Trabajo interprofesional en Chile: impactos de la racionalidad neoliberal y los horizontes de la justicia social
Interprofessional practice in Chile: impacts of neoliberal rationality and the horizons of social justice
Fecha recepción: diciembre 2019 / fecha aceptación: abril 2020
Gianinna Muñoz Arce1
DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num21.394
Resumen
Se presentan los resultados generales de una investigación sobre trabajo interprofesional en la implementación de programas sociales, discutiéndolos a la luz de los impactos de la racionalidad neoliberal y desde una perspectiva que pone las discusiones sobre justicia social como un horizonte político insoslayable en el momento actual. Basado en la aplicación de un diseño mixto de investigación, incluyendo técnicas de producción de datos cuantitativas y cualitativas, los resultados del estudio sugieren que el trabajo interprofesional presenta una serie de nudos críticos que se relacionan con esta racionalidad neoliberal: las condiciones laborales inestables, sobrecargadas y precarias de las/os profesionales, la confianza excesiva en su capacidad emprendedora, la construcción de un estatus desigual entre las profesiones y la reproducción de lógicas individualistas y competitivas en las prácticas cotidianas.
Palabras clave: Intervención social; neoliberalismo; interprofesional; justicia social.
Abstract
This article describes findings of a research about frontline interprofessional practices considering the impacts of neoliberalism in social intervention and the seeking of social justice as an inescapable political horizon in the current moment. Drawing upon qualitative and quantitative methods, the results suggest that interprofessional practices are affected by diverse elements related to such neoliberal rationality: the unstable, overwhelming and precarious labour conditions of frontline professionals, the excessive confidence in their entrepreneurial capacities, the reinforcement of unequal professional statuses and the reproduction of individualistic and competitive understandings of professional action.
Keywords: Social intervention; neoliberalism; interprofessional; social justice.
Introducción
Cuando nos encontramos para discutir desde la filosofía y el trabajo social, sobre los horizontes de justicia social y derechos humanos en junio de 2019, Chile era otro. Nosotras/os también lo éramos. Poner ese tema como marco para un seminario interdisciplinario comprometido con una perspectiva crítica significaba hacer explícitos muchos malestares y dudas, y también muchas certezas de todas las brechas que existían y siguen existiendo entre el mundo académico y la vida social, entre investigar y poner eso al servicio de la sociedad, entre nuestras utopías y las constricciones de la vida laboral para trabajar por ellas; además de las brechas de desigualdad que marcan todas las dimensiones de la existencia humana. También veníamos ya con una agradable experiencia respecto a que es posible hacer academia de otro modo, de trabajar en conjunto desde la cooperación sin importar nuestras afiliaciones institucionales o nuestras disciplinas de origen, y que era posible instalar una lógica ‘otra’ de construir conocimiento. Gracias a eso estamos aquí.
A pesar de esa sintonía tanto con el malestar como con la esperanza, que se han dejado ver con fuerza en la revuelta y el estallido social que comenzó el 18 de octubre de 2019, todo lo vivido, visto y oído en estos días nos viene encima como una horda de fantasmas que creíamos enterrados cada vez que repetíamos el “nunca más” postdictadura, que de alguna manera nos confortaba. Las violaciones a los derechos humanos durante estos meses2, y las respuestas neoliberales ante la demanda colectiva que clama, precisamente, por desmontar el neoliberalismo3, nos muestran una vez más los entramados de la racionalidad neoliberal y su necesaria imbricación con una institucionalidad represiva que se despliega en el intento de contener las crisis.
Como en toda crisis, emergen en este contexto distintas formas de enfrentar o lidiar con ella. Esta es la primera vez que intento escribir algo después del 18 de octubre, y confieso que me es sumamente difícil conectar las partes de mi presentación en aquel seminario realizado en junio, con mi situación de hoy, en diciembre. Y digo “situación”, porque refiere a eso: cómo me sitúo yo, cómo sitúo mi investigación y sus resultados, cómo sitúo las discusiones que, desde “allí”, hoy intento vincular con el “aquí” (Hinton, 2014). No es una tarea fácil, pero sincerar esto me parece importante. Al menos les permitirá comprender los cruces que estoy tratando de hacer entre procesos y resultados de investigación, y la contingencia política actual.
De todas maneras, la investigación que quiero compartir aquí tiene mucha relación y bien podría ser una muestra de las críticas frente a la lógica del Estado neoliberal que han emergido en esta revuelta, pues su foco de análisis fue la “primera línea de intervención social”. Es decir, ese punto de intersección entre el Estado y las/os ciudadanos, que está mediado por quienes implementan la intervención en los espacios locales: quienes atienden, visitan, acompañan, a las/os usuarios de la política social diseñada y financiada por el Estado y que constituyen “la cara visible” de éste frente a las/os usuarios (Lipski, 1980). Es esta “primera línea de intervención”, que está al choque, a la deriva, la que al mismo tiempo ofrece la posibilidad de resistir la lógica de las políticas del propio Estado, reconvirtiendo sus mandatos en el espacio microfísico de las relaciones entre quien “interviene” y quien es “intervenido” (Lipski, 1980; Barnes y Prior, 2009; Strier y Bershtling, 2016; Cowley, 2019). En mi investigación he llamado “primera línea de intervención” a esa intersección entre la política social y sus ciudadanos, que, aunque hoy aparece como metáfora de la “primera línea” en la revuelta desde el 18 de octubre, no es más que la traducción del concepto frontline professionals (profesionales de primera línea) ampliamente utilizados hace décadas en la literatura anglosajona sobre discreción profesional e implementación (Lipski, 1980; Clarke, Maltby y Kennett, 2007; Van Berkel, Caswell, Kupka y Flemming, 2018). Sin duda la discusión sobre la experiencia de intervención frontline, ese “estar al frente” en el campo de la implementación de programas sociales, da lugar a muchas metáforas sobre la intervención profesional como batalla, contestación y resistencia, que bien pueden ser interpretadas como una revolución del pensamiento (Gray y Webb, 2013), un profundo movimiento en términos de la construcción de subjetivación profesional (Weinberg y Banks, 2019)4.
Volviendo al foco del estudio y al objetivo de este artículo, leerán en las siguientes páginas sobre neoliberalismo y las posibilidades de la intervención social bajo la racionalidad neoliberal, sobre la promesa de la integralidad de las políticas sociales y su operacionalización en el mandato de la intervención interprofesional en la primera línea, y los intentos de construir una posición crítica por parte de miles de profesionales que están en esa primera línea de implementación (trabajadoras/es sociales, psicólogas/os, sociólogas/os, abogadas/os, profesionales de las áreas de la salud y la educación, entre otros) bajo estas coordenadas. Desde los resultados de la investigación y considerando los principales nudos críticos de la intervención interprofesional volveremos a la pregunta por la justicia social, eje del seminario, hoy más vigente que nunca.
Intervención social y las coordenadas del neoliberalismo
La intervención social es una idea en sí misma contradictoria. Encarna la pretensión de control y de emancipación, y puede enfatizar en una más que en otra pretensión dependiendo de quiénes, desde qué perspectivas, dónde, cómo y para qué se decide llevar a cabo. A pesar de las muchas lecturas románticas o mesiánicas sobre la intervención social, la noción de control siempre ha estado allí, desde los inicios de las formas organizadas de la caridad y de la configuración de la institucionalidad del bienestar en el mundo. Sin embargo, el giro neoliberal que hemos experimentado como sociedad y que particularmente ha tenido la intervención del Estado durante las últimas décadas ha sentado unas nuevas bases para comprender esa idea de control. Ya no podemos pensar el control de manera unidireccional (donde quien interviene “controla” a quien es intervenido/a). Hoy en día, la racionalidad neoliberal impacta, entre miles de otros dominios, en la intervención social, en el sentido más amplio y multifocal del término, imponiendo no solo patrones de comportamiento a los usuarios de los programas sociales, sino también a los profesionales que ejecutan la intervención (Marthinsen, Juberg, Skjefstad y Garrett, 2019). En otras palabras, quienes hacen intervención social están altamente intervenidos por la lógica de su propia intervención.
La intervención social, encarnada en las políticas y programas sociales que se implementan en los territorios más ‘vulnerables’ o de ‘alta complejidad’, está cruzada ella misma por la racionalidad neoliberal, y por eso, es capaz de producir modos de subjetivación neoliberales. No es nada sorprendente ni nuevo lo que estoy planteando. El neoliberalismo, esta tercera fase del capitalismo, como plantean Boltanski y Chiapello (2005), atraviesa todas las formas de sociabilidad, vuelve mercancía cosas y relaciones que antes no lo eran, instala principios unívocos de racionalidad eurocéntrica, antropocéntrica, androcéntrica. Es una ‘ética neoliberal’, una forma de relacionarnos y de habitar este mundo, que se ha instalado como un discurso hegemónico a escala global a través de la colonización del ‘sentido común’, es decir, de la forma en que interpretamos, vivimos y comprendemos el mundo (Harvey, 2005).
Al estar basado en los principios del individualismo, de la propiedad privada, del esfuerzo individual, de la competencia y la eficiencia, la racionalidad neoliberal trae sufrimiento psíquico, mercantiliza nuestras relaciones sociales, nos reduce y aniquila en viejas y nuevas formas de alienación, explotación y autoexplotación (Jaeggi, 2014). Pero la trampa neoliberal radica precisamente en su capacidad de prometer –y de que lo creamos: más desarrollo, éxito, realización personal y en último término, felicidad. En esta forma de alienación que experienciamos bajo la racionalidad neoliberal –trabajar duro para tener… tener para ser felices– opera como un mandato, como una técnica de dominación, que, como ha planteado Sarah Ahmed (2019), condiciona nuestras expectativas, preocupaciones y la manera en que nos comportamos en el mundo. Y en este sentido, no somos lo “otro” del neoliberalismo, ni menos sus víctimas.
Lo que quiero decir con todo esto es que ya es momento de abandonar aquellas lecturas binarias de la intervención social, donde se entiende que habría unos que controlan y otros que son controlados, donde hay profesionales neoliberales y otros ‘contrahegemónicos’, etcétera. Esta lectura del neoliberalismo como una racionalidad permite entender la intervención social y entendernos en la intervención social desde un lugar que es contradictorio. El neoliberalismo no está afuera de nosotras/os, porque estamos atravesadas/os por esta racionalidad neoliberal, la respiramos, la hacemos nuestra y la esparcimos en diversos dominios: en la calle, en la sala de clases, en nuestras familias, en el bar, en el supermercado, en el bus, en nuestro trabajo…en todas partes (Brown, 2019).
Lo anterior, podríamos decir, obedece a una comprensión del neoliberalismo como ideología, como ethos. Ahora bien, sus manifestaciones concretas en los procesos de intervención en lo social se evidencian en diversos aspectos que se relacionan con las estructuras y mecanismos en que el Estado “llega” a las/los ciudadanos. Esta dimensión concreta del neoliberalismo en las políticas y programas sociales ha sido vastamente estudiada en diversos países. En Europa, por ejemplo, estudios han mostrado cómo la intervención social del Estado ha sido subyugada por el gerencialismo (managerialism), una lógica que en el contexto del declive de los Estados de Bienestar supone que una mejor administración resolverá un amplio rango de problemas sociales y económicos, con un énfasis dominante en el enfoque de negocios y habilidades tecnocráticas de los profesionales que implementan las intervenciones sociales en primera línea, con diseños de intervención de arriba hacia abajo (top-down interventions), reducidos al logro de indicadores cuantificables y bajo la preponderancia de enfoques basados en la evidencia, supuestamente carentes de bases teóricas y políticas (Ferguson y Lavalette, 2006; Garrett, 2013; Rogowski, 2013; Thompson y Wadley, 2018).
En América Latina el panorama no ha sido muy diferente. Si bien nunca hemos experimentado el Estado de Bienestar como ha sido conocido en Europa –ni su desmantelamiento, ciertamente–, el enfoque gerencialista se ha manifestado claramente en la lógica de las intervenciones sociales, debido especialmente a la influencia de organismos supranacionales como el Banco Mundial y sus políticas anti-pobreza y de desarrollo social. Particularmente en Chile, el giro neoliberal en la política social se manifiesta en una nueva lógica de implementación de programas sociales. Luego de su retracción en la década de los ochenta, el Estado diseña y financia las intervenciones sociales, siendo fundamentalmente el tercer sector quien las implementa. Esto ha reforzado la brecha entre el diseño y la implementación (Cunill-Grau et at., 2013). La introducción de la lógica de mercado impuesta con la instauración del modelo neoliberal durante la dictadura, reforzada luego tanto por los gobiernos de centro-izquierda como de derecha que le han sucedido, ha significado que las organizaciones que conforman el tercer sector –fundamentalmente ONGs, fundaciones y corporaciones de derecho privado con y sin fines de lucro– deban competir por el financiamiento público. Así tenemos que un mismo programa, una misma intervención, que se desarrolla gracias –o a pesar de– la convergencia de profesionales formados en distintas disciplinas y desde diversos enfoques– que trabajan en instituciones con distintos sustratos ideológicos y organizacionales y que obedecen a una lógica sectorial particular.
A pesar del reconocimiento de esta multiplicidad de enfoques que convergen en la intervención social, la lógica neoliberal de la fragmentación también se reproduce en la forma de comprender y de abordar los problemas sociales. La incomunicación entre programas que trabajan la misma temática pero desde diferentes dimensiones, la descoordinación entre las ONGs que implementan programas financiados por el estado central y los programas municipales en un mismo territorio, y la sobreintervención que se produce a raíz de todas estas incomunicaciones y descoordinaciones, no es más que el reflejo de una forma neoliberal de intervenir que se ha ido cristalizando en el tiempo. Además, desde la irrupción de las políticas neoliberales durante la dictadura, reforzadas por los arreglos institucionales en la postdictadura, ha primado una lógica de intervención que pone el foco en el individuo principalmente y donde se hace muy difícil el abordaje de los problemas desde una perspectiva integral. Es una comprensión del individuo como un ente que estuviera sometido a los problemas sociales de manera unidimensional, sin considerar las estructuras y mecanismos exclusionarios que producen y refuerzan dichos problemas sociales en diversas escalas.
Las políticas pro-integralidad y la intervención interprofesional en Chile
La orientación pro-integralidad de las políticas sociales ha constituido un intento por subsanar este carácter fragmentado e individualista de la intervención que se produce en el marco de la implementación de los programas sociales. Las nuevas formas de pobreza y exclusión social producto de la instalación del neoliberalismo descarnado a escala global y los procesos de modernización y transnacionalización de la economía y de la cultura, han resultado en una agudización de los problemas sociales, que se reconocen como ‘muy difíciles de resolver’ y que han sido conceptualizados como problemas ‘enmarañados’ o ‘embrujados’ (wicked problems). Ha sido reconocido, en este contexto, que la excesiva especialización y fragmentación de las políticas sociales no da abasto ante la complejidad de los problemas (Cunill-Grau et al., 2013). La orientación ‘pro-integralidad’ supone un cambio de lógica, que implica transitar desde la fragmentación (de los problemas sociales, de las responsabilidades sectoriales, de los lenguajes disciplinares) hacia miradas más complejas de las múltiples dimensiones que convergen en la producción de un fenómeno social y de los soportes institucionales requeridos para hacerle frente. Implica, por tanto, no sólo que cada actor haga lo que le corresponde o que los distintos actores se organicen para evitar la redundancia de las acciones, sino que requiere, fundamentalmente, que los actores, desde su particularidad, se pongan de acuerdo para comprender y actuar como un todo (Cunill-Grau, 2014a, 2014b; Muñoz y Larraín, 2019).
Es escasa la evidencia empírica sobre la manera en que estos cambios estructurales y arreglos institucionales en el nivel macro se traducen en procesos de intervención social en la primera línea de ejecución de la política social (Cunill, 2005; Repetto, 2009; Martínez Nogueira, 2010; Filgueiras, 2013; Cunill et al., 2013; Veiga y Bronzo, 2014). Esta expresión micro de la política social es crucial, puesto que es la instancia en la cual se produce “el encuentro entre el Estado y los ciudadanos” (Mik-Meyer y Villardsen, 2012, p.9). La evidencia internacional sugiere que es tal la relevancia de los profesionales que implementan la agenda pro-integralidad en terreno, que la poca atención que se le ha otorgado a la legitimidad que éstos le atribuyen y a la forma en que comprenden su intervención en términos filosóficos y procedimentales, estaría minando los considerables esfuerzos desarrollados en esta materia (Pell, 2016; Cameron 2011; 2016).
En la primera línea de ejecución de la política social (frontline implementation), la promesa de la integralidad se traduce en el trabajo interprofesional. La noción de “interprofesional” ha sido poco trabajada en la literatura sobre implementación de políticas públicas en español. El concepto de intervención interprofesional (interprofessional practices) refiere al trabajo conjunto entre profesionales diversos (formados en diversas disciplinas, contratados por diversas instituciones públicas y/o privadas, alojados en diversos sectores de la política social) con el objetivo de desarrollar un proceso de intervención coordinado y compartido, cuyo último propósito es abordar integralmente los problemas sociales. Ejemplos de trabajo interprofesional son las mesas inter-institucionales de gestión de casos, los equipos interdisciplinarios, las redes intersectoriales, las unidades integradas de intervención, entre otras. En la intervención interprofesional se producen roces, encuentros y choques de ideologías, apuestas teóricas y metodológicas, orientaciones éticas, en definitiva, de lógicas de intervención en lo social (Cameron, 2016).
Metodología
El estudio desde el cual se desprenden los hallazgos que discuto en este artículo tuvo como objetivo general caracterizar el trabajo interprofesional que se desarrolla en Chile, examinando sus lógicas y la legitimidad de sus mandatos desde la perspectiva de las/os profesionales que lo implementan en terreno. También se identificaron los nudos críticos de su implementación y las posibilidades y requisitos de un trabajo interprofesional ‘efectivo’. El estudio se ejecutó entre 2016 y 2019, y la metodología utilizada fue de carácter mixto, incluyendo técnicas de producción de datos cuantitativas y cualitativas. Entre ellas se cuentan la aplicación de cuestionarios de caracterización del trabajo interprofesional a nivel nacional, en modalidad online (N=776), que fue contestado entre agosto y septiembre de 2017; grupos de discusión con policymakers y profesionales de primera línea efectuados durante 2017 y 2018, y estudios de casos múltiples desarrollados durante 2018. El estudio de casos múltiple incluyó las mesas de gestión de casos del Programa 24 Horas en tres regiones de Chile, y comprendió entrevistas en profundidad y grupos focales con profesionales implementadores, observaciones participantes de reuniones de equipos interprofesionales y análisis documental del material escrito (protocolos, orientaciones, fichas de registro, planificaciones) producido por cada equipo.
Los resultados preliminares del estudio han sido publicados en diversas instancias (Muñoz, 2019; Muñoz y Larraín, 2019; Muñoz y Pantazis, 2018; Muñoz y Madrigal, 2018), por lo que algunas discusiones que aquí presento se encuentran desarrolladas con mayor detalle en dichos análisis parciales. El estudio fue terminado oficialmente hace unos meses, por lo que aquí quiero presentar una síntesis de sus resultados generales y discutirlos a la luz de los impactos de la racionalidad neoliberal en los procesos de intervención social, desde una perspectiva que pone a la justicia social como un horizonte político insoslayable en el momento político actual.
A pesar de mis intentos por elaborar aquí una síntesis de los resultados del proyecto, no se trata de una síntesis conclusiva, claramente. Aunque el estudio se haya terminado oficialmente de acuerdo con los plazos del Conicyt, las reflexiones sobre los hallazgos y sus nexos con la teoría y con los desafíos que nos presenta el contexto actual siguen totalmente otro curso, otro ritmo, uno que escapa a los requerimientos administrativos de los fondos de fomento de la investigación. Por ello, los resultados que quiero presentar aquí más bien estarán puestos en clave de provocación, intentando instalar más preguntas que respuestas.
Resultados
Del análisis integrado de los datos recabados durante el proyecto, han sido identificados cinco hallazgos que son claves para alimentar la discusión sobre intervención social bajo la racionalidad neoliberal y las discusiones sobre justicia social desde la implementación de programas sociales en Chile:
i) La confianza ‘ciega’ en la capacidad emprendedora de los/as profesionales.
El trabajo interprofesional se desarrolla de maneras muy diversas en cada territorio y no existe un lineamiento básico orientador para su implementación –ni siquiera dentro de los marcos de política de los propios programas– que exigen trabajo interprofesional a sus equipos locales. Mucho de las iniciativas de trabajo interprofesional descansa, por lo tanto, en las capacidades, creatividad, compromiso, redes personales, habilidades sociales, visiones y valores profesionales de los equipos profesionales (e individuos que los conforman) que reciben el mandato de ejecutar intervenciones interprofesionales en primera línea.
Aquí se produce una tensión muy interesante. Por una parte, las políticas sociales pro-integralidad, a pesar de que asumen la atención integral como una “promesa” y por tanto exigen a las/os profesionales de primera línea desarrollar trabajo interprofesional para dar cumplimiento a esta promesa, no generan, en un inicio, las orientaciones básicas para esto. Se asume, desde la posición de los policymakers, que los/as profesionales que deben ejecutar este mandato en la primera línea de implementación, saben cómo hacerlo, y que lo harán. Se observa, específicamente a partir del estudio de casos múltiples realizado, una excesiva confianza en la ‘capacidad emprendedora’ de las/os profesionales en los territorios.
Sin embargo, este supuesto genera al menos dos escenarios extremos. Uno de total desolación, donde los equipos profesionales declaran haber sido “abandonados a su suerte” desde los niveles centrales, quedando muchas veces paralizados o demandando claridades al nivel central, en territorios en los que la oferta institucional es escasa y están más bien aislados de las grandes ciudades. Esto se deja ver en la propia construcción subjetiva de abandono, postergación, alienación y no-reconocimiento a ellas/os en tanto profesionales:
“Los del nivel central te dejan a tu suerte, no vienen, no conocen el territorio, exigen que cumplamos con las metas, pero no tienen idea de los malabares que hacemos y todo lo que nos toca enfrentar acá en esta comuna, te dejan tirado y ya. Nosotros nos sentimos así a la deriva.” (Entrevista, estudio de caso 2, terapeuta ocupacional).
El otro escenario extremo, muestra equipos profesionales que crean sus propias orientaciones, se asumen a sí mismos como re-diseñadores de políticas en el territorio (grupo de discusión 3). En algunas ocasiones, como en el caso de las Mesas de Gestión de Casos del Programa 24 Horas, esas creaciones de los equipos locales pueden llegar a ser escuchadas, legitimadas y traducidas en orientaciones de política centrales5.
“A nosotros nos gustó que el programa no venga cortado desde arriba, eso nos dio la posibilidad de inventar. Siempre los equipos se quejan, pero nosotros creemos que somos rediseñadores del programa. Mi experiencia es esa, siempre asumí que la política es eso, una orientación, pero quien le da cuerpo somos nosotros en el terreno […] los protocolos y los instructivos que creamos han sido considerados por el gobierno regional y ahora estamos colaborando en armar las bases [técnicas] para nivel central” (Entrevista grupal, estudio de caso 1, psicólogo).
ii) Las condiciones laborales como un aspecto crítico.
De acuerdo con los resultados del cuestionario de caracterización del trabajo interprofesional, los factores de orden estructural que enmarcan la política social condicionan notablemente las posibilidades de desarrollar un trabajo interprofesional efectivo: la precariedad de las condiciones laborales (inestabilidad de los profesionales en términos contractuales, bajos salarios, alta complejidad de la intervención y escasos recursos para hacerle frente) redundan en altas tasas de rotación profesional que impiden a los equipos profundizar y consolidar aprendizajes respecto del trabajo interprofesional. De acuerdo con los resultados del cuestionario de caracterización, un 68% de los profesionales encuestados indica que su equipo de trabajo ha cambiado en más de un 75% solo el último año. Este es un tema sumamente sensible en materia de intervención social y no puede ser pasado por alto, porque obedece a una condición elemental para que la orientación pro-integralidad sea efectiva en los territorios (Cunill-Grau, 2014a; Veiga y Bronzo, 2014; Cameron, 2016).
Que los niveles centrales dejen un “vacío” en torno a las orientaciones para ejecutar el mandato de la intervención interprofesional en terreno (punto i) no es necesariamente un problema, si es que las condiciones de operación son apropiadas, pues esto podría, precisamente, dar lugar a la creatividad y a la actoría de profesionales en la primera línea (Thompson y Wadley, 2018). Pero la inestabilidad que experimentan los equipos interprofesionales y su rotación constante impide la construcción de una forma de ver y de intervenir un problema social, asunto que requiere tiempo, habilidades, orientación, y desarrollo de confianzas, espacios de intercambio y discusión (Delany, Richards, Stewart, & Kosta, 2017). En este contexto de deterioro de las condiciones laborales de los/as profesionales que están en la primera línea es extremadamente difícil sostener el trabajo conjunto, acumular aprendizajes colectivos y aun menos de convertirlo en algo efectivo para los usuarios. Además, la rotación profesional también genera una alta desolación en los equipos interprofesionales, lo que se evidencia en los relatos de algunas/os entrevistados: “los/as mejores profesionales se van” […] “los que nos quedamos es porque no tenemos otra opción todavía” (Grupo de discusión 2, profesionales implementadores).
En esta misma línea, las posibilidades de efectividad del trabajo interprofesional, de acuerdo con los resultados de esta investigación, están relacionadas a la confianza entre profesionales diversos, la valoración del saber específico que cada profesional porta y la capacidad para movilizar recursos con una perspectiva amplia –integral– de la intervención. Tanto los resultados de los grupos de discusión como los del estudio de casos múltiples sugieren que la alta rotación profesional redunda en que los equipos que alcanzan cierta armonía funcional de trabajo conjunto ven ‘retroceder’ el proceso de intervención cada vez que algún/a profesional deja su puesto de trabajo. Este es un tema especialmente sensible si se considera que los programas sociales, en su mayoría, cuentan con arreglos de cooperación intersectorial a nivel macro institucional (niveles centrales) pero presentan dificultades para operacionalizar el mandato de la integralidad a nivel local (Cameron, 2016). Los convenios de colaboración entre instituciones no necesariamente son conocidos por los/as profesionales de primera línea, y si es que lo son, estos/as no necesariamente cuentan con las herramientas o el conocimiento como para poner en práctica dichas orientaciones en los territorios. Como plantea una de las entrevistadas, “Queda la sensación de que cada tres o cuatro meses hay que volver a empezar: conocer al nuevo profesional y empezar a generar confianzas. No siempre funciona y eso impacta en la intervención que podemos hacer como equipo y que reciben las familias” (Grupo de discusión 1, profesionales implementadores).
iii) Estatus, poder profesional.
Prejuicios sutiles y manifiestos, incluso acciones de discriminación de otros/as profesionales en base a género, orientación sexual, etnia y procedencia de los estudios universitarios (que en el contexto chileno podemos interpretar como discriminación de clase) (Highland, 2017), fueron identificados como los factores que más afectan el desarrollo de trabajo interprofesional. Ciertamente estos factores de orden subjetivo son entendidos aquí como parte del pliegue entre subjetividad y condiciones estructurales. El que haya profesiones que dominen la escena de la intervención, fundamentalmente aquellas que gozan de mayor estatus como la medicina o la abogacía, o que este poder cobre aun mayor énfasis cuando los profesionales son hombres, héteronormados y formados en universidades de elite, por ejemplo, nos habla de desigualdades de orden estructural, que nos afectan transversalmente como país, y que tan solo se reproducen en esta instancia microsocial de la intervención social.
“Yo como kinesióloga no tengo el mismo peso que el médico en el equipo o en la red de salud, porque soy mujer y porque soy kinesióloga. Ahora si vengo de la Católica cambia un poco la cosa […] si el médico es ecuatoriano o peruano, también, ahí yo siento que se desarma un poco eso de la jerarquía y hay una dinámica más horizontal […] tuve también la experiencia de un equipo donde claramente había profesionales, no creo que homofóbicos, pero que se sentían incomodos cuando un psicólogo que era homosexual, hablaba. Como que no lo tomaban en serio en las reuniones, no se, hablaban por detrás, se reían, se notaba que no lo validaban” (Grupo de discusión 4, policymakers).
“Obvio si saliste de ciertas universidades pesa más que si eres de una [universidad] privada. Así es, y la gente lo nota, o por la apariencia física, la forma en que hablas. Hay una jerga también, una manera de expresarse que también deja ver tu expertiz y que tiene peso.” (Grupo de discusión 5, profesionales implementadores).
En esta misma línea, algunos profesionales dedicados a la implementación y también policymakers participantes de los grupos de discusión, señalaron que, de acuerdo a su experiencia, en territorios de mayor complejidad (con altos índices de violencia; o aislados en términos geográficos o administrativos, por ejemplo) los equipos interprofesionales podrían enfrentar mayores dificultades para trabajar en conjunto de manera respetuosa y basada en el reconocimiento de otras/os compañeros de equipo. En este sentido, dejan ver que la falta de reconocimiento desde arriba que se reproduce en faltas de reconocimiento o agravio moral en los equipos de primera línea (Gray y Webb, 2013).
“Te hablo de equipos que están trabajando en lugares donde no tienen acceso ni a un vehículo para hacer las visitas domiciliarias, que no cuentan con espacios privados para atender casos, profesionales que no reciben su sueldo a tiempo, que están bajo la amenaza constante de que no se renueve el convenio y se queden sin pega, que no tienen asesoría sino puro control desde arriba y todo esto en un entorno de violencia relacionada al narco ahí mismo […] entonces claro, tienes equipos estresados, que se insultan en las pocas reuniones que hay, que se tratan agresivamente, pero uno dice ¡cómo no va a ser así! Es solo una muestra del entorno en el que están, de la desigualdad, la precariedad, es sobrevivencia [sic]” (Grupo de discusión 2, policymakers).
Algunas/os profesionales señalan haberse sentido ‘aterrorizadas/os’ cuando se produjo el cambio de foco desde el trabajo individual al trabajo interprofesional. El trabajo interprofesional implicaba verse expuesto/a, sometido a la crítica de otros/profesionales. Uno de los casos estudiados refleja claramente estas resistencias iniciales, puesto que la instancia de trabajo interprofesional fue, en sus inicios, descrita como “una carnicería, una “masacre del trabajo de cada uno, una instancia altamente destructiva” (entrevista individual, psicólogo, estudio de caso 2). “La instancia de trabajo interprofesional aparecía como un espacio donde ir a competir, y a defenderse de las críticas.” (Entrevista individual, trabajadora social, estudio de caso 1). Otro de los casos estudiados muestra cómo desde resistencias similares en los inicios –aunque con menos intensidad destructiva– se fue transitando hacia lógicas más colaborativas, de construcción de aprendizajes colectivos entre profesionales. La figura de quien coordina la instancia, en los estudios de casos abordados, resultó ser fundamental. Este punto será abordado con más detalle en el punto v.
iv) lógicas de aproximación al trabajo interprofesional
En los comienzos, cuando esta orientación se solicitó desde los niveles centrales por primera vez, la mayoría de los/as profesionales declaran haber opuesto resistencia frente a ella. Implicaba destinar más tiempo a reuniones y era mucho más complicado llegar a acuerdos frente a los planes de intervención conjunta que cuando se trabajaba de manera individual. Por otra parte, también la instancia de trabajo interprofesional significaba para las/os profesionales someter sus metodologías y resultados de intervención a escrutinio público, lo cual, como se mencionó, generaba ansiedades y temores profundos en muchas/os de ellos.
Sin embargo, a través del tiempo, se va produciendo una comprensión del sentido de “trabajar con otros/as” que empieza a instalar una lógica normativa de orientación al usuario, que se expresa en declaraciones como “el trabajo interprofesional es necesario, aunque implique más pega, porque redunda en mejoras en la vida de los usuarios” (Grupo de discusión 5, profesionales implementadores). Este paso desde el temor hacia la comprensión y colaboración conjunta, en una lógica hospitalaria, se evidencia en los tres estudios de caso realizados. La orientación al usuario fue una de las razones más esgrimidas por las/os participantes del estudio ante la pregunta sobre las razones que precipitaron este cambio de lógica. De acuerdo con el cuestionario de caracterización, un 56% de los encuestados declaran que realizan trabajo interprofesional porque beneficia a los usuarios del programa. La indagación cualitativa permite profundizar en las razones: las/os profesionales saben que con ello se evita la doble victimización, la sobreintervención, se allegan más recursos y de manera más rápida para cumplir con los objetivos de la intervención.
Como contraparte, aparece también desde los resultados del cuestionario de caracterización que al menos un tercio de los encuestados (33,5%) declara que realiza trabajo interprofesional porque su institución les obliga a hacerlo. Este es un dato que da cuenta de la heterogeneidad de miradas que dan forma a los procesos de intervención social. Desde la aproximación cualitativa podemos encontrar algunas pistas sobre este desapego frente al propósito de la intervención. Muchos profesionales señalaron que se desempeñaban implementando estos programas porque era la única opción laboral que tenían en ese momento, lo cual ciertamente puede estar relacionado con la precariedad de las condiciones de operación ya comentadas, aunque también podría estar vinculado a temas de vocación e interés de desarrollo profesional. Se observa aquí un perfil profesional al que le cuesta encontrar el sentido de las acciones de coordinación interprofesional, que no encuentra “su lugar” en los procesos de intervención conjunta.
Muchos de estos profesionales declaran también las dificultades para comprender las diversas “jergas” de otras disciplinas, y sus dificultades para lograr el entendimiento en las reuniones de trabajo. La formación universitaria de los profesionales de la intervención social es clave en este punto (Mandy A., Milton y Mandy P., 2004). Si bien la precariedad laboral y las expectativas vocacionales frustradas es algo que se aleja –hasta cierto punto– de la responsabilidad de las universidades, las dificultades para trabajar en conjunto desde backgrounds disciplinarios diversos sí constituye, claramente, un desafío ineludible para estas. La lógica individual y de competencia –que se reproduce en la lógica de los programas sociales, y en la propia subjetividad de los profesionales que los implementan– se refuerza desde el modelo educacional. Tenemos así profesionales con muchas dificultades para compartir información, colaborar en procesos, asumir responsabilidades colectivas, entre otros. Otra manifestación de cómo la racionalidad neoliberal opera de distintas maneras y en diferentes dimensiones de la existencia (Mandy et al., 2004; Cameron, 2016; Highland, 2017).
Junto a estos dos perfiles, aparecen otros dos con respuestas menos frecuentes, pero interesantes de analizar: un 4,2% de los encuestados declararon realizar trabajo interprofesional porque es la mejor manera de ahorrar tiempo y recursos materiales, es decir, se trata de una lógica más bien pragmática. Por otra parte, un 5,8% de los profesionales encuestados señaló que realiza trabajo interprofesional porque así se sienten respaldados/as al tomar decisiones sobre situaciones de alta complejidad –especialmente judicialización de casos– y/o porque obtienen mayor contención emocional para sí mismos/as ante el carácter desgastante de la intervención profesional. Se trata, en este caso, de una lógica autocentrada, que tiene todo sentido si consideramos las precarias condiciones de operación y la extrema complejidad de los contextos en que estas/os profesionales se desempeñan.
v) La efectividad del trabajo interprofesional.
Cuando el trabajo interprofesional es efectivo –es decir, cuando logra una coordinación tanto de perspectivas de aproximación como de estrategias y metodologías de intervención, en un plazo acotado– se traduce en procesos de intervención más expeditos, que evitan la doble victimización de los/as usuarios/as y la sobreintervención, tal como han señalado las/os profesionales participantes de este estudio y también las evidencias provistas por la literatura internacional (Pell, 2016; Cameron, 2011; 2016; Highland, 2017). El trabajo interprofesional efectivo redunda en mayor bienestar para los/as usuarios/as de los programas sociales y también para los equipos profesionales en términos de “sentido colectivo del trabajo” y contención entre pares, asunto que es significativo para las/os profesionales en contextos de alta complejidad. En otras palabras, y adelantando las conclusiones, podría establecerse que el trabajo interprofesional efectivo puede favorecer la justicia social en el sentido de la dignidad, el bienestar y el respeto a las/os usuarios de los programas sociales. Volveremos a este punto más adelante.
Considerando los análisis integrados de los datos en esta fase final del proyecto, se ha identificado que la efectividad de la intervención interprofesional se vincula al menos con tres dimensiones fundamentales:
Intervención social y la pregunta por la justicia social en tiempos de neoliberalismo
He intentado poner aquí, de la manera más sintética posible, los resultados de la investigación sobre intervención interprofesional en la primera línea de implementación de programas sociales pro-integralidad. Como mencioné en la introducción, los hallazgos del estudio son una muestra de las desigualdades que vivimos en Chile, que se expresan tanto en las condicionantes estructurales de la intervención, en la precariedad laboral que enfrentan la mayoría de las/los profesionales de primera línea, por ejemplo, o en el estatus de desigual de las profesiones donde prima el privilegio de aquellas que encarnan la caricatura de lo masculino tradicional (objetividad, poder de decisión, neutralidad, racionalidad, practicidad) (Mandy et al., 2004), o en la división clasista de las instituciones de educación superior, las universidades de elite versus las residuales, para pobres (Mandy et al., 2004; Cameron, 2011; West, Miller & Leitch, 2017).
Asimismo, la desigualdad estructural se expresa en las manifestaciones subjetivas del ethos profesional: las dificultades que experimentamos cuando tenemos que trabajar con otros/as desde una lógica colaborativa y no desde la competencia (Mitchell et al., 2010; Cameron, 2011; 2016). Parece ser que no estamos acostumbradas/os a eso, y encontrar-nos causa miedo, agresividad y ansiedad en general. La orientación individualista de la intervención social redunda en que trabajar con otros/as sea visto como una pérdida de tiempo, y que exponerse a la crítica del equipo en un contexto de alta precarización y condiciones constreñidas, resulte un sinsentido. Si lo pensamos desde ese punto de vista, la intervención interprofesional es altamente desafiante y puede adquirir un cariz contrahegemónico: contra el individualismo y la competencia constante.
Pero también sucede que mucho del éxito de los programas pro-integralidad –la efectividad de la intervención interprofesional– radica en las acciones que las/os profesionales que ejecutan los programas pueden llevar a cabo. La confianza excesiva en su capacidad emprendedora, como sugieren los hallazgos, refuerza el ethos neoliberal y uno de sus mantras fundamentales: depende de ti (Ahmed, 2019). El éxito de la intervención depende de ti. Sí, porque cada quien tiene algo que aportar, y porque la trasformación tiene que venir desde cada una/o de nosotros, desde nuestras posiciones profesionales, desde nuestros márgenes de maniobra, desde nuestros conocimientos disciplinares. Dejarlo todo en un plano macroestructural implica asumir que no tenemos ninguna posibilidad de cambiar nada. Pero tampoco podemos asumir que todo depende de nosotras/os. Caemos ahí fácilmente en la subjetividad heroica que incluso puede redundar en mayores formas de opresión: el profesional que sabe, que es el experto, que es el que salva a los oprimidos, como plantea De La Aldea y Lewkovic (2014). Mucho de las narrativas de las/os profesionales participantes del estudio deambulaban entre la precariedad y la sensación de abandono, esta sensación de quedar a la deriva en la primera línea de la intervención sin respaldo alguno de la institucionalidad estatal, y los discursos salvacionistas, heroicos y autoflagelantes. Ambas posiciones pueden ser entendidas como altamente funcionales a la racionalidad neoliberal de la despolitización y despersonalización en la intervención, por una parte, y de autoexplotación y de cultivo de ese self emprendedor tan funcional al neoliberalismo, por la otra.
Es difícil encontrar el balance en estos tiempos críticos. La pregunta por la justicia social, y las interrogantes sobre en qué medida y de qué manera nuestras intervenciones profesionales contribuyen a (o van en detrimento de) la justicia social, están más vigentes que nunca. De ahí que este haya sido el eje central de nuestro seminario. Acudimos a una politización de la vida cotidiana que nos deja afectadas/os, en el sentido en que remueve nuestros afectos, y que es de tal magnitud, que no podemos evitar cuestionarnos y situar nuestra posición ante la convulsión social que estamos viviendo. Pensar cómo desde la intervención social, específicamente en este tema de estudio, la intervención conjunta entre profesionales diversos, se puede contribuir a la justicia social, es un reto de gran envergadura y que no puede darse por hecho.
Sobre justicia social tenemos diversas entradas teóricas y por razones de espacio no podré extenderme en este punto6, pero al menos me parece que es necesario puntualizar algunos aspectos centrales del debate. Mucho de la discusión sobre la justicia social radica en el énfasis por la distribución de los de los bienes primarios en la sociedad, la que debería basarse en los principios de libertad (de derechos), diferencia (redistribución en pro de los más desfavorecidos), igualdad (de oportunidades) (Rawls, 1971) y cooperación, la solidaridad (Miller, 1976). Sin embargo, estas nociones de justicia social no han estado exentas de controversias, apareciendo como contrapunto argumentaciones que comprenden la justicia social más allá de la distribución de bienes materiales, incluyendo la justicia en las relaciones humanas (Young, 2000), el reconocimiento (Honneth, 2007), y la denuncia de aquello instituido que empodera a algunas personas y oprime a otras (Wolff, 2008). Al repensar la justicia social a la luz del debate redistribución/reconocimiento, Fraser (1995) señala que las sociedades modernas comprenden dos órdenes de estratificación que están empíricamente relacionados pero que son analíticamente distintos: (1) un orden económico de relaciones distributivas que generan inequidades de clase social; y (2) un orden cultural de relaciones de reconocimiento –que incluyen género, etnicidad, edad y sexualidad– que generan inequidades de estatus. Aunque son planos analíticamente distintos, estos órdenes están profundamente interrelacionados (Gray y Webb, 2013).
Una noción de justicia social, por la cual trabajar hoy, requiere basarse en el cruce entre estas dos coordenadas. Si llevamos esto a la intervención interprofesional, las luchas por la justicia social implican instalar un discurso politizado sobre intervención social y disputar espacios / instancias para la reflexión y discusión crítica entre los profesionales. Ejemplos de ello son aquellos equipos que crean de manera independiente y autogestionada estas instancias, o inventan formas de consolidar sus aprendizajes colectivos en clave de publicación, realización de seminarios y difusión a través de redes sociales o programas radiales locales; u otras iniciativas cuyo propósito es hacer pública la discusión crítica de la intervención y tener algún tipo de incidencia en la agenda política local.
Estos espacios en que se producen ese sentido colectivo, que recuperan el propósito y el horizonte político de la intervención profesional y del “trabajar juntos”, suponen que el encuentro entre profesionales diversos no es solo una coordinación en términos procedimentales sino que ante todo, una producción conjunta de una matriz de comprensión de la intervención y de lo que se entiende por transformación social. Para ello, la interpelación de las estructuras económicas que condicionan la intervención (concepciones residuales del bienestar y del rol del Estado, reducciones de presupuestos, inestabilidad de los programas, precariedades laborales, altas cargas de trabajo) es fundamental. La participación en sindicatos, asociaciones profesionales y otras instancias colectivas que permitan denunciar las desigualdades económicas que constriñen la intervención son fundamentales en esta búsqueda de la justicia social. Tenemos que desmontar esa idea neoliberal de que depende de nosotros en términos individuales. Hoy más que nunca necesitamos estar y encontrarnos con otros/as para luchar por la dignidad en todo sentido.
Por otra parte, la dimensión cultural de la justicia, como plantea Fraser, requiere un examen minucioso de nuestras prácticas del día a día. Necesitamos ese despertar también (parafraseando la idea de que “Chile Despertó”). Despertar, en este sentido, implica además de cuestionar las estructuras y mecanismos que perpetúan la opresión, cuestionar cómo se reproducen esos mismos mecanismos en nuestras relaciones y acciones profesionales de cada día. Las discriminaciones de clase, género, orientación sexual, capacidades, etnia, color, nacionalidad, pertenencia territorial, afiliación profesional, disciplinar o institucional, se reproducen en nuestros espacios profesionales cotidianos. Los reproducimos en nuestros espacios cotidianos, y la primera línea de implementación de programas sociales no es la excepción y necesitamos ser conscientes de ello para desligarnos de esa herencia grabada a fuego luego de décadas de neoliberalismo descarnado.
Reflexiones finales
Resulta difícil llamarle “finales” a estas reflexiones, más aún “conclusiones”, cuando estamos viviendo nuestra revuelta, desplegando una crítica transversal al neoliberalismo, y que no sabemos en qué va a terminar. Lo único que puedo plantear, habiendo completado la investigación y estando todavía reflexionando sobre sus resultados, es que este puede ser el momento oportuno para poner sobre la mesa la demanda por mejores condiciones para la implementación de programas sociales en los territorios, afirmando el vínculo entre buenas condiciones para la implementación y la justicia social. La precariedad de las/os profesionales que trabajan implementando estos programas sociales y que enfrentan, desde esta primera línea, las consecuencias más dramáticas del neoliberalismo en la vida de las personas –y en sus propias vidas– es un aspecto sumamente sensible de la implementación de políticas y que no puede seguir quedando intocado. No se puede pedir que las/os profesionales se comporten como “buenas/os” profesionales que se encuentran y dialogan para desarrollar intervenciones conjuntas e integrales, porque ninguna orientación normativa tiene sentido si es que las condiciones de implementación no son suficientes. Este es un tema que también tiene que estar incluido en la así llamada “Agenda Social” que hoy en día se encuentra elaborando el gobierno y la clase política chilena. No basta con bonos, no basta con el incremento de recursos. Esto es solo responder con más neoliberalismo, lo cual no deja de resultar paradójico cuando recordamos que el corazón de esta revuelta ha sido la indignación frente el neoliberalismo. Necesitamos transitar hacia una lógica “otra” de habitar lo social en términos generales, una lógica que gire hacia la colaboración, la solidaridad, el compromiso, hacia relaciones humanizadas, la estabilidad de las/os profesionales que les permita la posibilidad de proyectar y disfrutar el trabajo, la posibilidad de construir aprendizajes que redunden en mejores condiciones de vida para miles de personas que hoy califican como usuarias/os de la intervención del Estado. Esto requiere, claramente, ir a cuestionar la raíz: el rol del Estado en la promoción del bienestar, la justicia social y los derechos humanos, y con ello, cuestionar una vez más el modelo terciarizado, competitivo, inestable y precarizado de implementación de programas sociales. De lo contrario, seguiremos combatiendo el neoliberalismo con más neoliberalismo.
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