Comentario
La intervención social ante la encrucijada del liberalismo: reconstruyendo derechos en las sociedades contemporáneas
Esteban Sánchez Moreno1
DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num21.396
La intervención social se encuentra sujeta permanentemente a una reflexión en torno a un conjunto de dilemas difícilmente resolubles y que típicamente cobran la forma de encrucijadas. La complejidad de dichos dilemas y, sobre todo, la relevancia de sus implicaciones en el futuro son aspectos difícilmente discernibles en el momento en el que, colectivamente, disciplinariamente, es preciso tomar decisiones que afectan a las condiciones de vida de los ciudadanos y las ciudadanas para los cuales se diseña y ejecuta dicha intervención.
La complejidad de las sociedades contemporáneas hace que los escenarios que generan dichos dilemas –y en cuyo marco los profesionales de las distintas disciplinas pergeñan sus repuestas– sean altamente cambiantes, fluidos. Y precisamente por ello, la discusión sobre el riesgo asociado a dichos escenarios es fundamental para las Ciencias Sociales en general, y para el Trabajo social en particular. Así, es un verdadero placer asumir el reto que plantea realizar una reflexión motivada y fundamentada en la lectura y estudio de tres artículos de extraordinario valor, procedentes a su vez de una reunión científica que pone sobre la mesa la necesidad de la reflexión interdisciplinar en un mundo cambiante y complejo como el constituido por las sociedades contemporáneas.
¿Es posible la intervención social en un marco social y económico liberal? La contundencia de esta pregunta se debe a la constatación de las consecuencias desastrosas para la igualdad y el desarrollo del liberalismo económico desde la década de 1980, y especialmente tras la Gran Recesión que comienza en 2008. No es mi objetivo –por innecesario, por redundante– demostrar este aspecto, es decir, la conexión entre liberalismo y deterioro de la ciudadanía en su dimensión conceptual y empírica. La propia necesidad de una Agenda 2030 implica necesariamente que se ha acelerado el ritmo de deterioro resultante de una idea de desarrollo incompatible con la sostenibilidad. Más que una hipótesis, la vinculación entre la aplicación de políticas liberales y el deterioro social a nivel global es la premisa en la que se basan las reflexiones que siguen. En ese contexto, interrogarnos en torno a las condiciones de posibilidad de la intervención social no solo es legítimo, sino que constituye una de esas encrucijadas que no podemos obviar. El único objetivo de estas páginas es presentar algunos de los elementos del debate.
El liberalismo como encrucijada para la intervención social
En su trabajo “Intervención social y su dimensión interprofesional: discusiones sobre justicia social desde la primera línea de implementación de programas sociales”, la profesora Muñoz Arce lo expone de manera patente: la idea misma de intervención social implica una tensión entre emancipación y control que en gran medida es una contradicción constitutiva. En el contexto del capitalismo de estado de bienestar, esta contradicción quedó contenida en la formulación de un marco de derechos que trascendió la dimensión civil y la dimensión política, incorporando de manera decidida los derechos sociales como parte imprescindible de la noción de ciudadanía. El control nunca dejó de formar parte de la actuación de las instituciones, pero lo cierto es que la dinámica de la intervención redujo la idea de interposición entre el individuo desprotegido y el estado, porque el propio estado asumió la obligación de garantizar los derechos de la ciudadanía. Así, los sistemas de servicios sociales se articularon en torno al reconocimiento de derechos, en este caso de derechos sociales. La protección de los grupos desprotegidos se convirtió en una cuestión social en la construcción de ciudadanía, de la misma manera que las instituciones públicas tenían la obligación moral y legal de asegurar el derecho a la atención sanitaria o a la educación.
El resurgir de las políticas liberales ha venido a sustituir esa conspiración democrática, que la profesora Abarca Valera (en su trabajo “Enfoque de Derechos en la Intervención Social. La experiencia del Centro de Intervención Social de la Universidad Academia Humanismo Cristiano”) vincula de manera magistral con la lógica de la intervención social, por una conspiración tecnocrática. En aquellas sociedades donde el actual modelo no vino precedido del desarrollo de un estado de bienestar o de la construcción de un sistema vigoroso (como es el caso de Latinoamérica y España), sus consecuencias para la intervención social se han dejado sentir con más intensidad y con más celeridad. En ambos casos nos encontramos con elementos comunes. El primero, y tal vez más relevante, es la supeditación de las políticas sociales a las políticas económicas, incluyendo las políticas laborales. Este principio es fácilmente reconocible en los programas económicos que defienden que “la mejor política social es el empleo”, resumen insistentemente utilizado por los adalides del liberalismo en distintas variantes. Argumento falaz, al menos en dos sentidos. Por un lado, porque supone que el capitalismo liberal (el contemporáneo y sus antecesores) se caracteriza por la creación de empleos que encajan con una idea de dignidad propia de un humanismo fundado en el otro (tal y como analiza la profesora Gutiérrez Olivares en su trabajo “Pensar el humanismo a partir del otro: Lévinas y la alteridad del envejecimiento”). O de cualquier idea de dignidad. Más bien al contrario, el empleo en el capitalismo contemporáneo está constantemente amenazado (en el mejor de los casos) o caracterizado (en una preocupante y creciente proporción de los casos) por la precariedad, la temporalidad, el deterioro de las condiciones de trabajo, la informalidad. Por otro lado, porque la consigna “la mejor política social es el empleo” no es sino una añagaza que trata de ocultar la recuperación de una asociación indigna entre trabajo y pobreza. Más aún, precisamente aquellas sociedades que desarrollaron de manera más amplia sus sistemas públicos de bienestar y protección social fueron las que consiguieron romper ese vínculo histórico entre trabajo y pobreza.
En segundo lugar, la conspiración tecnocrática característica de los estados liberales lleva a la creación de agencias públicas que suelen definir de manera fragmentada las necesidades y criterios de la intervención social, entronizando el papel de los mecanismos de control, en una doble vertiente. Por un lado, las entidades que en el tercer sector se encargan de la ejecución de los proyectos de intervención social se ven sujetas a toda una serie de tensiones (magistralmente expuestas por las profesoras Abarca Valera, Gutiérrez Olivares, y Muñoz Arce) que se derivan de la necesidad de ofrecer niveles adecuados de cumplimiento en diversos indicadores en ausencia de criterios integradores que articulen una política social propiamente dicha. Suele señalarse que la política social en la propuesta liberal debe ajustarse a principios de eficacia y eficiencia. Pero lo cierto es que, en un sentido estricto, podemos afirmar que la propuesta liberal típicamente no incluye una política social propiamente dicha, porque cualquier política social debe basarse en criterios integrados y con objetivos a largo plazo. Por otro lado, las personas receptoras de la intervención, típicamente en la forma de prestaciones y/o ayudas, se encuentran sometidas a un estricto régimen de cumplimiento de determinadas condiciones. Esta condicionalidad de las ayudas no se basa en criterios que puedan relacionarse con la consecución eficaz de objetivos a través de la intervención (por ejemplo, fomentar la inclusión de familias en situación de exclusión), sino más bien con el cumplimiento/incumplimiento de determinadas premisas burocráticas que permiten justificar la intervención y que giran en torno a la noción de eficiencia. En gran medida, esas personas se sitúan a un rol análogo al que Talcott Parsons describía para las personas enfermas. Dicho de otra forma, las personas pobres (como las enfermas) reciben una prestación (análogo al tratamiento médico) y pueden seguir siendo pobres (o enfermas) siempre y cuando cumplan con las condiciones. Parafraseando a Parsons, en este contexto la pobreza define un rol desviado condicionalmente legitimado. Con una diferencia fundamental: la recuperación de una enfermedad común puede determinarse en un momento dado del tiempo. La salida de la pobreza es función directa de las circunstancias estructurales que generan las situaciones de desigualdad. Dicho de otra forma, la condicionalidad que gobierna la concesión de prestaciones y el mantenimiento de las mismas solo es justificable si se considera que las personas receptoras tuvieran la voluntad de ser excluidos de la lógica del bienestar en un sistema que contempla con impotencia la creciente ampliación de la brecha de desigualdad.
La intervención social como herramienta de lucha contra la incertidumbre.
Por todo lo dicho –y por más motivos que no es posible abordar en estas páginas– es evidente que la pregunta que preocupa a las autoras de los tres trabajos antes mencionados no solo es pertinente, sino absolutamente necesaria. ¿Qué es intervenir bajo un enfoque de derechos situados en América Latina? En gran medida, podríamos señalar que las tres autoras apuntan a una respuesta común: para (re)construir un modelo de intervención social basado en derechos es necesario modificar, a través de dicha intervención, los principios que gobiernan y subyacen la lógica liberal en la región.
Se ha hecho evidente que el modelo de desarrollo que potencian dichas políticas requiere de un proceso de individuación que sitúa en el centro del proceso a los mecanismos de control tecnocráticos que permiten asegurar el adecuado cumplimiento de las condiciones en las cuales debe desarrollarse la intervención y sus resultados. En dicho contexto, la cuantificación de los resultados de procesos de intervención fragmentados, sin criterios que doten a los diferentes programas de coherencia interna (es decir, sin criterios claros que articulen una política social), basados en la individualización de la intervención, en prestaciones y ayudas condicionadas, todo ello –y mucho más– es compatible con un crecimiento imparable de la brecha de desigualdad y claros retrocesos en el ámbito de la justicia social.
Los sistemas de desigualdad característicos de las sociedades contemporáneas se articulan en torno a la inseguridad. Los contornos y anclajes de clase se diluyen en un modelo basado en los procesos de exclusión, en cuyo contexto el riesgo emerge como el elemento principal que articula la vida social. El horizonte temporal ya no está asegurado por mecanismos de protección colectiva, en cuya ausencia la incertidumbre se consolida como la característica fundamental de la cotidianidad. Esta incertidumbre, como forma emergente de experiencia de la dimensión temporal en las sociedades contemporáneas, es el contexto en el cual se diseña y desarrolla la intervención social. Pareciera que la intervención social tiene el cometido de eliminar los efectos de dicha incertidumbre. Lo cierto es que el objetivo de la política social debiera ser combatir la inseguridad y transformar los contextos que la general. Por ello, los principios de una intervención social realizada desde una perspectiva de derechos son precisamente los opuestos a los que articulan la receta liberal. Se trata de una defensa de los bienes comunes que propone lo comunitario como la fuente de significados para la construcción de la identidad y del bienestar, que trabaja en el incremento de la confianza interpersonal como contrapunto al proceso de individuación, que ofrece un trabajo interdisciplinar para corregir la tendencia a la hiper-especialización fragmentada que afecta a las Ciencias Sociales. Se trata también de una defensa de la ciudadanía con la que se interviene, realizando un trabajo basado en acciones antiopresivas con el objetivo expreso de dotar a las comunidades y a las personas de los recursos necesarios para defender y ejercer de manera efectiva sus derechos sociales. Igualmente, se trata de tener incidencia en las instituciones, con el objetivo expreso de influir en el desarrollo de políticas integrales basadas en criterios transversales de desarrollo social y sostenible. Se trata, por último, de realizar un trabajo en el tercer sector, con el objetivo de forjar alianzas que permitan articular un agente colectivo con un amplio impacto potencial.
Este volumen de la Revista Rumbos-TS podría ser una metáfora académica de la incertidumbre que nos atraviesa. Los artículos que componen este número especial tienen su origen en trabajos presentados en el Segundo Seminario Filosofía y Trabajo Social (junio de 2019). En ese momento, como escribe la profesora Muñoz Arce, “Chile era otro”. Porque poco tiempo después, apena un par de meses, comienza el “estallido social en Chile, uno de cuyos elementos articuladores es, precisamente, el rechazo al modelo de desigualdad en el país. Una de los apelativos acuñados para esta movilización social ha sido la “Revolución de los Treinta Pesos”, una referencia que pone de manifiesto cómo la ausencia de mercados laborales y sistemas de protección social públicos ha llevado a un incremento insoportable de la incertidumbre en la vida cotidiana. Una incertidumbre en la cual debemos ser capaces de interpretar el verdadero valor de treinta pesos. Conviene señalar, además, que esta reflexión puede aplicarse a muchos otros movimientos de protesta social que recientemente han tenido lugar en Latinoamérica.
Pero hay más. Recibí los artículos que se ubican bajo el título “Derechos Humanos, Justicia e Intervención social: ¿qué es intervenir bajo un enfoque de derechos situados en América Latina?” en el mes de enero de 2020. En ese momento, el mundo era otro. Porque cuando se escribieron los tres artículos aún no se había desatado la pandemia global generada por la COVID-19 y que sitúa al planeta al borde del colapso sanitario, social y económico. Este desastre está haciendo notoria la incapacidad e insuficiencia de las respuestas liberales. En primer lugar, porque el debilitamiento de los sistemas de salud públicos y universales ha generado un escenario de especial letalidad de la pandemia. En segundo lugar, porque en el contexto de las políticas liberales, el impacto y los efectos de la pandemia no se distribuyen aleatoriamente, sino que son y serán más profundos en los grupos sociales desfavorecidos. Dicho de otra forma, en ausencia de respuestas por parte de las instituciones públicas de protección social, el impacto de la pandemia deteriorará en mayor medida las condiciones de existencia de la población afectada por procesos de exclusión. En tercer lugar –y sin duda esta es sin duda la reflexión de mayor relevancia– porque el COVID-19 es una enfermedad especialmente letal para las personas mayores. Precisamente para uno de los grupos sociales para los cuales las políticas sociales debieran ser más relevantes, uno de los grupos sociales para los cuales los sistemas de protección social tienen una mayor responsabilidad. Seguramente, uno de los grupos sociales que en mayor medida sufren el abandono de las instituciones públicas en Latinoamérica.
En ambos casos –las protestas sociales y la pandemia del COVID-19– topamos con unos estados, los liberales, incapaces de gestionar de manera adecuada la incertidumbre máxima que atenaza a nuestras sociedades. Incapaces de gestionar adecuadamente la incertidumbre, en gran medida, porque son sus principales agentes. Precisamente por ello, el trabajo social diseñado y realizado desde una perspectiva antiopresiva y de derechos es especialmente importante y necesario en este momento en Latinoamérica. No solo para corregir los efectos perniciosos de las políticas liberales en la región, sino para enfrentarlas, desafiarlas y trabajar en pos los objetivos que marca la agenda de la justicia social. Nos encontramos, una vez más, ante una encrucijada histórica para la intervención social. Tal vez, solo tal vez, nos encontremos en un tiempo de contrabando.