende/se intuye.
Pero también sabemos que lo objetivo es excluyente y lo subjetivo es incluyente, es decir, es la valoración de la subjetividad la que obliga éticamente a “ponerse en el lugar del otro” (Bazán, 2011). En consecuencia, dejó de ser importante lo que el otro piensa, siente o hace, pues, lo valioso es ahora lo que se establece fuera del otro –aunque a propósito del otro– pero desde los parámetros de la cientificidad.
La absurda hegemonía de la razón
El tránsito de un mundo teocéntrico y mágico a uno antropocéntrico y emancipado ha sido atribuido a quienes –desde argumentos filosóficos– han puesto la razón al centro de la actividad humana. Esta razón constituye no sólo la fuente de conocimientos del hombre moderno sino la forma mayor de validación de ese conocimiento, conectando inequívocamente una forma de pensar con una forma de producir verdades y certezas; a la larga, haciendo del pensar racional el único modo de estar y ser en el mundo. El “pienso, luego existo” cartesiano se tradujo por algunos –aunque no para el propio Descartes– en el inicio de una época sobrerracionalizada cuyo principal producto es lo que se denomina “racionalidad instrumental”, expresada en la existencia de certezas sobre la vida y los otros. Así, dejó de ser relevante la pregunta por el sentido de la vida (donde se habita y coexistimos con esos otros), concentrándose más bien en los modos de hacer más eficiente y productiva la capacidad humana de controlar la naturaleza y el mundo (justamente donde habitan y coexisten esos otros) (Sáenz, 2003).
En esta trayectoria del hombre moderno y occidental, se descuidó la existencia de un pensar razonable, que requiere de los otros para avanzar y generar saber –en cuanto pensamiento de raíz intersubjetiva– y cuya naturaleza reflexiva lo conecta directamente con los valores de la cultura y de cada historia humana singular y trascendente.
El absurdo radica finalmente en que no todo lo racional es razonable, pero lo razonable siempre se vuelve racional (Ruz y Bazán, 1998). De todos modos, el absurdo mayor –en la sociogénesis de la no empatía– es que lo racional (lo objetivo y lo cierto) crea relaciones subordinadas a una razón superior, relaciones funcionales, mientras que lo razonable (lo subjetivo, lo incierto, lo probable) sólo crea relaciones de mutua colaboración argumentativa e intersubjetiva. El amor, de hecho, cabe en ambas versiones, sin embargo, el primer tipo de vínculo se acerca más a lo que se ha denominado “amor líquido” (Bauman, 2003).
La opción ambiciosa por el universalismo
Uno de los propósitos más importantes de la razón científica, así como fue diseñada desde el positivismo, es la pretensión de explicar los factores que subyacen y causan cualquier hecho social o natural, apostando luego a la conspicua capacidad de la ciencia moderna de predecir o anticipar el desarrollo de los hechos. Se trata de una actitud optimista en torno a las verdades y certezas científicas, en relación con las virtudes de la cientificidad que implica, en consecuencia, dejar de mirar la pluralidad y complejidad de las infinitas formas de ser y existir de lo humano (Boggino, 2008). Surge la norma y la excepción, pero excepción que se explica desde y para la norma. Una excepción que no encuentre su razón de ser en la norma es un error. Y el error -un hijo ilegítimo de la certidumbre- es la forma embrionaria de nombrar a ese otro como un anormal, como un monstruo, como un fenómeno a encarcelar o a curar. En este contexto, la normalidad (la máscara de la certidumbre a propósito del otro) ordena a la anormalidad (y a los otros) (Skliar, 2005).
El universalismo, si así podemos llamar a esta tendencia de análisis social (Enguita, 1998), es la pretensión epistemológica de que hay que mirar el mundo siempre desde la construcción exógena, superior, abstracta y racional de referentes que lo explican todo, tarde o temprano. Aquí la empatía y la valoración del otro no tienen ninguna posibilidad sino para crear procesos de pseudo-inclusión de carácter asistencialista y patologizador de los otros. En frente, mejor dicho, en la periferia de la modernidad, tenemos una actitud epistemológica centrada en el particularismo que se hace la pregunta ética y política por ese otro, en su singularidad y originalidad histórica, en su legítima existencia y expresión, en su incierta y errática naturaleza humana, no para explicar sino para comprender, no para controlar, sino para coexistir. En el particularismo, por cierto, las posibilidades de vivir juntos se definen desde el enriquecimiento mutuo y a partir del asombro que producen las diferencias de unos y otros, creando una ventana abierta a procesos de inclusión de mayor calidad.
Si el universalismo impone un orden superior a los otros –a quienes excluye–, lo hace porque cree ciegamente en que ese orden es el único orden existente, el denominado universo (un universo hecho de certezas luminosas y racionales). Mientras que el mirar particularista (muchos mundos posibles hechos de incertezas) no puede imponer ningún orden porque comprende que hay muchos órdenes posibles, ninguno mejor que el otro, todos valiosos y necesarios, siendo imposible o irrelevante jerarquizarlos. Ser y estar en este pluriverso es, por lo tanto, siempre una interpelación incluyente de y desde el otro, y eso sólo se vive desde la empatía auténtica.
La necia reducción de lo humano
Afortunadamente, ser objetivo, racional y universalista no logran traducir toda la compleja existencia humana, pero la determinan y la sesgan. En efecto, la construcción moderna y occidental de lo humano se reduce a algunas formas de percibir y concebir la realidad, a algunas formas triviales de pensar el mundo, a algunas modalidades típicas de vivir la condición humana. Quedan fuera el cuerpo, la religiosidad, el lenguaje, las emociones, la convivencia y la sexualidad, entre otras expresiones humanas; expresiones que tensionan el orden racional construido y que ponen a las personas en la necesidad de aprender a vivir juntos y de permitirnos ser de otro modo, de modos distintos, de modos que hay que comprender y valorar. Por extensión, quedan fuera de este orden racio-tecnocentrista lo femenino, lo infantil, lo pueril, lo homosexual, lo étnico, lo animal, lo lúdico y lo desvalido de lo humano. Quedan fuera y quedan marcados, estigmatizados (Skliar, 2005).
Los tiempos modernos son poco propicios para la inclusión en y desde la incertidumbre en la exacta medida en que la emancipación civilizatoria prometida por la ciencia y la tecnología terminó deshumanizando y diseccionando al hombre moderno.
La tozudez por lo individual
Si agregamos a este itinerario epistémico-social la apuesta occidental por un tipo de sociedad basada en el intercambio de bienes y servicios, en la competencia al interior del mercado, sin restricciones éticas de ningún tipo –salvo las de crear riqueza– y con la existencia de un Estado menguado y desregulador, o sea, bajo una matriz capitalista, entonces, no queda más que aceptar que el individuo se impone al colectivo, así como el éxito personal se impone al bien común.
Dicho de otro modo, la solidaridad como constructo y parámetro ético se ha retirado para dar paso a relaciones instrumentales y funcionales, donde sólo queda reconocer que el egoísmo y la injusticia son también expresiones humanas reales y vigentes. Pecan las instituciones, hacen el mal, pero sólo se arrepiente algún individuo aislado; cometen crímenes las instituciones, mas sólo se juzga a algunos pseudo héroes militares; fallan las instituciones del Estado en hacer su tarea, pero basta con despedir al ministro de la cartera. Ponerse en el lugar de los otros, empatizar, en esta matriz individualista, no es negocio, no es fértil. En este contexto, la escuela ha de habérselas hasta con el odio, lo contrario del amor freiriano, el odio como relación y desencuentro entre el aprendiz y el maestro (Corbo, 2011).
En este sentido, adaptarse a esta matriz social y cultural exige -para la mayor parte de la población- una suerte de voluntariedad forzada, parcialmente consiente, que no es más que servidumbre, con olor a rezago emancipatorio. Curiosamente, la promesa de los modernos por libertad, autonomía y progreso terminó siendo una mera promesa de servidumbre y docilidad funcional en/al sistema capitalista (Baudrillard y otros, 2002).
Sin duda, otros procesos epistémico-sociales se pueden sumar aquí para argumentar mejor la existencia de una sociedad que naturalmente tiende a la no inclusión, a vivir separados unos de otros. Con todo, queda claro que el objetivismo, el universalismo, el individualismo, el reduccionismo y la hegemonía de la racionalidad instrumental explican suficientemente bien la existencia de una matriz societal –llegada exógenamente a América Latina– que demanda urgentemente distanciarnos del norte moral y científico que nos define, para empezar a desarrollar transformaciones en la educación que pongan la inclusión y la convivencia al centro de las relaciones humanas y educativas (López de Maturana, 2013).
La escuela tiene un compromiso natural con la normalidad y la homogeneidad
Si la sociedad opera con la matriz racio-tecnocéntrica presentada (marcadamente anti-emancipatoria), ¿qué papel le cabe a la escuela en este orden social?
Al respecto, hoy sabemos que la educación constituye un fenómeno social asociado a la transmisión de conocimientos, la formación del sujeto y la reproducción social (Bazán, 2008). En este sentido, la educación debe ser comprendida como lo que hacen los adultos con las nuevas generaciones, para transformar un ser biológico (neonato) en un ser social (Durkheim, 1974). De este modo, la sociedad se perpetúa a sí misma, se asegura que lo que valora y defiende se mantenga (adaptación) y, en contadas ocasiones, que cambie aquello que desea ajustar (transformación). Existe amplio acuerdo en las ciencias sociales en que el gran rol social y político de la educación es la reproducción social: existe para homogeneizar a la población y también para heterogeneizar. Esto lo ha hecho siempre la familia, las instituciones religiosas, la comunidad más primitiva que hayamos conocido (Brígido, 2010).
En cuanto a la educación moderna, esta función social opera a través de una institución especialmente creada para ello: la escuela. Diversos estudios han demostrado que la escuela es una institución histórica y social cuya función mayor es repetir una y otra vez esta reproducción (Bourdieu, 1977), lo que significa que la escuela no es neutral y no opera como mero transmisor de saberes valorados, sino que funciona a favor de las clases altas y en perjuicio de las clases sociales bajas, creando nuevas desigualdades sociales (Palacios, 1979). En este sentido, la escuela ofrece inclusión, pero también entrega un nuevo tipo de exclusión.
Desde su origen, en el mundo europeo-occidental, la escuela moderna se ha vuelto una institución naturalizada, esto es, de tanto estar ahí se ha llegado a creer que siempre ha existido, no siendo factible pensarla de otro modo ni innovar en ella (Bazán, Larraín y Lazcano, 2004). Diversos autores advierten de esto en cuanto la escuela tiene una génesis y un proceso de construcción social propios (Gvirtz, S., Grinberg, S. y Abregú, V., 2007). Pese a que se ha sostenido críticamente que las formas educativas no son únicas ni inmutables, predomina la percepción de que la escuela es una inmodificable “máquina de educar” (Pineau, P., Dussel, I. y Caruso, M., 2001). En este contexto, según estos autores, la construcción social de la escuela ha implicado los siguientes procesos y rasgos:
1. La institucionalización de la escuela correlaciona con la densidad del saber superior acumulado. Es decir, la escuela se legitima debido al avance de la ciencia, le sirve a ella y sólo valora lo científico. Se dice que la escuela busca traspasar el “mejor saber” y se orienta a “los más nuevos” en la sociedad. Así, terminan siendo la razón y la objetividad –opuestos a la incertidumbre– los dos criterios más potentes de calidad de lo bueno o lo malo.
2. La escuela moderna es tributaria de la acumulación y complejización del saber científico y cultural, de la especialización de saberes y de la división del trabajo. Se funda en la división moderna que existe entre el trabajo intelectual y el trabajo manual. Sigue un modelo orientado al control, a la homogeneización y a la productividad. Todo esto determina formas latentes o implícitas de exclusión.
3. La escuela ha creado –como hemos señalado previamente– una versión propia del saber, esto es, el saber escolar (“la materia”). Este saber es fragmentado, mecánico, superficial, disciplinador, pseudo-neutral, lo que correlaciona con la necesidad de contar con un “profesor experto” en el saber que enseña y en algunos rudimentos de enseñanza efectiva.
4. La escuela surgió por la necesidad de dar un poco del saber superior a las clases media y bajas, ante el riesgo de una revuelta social y política; no por convicción ética de que la educación es en sí misma un derecho humano, sino por conveniencia (“despotismo ilustrado”).
La escuela moderna es, en este contexto, igual que una fábrica: pensada para hijos de obreros, financiada por empresarios, masiva, encargada del disciplinamiento social y continuadora de la labor de las escuelas religiosas (s/XVII al XIX) (Gvirtz, S. et al., 2007).
El Estado asume que esta es la mejor opción y se constituye en “Estado Educativo” (fines del S/XIX), surgiendo, así, la educación pública. Educación pública que refuerza la noción de “simultaneidad sistémica” de la educación religiosa como modelo de agrupamiento de las nuevas generaciones (grupos de la misma edad en el aula). Adicionalmente, los sistemas educativos nacionales hacen suyos los ideales modernos de la sociedad: progreso y orden (Pineau, P., Dussel, I. y Caruso, M., 2001), configurando nuevamente un rol de la escuela homogeneizador, garante de aquellos valores y saberes que los adultos que tienen el poder desean reproducir en las nuevas generaciones (currículo oficial).
Para Foucault (1975), la escuela hace suyos los valores de control y de vigilancia de unos sobre otros (la lógica panóptica), por lo que la escuela no es diferente de la cárcel ni del manicomio, ambas instituciones donde unos observan a otros; en el primero, a los delincuentes; en el segundo, a los locos. Así, la escuela se constituye en una forma de disciplinamiento de las nuevas generaciones, muy lejana a la intención de atender comprensivamente a la diversidad, como lo sostiene la política pública. En suma, estamos frente a una institución construida históricamente, que esconde un origen poco democrático y es poco proclive a la inclusión y la valoración profunda del otro (Alarcón, 2013).
La esperanza de una nueva escuela: de la servidumbre a la emancipación; de la certidumbre a la democracia
Servidumbre y certidumbre son mucho más que un juego de palabras, constituyen un par de conceptos entrelazados en una cadena de significados que, por cualquier lado, es perversa.
Ocurre que una educación que promueva certidumbres lesiona la capacidad de cuestionamiento de las personas, daña la capacidad de asombro y la curiosidad del educando, oscurece y patologiza los matices y las ambigüedades del conocimiento humano. Una educación pro-certidumbres mengua, en definitiva, los esfuerzos metacognitivos que suponen pensar nuestros propios pensamientos, así, el mundo se nos muestra escolarmente (desde la ciencia y la cultura que se enseñan) como regular, único, ordenado y predecible. Esta certidumbre para la servidumbre aporta a la cultura escolar opresora en la medida que crea y recrea condiciones de vida escolar de naturaleza antidemocrática.
De igual modo, cuando la escuela se muestra domesticadora en términos de desplegar su rol socializador y adaptador de las nuevas generaciones, aun tolerando cierta “varianza normativa” al interior de las aulas, lo que está haciendo es formar a las nuevas generaciones en unos habitus de servidumbre funcional y voluntaria que simulan los beneficios de la ciudadanía y la libertad formales, propios de las democracias liberales (Torres, 2001). En este caso, dicha versión de las cosas se puede considerar una servidumbre para la certidumbre, pues, estos nuevos adultos “bien educados” vendrán a reproducir -más tarde, en la vida cotidiana- prácticas sociales de tipo monocultural, universalista y opresor, carentes de tono emancipatorio y transformador.
Esto último hay que decirlo con claridad: desde una mirada pedagógica sociocrítica, en la díada certidumbre-servidumbre –como aspectos centrales de la cultura escolar e, incluso, en cuanto anhelo formativo– no hay cabida a procesos de construcción de saberes situados, relacionales, intersubjetivos y emancipatorios, sino todo lo contrario. Por ello, parafraseando al politólogo Adam Przeworski, decimos “ama la incertidumbre y serás emancipado”5 (1985).
Ante la actual crisis socioeducativa –y tratándose de un ataque a la educación pública, en pro de agudizar su privatización, como dice Cayul (2013)– se hace necesario resignificar el espacio escuela como nicho de resistencia. Así, desde este análisis situado, es menester pensar la posibilidad de una educación popular vinculada a propuestas libertarias que hacen del espacio comunitario el espacio educativo por excelencia, el cual potencia el aprendizaje significativo y sistematiza nuestras prácticas pedagógicas desde propuestas hermenéutico-críticas que construyen el anhelado sentido y desarrollo de lo humano en la escuela (Torres, 2012).
Cuando se ha develado que la escuela pública moderna –desde sus orígenes– ha sido una herramienta al servicio de las voces e intereses del estado burgués y del poder-saber que ella representa, hay que advertir también que la educación privada tiende a agudizar esta manipulación de voces, sometiendo a sus actores a los cánones de eficiencia y maximización economicista, forzando a las élites en formación al aprecio exacerbado por certezas de productividad y de éxito macroeconómico, profesional y personal (Cayul, 2013). En consecuencia, unos y otros, opresores y oprimidos, tienen en común la servidumbre, que no es sino la nueva cara del ethos de vivir todos oprimidos y revueltos en el Chile actual (Torres, 2012).
En este sentido, nuestra “mala educación” responde a una construcción histórico-cultural que reconoce y releva a un estereotipo de ser humano que se quiere formar, desde tales lógicas economicistas e instrumentales, lo que en los “pueblos del sur” no hace más que frenar una verdadera inclusión (Sirlopú, Melipillán, Sánchez y Valdés 2015). Hoy, la escuela se ha obsesionado por desarrollar competencia y productividad, generando y articulando la negación e invisibilización del otro u otra, imponiendo un discurso y un hacer(nos) que obstaculiza el encuentro con la comunidad y la riqueza de pluriversos desde nuestra complejidad (Saldivia, 2008).
Es legítimo pensar, entonces, en la necesidad de un constructo epistemológico que valore lo intersubjetivo destacando el rol constructivo de los propios actores sobre su realidad, dado que la subjetividad individual y social se construye en la interrelación entre el hombre y su contexto, en el marco de su actividad cotidiana, en tanto producto histórico–cultural (D’ Angelo Hernández, 2004). De este modo, es relevante valorar conscientemente el mundo que podamos construir desde lo que comunicamos y hacernos responsables de la transformación comunitaria a partir de nuestra existencia con la otredad, bajo miradas multiculturales de la diversidad (Bazán, 2011).
Es apropiado, hacia el final de esta reflexión, insistir en la tarea pedagógica y social de repensar e intencionar un nuevo tipo de educación, que dialogue constantemente con los diferentes actores de nuestra comunidad y construya desde este ejercicio ético-político un ser humano diferente, para co-construir una sociedad distinta. Un ser humano que mire al otro a la cara y se conmueva profundamente en él, con él, esa alteridad que E. Lévinas reclama para evitar nuevos genocidios e instalar un nuevo orden ético y social (Rubilar, 2013).
Tenemos herramientas pedagógicas para lograr este objetivo, situadas en las pedagogías críticas, que corresponden a un “programa de investigación”, esto es, un cuerpo teórico plural que cuenta con núcleos progresivamente firmes de aproximación a la realidad, realidad que se concibe a favor del (Bazán, 2013):
Esta textualidad pedagógico-educativa se abre a nuevas voces que emanan de una noción comunitaria de la vida juntos, apelando a nuevas formas de (auto) gestión de lo pedagógico y firmemente asentadas en el rechazo de aquellas certezas que llevan a la servidumbre, orientadas a la construcción de proyectos educativos emancipadores. En este sentido, una autentica inclusión educativa pasa por abrirnos al encuentro con el otro u otra. Es este ejercicio político-amoroso el que está haciendo de nosotros seres en tránsito hacia estados de consciencia más armónicos (Barrera, 2015).
Por ello, resulta aún de una ingenuidad insolente –propia de las certezas y la servidumbre que aquí cuestionamos– el creer que la escuela desarrollará a un ser humano pleno y emancipado en y desde contextos de exclusión y domesticación, esto es, en la actual matriz de sentido en la que opera. Las evidencias siguen mostrando que la escuela crea y recrea nuevas adversidades, incluso no-lugares para que no habiten los diferentes (Sanhueza, 2016). A ello oponemos la necesidad de repudiar las actuales formas de educabilidad que contempla esta sociedad neoliberal, educados desde y para el mercado. Es el dinero el nuevo referente valórico a desarrollar y, por ende, desde ahí se valida un tipo de conocimiento que hace alianza con los que detentan el poder económico negándonos otras posibilidades de conocer (nos).
Oponemos a ello, una interpretación crítica de la realidad educativa orientada a abrirnos al dialogo, a mirar al otro a la cara, a sacar la voz, en los distintos espacios de encuentro de la escuela y la sociedad. Hace falta toda la incertidumbre y la no-servidumbre que cada aula y cada escuela pueda generar en el camino de fundar una ética de la emancipación (Sarzuri-Lima y Viaña, 2010), un ethos democrático para la cultura escolar que trascienda sus temores, angustias y afanes domesticadores. Aquí sobran las certezas y las servidumbres, esa impronta de habitus y estigma que la escuela moderna no ha podido aún dejar atrás.
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