Pensar el humanismo a partir del otro: Lévinas y la alteridad del envejecimiento
Thinking humanism from the other: Lévinas and the alterity of aging
Fecha recepción: diciembre 2019 / fecha aceptación: abril 2020
Claudia Gutiérrez Olivares1
DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num21.393
Resumen
En el siguiente escrito se examina la cuestión del humanismo en Lévinas, bajo la directriz de una “consideración inactual”. En ella se observa una apuesta de humanismo de corte radical, centrado en el esquema temporal que inaugura el otro. En cuanto modo de ser marginal al yo, el otro abre la escena de una razón excentrada, y conduce la cuestión del humanismo hacia una dimensión temporal particular, comprendida bajo la categoría de envejecimiento en el que se inscribe la huella de lo inmemorial y la dignidad.
Palabras clave: humanismo; alteridad; envejecimiento; dignidad; inmemorial.
Abstract
This article reviews the question of humanism in Lévinas, guided by the concept of “inactual consideration”. This review reveals a commitment to a radical humanism, focused on the time frame that the other inaugurates. By presenting a way of being marginal to the self, the other opens the scene to an excentrated reason, and leads the question of humanism towards a particular temporal dimension, understood within the category of aging in which the immemorial and dignity are imprinted.
Keywords: humanism; otherness; aging; dignity; immemorial.
Introducción
En los tiempos que corren, en los albores de las masacres pasadas y por venir ¿tiene sentido insistir en hablar sobre humanismo? ¿No es más bien una postura antihumanista lo que circula en el aire de los tiempos? Más allá del antihumanismo, otro humanismo es posible, o al menos pensable, cuando la pregunta recurrente por la humanidad, por su sentido y devenir, intenta abrirse otro sendero de indagación a partir de la pregunta por el otro. Al hablar del otro, es necesario insistir en la consistencia de este enclave de la alteridad, que es portadora de un horizonte marginal, de una razón diferida, abriendo la cuestión del humanismo hacia una dimensión temporal y ontológica excentrada de mi propia subjetividad. Emmanuel Lévinas nos invita a pensar el humanismo bajo un desplazamiento estructural, que no pregunta por mí, sino por el “humanismo del otro hombre”, en cuyo concepto se inscriben formas de alteridad que destacan por su componente de vulnerabilidad.
En lo que sigue quisiera plantear algunas direcciones de reflexión para la comprensión del humanismo de cuño levinasiano, con el fin de abrir esta cuestión a problemáticas que afectan transversalmente nuestras disciplinas, y que puedan articular un diálogo fecundo entre Filosofía y Ciencias Sociales. Me interesa en particular poder acercarme a la cuestión de la vejez y el envejecimiento, como una forma de alteridad particular, y un tópico existencial rico en descripciones fenomenológicas y fecundo en significaciones, en donde despunta una dignidad diferente capaz de nutrir una reflexión sobre el humanismo en tensión con nuestra propia existencia temporal.
Humanismo del otro
Partamos con Lévinas: “(…) lo que humanamente tuvo lugar, nunca pudo permanecer encerrado en su lugar” (1990, p. 282). Esta formulación levinasiana, puede ser un buen comienzo para orientar una discusión sobre lo que significa pensar el humanismo hoy; ella no busca tanto decirnos qué es lo humano, como sí entreabrir una dirección de búsqueda respecto de este significante. ¿Cuál es esta dirección? Una respuesta posible es esta: que el sentido de lo humano ha de buscarse por fuera de los terrenos conocidos, como si lo humano consistiera esencialmente en no tener lugar, e impugnar así toda idea de límite o perímetro que quisiera contener su sentido. En efecto, con esta sentencia Lévinas nos indica al menos lo siguiente: que la interrogación sobre lo humano y el humanismo, propiamente tales, tiene sentido a condición de plantearla más allá de toda matriz clausurante de la identidad, llámese tierra, patria, raza, lengua, etc. El humanismo es posible, dirá Lévinas, cuando el conjunto de disciplinas que lo describen, “liberen la vida humana del prestigio de los mitos” (1976, p.381) y de los encantamientos del lugar. Si lo humano no puede “permanecer encerrado en su lugar”, lo humano parece ser entonces una categoría a la deriva, de alguna manera nómade, y que, por tanto, encuentra su sentido a partir de un desplazamiento, de un destierro, un “exilio” (1990, p.237) dirá nuestro autor, que consiste en una operación de desalojo permanente, que se muestra alérgica a la fijación en un lugar. Bajo la matriz filosófica de Lévinas, se juega aquí el nombre de una filosofía apátrida y errante, que recusa la gran tradición ontológica, pletórica de paisajes y lugares seguros, de caminos pre-trazados por donde transita el hombre que sabe escuchar la voz del ser, y en donde vibran y se templan los supuestos cimientos de nuestra existencia y de las categorías que la explican.
Lévinas nos invita a dejar el clima de las filosofías del lugar y el enraizamiento (1976, p325), filosofías sedentarias podríamos decir, porque ve allí el peligro de la “escisión entre autóctonos y extranjeros” (1976, p.325). Contra este paradigma, nuestro filósofo nos conmina a practicar lo que él llama una “Interrupción ontológica” (1998, p.25), que es al mismo tiempo la interrupción de una cierta racionalidad, pues “(…) toda civilización que acepta el ser, (…) merece el nombre de bárbara” (1982, p.127). Esta interrupción ontológica se entronca así con un movimiento de emancipación de la barbarie2, y que propugna el advenimiento del momento propiamente humano, al precio de lo que Miguel Abensour (2010) nombra una “conversión utópica”, como una irresistible tendencia hacia lo otro, que puede ser la antesala de una “sociedad mejor” (Lévinas, 1998, p.26), productora de la heterogeneidad de lo social.
Por otra parte, este pensamiento sobre lo humano y el humanismo en Lévinas, moviliza una filosofía que se piensa bajo la idea de una “consideración inactual” (1972, p.7), en la que se funda toda la profundidad de un humanismo de corte más bien radical. ¿En qué consiste? Una filosofía que se concibe bajo el signo de lo inactual, es una filosofía que se inscribe, a su modo, en una indagación sobre el tiempo, pero que no hace suya la pregunta por la duración, ni se plantea el tiempo como sucesión de instantes, en los que pasado, presente y futuro se justifican mutuamente, sino más bien es una filosofía que postula que el secreto de la cuestión del tiempo se funda “fuera del sujeto” (Lévinas, 1987, p.213), es decir, en la intersubjetividad, en los otros, en las formas de alteridad que pueblan nuestro mundo. Bajo esta óptica inactual, Lévinas nos invita a situar la pregunta por la alteridad del otro, como “lo otro de lo actual” (1972, p.8), es decir, como lo otro del “ser en acto” y, por tanto, como forma de una pasividad imposible de asumir o actualizar. En una palabra, el otro es un tiempo que no coincide con el mío. Es necesario reconocer aquí al menos dos cuestiones: que la pregunta por lo humano y el humanismo desde esta óptica inactual, traduce un cambio de paradigma e introduce una nueva metódica filosófica. Expliquemos esto. En lugar de preguntar por mi propio ser y su devenir, el humanismo levinasiano se pregunta más bien por el ser del “otro hombre”, que se define como una alteridad incalculable y, por lo mismo, fuera de todo lugar, empujando así la cuestión del humanismo hacia el horizonte de la utopía, de la “utopía que se muestra en el hombre” (Lévinas, 2002, p.29). Por ello, este humanismo del otro moviliza un tiempo diferido, esto es, el esquema temporal de la diferencia.
Contra un humanismo clásico que postula una esencia invariable llamada “hombre”, que las leyes y las instituciones promueven como norte de acciones y promoción de valores éticos y políticos, la filosofía de Lévinas no puede ser sino antihumanista. Pero su antihumanismo no puede fundarse solo en la acción de declarar el fracaso de las instituciones y de la misión histórica que agencia los movimientos de la humanidad, y que vendría a explicar el ingente prontuario de las víctimas de todos los tiempos, las olvidadas y las por olvidar. Más eficaz que la muerte y el crimen físico está el crimen ontológico, el “crimen metafísico” (Jankélévitch, 1986, p.26) que apunta al sustrato mismo de la definición de la categoría de humanismo, en la que la filosofía no es para nada inocente. En esta perspectiva, el antihumanismo de Lévinas lanza sus dardos a la tradición filosófica misma, al trabajo con las categorías filosóficas, que en lugar de acoger el influjo de lo real y dinamizar el sentido, más bien pareciera que construyen un sentido que se yergue de espaldas al mundo. En efecto, y en contraste con las clásicas definiciones filosóficas para el hombre: “proyecto”, ser “dotado de lenguaje”, “hombre animal político”, Lévinas insiste en pensar lo humano como forma de un “no-lugar” (1972, p.12), liberando así la categoría de lo humano de cualquier tropismo reductivo, para pensarlo a la manera de un incondicionado, que no demarca ningún territorio particular, a no ser aquel de la exclusión. En este sentido, el humanismo del otro, humanismo del rostro, dirá Lévinas, encuentra asidero en la categoría de alteridad, que es el nombre de un horizonte de sentido fundado en la marginalidad del otro: alteridad del excluido, del marginado, del desplazado, del extranjero, del migrante y del exiliado, del “pobre, la viuda y el huérfano”, del que tiene hambre y del que se hace anciano, que son algunas de las figuraciones de la alteridad que recorren los textos de Lévinas.
La alteridad del envejecimiento
Un humanismo de nuevo cuño, cuidadoso de mantener la orientación de alteridad como principio regulador de su sentido, debe acoger en su seno formas concretas de la alteridad, siendo la vejez un tópico que reclama ser considerado en cuanto alteridad real; y que en nuestras actuales sociedades neoliberales muchas veces se condice con la escena de una rotunda miseria y abandono.
La alteridad de la vejez puede resultarnos amable, dulce; puede ser ponderada como signo de sabiduría y templanza, puede ser bella, digna, reverencial, pero también perturbadora, escalofriante, molesta, indigna, triste, miserable. El sentido de la vejez recorre sin duda una multiplicidad de horizontes significativos, y esta polisemia de características nos anuncia la complejidad del tema, toda vez que, en cuanto categoría, la vejez se presenta como un asunto transhistórico y transdiciplinar, pero cuyo sentido se decanta de formas tremendamente diferenciadas en función de las innumerables perspectivas desde donde se le enfoca. ¿Qué es la vejez? ¿En qué consiste envejecer? ¿Es ella ausencia de juventud? ¿A qué edad comienza la vejez? ¿Es la antesala de la muerte? ¿Ser anciano es estar enfermo? Nuestras disciplinas, cada una a su modo, intentan responder a estas preguntas. La Historia, la Antropología, la Geografía, la Psicología, el Trabajo Social y las Ciencias Sociales en general abordan la cuestión de la vejez con sus propias herramientas hermenéuticas y epistemológicas. La filosofía intenta hacer lo suyo, desde Séneca (Cartas a Lucilio), pasando por Cicerón (De la vejez), Montaigne (Essais), Simone de Beauvoir (La vejez ), Lévinas, entre tantos otros, han intentado acercarse a este tema tremendamente complejo y desafiante para la filosofía.
Hemos desarrollado en otro lugar (Gutiérrez-Olivares, 2019), una lectura de la categoría de alteridad como una noción que refiere fundamentalmente al paradigma ontológico de la exclusión. La alteridad del excluido se nos presenta como una vulnerabilidad encarnada y concreta, que nos interpela, y a veces choca, porque la vulnerabilidad del otro no solo se expresa como un reclamo de mundo, sino además nos expone a nuestra propia posibilidad de dañar al otro. Por ello, pensar el humanismo de una humanidad excluida se muestra como un desafío tremendo para el conjunto de las disciplinas que reflexionan a ese propósito, en la medida que las vidas frustradas y excluidas del festín del mundo son millones; el humanismo del otro, del indigente, del hambriento (Gutiérrez-Olivares, 2019), del extranjero, del desplazado económico, entre tantas otras figuras contemporáneas, es un humanismo frágil y esquivo porque no cesa de fracasar; porque las víctimas del despojo no dejan de proliferar.
Una de las figuraciones de la alteridad que aparece en la obra filosófica de Lévinas refiere al tema del envejecimiento (1990), abordada particularmente como una categoría temporal y que, como sabemos, viene a vertebrar estructuralmente la dimensión ética de su filosofía. El envejecimiento es descrito no tanto como el proceso vital de las personas que efectivamente envejecen, sino más bien como un esquema temporal de orden ético, que especifica el régimen de significaciones que se inscribe bajo la fórmula levinasiana del de otro modo que ser. En este sentido, el tratamiento levinasiano del envejecimiento se orienta indiscutiblemente a dar cuenta de la matriz temporal que sostiene esta noción y, en consecuencia, conduce el fenómeno de la vejez hacia un sentido más profundo, más allá de una problemática puramente fisiológica y morfológica. Es recurrente encontrar definiciones y pronunciamientos sobre el tema del envejecimiento que lo piensan como una afectación orgánica producto del pasar de los años. La vejez se constata como una disminución de las funciones de los órganos y sistemas del ser humano. En función de esta declinación del cuerpo orgánico, el sentido de la vejez corre el riesgo de quedar petrificado como la escena de una pérdida, de una degradación ontológica y existencial fundada en un proceso de decaimiento corporal. Más allá de esta perspectiva, la noción de envejecimiento levinasiano no nos conduce a una idea de individuos disminuidos o degradados, sino que los aborda como sujetos éticos en cuya alteridad se inscribe una forma otra de dignidad. En otras palabras, la fragilidad corporal que acompaña la vida de los ancianos no define la estructura ontológica de la vejez. La vulnerabilidad del anciano pone al descubierto una comprensión de la temporalidad desafiante, que afecta sin duda un pensamiento sobre el humanismo. Esta cuestión resulta relevante en la medida que, en su examen, puede encontrarse la ruta para pensar otra relación consigo mismo y con los otros; otra ruta para pensar la ética, la política y las disciplinas médicas, pero también nuevos desafíos teóricos y prácticos para nuestras disciplinas.
En 1970 Simone de Beauvoir escribe un notable libro llamado La vejez (2018), en donde la filósofa explora la pregunta por la vejez intentando hacer emerger la compleja trama que la sostiene. Nada nuevo diré al afirmar que, desde una mirada exterior, los ancianos son ese conjunto de la sociedad que destaca por su vulnerabilidad física, declinación biológica, agotamiento de la materialidad del cuerpo, en donde pueden ser reconocidos múltiples factores que profundizan esa fragilidad física que viene con los años: cuestiones económicas, raciales, culturales, geográficas, de género, etc., son algunas de las tantas miradas que pueden lanzarse sobre ese conjunto de la sociedad. Pero lo interesante del análisis de la filósofa es que éste no se reduce solo a la descripción de un asunto puramente biológico y fisiológico, en el que evidentemente redunda la vejez, sino más bien propone un análisis que se aboca a examinar la dimensión existencial y ontológica de la vejez.
La vejez es abordada desde una mirada interior y experiencial de las vidas que envejecen, y en cuanto tal ella es pensada como una vivencia o una experiencia exuberante, en la medida que en ella tiene lugar un “irrealizable” (de Beauvoir, 2018, p.360). Por una parte, la vejez en cuanto irrealizable apunta a mostrar que aquello que somos para otros es imposible de vivirlo para sí. Nuestro propio envejecimiento, en cuanto experiencia interior, no coincide con la percepción que los otros puedan tener de nosotros, como si la involución del cuerpo sentenciada desde una posición de exterioridad no se dejase atrapar genuinamente por ninguna sensación vivida. Hay hombres y mujeres que, siendo ancianos, se sienten jóvenes, y jóvenes que se sienten viejos. Nos damos cuenta que hemos envejecido luego de corroborar que nuestro cuerpo no siempre puede seguir el impulso de nuestros deseos y sensaciones; nuestros deseos no siempre están a la altura de la materialidad de los cuerpos. Pero esta imposibilidad de realización, de coincidencia de aquello que somos para otros y lo que somos para nosotros mismos, es una experiencia vivida y no exenta de intensidad vital. Por ello, escribe de Beauvoir “(…) esa vejez que somos incapaces de realizar, tenemos que vivirla” (2018, p.373).
Por otra parte, la vejez como un irrealizable pone al descubierto un esquema temporal fundado en la diferencia de un tiempo que radicaliza la desproporción entre un tiempo presente y un tiempo que se escurre; envejecer es vérselas con un tiempo que deja de ser nuestro, que deja de pertenecernos, pues se aleja de nuestro presente y, en esa medida, se vuelve viejo. Lo interesante aquí es que esta aparente pérdida o, si se quiere, esta impotencia temporal, es un tiempo acogido en mí porque deja su huella en los cuerpos que no cesan de vivir su propio e intransferible envejecimiento.
En un sentido cercano, Lévinas (1990) trabaja con la categoría de envejecimiento pensada bajo una articulación temporal novedosa; el envejecimiento se produce como “síntesis pasiva” (1990, p.87). Esta particular síntesis temporal, propia del envejecimiento, nos interesa porque se instala de entrada en una trama ética, toda vez que allí se juega una forma de alteridad irrecuperable como pasividad en sentido fuerte, a la vez que nos permite pensar que la vejez da cuenta de una operación vivencial y experiencial, pero que sucede a espaldas de la vida reflexiva y activa. En este sentido, conviene recordar con Lévinas que pensar en el otro es adentrarse en un pensamiento sobre un tiempo diacrónico, irrecuperable, a la manera de una “huella perdida en una huella” (Lévinas, 1990, p.148). Se trata de pensar de entrada al otro en el horizonte de un pasado, sorprendente, un pasado que “no está atravesado por el presente” (Lévinas, 1990, p.97). Un pasado que solo consiste en envejecer, como los cuerpos que envejecen y que se retiran paulatinamente de su propia tonicidad. La categoría levinasiana de envejecimiento es clave aquí, en la medida que anuda en un mismo gesto la trama corporal y temporal. La corporeidad que envejece aparece en Lévinas como forma encarnada de la “paciencia” (1990, p.87), que no es una noción de espera, ansiosa de porvenir, sino más bien puro envejecimiento, senescencia, tiempo perdido, diacronía irreductible al presente, “más allá de la recuperación por la memoria” (1990, p.88). El cuerpo como envejecimiento, extrema vulnerabilidad, se produce como retirada, como lapso de tiempo irrecuperable, que guarda en él, el secreto de su propia “síntesis pasiva de su temporalidad” (1990, p.87). Este tiempo perdido del envejecimiento, esta diacronía encarnada “me concierne” (1990, p.88) estructuralmente, pese a mí. Es evidentemente un concernimiento ético.
La síntesis pasiva de la corporalidad que envejece en un mundo, el que se hace cómplice de su senilidad, pone a prueba la subjetividad moderna y contemporánea ansiosa de captar lo real y producir sentido: ella capitula ante la senectud de un cuerpo. Esta síntesis guarda en ella su propio secreto, pues ella recapitula bajo un esquema silencioso y opaco el pasar de un tiempo irreversible. Al envejecer algo se escapa, pues allí se produce un cambio irreversible: “La vejez, escribirá de Beauvoir, es un más allá de mi vida del que no puedo tener ninguna experiencia plena” (2018, p.361). Se trata entonces de una síntesis pasiva del tiempo, es decir, de la manera cómo el pasar del tiempo se encarna en los cuerpos, deja su traza indeleble, y sobre ella ninguna conciencia puede tomar parte, a no ser como una espectadora silenciosa y paciente. Por ello, para Lévinas la vejez es paciencia; el pasar del tiempo se vive como envejecimiento sin poder tomar posición de ese tiempo. Pero esta especie de impotencia guarda en ella el secreto de una dignidad intransable. Volveremos sobre esto.
El tiempo de la vejez es un tiempo que sucede “pese a mí”, y, por ello, el envejecimiento pone en obra la “paciencia de la corporeidad”; es decir, pone en obra un puro padecer o sufrir según el sentido etimológico del término paciencia. El cuerpo es paciencia en cuanto resiste, aguanta, padece y soporta el paso del tiempo. Este padecer, dirá Lévinas, tiene la forma de un “contra sí mismo”, pero que sucede en uno mismo (1990, p.87). Contra sí mismo, porque el tiempo pasa y transcurre “pese” a mi voluntad de envejecer y, en cuanto tal, se instala en mi propio ser. Por ello, el envejecimiento es la experiencia de una alteridad vivida en sí mismo, a la manera de una diacronía insuperable, forma de lo otro en lo mismo; de una “trascendencia en la inmanencia”, como suele escribir Lévinas, que nos acompaña silenciosamente durante todo el trascurso de nuestras vidas.
Vivir de otro modo
La experiencia diacrónica del envejecimiento como experiencia vivida de uno mismo, anuncia una sorprendente filosofía de la vida, contradiciendo el sentido común que estima que envejecer no es más que la antesala de la muerte. Si en la vejez el mundo se vive como un mundo empobrecido, descolorido o incluso tedioso, es porque la existencia ya no está tendida sobre el porvenir; el mundo se empobrece pues no existen proyectos resonantes. La vejez es un mundo “sin eco” (2018, p.557), escribe de Beauvoir. La vida del anciano parece no encontrar resonancia en el mundo y, por ello, de alguna manera pareciera alejarse del mundo. Exiliado del mundo y del vigor del presente, pero acogido en sí mismo, el anciano encarna una humanidad que se temporaliza en la pasividad de un tiempo no recuperable: “síntesis pasiva” decíamos, pero que se aloja en una vida, y que simplemente vive de otro modo.
El mensaje levinasiano del envejecimiento releva una función de vida que puede ser tributaria de una nueva ética, y que no está exenta de una dimensión política. Envejecer no es un camino hacia la muerte, sino una forma de vida que consiste, insiste Lévinas, en una salida del conatus del ser. Envejecer es dejar de estar presente, es retirarse y desinteresarse del mundo, pero mientras se sigue estando y viviendo en el mundo. Envejecer es “dejar de ser”, escribe Lévinas provocadoramente, pero dejar de ser no es morir, sino vivir de otra manera, no produciendo, sino justamente viviendo. Muchos de los ancianos se deprimen precisamente porque se les impone una representación de sí mismos y de lo que la sociedad espera de ellos en cuanto sujetos autónomos y de rendimiento, en lugar de pensarlos como cuerpos que viven de otra manera. Los análisis levinasianos sobre el envejecimiento introducen un esquema temporal fundado en la diacronía como principio garante de la subjetividad, definida como una vida que al envejecer es “única e irremplazable” (Lévinas, 1990, p.88), y que, por tanto, no se diluye en el anonimato de un tiempo abstracto o improductivo. Este esquema temporal fundamenta así el carácter incondicionado de la subjetividad y de lo humano, y con mayor razón de la vida.
Se trata entonces de plantear que la condición de lo humano reside en su incondición temporal, que pone en cuestión, de manera radical, una subjetividad definida como plenitud latente de horizontes existenciales por venir, y logro de una existencia vigorosa en el cumplimiento de sus proyectos. “Nada por venir”: ese sería el germen temporal de una subjetividad desplazada de sí, y por ello capaz de amortiguar el impacto ético del humanismo del otro, subjetividad como pasividad, dirá Lévinas (1990, p.85), fundada en la “excepción del propio presente” (1990, p.88), excentrada, fuera de sí, o envejecimiento. Lévinas argumentará en favor de un tiempo de “contrabando”, como el tiempo propicio para pensar el humanismo del otro. Se trata de un tiempo que escapa a la mirada vigilante de un yo activo y potente; un tiempo inactual, lo hemos señalado, como algo muy diferente al tiempo caduco, arruinado o vetusto. En otras palabras, este humanismo fundado en el otro propugna que la consistencia ontológica del otro, su alteridad, se cobija bajo la forma de la inadecuación temporal, que sería el tiempo propicio para pensar el humanismo del otro, desplazando así todo pensamiento sobre el humanismo clásico, autocentrado podríamos decir, y propone un humanismo “excentrado” (Larrochelle, 2004, p.588), es decir, “fuera del sujeto”, direccionado hacia el lugar del otro. Por ello, “Todo lo humano está afuera” escribe Lévinas (1972, p.97), como anunciando los prolegómenos de una filosofía de la intemperie en la que “Los hombres se buscan en su condición de extranjeros. Nadie está en lo propio” (1972, p.108)
Se trata entonces de dirigirnos no solo hacia otra concepción de la vejez, sino además hacia otra idea de ética en la que se funda en último término este “humanismo del otro hombre”. En efecto, pensar de otro modo el ser de la senectud implica también observar críticamente las asociaciones estereotipadas con las que nuestras sociedades contemporáneas estiman constituir la dignidad de aquellos seres que se encuentran en el ocaso de la vida. Es moneda corriente cifrar en la categoría de rendimiento y autonomía la dignidad de las personas viejas. A mayor autonomía, mayor dignidad de la vida. Por ello, la perdida de autonomía, la imposibilidad de hacerse cargo de sí mismos en la que muchos ancianos están sumidos, en particular los ancianos empobrecidos y abandonados, redunda inevitablemente en el estigma de la perdida de dignidad. Inversamente, y en este mismo sentido, recuperar la dignidad parecería un asunto imposible en nuestra actual sociedad chilena, en la que las pensiones miserables no permiten cambios sustanciales en la vida de las personas sino más bien parecen ser una preparación y antesala, en vida, para la muerte. La pregunta es entonces esta: ¿es sólo el principio de autonomía el depositario del sentido de la dignidad? ¿Es posible pensar otra ética en la que la dignidad cobre un sentido distinto?
De la dignidad
¿Qué es la dignidad? Parece ser que al hablar de dignidad no hay certezas; más bien ella se presenta como un terreno de contornos difusos, pero que apunta sin embargo al plano de las vivencias personales como lugar desde donde se sentencia la presencia o no de ella. Es probable, entonces, que la dignidad sea más bien un asunto de la experiencia, y que en cuanto tal, ella sea el hilo de una experiencia que se vive de “manera afectiva” (Navet, 2016, p.96), que no la conocemos positivamente, pero que la reconocemos por sus desvíos. Creemos reconocer la dignidad a través de los innumerables hechos que atentan contra ella; sabemos de ella por su obstinada ausencia, por su sistemática denegación: salarios indignos, viviendas indignas, salud indigna, educación indigna, son tantas de las formulaciones que la nombran negativamente. “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, es el lema de las recientes movilizaciones que conducen el malestar de nuestro país desde octubre 2019, en el que la demanda de dignidad se entronca con las ingentes demandas de justicia social. Por ello, difícilmente la dignidad puede ser una norma, o un principio adosado a la igualdad (Navet, 2016). Al contrario, la dignidad se vuelve una demanda incontenible, porque infinitas son las acciones que tienden a negarla.
Si atendemos a las diversas definiciones de la palabra dignidad, encontramos una rica tradición de usos y sentidos –históricos, morales, jurídicos– que viene a complejizar y dar profundidad a esta categoría. Desde una dimensión etimológica, dignidad (dignîtas) designa, entre otras cosas, “valor personal, mérito, condición, rango, honor, cargo público, empleo” (VOX, 1996, p.141); pero también es el nombre de un “sentimiento” (p.141). En cuanto rango, la dignidad es el nombre de una carga: ser digno de una carga eclesial o de alguna función del Estado (Littré, 1990, p.503). En este sentido, ser digno de una carga de ese orden implica una dimensión de “eminencia o nobleza” (p.503); de “excelencia, realce” (RAE, 2019). Desde aquí resulta fácil reconocer, inversamente, por ejemplo, cuándo una eminencia eclesial o de Estado no es digna de tal o cual cargo, porque ha fallado a una de las acepciones de la dignidad que dice relación con la “gravedad y decoro de las personas en las maneras de comportarse” (RAE, 2019).
A partir de la modernidad, en particular desde Kant (Navet, 2016), aparece íntimamente ligado al concepto de dignidad la idea de “respeto debido a sí mismo”, abriendo el tema de la dignidad a una articulación racional (Canto-Sperber, 1997, p.523). En este sentido, en función de la naturaleza racional común a todos los individuos, todo ser humano está “dotado de dignidad” (524). Pero la dignidad moderna se connota aquí como un ideal, y no como algo dado, en la justa medida en que el ejercicio racional opere como fundamento y contrapeso de acciones morales válidas para todos. Se trata entonces de una noción de dignidad inherente a toda la condición humana, que en cuanto conjunto de seres racionales, han de ser capaces de guiar sus acciones en función de un principio normativo, escapando así, a las “tendencias e inclinaciones de la sensibilidad” (Navet, 2016, p.90). En una palabra, la dignidad reposa en un principio de autonomía (y libertad).
Entonces, ¿en qué puede consistir la dignidad de aquellas vidas curvadas por los años? ¿En qué puede cifrarse la dignidad de la humanidad? ¿Cuál es el contenido de los reclamos de dignidad? Sin duda, se hace necesario otro paradigma de la dignidad de lo humano, capaz de contener no solo las aspiraciones de lo universal, de un sujeto integrado al todo y a la pretendida comunidad de la igualdad, sino en particular, una dignidad capaz de dar razón al sujeto marginal, al “no-sujeto” de la historia bajo el que se amparan las vidas degradadas y excluidas. Nada nuevo diremos al afirmar que la vejez en nuestros países en desarrollo está ritmada por los circuitos de la pobreza y abandono social. Lo que hace miserable e indigna la vida de los ancianos no es la vejez per se, ni la falta de autonomía, sino la miseria real, la penuria de los sistemas de salud, las condiciones materiales en las que se desarrolla el ocaso de sus vidas, el desprecio del mundo por los cuerpos que ya no producen. En este horizonte, no podemos sino estar de acuerdo con Pelluchon (2008, p.2) quien cuestiona el paradigma moderno de la “ética de la autonomía” bajo el que se sopesa la dignidad de las personas ancianas, en el que se produce una problemática identificación entre “dignidad y control de sí mismo al continuar interiorizando los valores de rendimiento y de autonomía que el mundo contemporáneo moviliza”, y que aspiraría a ser el paradigma comprensivo de la vida misma. Frente a este paradigma, los ancianos no pueden sino sentirse excluidos; su razón de ser no se condice con los modos de ser imperantes: no son más “dignos” de esta sociedad.
Con Lévinas nos acercamos a una filosofía en cuyas líneas la condición de lo humano se escribe a propósito de su incondición, esto es, una reflexión que va de la mano con un fuerte cuestionamiento a la matriz temporal que define la subjetividad como plenitud y presencia a sí, como potencia de sí tendida sobre horizontes existenciales por venir, y en esa medida logro de una existencia vigorosa en el cumplimiento de sus proyectos. A contrapelo de la gran tradición filosófica, Lévinas propone una comprensión del ser social a ras de una filosofía sin sujeto, permitiendo otro acercamiento al sustrato mismo de la intersubjetividad; otra subjetividad, otra temporalidad y, por supuesto, otra dignidad de lo humano, pues la “sociedad es el milagro de la salida de sí” (Lévinas, 1976, p.22). Es este un desplazamiento contundente, que abre, sin duda, una temporalidad marginal a los grandes relatos fundados en las filosofías amantes de la síntesis, en donde nada se escapa y todo se justifica. Para una subjetividad desplazada de sí –subjetividad ética– tensionada por la alteridad de los otros, ni el porvenir ni el pasado le pertenece; una suerte de desacomodo temporal le subyace, única modalidad subjetiva de amortiguar el impacto del humanismo del otro; subjetividad como pasividad, dirá Lévinas, fundada en la “excepción del propio presente” (1990, p.88), desplazada y fuera de sí.
Como ya señalamos, Lévinas argumentará en favor de un tiempo de contrabando, como el tiempo propicio para pensar el humanismo del otro. Se trata de un tiempo que escapa a la mirada vigilante de un yo activo y potente; es un tiempo del orden de lo inactual que es algo muy diferente al tiempo caduco, arruinado o vetusto, y está lejos de ser el opuesto lógico de lo actual. El tiempo de lo inactual, se comprende como una figuración de lo “intempestivo” (1972, p.8), que, en cuanto tal, no redunda en una fenomenología de la sensación temporal cuidadosa en no dispersarse y de recuperar así la inscripción del tiempo como duración, sino más bien se inscribe en un circuito temporal de lo que difiere y no se recupera, y que en esta medida, escribirá Lévinas, “interrumpe la síntesis de los presentes que constituyen el tiempo memorable” (1972, p.8). En otras palabras, este humanismo fundado en el otro toma su razón de ser a partir de un tiempo díscolo para mí: el tiempo del otro, pero que puede interpelarme desde el margen mismo de la exclusión, que es siempre cómplice del tiempo del olvido, de las temporalidades caídas e insignificantes en las que se anuda la consistencia ontológica del otro. En ello reside la dignidad del otro para Lévinas, en su “excepción humana” (1972, p.12). Reconocer una dignidad es reconocer esa excepción, esa exclusión, y es en esa medida que la tarea de un humanismo ético tiene a la base el intento de salvar al otro del olvido. Por ello, la alteridad del otro no puede inscribirse en ningún tiempo memorable, sino en el circuito de una pasividad más pasiva que el pasado, en un tiempo irrecuperable: en el tiempo de lo “inmemorial” (Lévinas, 1990).
En síntesis, salvar al otro del olvido, y en esta medida acoger la humanidad del otro, no es darse como tarea acordarse del otro, y traer al presente su figura pretérita gracias a la voluntad del yo, sino más bien significa sacar al otro del circuito del tiempo memorable. No es que el otro deba ser declarado inolvidable, que es lo que alimenta la buena consciencia histórica y la construcción, necesaria, de la memoria política de las naciones. Más fuerte que lo memorable está lo inmemorial, indicando la temporalidad de la inadecuación, en sentido fuerte, como el tiempo propicio para pensar la alteridad de lo humano, como un tiempo extraviado, como “lapso perdido del envejecimiento” (Lévinas, 1990, p.141), pero que puede ser sentido y, en ese sentido, acogido.
Es en esta perspectiva que el humanismo del otro puede ser pensado justamente en términos de una consideración inactual, en la medida que este horizonte de lo inmemorial es más fuerte que el pasado. Pero, ¿no es acaso lo inmemorial la forma de un pasado? Se trata de “un pasado más profundo que todo lo que soy capaz de reunir por la memoria, por la historiografía, y de dominar por el a priori: en un tiempo anterior al comienzo” (Lévinas, 1990, p.140).
Ni contra su tiempo ni a destiempo, sino “entre-tiempo” (Lévinas, 1972, p.10); tal sería la grieta por donde emerge el humanismo del otro como una mercancía no declarada que burla el tiempo oficial. En esta perspectiva, lo inmemorial como horizonte de la alteridad del otro instruye un humanismo capaz de salvaguardar el carácter perturbador del tiempo del otro, lo intempestivo. ¿Es entonces lo inmemorial un enclave ético, cuyo dinamismo cristaliza en términos de una crítica ética a la totalidad y al tiempo histórico? La apuesta por lo inmemorial se decanta como un concepto de perturbación, que resiste a la totalización de la historia y a su vocación de anulación de las “miserias y desesperanzas” (Lévinas, 2001, p.288) de la humanidad. Bajo este respecto, vemos que lo inmemorial dispone de un fermento crítico y puede ser pensado como una matriz generadora de lo nuevo, al invocar la dimensión utópica que sostiene el humanismo del otro; pero también porque al resistir a la sincronía del tiempo histórico, y a la regla de lo memorable, se condice con la modalidad de la subversión. Por ello, quizás convenga pensar la perturbación de lo inmemorial como una categoría cercana a la de insurrección, y salvaguardar así, incluso en la totalidad de la historia, la filosofía y sus instituciones, lo que Miguel Abensour tematiza en términos de “derecho a la insurrección” (2012, p.33), instalando así la posibilidad de un humanismo sin reminiscencia, siempre “por venir”: una suerte de humanismo de lo inmemorial.
Referencias bibliográficas
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