Estado, Violencia y Justicia: notas sobre otra institucionalidad para la intervención social
State, Violence and Justice: reflections on other institutional frameworks for social intervention
Fecha recepción: diciembre 2019 / fecha aceptación: abril 2020
Borja Castro-Serrano1
DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num21.390
Resumen
Se indaga en el tratamiento institucional, lo estatal y el ejercicio de la violencia. Se analiza la violencia instituida por el Estado (sobrevolando sus diversas formas desde lo moderno hasta lo neoliberal) bajo la idea de una comunidad de propiedad, progreso, leyes y sistema de derecho que creen ser justos. Al volver sobre la justicia se cuestiona la violencia del derecho para pensarla bajo otro tiempo, otra política y la necesidad de otro entramado institucional que pueda tensionar las formas estatales. Ahí, en un desmarque de la violencia en que cae lo institucional/estatal se reflexiona si se puede ser justo cuando instituimos una intervención solo desde el saber y el derecho.
Palabras clave: Institución; Estado, violencia; justicia (derecho); intervención social.
Abstract
The article investigates institutional treatment, the state and the exercise of violence. The violence instituted by the State is analyzed (reviewing its various forms from the modern to the neoliberal) under the idea of community property, progress, laws and a system of law believed to be fair. The violence of law is questioned to consider it under another time, another policy and another institutional framework capable of stressing state forms. The article concludes with a reflection on whether it is possible to be just when instituting a social intervention only from knowledge and law.
Keywords: Institution; State; violence; justice (right); social intervention.
De ciertas violencias institucionales hacia la justicia: una introducción
Se despliegan en este trabajo varios conceptos, nociones e ideas que se han venido trabajando hace algunos años desde la filosofía y su impronta social y política; explícitamente lo digo en plural pues hay muchas voces desplegadas: desde compañeros y compañeras de trabajo, amigos y amigas, equipos de investigación hasta estudiantes que, con sus preguntas, me han permitido someter estas ideas a la pluralidad. Y, por supuesto, también se encuentran varios referentes filosóficos contemporáneos que hacen pensar al campo disciplinar del trabajo social. Pero insisto, es un texto en plural (desde las voces y las disciplinas) y lo menciono de entrada, pues siempre he preferido esa violencia radical de lo que el otro te fuerza a pensar, más que la violencia de la dominación o de la fuerza de la normatividad que se instituye socialmente. Esto, más como consigna inicial que otra cosa, también explicito conceptualmente que este texto se inició como un escrito oral para el tratamiento de ciertas relaciones entre institución, en su sentido amplio (en tanto cristalización y organización de lo social), justicia y violencia. Era un seminario que pretendía poner en tensión la cuestión del derecho y la justicia para pensar la intervención social.
Por tanto, quise articular varios años de trabajo en que investigaba filosóficamente la cuestión de la institución, con la intención de ampliar su exclusiva entrada “negativa”, en tanto crítica, coercitiva y violenta, para vincularla con las complejidades societales, organizacionales y el mundo disciplinar del trabajo social y sus alcances para la intervención (Castro-Serrano y Calderón, 2017). Existe el intento por indagar tanto crítica como fenomenológicamente en las configuraciones de violencia, poder, coerción y dominación que poseen las instituciones en el momento de su institucionalización, pero antes que eso, vale la pena ver su relación estricta con lo social, lo político y la configuración estatal y legal (Foucault, 1994). Entonces, se hace necesario precisar que la noción de institución requiere pensarse ampliamente como la organización de costumbres, hábitos y conjunto de reglas que permiten anticipar establemente ciertas condiciones sociales respecto a los mercados, las religiones, la política, entre otros (Dubet, 2013); en este sentido, las instituciones van satisfaciendo artificialmente nuestras necesidades y tendencias en tanto “es un sistema organizado de medios” (Deleuze, 2005, p.28). Por lo tanto, si bien institución no es homologable a la figura del Estado de modo directo, sí es preciso decir que el Estado y sus aparatos de negociación que pretenden legitimar las reglas de lo social (Dubet, 2013) se instalan como una institución secundaria “que presuponen comportamientos institucionalizados y remiten a una utilidad derivada propiamente social” (Deleuze, 2005, p.27). De fondo, para este artículo es necesario decir que la noción de institucionalidad la entendemos como quien va garantizando el despliegue de la noción de Estado de derecho, por tanto, “el problema de la institucionalidad remite a pensar el Estado” (Hermida y Meschini, 2016, p.38), haciendo hincapié en su resonancia política de toda organización social y de regulación de la vida cotidiana; por tanto, claramente que cae en violencias y coerciones, aunque también puede abrirse a resignificar modos de instituir la vida política, su relación con la soberanía y la ampliación de derechos2.
Dicho lo anterior, si bien es necesario desentrañar la violencia y las articulaciones de poder en las definiciones de la institución y su cristalización estatal, también es necesario articular otras tramas que existen: las posibilidades de invención y creatividad cuando actúan las fuerzas instituyentes, generando un proceso de descalce de los propios marcos institucionales (Bojanic, 2016), decantando otros análisis de otros procesos de violencia y temporalidad de lo instituido que nos fuerza a pensar el Estado tanto en sus límites modernos y contemporáneos (Abensour, 2012; 2017) como en sus derivaciones e impactos en su propia matriz institucional. Me parece que esto hace pertinente pensar también en su capacidad de imponer justicia (Derrida, 2018) y en su modo de aproximación al quehacer y regulación de toda intervención social. Dado esto último, enfatizo que el objetivo de este artículo es indagar críticamente en cierto tratamiento de la cuestión institucional, precisando su relación directa con la figura del Estado de derecho, para así desentrañar su nexo con el asunto de la justicia y la violencia que puede habitarlo, permitiéndome con este sustento filosófico repensar elementos para la intervención social y su intento por ser justo con el intervenido.
El itinerario transitará tres apartados que se van articulando entre ellos para dar cuenta del objetivo trazado. En el primero, mostraré una aproximación a cómo el entendimiento de lo social y su tejido institucional ha ido variando en las concepciones de comunidad, haciéndonos llegar a una forma en que la cuestión institucional es instituida bajo la forma-Estado; ya sea anclándose desde la figura del soberano, o bien, desde la soberanía neoliberal que se reapropia del estado en sus articulaciones mercado-ciudadanía (Wacquant, 2012), en esta figura impera la idea de una matriz institucional de propiedad, leyes y sistema de derecho que muchas veces caen en lo coercitivo debido a que su anclaje temporal e institucional es la del progreso. No obstante, bajo esta impronta moderna y contemporánea de institución secundaria, el Estado – en sus diversas figuras posibles– cree ser la figura más justa para el ordenamiento social y jurídico. Visualizamos, con la ayuda de Esposito (2009), que toda comunidad política y sus violencias tienen por horizonte la pregunta por la justicia, lo que fue el trazo medular del seminario que nos convocó y que hoy reunimos en este número editorial. Y sin quererlo, desde el pasado octubre 2019, estos temas se nos vuelven con mayor fuerza. ¿Qué será pertinente pensar sobre la relación entre violencia, comunidad, institución y su encarnación bajo la figura del Estado? ¿Cómo se juegan ahí cuestiones éticas y políticas que nos hacen volver sobre la justicia para oxigenar ciertas improntas institucionales?
Y en el contexto de este primer apartado, mi intento deliberado es retomar la pregunta por la justicia; pues como nada la garantiza, en un segundo momento y crucial, vuelvo sobre ella para pensarla bajo otro tiempo, otra política y otro entramado institucional bajo las premisas de Derrida (2018) y Reyes Mate (2018), que continúa problematizando el Estado y su institucionalidad. Es, justamente, esta mi intención: bajo los aportes de la filosofía contemporánea intento desentrañar qué implica resguardar la justicia en tanto responsabilidad de memoria (es decir, bajo otros parámetros del tiempo), sin olvidar la singularidad de ese otro con el que se quiere ser justo, vislumbrándose una justicia (im)posible (al decir de Derrida) o desajustada (al decir de Reyes Mate), implicando analizar el derecho en sí (sistema universal que nos rige socio-jurídicamente en la actualidad). Por lo mismo, en esta tensión ética y política, se hace necesario a mi modo de ver, otro tejido institucional que se problematice: uno que se inscriba en un tiempo de variabilidad (y no de lo inmóvil) instalando otra experiencia sostenible de la institucionalidad social y política que ponga en tensión el modo en que proceden las posibles figuras estatales que se configuren (Gago, 2009; Merleau-Ponty, 2012); me parece que desde aquí puedo pensar tanto la tensión entre justicia y derecho, como su facticidad en la intervención social, decantando ribetes atractivos en el modo cómo ambas cuestiones se articulan. Lo anterior, sin pretenderlo al momento de exponer estas ideas, me parece que ilumina bastante el pensar más en detalle los acontecimientos que actualmente atravesamos en Chile. Son las instituciones las que hoy están en cuestión; es su entramado el que no ha podido sostenerse en una lógica de Estado (que a su vez tiene articulaciones con organizaciones privadas, los mercados y todo aquel entramado institucional) que ya no entrega dignidad, no entrega mínimos éticos para una política que solo pretende calcular y dirigirse hacia fines que los ciudadanos ya no aspiramos, en tanto queremos instituir otros modos de convivir social, político y económico.
Este camino, finalmente, permite puntualizar un tercer y último apartado que contiene ciertas notas para el sostén conceptual de la intervención social, entendida esta como la construcción de sentido (Carballeda, 2008) para devenir en un conjunto de acciones que puedan transformar la realidad social y política en un intento por ser justo respecto al intervenido (ya sea desde una institucionalidad estatal o no; ya sea desde las mutaciones del Estado moderno hacia la actualidad, en uno donde su matriz institucional se haya neoliberalizado como vemos en el estado chileno). No obstante, como sabemos que muchas veces esta institucionalidad y sus matices hacen caer al intervenido en la coerción y el mero control social (Morales, 2018), es una trama que también se hace necesario cuestionar en la actualidad. Por lo tanto, estas notas abren ciertas interrogantes: ¿se es justo, exclusivamente, porque estoy interviniendo desde el Estado como institución secundaria, o bien, pues construyo intervenciones bajo un “enfoque de derechos” que supone una protección jurídico-institucional desde marcos universales, pero no singulares? Pareciera pertinente pensar bajo una filosofía situada que aporte a la comprensión respecto si se puede ser justo cuando instituimos una intervención social sólo desde el saber y el derecho, pudiendo ampliar su soporte conceptual para intervenciones que no solo despunten acciones concretas y neutrales.
Violencia, Institución y Estado: problemática del derecho, la legalidad y su fuerza
Quisiera comenzar con ciertas ideas del filósofo italiano, Roberto Esposito (2009; 2007). Y, sabiendo que su pensamiento es mucho más complejo que lo que estos análisis territorializan, pues su obra propone una postura contemporánea más robusta a la noción de comunidad, del Estado y nuestro modo de convivir político contemporáneo, aquí más bien quisiera ocupar sus análisis de la noción de comunidad y sus vínculos con la aparición del Estado y el despliegue de sus respectivas violencias, para poder ir transitando e indagando hacia otro entramado institucional político que se puede dar en las figuras del Estado hasta nuestros días. De esta manera, puedo llegar a uno que haga hincapié de otro modo a la cuestión de la justicia, para así otorgar centralidad a la responsabilidad por un otro singular, bajo otro parámetro del tiempo, con nuevos alcances para pensar la institucionalidad política y su articulación con la intervención social.
Establezcamos como primer elemento, que el piso inicial de toda noción de comunidad se sostiene sobre un tejido relacional donde no hay ley; más bien se articula como un corpus indiferenciado en donde se da un vínculo constitutivo con la violencia, despertando análisis atractivos y desafiantes para el sentido común. Esposito describe magníficamente cómo desde las imágenes pre-históricas de la caza, las batallas, los sacrificios hasta los relatos bíblicos (Caín y Abel) y tragedias griegas (Edipo, Antígona), se puede establecer una relación entre comunidad y violencia. Y lo particular de este binomio es que se establece como originaria, siempre dándose como una “violencia homicida” en la comunidad; es decir, “(…) la institución de la comunidad (…) se yergue sobre una tumba a cielo abierto, que nunca deja de amenazar con engullirla” (2009, p.1-2).
Bajo este respecto, irrumpe la interrogante, ¿cómo se configura esta relación entre comunidad y violencia? Me parece que lo medular aquí es que se visualiza que la violencia “(…) no sacude a la comunidad desde su exterior, sino desde su interior” (Esposito, 2009, p.2). Dicho de otra forma, es la aparición de un común íntimo que es la igualdad extrema; por tanto, no se combate a muerte por lo diferente que somos, sino por lo similares. La violencia se ejerce desde una institución de lo común que se funda en el principio de igualdad: la muerte homicida es ejecutada por alguien que es parte de la comunidad, y no que proviene del exterior. “Estos se matan recíprocamente no por exceso, sino por defecto, de diferencia” (Esposito, 2009, p.3). Si bien podríamos extendernos en este interesante y sugerente vínculo entre lo comunitario, lo común y la violencia que se ejerce interiormente, me parece que lo medular es despuntar cómo a partir de esta noción de comunidad es que la filosofía política moderna pudo concebir contrariamente un modelo social y estatal que sigue imperando hasta nuestros días aunque con sus matices (Esposito, 2007; 2009), en tanto deja aparecer una institucionalidad política que en su forma extensiva es un atributo básico del Estado de derecho (Hermida y Meschini, 2016).
Ahora, si seguimos a Esposito sobre el modelo hobbeseano3, se visualizan ciertas nociones para poder pensar, lo que él llamó, el “estado de naturaleza”: indiferencia de los unos con los otros, falta de límites que caracteriza a la comunidad originaria, exposición a lo que tienen en común en tanto no hay adentro ni afuera, haciendo surgir la violencia original de unos con otros, basada en el miedo; de ahí que Hobbes (2009) describa lo humano como lobo para sí mismo. Por tanto, al ser solo una comunidad indiferenciada en donde no hay forma que los “salve”, ni Estado ni leyes, no hay posibilidad de convivencia para la lógica moderna.
Por tanto, en los estudios de Esposito (2007) sobre el discurso filosófico de la modernidad, lo que se instala en el origen es el miedo para pensar la comunidad primera, dado que estipula que ahí la vida no puede darse y por eso debemos identificarnos y construir un “común”, pero logrando puntos de identificación que no nos envenenen. Lo anterior quiere decir que desde la comunidad indiferenciada aparece con fuerza el discurso moderno que inmuniza todo a su paso, articulando, paradójicamente, lo común con la irrupción del Estado y su propia matriz institucional. Así, la lógica y el lenguaje que impera es el de lo “propio”, pero ahora como sujetos individualizados; es el intento de identificación entre algo que nos es “común” para salir de la violencia originaria (de un communitas ahora a un inmunitas). Se pesquisa la gran paradoja de la modernidad: pasamos desde el común indiferenciado hacia un común de lo propio (Castro-Serrano, 2018). Esto significa que, si bien hay una lucha por instalar un sujeto moderno, racional y soberano, a la vez, se pretende construir un común de muchos propios. “Ellos tienen en común lo que les es propio, son propietarios de lo que les es común” (Esposito, 2007, p.25).
En palabras de Espósito, existiría una conjunción de los dispositivos de la soberanía estatal (como contrato social) con el derecho individual (como derecho natural/universal) para garantizar seguridad y no violencia (aquella respecto al communitas originario). Digamos que, bajo la irrupción teórica del Estado en donde individuo y poder se urden, la seguridad pretende darse mediante una separación de fronteras y límites al interior del Estado; una “comunidad” moderna que privilegia el paso hacia un común en que el soberano tiene el poder de las decisiones políticas y jurídicas internas, basándose en cierta matriz institucional que se ancla en lo inmunitario (Esposito, 2009). Este convivir en base a lo propio, ahora incorporado en una comunidad/Estado que quiere inmunizar la violencia originaria que describí, configura su propio modo de entender lo social como abstracción universal (el contrato/pacto) que opera en un sistema de leyes mediante el derecho para intentar ser justo y dar justicia a los individuos; de este modo, lo que termina pasando es que la violencia persiste, pero de otro modo (Benjamin, 2010; Esposito, 2009).
Dicho lo anterior, bajo la tesis central de la modernidad y el propio ejercicio interno de la violencia que se da, ahora en el Estado, se ha logrado un funcionamiento formal, un pacto por el cual se determinan las costumbres (los hábitos) y la formulación de las leyes (nomos griego, que sería la ley para dar o distribuir justicia) para lograr convivir. Es decir, esta institucionalidad como artificialidad formal, que no cuestiono per se, me permite puntualizar que desde ella irrumpe cierta noción moderna de institución política con su impronta en el Estado, que mediante el derecho intenta dar con la justicia, entrelazándose de otro modo violencia y poder; digo de otro modo, pues ahora la propia articulación entre institución, Estado y derecho implicaría que “(…) la violencia es asumida por el poder que la prohibiría” (Espósito, 2009, p.8). No puedo dejar de relacionar que los actos violentos son relevantes desde los orígenes, pues el paso de aquella violencia originaria de la comunidad permite la instalación no solo de la fuerza del Estado, sino que también del poder jurídico, el cual al fundarse mediante el derecho, excluye las violencias externas a sus propios procedimientos formales, pero instala otra violencia (Esposito, 2009); esta última sería la aplicación del derecho, por tanto, cuando condena no puede evitar la violencia que, a su vez, condena (Benjamin, 2010; Derrida, 2018).
De esta manera me pregunto, ¿cómo podemos enfrentar esta violencia institucional que se encarna en la figura del Estado moderno, que es interna a él mismo, en el preciso momento que se instala mediante el derecho y la ley como si fuese la posibilidad de justicia? Sin pretender solo ejercer una pregunta retórica acá, no obstante, sabiendo que muchas veces el derecho pretende dar (y da) justicia a través de sus acciones, e incluso cuando las intervenciones sociales se amparan en él, no es menos cierto que este tejido institucional moderno, encarnado en el Estado, tantas veces ejerce su propia violencia sin dar atisbos de justicia. Ahora bien, no podemos obviar que lo planteado por Esposito en su análisis inmunitario tiene sus límites respecto a cómo entiende la cuestión de la institución en el Estado moderno pensado desde Hobbes (en tanto violencia que instituye-destituye, o en términos de la cuestión securitaria, de los estados de bienestar y los neoliberales); por lo mismo, entiendo que la continuidad analítica de la forma-estado cambia en su arquitectura institucional. Aquí es ilustrativo lo planteado por Wacquant (2012), cuando diferencia cómo han ido girando en las sociedades avanzadas la creación de un Estado que ya no solo tiene rasgos de lo que nos muestra Esposito, pues incluso quedando atrás el Estado de Bienestar hoy existe una reapropiación en un estado neoliberal que opera a escala global. Vemos cómo la matriz institucional que se va encarnando en el Estado varía en sus modos de reproducción de lo social, en sus articulaciones con el mercado, haciendo emerger otro tipo de subjetivaciones en donde la violencia y justicia siguen ocupando un lugar relevante.
Sin embargo, como ya dije, no podemos obviar que la institucionalidad en su configuración política, es la que pretende organizar y normar para garantizar el Estado de derecho bajo cierta distribución del poder, pues desde ahí pretende instituir la vida común mediante la justicia; dar pie a los intercambios económicos en los mercados; como también intentar distribuir el gasto social en su relación con otras instituciones no estatales (Hermida y Meschini, 2016). Por tanto, así dispuestas las cuestiones sobre la relación/tensión entre la noción de institución y Estado, vale la pena decir que el Estado Moderno no es la única clave para leer lo estatal, su impronta institucional y sus violencias en el modo de ejercer la ley y sus acciones para separarse de la comunidad originaria, aunque Esposito lo haga en un intento por pensar lo contemporáneo. A modo de excurso, una deriva contraria a Hobbes, pero que sigue problematizando la cuestión de la institucionalidad estatal, es posible verla bajo los análisis contemporáneos de la gubernamentalidad foucaultiana, en donde se establece un giro para pensar el poder estatal. De ahí la importancia de las clases de Foucault en el Collège de France (2006; 2007) y su última etapa gubernamental y biopolítica de finales de los años 70. Aquí muestra una nueva manera de leer la “razón de Estado” mediante el arte de gobernar, mostrando la aparición de una violencia sutil y suave bajo las técnicas de gobierno, las cuales van más allá del Estado, pero sin que se pierda su soberanía totalmente (Mussetta, 2009). Desde aquí surge algo relevante filosóficamente, impactando en las humanidades y las ciencias sociales actualmente, para comprender que ahora el objeto de la política es la vida biológica, generando un poder como saber-verdad. Así, el “gobierno” dirige el campo de acción de los otros, ya no solo las formas legítimas de sujeción política y económica, haciendo que surjan otros modos de poder, despuntándose como racionalidad que atraviesa nuestros cuerpos y puede casi obviar el sistema jurídico – soberano. Es lo que fue instalándose desde el liberalismo hacia el neoliberalismo actual, en donde cierta racionalidad política fue impregnando el modo de economización de lo social para generar ciertas tecnologías del yo y subjetivaciones ad-hoc a la época.
No obstante, respecto a lo anterior, Wacquant (2012) también propone una vía alternativa; es crítico para entender el Estado moderno, sus instituciones y su actualidad inscrita en el Neoliberalismo bajo las lecturas gubernamentales, por un lado, o netamente economicistas, por otro. Lo atractivo a mi modo de ver es que, si bien la violencia persiste, aunque cambie en sus modos, el postulado central, grosso modo, es que el núcleo institucional del Estado Neoliberal articula “(…) estado, mercado y ciudadanía” en donde “controla al primero para imponer el sello del segundo sobre el tercero” (Wacquant, 2012, p.6). Esto se visualiza, particularmente en Chile desde la dictadura hasta nuestros días, cuando se implanta un sistema neoliberal que orienta y subjetiva el manejo de las políticas sociales, la pobreza y nuestra propia sujeción al neoliberalismo, donde básicamente se ha reconstruido el Estado y todo su tejido institucional, lo que continúa poniendo en jaque la cuestión de la justicia, pues el “Leviatán neoliberal” como dice Wacquant (2012, p.8), fortalece puramente la supervisión judicial imponiendo un fuerte halo penal. No está demás decir que algo de aquello se ha fisurado en la ruptura social que atravesamos hoy, siendo interesante que sea observado con detención, y dado que el marco neoliberal ha perdido su poderío sutil, lo que deviene es la violencia del Estado policial y jurídico (Rojas, 2019). Quiero decir con esto que respecto a las relaciones entre Estado moderno y sus distintas matrices analíticas que llegan al estado neoliberal, visualizo que, si bien su remodelación es radical, su núcleo institucional persiste en una cuestión paternal, coercitiva en muchos momentos, sin dejar de apelar a la cuestión de la institución penal y jurídica.
Y es en ese hiato que me interesa indagar, pues da cuenta de que ya sea pensando en un Estado Moderno, Social o Neoliberal, irrumpe una pregunta que nos interpela: ¿Se puede pensar otro tejido institucional que repiense y recree las prácticas de la formación estatal (también pensando en Chile)? Hoy es más pertinente pensarlo, pues esto se prefigura más nítidamente al ritmo de los casi 50 días que Chile se fisura en la propia ruptura social que vivimos. Hoy se pide dignidad, justicia, igualdad y no más violencia, pero me pregunto: ¿será posible lo anterior sin pensar las bases del propio tejido institucional que sostienen nuestras acciones éticas, sociales y políticas que añoran ser justas? ¿Será posible si lo que vemos la gran mayoría de los/as chilenos/as es una violencia persistente (a veces silente), pero más para algunos que para otros dada las condiciones institucionales que el propio Estado actual crea y recrea?4
Ahora bien, sin pretender profundizar en todos estos otros modos de aproximación a la cuestión de la institucionalidad y sus encarnaciones en las distintas manera en que el Estado opera, con sus violencias y disposiciones de gobernar bajo distintas técnicas del poder (donde también se inscribiría Esposito (2009), cuando establece la problemática actual de la violencia y la globalización), puedo volver a la pregunta por el lugar de la justicia y el derecho, siguiendo a Derrida y a Reyes Mate, en el marco descrito respecto a la tensión entre lo institucional, la violencia y la formación estatal (sin olvidar sus articulaciones con lo económico, el mercado, lo jurídico, lo social y lo cultural). Es necesario volver sobre la cuestión de la justicia y su institucionalidad, pues de alguna u otra manera se visualiza un intento por pensar políticamente “más allá” o “contra” el modelo estatal teorizado por Hobbes (Abensour, 1998), que Esposito vuelve a situar filosóficamente para la actualidad, lo que a su vez también permite esbozar lecturas críticas de los marcos gubernamentales o neoliberales actuales. De fondo, intento dar cuenta de otra manera de temporalizar y politizar la cuestión de la institución, sin olvidar el piso ético que impone la unicidad y singularidad del otro, con todo lo problemático que sería aquello para recrear y repensar las prácticas de las formaciones estatales en su sentido amplio en un horizonte democrático (Derrida, 2018; Abensour, 2007). Bajo este respecto, podemos profundizar en nuestro acometido principal permitiéndonos llegar al impacto que esto puede tener para la intervención social.
Por otra temporalidad y otro tejido institucional: una política de lo justo
Si se indaga prolijamente el texto Fuerza de ley de Derrida (2018), se hace interesante sostener algunas distinciones más finas respecto a la pregunta que establezco sobre los modos en que persiste la violencia en la institucionalidad política del Estado a través del derecho y la aplicación de la ley (la forma abstracta de querer ser justo). Insisto: más allá del tipo de Estado y sus mutaciones institucionales, pues siempre la pregunta por la justicia ha sido algo que se quiere sostener (y aquí apostamos que debiese haber, a su vez, un nuevo tejido institucional que encarne el Estado y sus organismos, o bien, las instituciones que se articulan con el estado como las organizaciones privadas). Entonces, subrayo el “persiste” de la frase anterior, pues como ya se sabe, esta violencia se distingue de aquella anterior al derecho, refiriéndome con esta última a la violencia de la comunidad originaria.
A mi modo de ver, lo más interesante aquí, es que Derrida (2018, p.16) siguiendo a Benjamin (2010), distingue a la justicia de toda “aplicabilidad” de la fuerza de la ley y su violencia, “sea directa, indirecta, física o simbólica, exterior o interior, brutal o sutilmente discursiva –o incluso hermenéutica–, coercitiva o regulativa, etc.”. Dicho de modo sintético, cuando el francés se pregunta por la justicia, no cabe sino un cuestionamiento y distinción (de la misma manera en que lo hace Esposito) respecto a lo ya revisado más arriba, es decir: “(…) de valores como lo propio y la propiedad en sus registros, el valor del sujeto (…)”; aquí, de fondo, lo que se quiere desestabilizar, mediante la paradoja o la aporía que van más allá de la experiencia, es al propio sujeto del derecho, al sujeto de la moral, estableciendo como gesto deconstructivo una crítica sobre el derecho y la justicia. “Un cuestionamiento sobre los fundamentos del derecho, de la moral y de la política” (Derrida, 2018, p.21).
Según esta magnífica distinción, pareciera que la justicia se traiciona al querer ser justa (ahí su paradoja) y es el derecho el que podría operar pragmáticamente (como experiencia). Este gesto complejo nos hace pensar que se puede diferenciar las leyes (o la cuestión del derecho) de la justicia, permitiendo comprender que se requiere de otra institucionalidad política, incluso otro marco democrático para pensarla (Derrida, 2018) e intentar volver sobre ella. Dicho de otro modo, como nada garantiza la justicia, es que requerimos también pensar otro tiempo y otro entramado institucional para ella, pues existiría un silencio en el “golpe de fuerza” que implica el derecho y la aplicación de la ley para una supuesta justicia. Entonces, para que se ejerza el derecho en la ya revisada institución moderna, ese silencio debe operar como un fundamento místico de una autoridad, que se requiere para fundar en su origen este tipo de institución, implicando “una violencia sin fundamento” (Derrida, 2018, p.34). Así operaría el Estado, incluso como garante de derechos; en ese momento instituyente en que se funda el derecho hay una “fuerza performativa y cierta apelación a una creencia” (Contreras, 2010, p.81). De este modo, para Derrida lo único deconstruíble/criticable es la “justicia como derecho”, lo que puede abrir una oportunidad política distinta, en tanto se comprende que la “justicia en sí” no es abordable de forma abstracta y universal, como lo hace el derecho mediante la ley. Y que el derecho opere de esta manera no es una desgracia en sí misma, pues inclusive ahí radicaría “(…) la oportunidad política de todo progreso histórico” (Derrida, 2018, p.35). Sin embargo, vale la pena la distinción, para poder calar de modo más incisivo en la pregunta por la justicia, pues todo indicaría que esta no transitaría aquella temporalidad del progreso ni se instituiría monolíticamente bajo el Estado de derecho. ¿Cómo se puede ser justo si aporéticamente no se puede tener experiencia de la justicia? ¿Hay algunas cuestiones que se deben desmontar para que la justicia pueda circular institucional, política y temporalmente?
Tratemos de ir por parte según la pregunta planteada y así evitamos equívocos. Y establezco, primero, lo medular de Derrida: se distingue, por un lado, una articulación entre violencia, ley, derecho, como ejercicio pragmático del Estado y su tejido institucional, y por otro, la cuestión de la justicia como lo paradójicamente incalculable. Una distinción necesaria pero de alta inestabilidad para nuestros mapas conceptuales y mentales, pues da cuenta de que “El derecho no es la justicia”, como dice Derrida (2018, p.39), haciéndonos volver sobre la cuestión de la experiencia del derecho y la aporía de la justicia (Contreras, 2010). En un intento por hacerlo menos complejo, lo que se implicaría aquí es que, si se quiere ser justo, no se puede olvidar la “rectitud de la dirección”, es decir, la importancia de la singularidad de con quien se quiere ser justo. Esto es central para el propósito de este escrito, pues lo anterior no sería posible para la violencia del derecho según su modo de instituir lo estatal, en tanto supone “(…) siempre la generalidad de una regla, de una norma o de un imperativo universal” (Derrida, 2018, p.40).
Pareciera, entonces, que para que opere la justicia hay una tensión ética y política a la cual se debe volver; se requiere de un gesto hospitalario que acoja al otro en su singularidad para impartir justicia: “(…) la ética de la hospitalidad reclama ya un suplemento político”, nos dice Sucasas (2014, p.154). Para Derrida (1998), debe articularse una política y una justicia de la cuestión ética; por lo que todo entramado político institucional (y su figura Estado) tiene que re-pensar lo político jurídico desde una ética del otro singular y único. En esta misma línea es como Abensour (1998, p.122) perfila, de modo magnífico, un modelo institucional y estatal “contra” Hobbes, pues existe una intención de resistirle o rebatirle al modelo estatal moderno y a sus figuras contemporáneas ya descritas más arriba: no se quiere limitar la violencia de la “guerra de todos contra todos”, sino la cuestión ética que nos impone el principio humano de la singularidad del otro (aquí Abensour se ayuda de Lévinas). Es un modelo que, en su política, en su configuración estatal e institucional se impone otro modo de pensar lo social, la justicia y la democracia (Abensour, 2017). Estamos, al parecer, forzados y obligados a transitar por otros conceptos políticos que apuntalen, críticamente, a reflexionar sobre la institución de lo social y la democracia (Abensour, 2012; Riba, 2014). Es un punto de inflexión, pues se hace necesario otro gesto intelectual para sostener de otra manera la cuestión de la justicia y su ética hospitalaria (e incluso, anticipándome hacia la sección final, permite repensar el “enfoque de derecho” en que se sostienen tantas intervenciones sociales, pues incuban cierta violencia bajo la pretensión de igualdad, olvidando aquella significación en lo singular).
Lo anterior da para pensar, como dice Reyes Mate, pero para pensar cómo otra reflexión temporal puede abrir pasadizos hacia el repensar la justicia a través del tiempo de la memoria y del que sufre, para juzgar la historia desde otro lugar. La justicia no puede solo pretender la universalidad de la verdad como pretende el derecho, también debe escuchar para conocer “los lamentos que vienen del teatro de la historia” (Mate, 2018, p.14). Se requiere otra noción política (como establecí más arriba con Derrida y Abensour), como también otra noción de tiempo; se debe resistir a la temporalidad de la modernidad: aquella del progreso, o bien, aquella que conoce mediante la visión e intenta no recordar, sino avanzar. Dado que toda noción de tiempo dispone y proyecta cierta mentalidad, al pensar el tiempo de la memoria, de la escucha y del sufrimiento singular de los olvidados, la cuestión de la justicia, sin dejar atrás lo expuesto por Derrida, adquiere un giro relevante.
Mate, al replantear la cuestión de la temporalidad intenta cuestionar el modo de cómo se es justo para abrir otros pasadizos respecto a la Justicia. Y lo ejemplifica maravillosamente en la invención posible de la jurisprudencia, pues esta última puede reinventarse, puede tomar un giro diametralmente distinto si es sometida al “tiempo de la memoria” (2018, p. 20): se visualizó en 1946, en Núremberg, con la no prescripción de crímenes contra la humanidad, siendo relevante los testimonios de las víctimas; sus relatos y subjetividades fueron inscritas en el tiempo de la memoria y no del olvido. Es lo que se ha visto en Chile en los últimos años respecto a los abusos sexuales de la iglesia. No se permitió el olvido. Sin embargo, todavía impera el olvido respecto a la dictadura cívico-militar de nuestro país más allá de los intentos realizados. Una cierta política del cálculo amparada en una institucionalidad inmóvil, solo ha dejado fluir una temporalidad del progreso, haciéndonos olvidar. Por lo mismo, a mi modo de ver, en la ruptura social actual se han vuelto a despertar los traumas de nuestro pasado olvidado, los derechos humanos han sido tema central de la discusión imperante. El olvido hace que no podamos hacer justicia en ningún sentido, y eso no solo tiene un importante peso histórico (Sánchez, 2018), sino que también existencial (Mate, 2018).
Lo digo de modo más enfático ahora: repensar el tiempo de lo olvidado (o del olvido) implica un acto crítico que hace justicia, en tanto piensa y trabaja en lo singular, en el margen y, de ese modo, se puede volver a nutrir lo universal sin olvido, haciendo respirar lo particular de toda alteridad, lo que articularía la difícil política de la ética hospitalaria. “Esa respiración toma, aún hoy en día, la forma de un imperativo de responsabilidad que la cara de la humanidad que sufre impone a cada uno” (Chalier en Mate, 2010, p.20-21). Se deja de pensar en abstracto, para situar-nos en otro espacio y en otro tiempo. Dicho a la inversa, se puede interrumpir la injusticia exclusivamente si instalamos otra forma de hacer política, de observar la historia y de ejercer el derecho; a saber, recordando a la víctima, al vencido, al hundido, posibilitando una justicia desmedida, o bien, “una justicia anamnética” (Sucasas y Zamora, 2010, p.13). No es posible solo reconocer la igualdad de los derechos, sino que es un imperativo pensarlos bajo la diferencia: “El otro es sujeto de derechos, pero no de significados” (Villoro en Mate, 2009, p.37), instalando un desafío que me interesa enfatizar.
Y ahora vuelvo a Derrida para articular con lo anterior: se quiere resguardar la justicia, esta debe ir hacia la singularidad del otro y no se puede dar sino como una responsabilidad de memoria, abriéndose una “justicia imposible” (2018, p.46); desajustada, inclusive, asimétrica éticamente, pues no puede olvidar este “principio humano”, antes de politizarse (Abensour, 1998, p.122). De fondo, esta paradoja de lo justo pone siempre en tensión la universalidad y la fuerza del derecho que se pone en práctica. Por lo tanto, es imperioso volver sobre una lectura contemporánea respecto a la necesidad de otro tejido institucional en toda figura del Estado de derecho, la cual interpele internamente de cierta manera con esa singularidad del otro que he descrito; con aquel tiempo que invita a la movilidad y no con aquella temporalidad que habitamos regularmente: la del progreso, la del cálculo y la de la inmovilidad. Como ya dije, pensando en la actual revuelta chilena, es esta última temporalidad la que se ha heredado en el Estado chileno actual, en tantas de sus instituciones para el propio ejercicio de sus violencias. Si repensamos ese tiempo y lo politizamos, irrumpe una tensión cuando se quiere pensar en instituciones que intervienen lo social para transformar y otorgar justicia. De este modo, al heredar valores, principios, modelos, enfoques (como el de derechos), acciones y se someten a la crítica, se pueden sostener intervenciones sociales que no puramente reproduzcan lo social (Cortés, 2018), sino que realmente generen transformación. Dice Derrida (2018, p.53) que para que las decisiones sean responsables y justas es el momento propio el que debe comandar la situación, sin reglas para, justamente poder “reinventarla, re-justificarla en cada caso” y así entender que “cada caso es otro, cada decisión es diferente y requiere una interpretación absolutamente única”. Aquí se juega otra relación entre violencia y la institucionalidad del Estado, entre fuerza legal v/s invención social y política, entre tiempo estático y lineal v/s plasticidad como temporalidad renovada constantemente. Lo anterior, podría hacerle frente a la institución que se construye solamente como aplicabilidad de la fuerza bajo el marco de la Ley, la igualdad del derecho, o bien, desde la matriz institucional estatal en sus distintas encarnaciones para reproducir un hacer (Morales, 2018), la cual estaría “(…) en conformidad con un derecho cuyo origen fundador no hace más que alejar el problema de la justicia” (Derrida, 2018, p.54). Esta institucionalidad es la que se instituye como Estado de derecho, haciendo referencia a lo ya recorrido más arriba bajo el modelo estatal moderno hasta el noeliberal, con sus derivaciones y lecturas más contemporáneas.
Insisto en pensar que esto último no es negativo per se, sino que, más allá de una axiología, devela su estrechez cuando pretende instituir intervenciones que pretenden ser justas. Por tanto, dicho de modo más preciso, lo que intento pensar bajo los aportes derrideanos es algo de suyo complejo, pues intenta pensar respecto a otro tejido institucional amparado en otro tiempo y otra política, es una trama que orbitaría la cuestión de una institución extravagante desde la filosofía de Abensour (2007), la cual dé cuenta de otra experiencia sostenible oponiéndose a la institución unidimensional. Por una parte, esta última estaría amparada exclusivamente en la totalidad y la tiranía, la cual seguiría la hipótesis hobbeseana, es decir, una institución que “da lugar a un universo institucional unidimensional, completamente inmerso en la violencia” (Abensour, 2007, p.298). Solo triunfa la violencia, su gubernamentalidad y derivaciones. Por su parte, la institución extravagante invoca una noción descentrada en tanto se determina por su movimiento centrífugo, otorgando una posibilidad democrática e inventiva de lo no estático, irrumpiendo bajo otra temporalidad, implicando una nueva institucionalidad en que el ciudadano no solo debe protegerse de los excesos institucionales del Estado, sino que este pueda ser solo el garante del “derecho a vivir de los mismos” (Hermida y Meschini, 2016, p.54) bajo otro modo de lazo social. El Estado es puesto a límite por la institucionalidad que se vuelve a pensar bajo la tonalidad de lo social y la justicia ya descrita.
Para lo anterior, vuelvo al marco filosófico de Abensour (2017), pues en su nomenclatura filosófica-institucional lo que primero puntualiza es la explícita relación conflictiva entre democracia y Estado. Una institución extravagante, que no se reduzca al Estado, requiere de un componente anárquico que surja de la democracia, de una acción política basada en una “democracia insurgente” al decir de Abensour (2012), la cual más que llevar todas las coordenadas políticas por fuera del conflicto, lo resalta removiendo y evidenciando el latido del piso político de la institución, para descentrar al Estado y marcarle sus límites, y no al revés (Riba, 2014; 2019). Lo anterior implica, como segundo elemento, que al pensar otra aproximación democrática también se abre otro sentido para la “institución democrática de lo social”, requiriendo instituciones que estén aportando más allá de la coerción y la pura limitación de la violencia (lo que desmonta toda la primera sección del escrito). Este nuevo fondo político debe crear un tejido institucional de base que no sea el gobierno, su máquina y sus leyes (toda esa forma abstracta que describí), pues siempre pueden ejercer dominación y violencia. La institución que queremos ilustrar, siguiendo a Merleau-Ponty, dota de una experiencia sostenible, que anticipa y cristaliza lo social, pero no inmoviliza. Dice Abensour de modo enfático (2012, p.47): “En la hipótesis de una democracia contra el Estado, de una democracia insurgente que implica un distanciamiento de la soberanía, de la ley, en nombre de la institución, ésta solo puede elegir el camino de una mayor plasticidad (…) apertura al acontecimiento (…) cabida a lo nuevo”. De ahí que exista una tensión entre democracia insurgente y la máquina de gobernar, pero no así entre la democracia insurgente con la institución. Así dispuesta las cosas, por último, un tercer elemento irrumpe: se puede afirmar que esta otra política de la institución aquí descrita basa su legalidad y su justicia en relaciones interhumanas no sometidas al modelo del contrato social, vislumbrándose un “nosotros” que se instituye políticamente sin menospreciar la cuestión del otro singular y toda la humanidad que hay en él. Persistir en una lógica abstracta y universal del contrato social no incluye la tensión que se da con la dimensión ética de sujetos singulares que están en sintonía con una responsabilidad con el otro y el sistema planetario que habitamos, estableciendo un piso institucional unidimensional como el descrito.
En este mismo sentido, para pensar el giro institucional propuesto sin olvidar el Estado, es necesario un nuevo juego de lo instituido y lo instituyente, instalándose en lo temporal una matriz institucional futura, que nos haga pensar una “institución concebida en términos positivos pero que no implica una antropología definida como tal, sino en su variabilidad” (Gago, 2009, p.327). Por tanto, la institución se concretiza y politiza en lo social mismo sin pactos ni contratos abstractos (Deleuze, 2005), donde no es un puro límite ni una pura restricción legal en su accionar al estilo hobbeseano (Foucault, 1994; Gago, 2009), abriendo otro camino a la justicia. La institución pretende darle otro tono al Estado, uno en que es variación temporal más allá de una antropología, permitiendo múltiples movimientos instituyentes. Así lo despunta también Merleau-Ponty (2012, p.98), cuando sugiere que la institución se puede comprender como “los acontecimientos de una experiencia que la dotan de dimensiones durables”, permitiendo sostener experiencias con sentido que no solo se anclan a la petrificación de lo instituido, sino que se instalen “como llamado a una continuidad, exigencia de futuro”.
Sintetizando, es sensato afirmar que prácticamente toda la constelación conceptual que he planteado en esta sección, desde Derrida hasta Abensour están leyendo la cuestión del otro singular desde Lévinas, permitiendo un gesto meta-político complejo pero interesante en la tensión ética (la alteridad) y política (no solo una Realpolitik) que se configura. Por lo mismo la democracia es irreductible al orden y a la totalización (Abensour, 2017), permitiendo que la justicia se disponga en otro sentido, en otro tiempo que es el del por-venir. El tiempo ya no está inscrito como proyección lineal, sino como un acontecimiento que llega permitiendo “que la justicia, en la medida en que no es solo un concepto jurídico o político, abre al porvenir la transformación, el cambio o la refundación del derecho y la política” (Derrida, 2018, p.63). Así las cosas, una institución que se sostenga en este andamiaje, es decir, tanto como un “contra” modelo estatal e institucional moderno y contemporáneo como también no olvidando cierta “política de la hospitalidad”, es una que podría pensar de otro modo su manera de construir intervenciones en lo social, apuntando más a un instrumento de transformación no exclusivamente en donde actúa concretamente, sino más bien como una nueva construcción de sentidos para, a su vez, poder desmontar la tradicional figura estatal y su clásica institucionalidad ya descrita.
Notas finales para la intervención social y su institucionalidad
Para finalizar, se hace necesario pensar cierta aplicabilidad de esta filosofía dentro de este contexto crítico. Me gustaría hacer visible una suerte de “propuesta” bajo este nuevo tejido institucional que exige de otro modo al Estado, en tanto lo asedia y lo asfixia, para desmontar tanto las nociones clásicas de lo institucional, del derecho y las leyes, como de la justicia, repensando con ellas la figura de la intervención social para una transformación societal más justa y situada.
Me parece importante, en primer lugar, decir ciertas mínimas cuestiones sobre la intervención social. Si establezco una noción tradicional de la intervención social, diría que esta se entiende generalmente desde una acción que pretende subsanar una situación que la padece un sujeto, individual y carente; la cual muchas veces en su facticidad, por actuar bajo un marco institucional, olvida la complejidad tanto de las condiciones objetivas como de las subjetivas de quienes son los intervenidos (Carballeda, 2014). Se requiere, por tanto, desplazar toda mirada a las nuevas formas de subjetividad y justicia que las sociedades actuales demandan (Castro-Serrano y Gutiérrez, 2017), pues inclusive este tipo de intervención tradicional tantas veces olvida toda estructura social en las cuales se sostienen las injusticias y las desigualdades (Morales, 2018). Y esto sería, tal vez, la manera hegemónica en que ha intervenido tanto el Estado, como sus instituciones colaboradoras, entregando cierto sedimento explicativo a la crisis social que hoy vivimos.
De este modo, bajo la mirada tradicional se cae rápidamente en una intervención social que opera como dispositivo de control y disciplinamiento que lo que hace es resguardar lo social en tanto mera reproducción (Morales, 2018), tal como lo establecí más arriba. Sería, justamente, esta nomenclatura la que me interesa tensionar, pues se requiere de una amplitud de límites de la intervención social, más allá de su coerción y su mecanismo de control exclusivamente normativo. Este último tipo de intervención se sitúa, en general, bajo la lógica del tiempo del progreso y la exclusiva protección de derechos universales, sin necesariamente, repensar ese lugar de violencia tanto institucional como simbólica que implica solo intervenir para perpetuar el mero orden social; lo que no estaría lejos de, por ejemplo, aquellas intervenciones que pretenden la pura adaptación de los sujetos al medio. Bajo este respecto, se hace necesario interpretar complejamente la realidad y también liberar toda captura en que pueda caer la intervención social, para pensar modos de resistir y transformar, cuestión que se podría lograr si se “incorpora referencias estructurales e institucionales temporales y espaciales indispensables para abordar la idea de transformación” (Morales, 2018, p.109); se concibe otro tipo de normatividad y pensamiento cuando creemos que la intervención en lo social puede ser “una forma de articulación y generación de diálogos entre diferentes instancias, lógicas y actores institucionales; una posibilidad de construir formas articuladas y transversales de respuesta a la complejidad de los problemas que se presentan” (Carballeda, 2008, p.102).
Por lo tanto, y en segundo momento, puedo decir que toda intervención social en su polisémico campo tiene una vinculación con la cuestión de la institución y la figura estatal, el derecho y la ley, por tanto, nos preguntamos: ¿cuán violento puede ser una intervención en su propio ejercicio de acción, si solo es pensada de modo tradicional sin reflexionar otros andamiajes de los conceptos aquí descritos? En contraposición: ¿cómo podría colaborar esta idea más amplia de justicia que hemos revisado, la cual permite otra política e institucionalidad que nos obliga a otro modo de intervenir, y que renueva el “enfoque de derechos” de la que se jacta hoy la intervención social? Dicho todo lo anterior, parece necesario otra temporalidad para aquello, en tanto surge la necesidad de una institución no estática ni totalizable que pueda también ayudar a repensar los enfoques y las miradas de las intervenciones que construimos. Intentemos sostener esto que estipulo acá.
Como bien sabemos, el tema de los derechos humanos, sociales y políticos son relevantes para todo proceso de intervención social (situadas en un piso diverso y democrático), y no pueden estar fuera de la normatividad de un Estado de derecho, por lo que aquí no quiero caer en equívocos al respecto (Morales, 2018); sin embargo, bajo la mirada tradicional de la intervención social los equipos interventores, muchas veces no piensan ni repiensan desde qué tramas y conceptos intervienen; tantas veces bajo la premura de una temporalidad agobiante y asfixiante, se retorna, cayendo en la réplica de las meras acciones sin repensar lo aquí expuesto. Tal vez, por lo mismo Rubilar (2018, p.136), en un trabajo reciente, invita a que volvamos sobre la cuestión de la intervención social bajo el imperativo de un “ejercicio de memoria” que repiense un enfoque de derechos renovado, mostrando la “vigencia que adquiere el enfoque de los derechos humanos”. Pero, no obstante, y aquí la cuestión que quiero tensionar, este repensar el tema de los derechos y lo humano que pretenden resguardar, es pensado constantemente desde una perspectiva política integral que reconoce e iguala los derechos a todos los sujetos de la misma manera, produciendo intervenciones sociales universales desde un tipo de institución que petrifica todo movimiento singular y diferencial, no pudiendo pesquisar ni las tendencias e inclinaciones de los propios sujetos sociales, como tampoco la propia fuerza planetaria. En este sentido, habría otro modo de posibilitar una “intervención social en la memoria”, la cual pretende un nuevo orden institucional que reivindique las narrativas singulares de los sujetos sociales, sus distintas temporalidades y testimonios, para desde aquí impulsar “por rebeldía la transformación social en defensa de la verdad y la justicia” (Arellano, 2018, p.67). Esto precisamente impone un desafío brutal a cualquier figura estatal descrita.
Entonces bien, si este último fuese el punto de inflexión, me permito radicalizarlo: ¿cómo apelamos a un anhelo de justicia –imposible–, pero que no apele solo a un derecho universal puramente racional, sino a uno que reivindique aquella responsabilidad de memoria singular que el escrito desentraña? Sin olvidar lo desarrollado conceptualmente, vuelvo a insistir críticamente, primero, sobre la idea de que los derechos humanos en su normatividad reivindican una subjetividad amparada sobre un rigor racional universal que, a su vez, no perfila del todo bien cuál sería el modelo para que cualquier “voluntad libre o autónoma” pueda reivindicar los derechos humanos por sobre otra voluntad libre, sin ejercer ni desplegar ahí cierta violencia, tanto por el racionalismo que impera como por creer que las evidencias del derecho permiten salvar aquella situación (Lévinas, 2001, p.244-245). Dicho eso, en segundo lugar, se debería reivindicar una nueva impronta sobre la subjetividad para mostrar la tensión entre la cuestión ética y el tejido político que se juega en la justicia: un “sujeto de posibilidades, de deseo y afectos, y no solo de carencia” (Castro-Serrano y Gutiérrez, 2017, p.223) implica comenzar desde una intervención social que está movilizada por aquella realidad que es injusta hacia el otro, y que siguiendo a Lévinas, apelaría más bien a “Derechos, ante todo, del otro hombre” (2001, p.246); y no a una abstracción universal racional.
En este sentido, el escrito en su totalidad sostiene que es imperioso la necesidad de una intervención social que actúe desde lo singular, desde esos otros que sufren las injusticias y violencias de la cotidianidad, pero sin olvidar que ahí donde se actúa y se interviene es solo una parte de la cuestión, pues a su vez, toda intervención está poniendo en juego posibilidades de diálogos, de aperturas temporales e institucionales que van más allá de la mera acción (Morales, 2018; Carballeda, 2008). Con esta premisa, enfatizo que es posible intervenir desde el deber de memoria que el otro impone, para comandar la trama interventiva, lo que nos obliga a no olvidar tanto a Derrida como Abensour en clave Lévinas (Derrida 2018; Abensour, 2007), permitiendo una articulación hospitalaria para la intervención en donde lo ético del otro se deja permear por lo político institucional, y viceversa.
Si bien sabemos que esta clave de lectura es de extrema complejidad, a su vez, genera una nutritiva reflexión para la intervención. Como dije, la cuestión del otro en tanto espacio de otredad es medular para pensar la intervención social, su singularidad y la institucionalidad que la sostiene, pero sabemos también que se esgrime sobre un argumento hiperbólico para poder sostener sobre ella cierto tipo de justicia (imposible) que aquí hemos reivindicado: por un lado, una donde no se categorice al otro desde tramas universales que olvide lo singular de las decisiones y el “caso a caso” (Derrida, 2018, p.53; Contreras, 2010, p.83), y por otro, una que abogue por unos derechos humanos no como meras abstracciones originados desde la “guerra de todos contra todos”, sino unos que “toman su origen en la responsabilidad-para-con-el-otro” (Abensour, 1998, p.122). Para cerrar este trayecto de aperturas, y siguiendo a Cortés (2018), vemos que para la intervención social la cuestión de la justicia y su nexo con la matriz institucional en el Estado, tiene que ser siempre incalculable, infinita, imposible, pues es un modo de poder extralimitar todo marco normativo y regulatorio universal poniendo en tensión al derecho en su intento de entregar legitimidad, estabilidad y cálculo. Esta resistencia entre justicia y derecho no pueden olvidarla los que hacemos y pensamos la intervención social, pues al saber que una intervención basada en lo legal y el derecho no es justicia (sino legitimidad y cálculo, cuestión necesaria), nos obliga a pensar, a su vez, en esta justicia que solo quiere responderle singularmente al otro dándole sentido de otro modo a lo social, implicando un siempre por-venir de la transformación en la intervención de lo social.
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