Narrar la jornada. Aplicaciones de la Metodología de Caso Extendido en una etnografía sobre territorios fronterizos
Narrate the day. Applications of the Extended Case Method in an ethnography on border territories
Fecha recepción: agosto 2019 / fecha aceptación: junio 2020
Menara Guizardi1
DOI: https://doi.org/10.51188/rrts.num22.345
Resumen
El artículo aborda la propuesta narrativa etnográfica del Extended Case Method (Método de Caso Extendido) desarrollada por Max Gluckman. Tras discutir los lineamientos teóricos de esta propuesta, presento un ejemplo de su aplicación en el valle de Azapa (Arica, Chile). Para ello, describiré el contexto y desarrollaré la narración extensa de una jornada vivida en este valle, recuperando los encuentros con cinco actores sociales que allí habitan. Finalizo identificando los nudos analíticos que emergen de la jornada, discutiendo las configuraciones locales de las fronteras identitarias.
Palabras clave: Metodología del Caso Extendido; etnografía; fronteras; migración femenina boliviana; Triple-frontera Andina.
Abstract
The article approaches the Extended Case Method ethnographic narrative proposal developed by Max Gluckman. After discussing the theoretical guidelines of this proposal, I present an example of its application in the Azapa Valley (Arica, Chile). I will start by describing the context and developing the extensive narrative of a journey lived in this valley, recovering the meetings with five social actors who inhabits there. In the final remarks, I identify the analytical knots that emerge from the journey, discussing the local configurations of the identity boundaries.
Keywords: Extended Case Method; ethnography; borders; Bolivian female migration; Andean TBA.
Introducción2
En los últimos 30 años, los debates metodológicos en antropología vienen indagando sobre los límites y posibilidades de la etnografía3 cuando es aplicada al estudio de los fenómenos transnacionales y transfronterizos. Desde que Marcus (1995) publicara sus reflexiones sobre la necesidad de asumir la multisituacionalidad de la etnografía, antropólogos/as de diferentes rincones del mundo vienen aplicando esta perspectiva a la investigación sobre poblaciones migrantes, asumiendo que la movilidad que caracteriza sus vidas requiere incorporar las lógicas del desplazamiento como parte del quehacer de los/as investigadoras. Estas reflexiones inspiraron una preocupación con los modos de performance de la etnografía, inclinando los/as antropólogas a desarrollar sus estudios en un movimiento que sigue a las personas, biografías, metáforas y conflictos (Marcus, 1995, p.106-112)4.
El presente artículo tiene el objetivo de contribuir con estas reflexiones, pero llevándolas a otro ámbito. Sugiero que el tratamiento etnográfico crítico aplicado a los fenómenos transnacionales y transfronterizos demanda, además, nuevas formas de construir la narración. Más que plantear un debate teórico sobre estas posibilidades de narración, brindaré un ejemplo de cómo hacerlo: desarrollaré la descripción de un solo día de trabajo de campo, buscando situar la “jornada” como eje narrativo a partir del cual se identifican los conflictos identitarios en un contexto transfronterizo específico.
El contexto al que me refiero es el Valle de Azapa, oasis agrícola situado en la ciudad de Arica (en la región chilena de Arica y Parinacota)5, en territorios del desierto de Atacama aledaños a la Triple-frontera Andina (entre Chile, Perú y Bolivia). Desde hace varias décadas Arica y sus valles productivos son escenario de recepción de la migración boliviana aymara, concentrado la mayor parte de la población de este origen emigrada a la región. Entre 2012 y 2017, Arica y Parinacota pasó de un 3,6% a un 8,2% de población migrante (Instituto Nacional de Estadísticas [INE], 2018). El censo chileno del 2017 registra que las mujeres constituyen un 50,6% de todos los migrantes internacionales en el país, pero en la región este porcentaje sube al 54,9% (INE, 2018). Considerándose que el colectivo boliviano es el más numeroso regionalmente (INE, 2018), estos datos permiten conjeturar una feminización de la migración boliviana regional. Pero la importancia de estas migrantes va más allá de su relevancia demográfica. Ellas constituyen actores sociales protagónicos en Arica también por factores de orden cualitativo, vinculados a su inserción productiva en la agricultura. Específicamente en Azapa (en la cuenca del río San José) estas redes están caracterizadas por la movilización transfronteriza de lazos étnicos y parentales aymara. Dichas redes aseguran la inserción laboral, pero con elevados niveles de precarización e informalización; incidiendo así en la exclusión social tanto de hombres y mujeres bolivianas, pero más fuertemente de las últimas (Rojas y Bueno, 2014). La jornada que describiré da cuenta de mis primeros acercamientos al este valle productivo, del establecimiento de contactos y de la búsqueda por comprender las tensiones y fronteras identitarias (étnicas, de género, de clase) que caracterizan las relaciones entre quienes allí habitan6.
Esta propuesta narrativa sigue las delimitaciones del Extended Case Method (ECM) [Metodología del Caso Extendido], también conocido como “análisis situacional”. Dicho enfoque fue desarrollado por Max Gluckman y sus discípulos de la Escuela de Manchester en la primera mitad del siglo XX (Evens y Handelman, 2006; Frankenberg, 2006), apoyándose en los estudios etnográficos sobre procesos de colonización, migración, urbanización y conflictos raciales en África (Frankenberg, 2006; Kempny, 2006).
El ECM propone reorientar la metodología antropológica malinowskiana (Burawoy, 1998, p.6), presentando en al menos tres aspectos que lo diferencian de los abordajes etnográficos clásicos: 1) en vez de recortar de forma descontextualizada los ejemplos en terreno usándolos para reforzar concepciones generales preestablecidas, propone narrar las circunstancias vividas en su temporalidad específica (desde su inicio a su fin) (Burawoy, 1998, p.5; Evans y Handelman, 2006, p.5). 2) Se desarrolla a partir del estudio de interacciones sociales con potencial conflictivo (Gluckman, 2006, p.17). 3) La estrategia analítica presupone identificar procesos históricos que inciden en la experiencia cotidiana (Mitchell, 2006, p.29).
Mi propuesta en el presente artículo busca operacionalizar estos tres puntos. Se trata, entonces, de un ejemplo de cómo la narración secuencial de los desenlaces de una jornada etnográfica permite identificar “nudos analíticos” a ser investigados en el trabajo de campo. Partiré por discutir, en el segundo apartado, la propuesta narrativa desarrollada por Gluckman. En el tercero, presento el contexto de investigación: la Triple-frontera Andina y el valle de Azapa. El cuarto narra extensamente una jornada vivida en este valle, recuperando los encuentros y diálogos con Lorenzo, Octavio, Victoriana, Padre T. y Casimira. Finalizo el artículo apuntando cómo los posicionamientos situacionales de estos cinco actores permiten acceder a las configuraciones locales de las fronteras identitarias (trans/nacionales, étnicas y de género).
Gluckman y la narración etnográfica
Max Gluckman era hijo de judíos-rusos que emigraron a Sudáfrica en el siglo XIX. Nació en Johannesburgo en 1911, donde empezó sus estudios de derecho en la Universidad de Witwatersrand, cambiándolos luego de un año por la carrera de antropología (Mills, 2006, p.166). En 1936, tras finalizar su formación como antropólogo, recibió una beca doctoral para el Exeter College de Oxford, el más importante departamento de antropología de Inglaterra de entonces. En Oxford, Max hacía parte de un grupo poco usual de estudiantes adscriptos a las clases proletarias y vinculados a movimientos marxistas. Era un “bicho raro” en los círculos centrales de la antropología inglesa de aquellos años, compuestos por intelectuales de las clases medias-altas y altas (Leach, 1984, p.11).
Entre 1936 y 1938, dirigido por Evans-Pritchard, Max mantuvo un intenso ritmo de viajes entre Oxford y Rodesia del Norte7, donde desarrolló el trabajo de campo de su tesis doctoral (sobre los sistemas jurídicos tribales). Con el título de doctor en manos, en 1939, volvió a África, ahora como investigador del Rhodes Livingstone Institute for African Studies (RLI) (Rodesia del Norte), institución que dirigió entre 1941 y 1947 (Brown, 1979, p.525).
En su período como director, Gluckman recibía a los investigadores formados en Inglaterra para que realizaran sus trabajos empíricos en África (Kempny, 2006, p.184). Para acogerlos, creó un programa de formación basado en incursiones colectivas a campo (a las que acompañaba personalmente). Una vez por semana, se realizaban seminarios intensivos en los que se leían, discutían y analizaban los diarios etnográficos (Mills, 2006). Así, fueron desarrollando una forma particular de narrar las situaciones sociales, preocupándose especialmente de los conflictos entre pueblos tribales y administraciones coloniales.
En 1949 Max fue invitado a fundar el departamento de Antropología y Sociología de la Universidad de Manchester (Inglaterra). Max organizó su proyecto de departamento a partir de dos lineamientos centrales. El primero, de corte académico: implementó el mismo sistema docente que había desarrollado en el RLI, trayendo de la colonia a la metrópolis su propuesta de una antropología pensada como praxis (respaldada en la lectura dialéctica marxista de la relación entre teoría y práctica) (Evens y Handelman, 2006, p.3-4). El segundo, de corte identitario: convirtió aquello que los colegas en Oxford consideraban su “excentricidad”, en el elemento aglutinador de su equipo. Apuntaba, con esto, a la creación de una antropología contrahegemónica, fomentando una identidad política antropológica antirracista y anticolonial (Kempny, 2006, p.190)8.
La peculiar manera de dirigir equipos de investigación de Max generó tensiones importantes con los antropólogos de su generación (Leach, 1984, p.20-21). Este malestar también es atribuible al carácter desestabilizar de su obra. Max insistía en centralizar ejes de debate silenciados en la antropología, vinculados a la teorización del conflicto. Una de las principales contiendas teórico-metodológicas sostenidas por Gluckman se desarrolló con nadie menos que Bronislaw Malinowski, considerado el fundador de la metodología etnográfica clásica.
La trifurca empezó cuando Malinowski atacó a Isaac Schapera y Meyer Fortes (el primero profesor y, el segundo, colega de Gluckman), postulando que el “contacto cultural”, tal como ellos defendían, no era un objeto prioritario de la antropología. Schapera fue el primer de los antropólogos nacidos en África a lograr radicarse en la academia inglesa, en los circuitos de Oxford y Cambridge. Después de él, le siguieron Fortes y el propio Gluckman (Abrahams, 2004, p.53). Los tres terminaron marcando pautas de transformación de la antropología en la metrópolis y enfrentaron una resistencia similar de sus pares ingleses. Así, la reacción de Max a Malinowski también era una defensa de una lectura de las relaciones sociales en África planteadas por sudafricanos. Estos últimos no estaban convencidos de la condición a-histórica del sujeto colonial (Abrahams, 2004, p.54).
En su ejercicio de rebatirle a Malinowski, Max asumió las reflexiones de Schapera sobre la historicidad del cambio social entre pueblos africanos (Abrahams, 2004, p.54) y empezó a desarrollar una crítica a la noción de equilibrio estático, corazón epistemológico de la teoría malinowskiana. Es en el marco de esta trifurca que Max creará una teoría antropológica del conflicto, del cambio social y una propuesta de refundación de las técnicas narrativas etnográficas.
Según Gluckman, la hegemonía del método malinowskiano había implicado un limitado uso narrativo de los casos etnográficos, al que denominó Method of apt illustration [método de la ilustración adecuada]:
Nosotros hacíamos un largo número de observaciones sobre cómo nuestros sujetos se comportaban; colectábamos genealogías y hacíamos censos, hacíamos diagramas de las villas y de los plantíos, escuchábamos casos y disputas, obteníamos comentarios sobre todos estos incidentes, recolectábamos textos de los informantes sobre costumbres y rituales, y descubríamos sus respuestas para los “casos” presentados. A partir de esta vasta masa de material empírico, analizábamos los contornos generales de la cultura, o del sistema social, de acuerdo con nuestra principal adscripción teórica. Entonces usábamos el caso adecuado y apropiado para ilustrar costumbres específicas, principios de organización, relaciones sociales, etc. Cada caso era seleccionado de acuerdo con su a apropiación a un punto particular del argumento, y casos puestos muy cerca en el argumento podrían ser derivados de acciones o palabras de grupos sociales o individuos bastante diferentes. (Gluckman, 2006, p.15. Traducción propia).
El problema de estos usos estaba en que la información empírica, por más que la investigación estuviera centrada en la complejidad de “vida social” de los grupos –extrapolando así el reduccionismo “folclorista” de la descripción de las costumbres que primaba en el relato antropológico anterior a Malinowski– terminaba siendo terriblemente limitada por el mapa teórico. Es decir, el modelo teórico acerca de la función social de las instituciones orientaba el bricolaje de los “ejemplos”. Estos estaban pensados como “ilustradores” de lo que se postulaba previamente en términos teóricos. Así, la fuerte orientación empirista de Malinowski no pudo evitar que todo el análisis terminara ceñido al imperativo funcionalista de descubrir la permanencia atemporal del orden social. Este énfasis en el carácter reproductor de la vida social provocaría una invisibilización progresiva de los mismos procesos que se pretendía estudiar, impidiendo el establecimiento de correlaciones entre los diferentes “casos” e inoculando la profunda y diacrónica relación entre las situaciones sociales observadas (Gluckman, 2006, p.15).
Esta es una de las razones por la cual la propuesta de Max es una aportación para quienes estamos interesados en narrar las transformaciones y desplazamientos de la vida de las gentes. Su punto es sencillo: la forma malinowskiana de usar los relatos narrativos deforma la historicidad de los fenómenos sociales. Max reconoce la utilidad de este uso “meramente ilustrativo” de los casos recopilados en el campo si uno está interesado en un estudio de lo que la escuela británica denominaba “morfología social” (la “cartografía” de la función de cada institución social y su papel en el estabelecimiento del status quo). Pero esta práctica sería del todo ineficiente si lo que se busca es analizar los procesos a partir de los cuales la vida social se configura. Estos procesos, argumenta, no pueden existir solo con orden: hay en ellos diversas formas de fisión y fusión.
Pero ¿por dónde empezar a cambiar esta perspectiva? Según Max, cambiando la forma como los/as antropólogas narran y manejan los relatos de sus diarios. Para Gluckman (2006), la comprensión de la vida social como proceso implicaría que el antropólogo observara y viviera diversas situaciones sociales describiéndolas y catalogándolas separadamente como un diferente “caso”. La observación estaría centrada en interaccionar con el conflicto para, en seguida, realizar un análisis situacional de cómo cada grupo de personas (o cada persona) se situó en él. La clave, estaría, entonces, en hacer narraciones extensas de la jornada, pero sin retirar de ella los conflictos, los momentos desagradables, las experiencias desconcertantes (Frankenberg, 2006, p.203-204).
En esta propuesta narrativa, no es el modelo previo de sociedad lo que indica la manera como los casos serán relatados. Aquí, se parte de los casos para, con ellos, extraer premisas generales sobre la vida social, sobre cómo las instituciones conviven e interaccionan y sobre el papel dinámico de los sujetos (Gluckman, 2006, p.21). Max llega a la conclusión de que el análisis de estas situaciones de conflicto constituye una praxis; una relación dialéctica entre teoría y práctica en la que el antropólogo interacciona con los sujetos, participando del “juego” situacional que construye y deconstruye afiliaciones (Evens y Handelman, 2006, p.5).
No obstante, el punto metodológico central de las aportaciones de Max es la percepción del carácter político de la estructura narrativa en las ciencias sociales. Lo suyo apuntaba hacia un proyecto de refundación de la narración antropológica (Frankenberg, 2006, p.206-207). Aunque este proyecto narrativo terminó de ser enunciado por Gluckman en los años 1960s, las bases de su formulación están en uno de sus primeros escritos (Frankenberg, 2006, p.204): “The Analysis of a Social Situation in Modern Zululand”.
A lo largo del texto, Gluckman (1958) describe y analiza una jornada: la inauguración del primer puente construido en Zululandia bajo los entonces “novedosos principios del desarrollo” de las agencias coloniales (Kempny, 2006, p.193). En su narración, va tejiendo las relaciones que complejamente vinculaban y aislaban a los negros y blancos en Sudáfrica, usando este singular evento para discutir la conflictividad política e histórica del sistema racial colonial británico (Mills, 2006, p.167). Este artículo constituiría una narración etnográfica alternativa a la ortodoxia malinowskiana (Mitchell, 2006, p.28).
En él, la narración de la escena sigue los desenlaces secuenciales de un día entero del etnógrafo: desde que los administradores coloniales le pasan a buscar para llevarle a la inauguración del puente, hasta la fiesta con que se concluye el acto. Momento tras momento, Gluckman se va sincerando sobre sus inadecuaciones, sobre su papel político como un hombre blanco en medio a una tensa/dialéctica situación de dominación racial. Así, vemos al antropólogo como un hombre que se equivoca y cuya sencilla existencia ya contribuye a reproducir juegos de dominación. Simultáneamente, Max es perspicaz al darse cuenta de cómo los sujetos se reposicionan en cada una de las relaciones, buscando situarse de la manera más estratégica posible.
La propuesta de praxis narrativa de este texto constituye una potente alternativa para el desarrollo de trabajo de campo en territorios fronterizos, donde las negociaciones conflictivas sobre los límites y posibilidades de sujetos y grupos desafían, reconfiguran y, simultáneamente, reproducen patrones históricos de dominación. A continuación, ejemplifico esta forma metodológica de praxis antropológica.
El contexto
El hito tripartito que demarca la Triple-frontera Andina se sitúa sobre el desierto de Atacama, en la altiplanicie sur andina de la Cordillera de los Andes (a 4.115 metros del nivel del mar). Divide los municipios de Visviri (Chile), Charaña (Bolivia) y Ancomarca (Perú), constituidos a partir de asentamientos de indígenas aymara (González, 2009, p.37). Pero el intenso dinamismo de esta triple-frontera se distiende por rutas que conectan estos pueblos con centros urbanos bolivianos y con la costa peruana y chilena. Específicamente, con dos ciudades: Arica (en la Región de Arica y Parinacota, Chile), con alrededor de 200.000 habitantes, y Tacna (en el Departamento de Tacna, Perú), con más de 300.000 personas (Guizardi et al., 2019).
Estas rutas comerciales y humanas tienen una historia que antecede la reciente tendencia a la globalización y a los flujos transfronterizos en la economía internacional (Almihat, 2007). La vida de los pueblos en el Atacama conllevó históricamente patrones de intensa movilidad que fueron alterados por la violenta conformación de las fronteras nacionales en el siglo XIX, particularmente tras la Guerra del Pacífico (1879-1883). El conflicto enfrentó Chile a Perú y Bolivia, motivado por las disputas por los territorios de explotación salitrera (Vitale, 2011, p.387). Estos se situaban en el departamento peruano de Tarapacá y en el departamento boliviano del Litoral. La guerra sedimentó el proceso de militarización del Atacama por parte de los tres países, realidad que persiste en ciudades como Tacna y Arica (Tapia et al, 2017).
Chile terminó el conflicto “victorioso”, incorporando los departamentos de Tarapacá y del Litoral. Pese a que el conflicto terminara en 1883, las fronteras entre Chile y Bolivia solo se fijaron en 1904 y los límites con Perú en el tratado de Lima, firmado el 3 de junio de 1929. La presión estatal (militar, ideológica, identitaria y económica) por sentar la diferenciación nacional en estos espacios no ha cesado desde la guerra. En líneas generales, Chile fundamentó la ideología de una supuesta superioridad racial, cultural, civilizatoria y religiosa de chilenos por sobre peruanos y bolivianos (McEvoy, 2011, p.15). Se verifican, asimismo, unas implicaciones de género relacionadas a estos patrones de militarización, masculinización y violencia en dicho territorio. Mujeres peruanas y bolivianas, especialmente las indígenas, fueron sistemáticamente violadas por el ejército chileno a lo largo del conflicto y en los años inmediatamente posteriores (Sater, 2007, p.92).
Más que constituir elementos pretéritos, estos imaginarios sobre las diferencias raciales, étnicas y de género entre los tres países se vienen agudizando desde 1990, debido a la intensificación de la migración proveniente de Bolivia y Perú hacia Chile (Guizardi y Garcés, 2012). Los datos del censo 2017 muestran que las tres regiones del norte del país (fronterizas con Perú y Bolivia) presentan las más importantes densidades relativas de migrantes (INE, 2018, p.4).
De acuerdo con la Encuesta de Caracterización Socioeconómica de Chile, entre 2009 y 2013, la composición de la población migrante internacional femenina pasó del 51,5% al 55,1% (Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN), 2013, p.7). No obstante, la CASEN de 2015 registró un retroceso de la participación femenina migratoria total, situando el porcentaje de mujeres migrantes en el 51,9%. El censo 2017 registra un 50,6% (INE, 2018). Así, podemos contemplar una tendencia a la disminución de la participación femenina entre los colectivos migrantes, con el equilibrio demográfico entre hombres y mujeres y la retirada de la tendencia a feminización que caracterizó los flujos en inicios del siglo XXI. Pero el dato merece ser desglosado regionalmente. Pese a que los cómputos nacionales presenten tasas que tienden a igualar la participación porcentual de hombres y mujeres entre la población migrante, la región donde se asienta la Triple-frontera Andina –Arica y Parinacota– presenta la tasa del 54,9% de mujeres entre los migrantes (INE, 2018).
En el caso particular de las migrantes bolivianas en esta región, se pueden identificar al menos tres patrones de inserción económica. El primero refiere a la actividad comercial. El puerto chileno de Iquique (a unos 350km de la frontera con Perú) cuenta con una zona franca de impuestos (ZOFRI). La ZOFRI configura rutas comerciales con Bolivia y Perú, moviendo el comercio lícito/ilícito y potenciando un ingente desplazamiento protagonizado por mujeres aymara peruanas y bolivianas que viajan para comprar mercancías en Iquique, y luego siguen la ruta para distribuirlas en circuitos comerciales que atraviesan Chile, Perú, Bolivia y Argentina (Guizardi y Garcés, 2013). En 2002, Perú decretó la creación de una zona franca en Tacna, a 50 Km de la frontera con Chile. La implementación de la ZOFRA significó, para las mujeres comerciantes bolivianas, la intensificación de un circuito comercial que se desplaza desde diferentes localidades de Bolivia hasta Tacna, entrando a Chile por Arica y bajando por la carretera Pan Americana hasta la ZOFRI.
El segundo refiere al boom de la economía minera chilena en los territorios del Atacama, que aumentó la demanda por mano de obra masculina peruana y boliviana (Tapia, 2012). En el caso boliviano, las mujeres migran acompañando sus parejas insertas en las faenas mineras. Tapia (2014, p.47) menciona que muchas de ellas se emplean en las ciudades del norte chileno en el trabajo doméstico.
Un tercer patrón de la migración femenina boliviana refiere a la inserción en la agricultura. Específicamente en Arica, las redes migrantes han constituido un importante enclave laboral boliviano en los valles de Azapa y Lluta, situados en el extrarradio urbano. Estas redes están caracterizadas por la movilización transfronteriza de lazos étnicos y parentales aymara. Como se ha explicitado en la introducción, según Rojas y Bueno (2014), ellas aseguran la inserción laboral, pero con elevados niveles de precarización e informalización femeninos.
Esta realidad pone el contexto de la intensificación y feminización de la migración boliviana en Arica –y, particularmente, en sus valles productivos– en diálogo con la amplia literatura sobre las desigualdades de género entre grupos aymara en esta localidad. Los diversos estudios antropológicos llevados a cabo del lado chileno de la frontera, sobre las relaciones entre hombres y mujeres entre las familias aymara, atestiguan que “las relaciones entre los géneros se desarrollan en un contexto de poder que desfavorece a las mujeres” (Carrasco, 1998b, p.88), y que “el lugar de lo masculino y su posición de poder (expresada en los términos esposo-padre) supondrían un mayor valor a estos atributos fisiológicos del cuerpo del hombre” (Gavilán, 2005, p.144)9. Estos estudios atestiguaron, además, el incremento de las violencias machistas conyugales en el marco de familias aymara (Carrasco, 2001)10. En los territorios peruanos (Rivera, 1996) y bolivianos (Meentzen, 2007), las investigadoras han sido enfáticas al considerar, confirmando lo que expresó Segato (2011), que la subordinación de las mujeres aymara en la actualidad responde al “entronque entre el patriarcado colonial y racista y el patriarcado aymara, de origen pre-colonial” (Gargallo, 2012, p.17). Los estudios realizados con mujeres aymara, de un lado y otro de las fronteras entre Chile, Perú y Bolivia, permiten sugerir que en sus grupos sociales también se justifica la subordinación femenina a partir de atributos afirmados como biológicos, construyéndose con ello discursos y prácticas de diferenciación entre los sexos. Así, las mujeres indígenas que viven y transitan en los espacios adyacentes a la triple-frontera se encuentran corporalmente marcadas por una constitución subordinada de su identidad, tanto en lo que dice relación con sus grupos culturales de origen como a la configuración contextual de las identidades nacionales en estos espacios. El relato a continuación ilustra el carácter situacional de estas realidades.
La jornada en Azapa
Miércoles, 08 de mayo de 2019. Son las 7:00hs. Camino las cuatro cuadras que separan el hotel en que estoy hospedada (en la Calle General Lagos, centro de Arica) de la Avenida Chacabuco, donde está la parada de los colectivos-rurales que transportan al Valle de Azapa. Al llegar allí, el conductor del primer colectivo de la fila me indica, desde la vereda, que entre al vehículo: en unos minutos saldría. Entro y me acomodo en el asiento trasero, donde se encontraba una mujer de unos 35 años. La saludo y ella me responde con una sonrisa. El conductor se acerca y toma su lugar al volante. En el asiento delantero a su lado se acomoda un nuevo pasajero y partimos al valle.
Formulé la idea de visitar Azapa días antes de llegar a Arica. Mi experiencia de investigación en la ciudad (Guizardi et al, 2019) y la de inúmeros otros autores, permiten afirmar que la migración boliviana femenina está asentada en los valles productivos –Azapa y Lluta– y que su articulación con el entramado urbano está condicionada por el comercio y transporte de productos agrícolas (articulados por el espacio del Agro-mercado)11.
En 2013, con el equipo del Centro de Investigaciones del Hombre en el Desierto (de la Universidad de Tarapacá en Arica), creamos un proyecto de educación interdisciplinaria para la interculturalidad y lo aplicamos a dos escuelas. Una de ellas, en el Valle de Azapa, era el colegio E., que cuenta con un 96% de alumnos/as aymara, siendo el 90% de ellos/as hijos/as de migrantes bolivianos, trabajadores agrícolas del valle. Mi intención era conversar con los miembros de la dirección, explicarles el nuevo estudio que estaba empezando, pedirles su colaboración. Quería entrevistar a los miembros de la junta directiva y a los/as profesoras y funcionarias de la escuela y, con su ayuda, contactar las madres y padres de los estudiantes.
Llegando al colegio, bajé del colectivo y me paré un segundo mirando el paisaje. La escuela está justo delante de una empresa que comercializa la producción de las “semilleras” (que producen semillas para la agricultura o paisajismo de larga escala). El impacto ambiental de la actividad es considerable: el régimen de monocultivo que adoptan requiere el uso intensivo de agrotóxicos. Megan Ryburn (2016), quien estudió la migración boliviana en Azapa, documentó el impacto de estos químicos en la salud de los y las trabajadoras de las tierras del valle. Del otro lado de la calle, y al lado del colegio, un puesto público de salud con una placa que avisa, precisamente, de las consecuencias del uso de estos defensivos. La semillera, el colegio y el puesto de salud componían una tríade importante para entender las dinámicas locales.
Crucé la calle y me dirigí a la escuela. En la puerta, afiches del Estado chileno explicitando que se trata de un “establecimiento con excelencia académica”. Pregunté a una funcionaria uniformada que justo entraba al recinto si podía pasar a hablar con los miembros de la dirección. Me apuntó la puerta de la oficina, donde podría hablar con una funcionaria. Esta se levantó solemnemente y me estrechó la mano al verme llegar, preguntando en qué podría ayudarme. Le explico que soy investigadora, le sintetizo el proyecto y le digo que quisiera conversar con los miembros de la junta directiva. Ella me indica, entonces, que me atendería Don Lorenzo12.
Lorenzo
A los dos minutos, volvió la funcionaria acompañada de Don Lorenzo, quien me hizo seña de que le siguiera, cruzando el patio del colegio. Fuimos a su oficina, donde nos sentamos frente a frente, separados por su escritorio. Expliqué nuevamente el proyecto y mis intenciones de entrevistar al personal directivo y docente de la escuela. Le explicité, asimismo, toda la reglamentación ética que debemos aplicar en el desarrollo de la investigación. Don Lorenzo me aclaró que podíamos conversar sin grabadora. Block de notas en manos, le pregunté sobre cómo veía la cuestión migratoria en el valle.
Me contó, entonces, que las familias bolivianas eran “muy trabajadoras”: estaban muy centradas en ahorrar recursos y no descansaban hasta tenerlos. “Vienen por la plata y trabajan mucho para ahorrar dinero”. A veces esto implicaba que padres y madres tuvieran poca disponibilidad de venir a las instancias del colegio en las que los apoderados eran requeridos (y que las madres bolivianas venían más que los padres). Pero, “más allá de esto”, me aclaró que, “son gente muy buena, muy trabajadora”.
Según su perspectiva, el valle siempre había tenido presencia aymara. Pero los aymara chilenos habían migrado para trabajar en la minería en Tarapacá o en faenas urbanas en Arica. Por esto, los cultivos fueron siendo “abandonados”13. En los 1990s, me explicó, hubo un incentivo del Estado para volver a sembrar los campos. En la ocasión, muchos chilenos quisieron reactivar sus propiedades, pero sus hijos no querían asumir estas labores. Por ello, los propietarios chilenos de pequeñas y medianas parcelas, de ascendencia aymara, empezaron a comunicarse con sus familias en Bolivia. Así habría llegado, ya para inicios de los 1990s, una nueva generación de bolivianos a sembrar los valles.
Albó (2000), Carrasco (1998a, 1998b), Chamorro (2013) y González (1998) hablan de migraciones circulares de bolivianos en estos valles desde los años 1960s y 1970s. Pero Lorenzo hacía referencia a que, en mediados de los 1990s, los bolivianos empezaron a llegar con más intensidad, con más circulación entre Arica y sus localidades en Bolivia. Me explicaba, entonces, que la presencia boliviana aymara en los valles productivos había cambiado su dinámica: no solo se incrementó, sino que empezó a arraigarse. Esta afirmación cuadra con lo que observaron Tapia (2014), Tapia et al. (2017) y Rojas y Bueno (2014).
Los migrantes que llegaron en los 1990s se quedaron a vivir en las parcelas mismas, en casas improvisadas, de piso de tierra, sin electricidad o agua potable. Otros se acomodaron en galpones de almacenaje de productos y herramientas. En todas estas modalidades, los lugares de cobijo eran compartidos entre varios/as trabajadoras. Algunos de ellos/ellas venían por solo parte del año, cuando los trabajos en las parcelas demandaban más brazos. Por muchos años, varias familias iban y venían de Bolivia a Azapa. Luego, empezaron a radicarse, algunos incluso comprando pequeñas fincas.
Empezaron, a su vez, a llamar otros miembros de sus familias: el proceso en cadena fue llenando el valle. Hasta hoy, me explicaba, viene gente por temporadas, por año y “hay gente, mucha gente, que vive permanentemente”, que ya tiene hijos y los primeros nietos nascidos en Chile. Me explicó que, a raíz de que los/las bolivianas pasaron a poder solicitar su permiso de residencia a través del acuerdo del Mercosur14, la forma como estos migrantes se relacionan con la escuela cambió. Antes, tenían miedo de traer los hijos/as, de mostrarse, de venir a hablar con la dirección o con los profesores. Se escondían. Ahora, “como muchos ya tienen papeles”, andan más tranquilos e interactúan más.
Lorenzo decía, además, que recién para este año los de la junta directiva estaban planteando trabajar la interculturalidad también relacionada con las formas de experiencia de las fiestas. Además de la enseñanza formal del aymara hablado y escrito, era necesario pensar la interculturalidad de otra forma. El colegio estaba reflexionando sobre porqué conmemorar las fiestas patrias y no aquellas que eran fundamentales para los/las estudiantes y sus familias, como la Cruz de Mayo15. “Con más razón, aquí, pues todos…Bueno, casi todos nuestros estudiantes son aymara”.
Según me explicó, entre los/las profesoras del colegio había gente que era ariqueña y no indígena, había gente de otros lugares de Chile, había afro-ariqueños y había profesores aymara. Esta diversidad implicaba una heterogeneidad de posicionamientos sobre cómo entender la cuestión indígena y el papel de la educación estatal. Algunos maestros no estaban especialmente interesados en reflexionar sobre esto, pero había profesores aymara que trabajaban allí con una consciencia particular de la centralidad de este debate. Me habló de uno de los profesores que, según él, era “muy combativo, que incluso defiende que Azapa es indígena que la escuela debe ser de ellos y no al revés”. Pero que había un acuerdo de convivencia: las diferentes posiciones eran respetadas integralmente. Había, “libertad de cátedra” y la dirección del colegio la avalaba.
Mientras hablaba de esto, entró a la oficina Don Octavio, otro integrante de la junta directiva. A pedidos de ambos, volví a explicar desde el principio todo sobre el proyecto para que este supiera de qué se trataba. Don Lorenzo debía retirarse para atender a sus obligaciones. Me dejó conversando con Octavio, quien también se dispuso a conversar sin grabadora. Pero como había que cerrar la oficina, salimos conversando al patio del colegio y, desde allí, a la puerta, donde estuvimos un largo rato dialogando en la vereda.
Octavio
Don Octavio me contó que es afro-ariqueño, que vivió toda la vida en Azapa. Antes, trabajaba en colegios en el espacio urbano de Arica: iba y venía todos los días. Como su familia extensa está fuertemente vinculada al valle, no descansó hasta conseguir la transferencia para una escuela en el sector. Se construyó una casa en los terrenos de su familia, donde tiene cultivos de aceituna (históricamente asociados a los afroariqueños).
Su perspectiva sobre la presencia boliviana en Azapa era la de la existencia de una rivalidad étnica. “Los afro y los aymara no se dan…Tienen conflictos”. Cuando le pregunté el porqué de esto, me explicó sobre la disidencia de perspectivas:
Los afro son flojos, no están para el trabajo duro; no trabajan la tierra como ella requiere. Trabajan, sí, en las aceitunas, en algunos cultivos que siempre hemos trabajado, los afro. Pero el trabajo duro, no lo hacen. Los afro aportan con música y con fiestas la presencia en los valles.
Según Octavio, los bolivianos sí que eran gente de trabajar muy duro. “Vienen a hacer plata”, afirmó. Aseveró que bolivianos y bolivianas empezaban las labores del campo muy pronto y proseguían hasta tarde, muchas horas después de la puesta del sol. Eran gente que tenía la mentalidad de trabajar duro para ahorrar: “solo piensan en la plata”, insistió.
Esto tenía un lado muy importante, decía: a raíz de que los bolivianos habían venido a trabajar en el valle en los años 1990s, las tierras que estaban abandonadas hasta entonces florecieron. Ellos habían revitalizado todo el espacio y lograron, incluso, convertir en terreno cultivable parcelas que no lo eran. Por ejemplo, los bordes de los cerros, que tenían la superficie pedregosa: ingeniaron formas de sacar la tierra seca de otras partes de los cerros para apilarla sobre las superficies de piedra. Iban aplicando agua progresivamente en la medida que iban despejando esta tierra y, así, lograron fijar una camada blanda sobre tales superficies. En estos terrenos, empezaron a plantar hortalizas y cultivos que no ramifican raíces en profundidad. Así, habían expandido el área verde del valle, plantando en terrenos que parecían imposibles.
Pero Octavio también identificaba un lado malo en esta mentalidad “trabajadora y de ahorro”. Desde su perspectiva, se trataba de un sinsentido: “ahorran, ahorran, compran autos y camiones lujosos, pero no viven bien”. Según su percepción, los resultados de este duro trabajo no eran invertidos en mejorar las condiciones de vivienda, por ejemplo. “Tienen una camioneta nueva, reluciente y con llantas enormes, pero los pisos de las casas son de tierra. No ponen las baldosas, que se pueden limpiar como corresponde”. Me explicó que, con todo lo que ganan, siguen sin tener un baño en la casa, que los baños son externos, sin retrete adecuado. Que muchos siguen sin agua potable, además. Que no se importan con estas cosas. Que los hijos e hijas son criados sueltos por los campos; acompañados del papá y de la mamá, esto sí, pero sin ninguna comodidad. Le pregunté, entonces, porqué vivían así:
Porque no tienen ejemplo. Los que migran para la ciudad van aprendiendo con los vecinos. Ven que un vecino tiene la casa limpia, que tiene un televisor, que las paredes son pintadas, que tienen baldosas. Los bolivianos del valle no tienen un ejemplo en el que apoyarse y siguen así, como son.
Por otro lado, seguía mí interlocutor, otro de los problemas de la mentalidad acumulativa y trabajadora de los/las bolivianas tenía que ver con el poco cuidado con relación al uso de defensivos químicos y agrotóxicos en el manejo de los plantíos. Preocupados por asegurar que los cultivos no se pierdan y que rindan más, usan cantidades abismales de pesticida en los campos, explicó. Lógicamente, me dijo, no se trata de que puedan siempre elegir: los que trabajan para propietarios grandes o empresas son obligados a manejar estos venenos. Pero los propietarios de tierras medianas y pequeñas también habían adherido a estos usos, dice, y obligaban a la gente que trabaja en sus tierras –casi siempre miembros de sus familias nucleares o extensas– a manejar estos químicos. Hay poca consciencia de los males que estos productos causan y poca preocupación con usar adecuadamente los instrumentos de protección:
Yo vivo aquí en el valle y tenemos problemas respiratorios por los venenos. Cuando cae la tarde, muchos agricultores aplican los venenos, para que no vea la fiscalización. Vienes a mi casa por la tarde y hay una niebla blanca. No es camanchaca. Es veneno.
Octavio me contó que muchos de los estudiantes del colegio España tenían problemas de salud derivados de su exposición a estos productos. Lo mismo pasaba con sus mamás y papás. “Es un problema de salud pública”, insistía. Tanto que, en el puesto de salud al lado del colegio, los médicos habían solicitado poner un afiche que explica las consecuencias del uso de defensivos químicos. Como estábamos en la vereda, me apuntó la placa que estaba justo delante de la entrada del puesto de salud (la misma que avisté cuando llegué). Dijo que gran parte de las atenciones en los puestos de salud del valle están vinculadas a efectos directos o indirectos de la exposición al veneno:
Una pregunta que tienes que poner en tu investigación es a las mujeres bolivianas. Pregúntalas si tienen problemas de salud, ellas y sus hijos, con estas cuestiones del agrotóxico. Nosotros aquí en el colegio notamos mucho el efecto en los niños. Es un problema.
En este momento, llegó una mujer con su hija. Venía apresurada, pues dejaba la pequeña tarde al colegio. Don Octavio la interpela: “señora E., no vaya a olvidar decirle a su marido que les espero este domingo para las aceitunas”. La señora le contestó que no se preocupara, que el domingo a las 8:00hs estarían en su propiedad y entró de prisa al colegio con la nena. Octavio me explicó, entonces, que eran una familia aymara boliviana, tenían dos hijas y un hijo en el colegio; los contrataba, a ella y al marido, para cosechar las aceitunas de su terreno. Así el “tradicional” cultivo de aceituna de los afroariqueños estaba tercerizado con mano de obra aymara. Octavio contrataba agricultores para las labores los domingos, cuando estos estaban “libres” de sus jornales en las propiedades donde trabajaban de lunes a sábado. Me dijo que contrataba el papá, pero que el servicio incluía el trabajo de la señora y que llevaban los hijos para ayudar. “No tienen con quien dejarlos, así que los traen y traen su comida y comen juntos. Los pequeños ayudan recolectando las aceitunas que se caen en el piso, haciendo cosas así”.
Le agradecí la conversación y dije que estaría en contacto. Hizo un gesto de afirmación con la cabeza, diciéndome que había una persona central con la cual debiera conversar: el Padre T, un cura boliviano, indígena, que llevaba muchos años en las parroquias de Azapa. Actualmente, era posible encontrarlo en San Miguel de Azapa, villa más importante del valle16. “Padre T. sabe todo sobre las familias bolivianas en el valle. Conoce toda la gente, frecuenta sus casas. Tienes que entrevistarlo”. Decidí hacerle caso y tomar el colectivo hacia San Miguel.
Mientras nos despedíamos en la vereda, Octavio me señaló a la señora Victoriana, que tiene un puestecito de ventas de dulces, galletas, bebidas, útiles de aseo, higiene y belleza justo en el muro frontal del colegio. Me contó que ella también es migrante y aymara, pero peruana, del departamento de Puno. Estrechamos las manos y le pregunté si yo podría sacar unas fotos de la escuela por fuera. Me dijo que adelante y que, si alguna quedara bonita, que la mandara al email del colegio.
Victoriana
Eran las 10:00hs de la mañana. Saqué la cámara y crucé la calle para fotografiar. Me di cuenta de que la señora Victoriana estaba, junto con otra señora sentada cerca de su puesto de ventas, observándome curiosamente, mirando con interés mi cámara fotográfica profesional. Fui a hablar con ellas.
Con mi cámara en manos, le pregunté a la señora Victoriana cuanto costaban las galletas. Ella me miró con una gran sonrisa y, dejando de lado sus intereses mercantiles, me preguntó: “¿periodista?”. Le contesté que no, que era antropóloga, estaba haciendo un estudio sobre el valle. “¿Por esto hablaba con el señor Octavio?”. “Sí”, repliqué. Fue entonces cuando me miró a los ojos y dijo: “Ay, ¡qué hermosa eres! Muy linda, eres”. Me quedé paralizada, con un sentimiento que no logré definir del todo en el momento. Ella se dio cuenta. “Muy linda, eres”, insistió. “¿Pero por qué lo dices?”, le consulté. La respuesta de Victoriana fue contundente: “porque nosotras de aquí somos aymara. Somos chiquitas; bajitas, gorditas, de cadera ancha. Pero tú eres alta y flaca; alta, alta. Y los ojos, son azules. Azules, son. Como en la televisión”.
Se me cayeron las lágrimas. Pero no lo pude explicar a la señora Victoriana el por qué (lo retomaré en el último apartado del texto). Le dije a Victoriana que no todo eran maravillas para las señoras flacas y altas como yo: que tenía unos pies de hombre; que encontrar zapatos que me sirvan era muy difícil. [Le mostré las botinas masculinas que llevaba]. Que, además, no se encuentra ropa que me quede bien: o me faltan centímetros en las piernas de los pantalones, o bien todo me queda demasiado ancho y se me cae de la cadera. Le dije que mi abuela vive diciendo que debo engordar las caderas, que, así como estoy, no podré tener hijos o hijas. Y que la gente suele preguntarme si soy flaca por enfermedad, ya que muchos lo consideran poco sano (especialmente en el norte de Chile).
Victoriana y la otra señora aymara se rieron alegremente con mis confesiones. Y la primera, divertida, concordó: “Es verdad; unos pies enormes tienes”. Me dijo, conciliando las cosas: “nosotras tenemos buenas caderas para tener hijos. Esto sí tenemos”. Complementó diciendo que flaquita así era difícil que yo pudiera aguantar el trabajo en el valle. “Yo no, que trabajo vendiendo. Pero ellas [apunta a la otra señora aymara sentada] trabajan duro. No aguantan, flaquitas”.
Muy simpática la señora Victoriana me tendió el pack con las galleras: costaban $900 pesos chilenos. La pagué, agradecí y ella, volviendo al tema anterior, me preguntó de qué exactamente era el estudio que yo hacía sobre el valle. “Es sobre las mujeres migrantes que trabajan aquí. Especialmente las aymara”. “¡Yo soy migrante! De Perú, soy. Aymara, soy…Ella también. De Bolivia, ella”. Les dije entonces que era mi día de suerte, que me encantaría poder entrevistarlas. La señora Victoriana se entusiasmó: “Sí, sí. Yo puedo hacer la entrevista. Tienes que venir aquí pasar un día conmigo. Muchas mujeres aquí vienen”. Victoriana era una distribuidora de productos comprados en la Zona Franca de Tacna (Perú). Me senté en una cajita de madera, mientras le escuché explicarme que las señoras bolivianas le hacen los encargos de champú, acondicionador de pelo, hidratantes, jabones de baño, detergentes de lavar ropas, vajillas de cocina, utensilios. Lo que pidan, ella encarga en Tacna y hay un servicio de distribución que le entrega la mercancía en un galpón de Juan Noé (barrio cerca del terminal internacional de buses de Arica).
Mientras me explicaba estos detalles, se acercaron dos mujeres bolivianas. Una de ellas vino a retirar sus encargos –vajillas de vidrio con tapas plásticas para preservar alimentos–, la otra quería encargar un hidratante de manos (Victoriana le entregó un librito, con el catálogo de productos de una marca internacional). Ambas siguieron su camino al centro de salud al lado del colegio: estaban embarazadas (parecían avanzadas sus gestaciones) y acudían allí para sus chequeos médicos, como me explicó Victoriana. Así, su negocio de ventas estaba en un local estratégico, al lado del colegio y del puesto de salud: un punto obligado para muchas mujeres que viven en el valle.
Seguí conversando con Victoriana, cuando otras dos mujeres aymara bolivianas se acercaron, regresando del puesto de salud: eran la hermana y la prima de la señora que ya estaba sentada con Victoriana cuando llegué. Esta última se despidió y se fue con sus familiares. “Todas bolivianas, para entrevistar”, me dijo Victoriana.
Le propuse a Victoriana venir varios días para acompañarla en el negocio, para que ella me contara su historia y me ayudara a conocer mujeres aymara bolivianas. Me dijo que sí, que podía hacer más fotos, incluso. Nos despedimos con un abrazo.
Padre T
Tomé un colectivo rural con sentido a Arica, dispuesta a conocer el Padre T, del que me hablaba Octavio. Le pregunté al chofer si podía dejarme lo más cerca posible de la entrada hacia la iglesia de San Miguel. Cuando paró el auto, me indicó que subiera derecho por la calle “Los Araucanos” que va hacia el cerro. Bajé y seguí caminando. Unos metros más y avisté templo amarillo de los Testigos de Jehová. Giré a la izquierda y, sobre la calle Misioneros, que conduce a la iglesia católica, en la vereda de la derecha, veo un grupo de nueve puestos de venta (de madera con techo de toldo), todos vacíos, a excepción del primero. En este, una banquita con venta de frutas, verduras, víveres. Detrás del mesón, una señora. La saludo: “Buen día, señora”. Ella me responde: “Buen día, caserita”. Sigo caminando hacia la iglesia. Llego al final de la calle sin salida. Allí, la antigua iglesia tiene a su lado una casa parroquial y, delante de sí, un espacio abierto, donde aún se veían las banderitas de adorno usadas para la celebración de la Cruz de Mayo, días antes. En el costado del lado opuesto de la iglesia, en una gruta de piedras, la imagen del santo que da nombre a la villa.
Me acerco a la casa parroquial y marco la puerta cerrada: nadie responde. Voy al costado de la iglesia (cuyas puertas están igualmente cerradas). Llamo varias veces, sin suerte. Marco la puerta de la Iglesia: nada. Tras diez minutos intentando, me doy vuelta y camino hacia el puesto de frutas. La señora está atendiendo a una clienta. Espero que termine y le interpelo:
Agradecí la información y emprendí el retorno a la iglesia. Avisté la puerta gris. Marqué fuerte y grité decidida: “¡Padre T.!”. Desde adentro, escuché una voz fuerte: “¡Ya escuché!”.
Esperé tres minutos, hasta que la puerta se abrió. Salió un hombre con unos 1,85 metros, moreno, pelos negros. Le dije, con toda la simpatía que pude reunir: “Buenos días, busco al Padre T.”. Era él, señalizaba con la cabeza: “¿Qué necesita usted?”. Le tendí la mano, le dije cómo me llamaba, que era antropóloga, que estaba haciendo un estudio. “¿Estudio de qué?”, consultó. Con el guion más que memorizado, le respondí que era sobre la realidad de las mujeres migrantes bolivianas en el valle de Azapa. Que buscaba entender cómo viven, cómo compaginan sus trabajos en los valles con la crianza de sus hijos/hijas, con la experiencia de ser migrante. Y también si hay relaciones de violencia y cómo las enfrentan.
Tras escucharme, y demostrando impaciencia, me interroga: “¿Y cuál es la utilidad de esto? ¿Para qué sirve?”. Le expliqué que ayudaba a entender cómo vivía la gente, que estos conocimientos podrían ser aplicados a las políticas públicas. También podríamos documentar si los derechos humanos eran respetados y esto podría favorecer a que los Estados actúen protegiendo a sus ciudadanos, entre otras cosas. La respuesta me sorprendió: “Pues el problema aquí es que la gente tiene muchos derechos. Los migrantes tienen muchos derechos con estas cosas de identidad indígena, derecho de migrante, derecho de tener documentos. Y esto no está bien”.
Le dije que me gustaría contar con su opinión y le pregunté si no quería darme una entrevista. Me dijo que me daría todas las informaciones, pero no consentía el uso la grabadora. No había problema con el block de notas, me tranquilizó, pero de ninguna manera quería ser grabado: “te voy a decir lo que necesitas para hacer tu trabajo. Te voy a explicar cómo son las cosas aquí. Toma nota”. Me indicó que nos sentáramos en el banco que había bajo el árbol en el espacio frente a la iglesia.
Contó que nació en el departamento boliviano del Beni, territorio del suroeste amazónico, en la frontera entre Bolivia y Brasil. Dijo, además, que pertenece a dos grupos originarios por parte de madre y padre: los Itonama17 y los Guarayos18, aunque solo habla el idioma de este último grupo (que pertenece al tronco lingüístico tupi-guaraní). Le comenté, entonces, que era brasileña y que tenía un tío que vivía cerca del Beni, en el lado brasileño de esta frontera, en el estado del Acre. “Sí, sí”, me complementó, “era territorio boliviano y lo entregamos a Brasil a cambio de un caballo blanco”. Hice que “sí” con la cabeza, pensando en el desacierto de mi comentario.
Desde hacía 20 años Padre T. había sido enviado a trabajar en Chile. Es padre diocesano, vinculado a la administración de las parroquias. Le habían enviado a Calama, en la Región chilena de Antofagasta, en territorios que pertenecían a Bolivia antes de la Guerra del Pacífico. Sirvió como padre en Calama y Antofagasta por cinco años, hasta que lo enviaran a Azapa, para sustituir otro cura que se había enfermado. De esto habían pasado 15 años. Pero me confidenció que se sentía cansado. Quería volver a Bolivia. Le pregunté si, tras tantos años, aún extrañaba: “Sí, claro que sí: uno siempre extraña el lugar de uno, po”. Noté con esta frase que su acento mezclaba entonaciones populares chilenas y bolivianas.
Sobre la vida en el valle, me dijo que “Azapa es un lugar muy especial y lo hace especial el migrante. Más bolivianos, son; pero hay un 20% peruano y el 1% es chileno. Y son casi todos aymara”. Le indagué si, con la llegada de colombianos y venezolanos a Arica en los últimos años, si personas de estas nacionalidades no habían venido a trabajar en el valle. Me dijo, entonces que “el colombiano es flojo; el venezolano es igual. No van a trabajar en las chacras, no hay colombianos y venezolanos trabajando en el valle”. Le hice un gesto con la cabeza para que prosiguiera: “además, los colombianos que vienen son gente que no sirve. Son gente que tiene problemas judiciales en su país. No sé por qué el gobierno [de Chile] permite que vengan”.
Desde el punto de vista del Padre T., los aymara, especialmente los bolivianos, tienen una mentalidad laboral que hace muy difícil su trabajo como cura: le cuesta muchísimo atraer los fieles a la iglesia porque, según entiende, toda su vida gira alrededor del trabajo y “nada más”. Los migrantes en los valles, decía, trabajan de sol a sol, se despiertan de madrugada y siguen trabajando por jornadas de 12 o 14 horas que prosiguen noche adentro. Entonces,
Están cansados, no vienen a las capillas de los valles. Tenemos 20 capillas en el valle. Yo me hago cargo de casi todas. Vienen con suerte 20 viejas y un hombre a las misas. Cuando sí vienen es para las fiestas de ellos, aymara. Ahora fue justo la Cruz de Mayo. Vinieron todos, esto estaba repleto. Cuando vienen todos también es para la fiesta de muertos, en noviembre. Vienen las familias de los valles; todas las familias aymara. Tu debías venir a hacer la investigación para estas fechas; para las fiestas.
Más allá de tratar de forma despectiva a las señoras mayores que sí estaban interesadas en participar de las actividades de la iglesia, la perspectiva del padre sobre la baja participación popular en ellas era muy curiosa. Seguramente las jornadas laborales de 14 horas dificultan (o inhabilitan) que los migrantes tengan tiempo para frecuentar la iglesia y sus actividades de forma intensiva durante la semana. Pero en un contexto en que, según el propio padre, “casi toda la gente es aymara” y considerando que esta gente sí comparece a las fiestas que tienen relación sincrética con sus prácticas religiosas, no sería insensato suponer que su ausencia en las misas indique, en realidad, que dicha celebración litúrgica carezca de sentido religioso para estas personas. No es que la gente no va a la iglesia; es que la iglesia no va a la gente.
Insistí, entonces, preguntando si realmente creía que la cuestión del trabajo explicaba la ausencia de los migrantes en las actividades de la iglesia. Me dijo que no era solo una cuestión de volumen de trabajo. Era un problema de mentalidades: “el boliviano si gana $10.000 [pesos chilenos] por día, quiere ganar $20.000 [pesos chilenos]. Con un pan, con un té, con un mate, estamos bien. No tenemos nada en la casa…Hasta en la alimentación…”. Aparece, nuevamente, la narrativa que describe a los bolivianos como austeros en los consumos, como despreocupados de su bienestar, incluso en la alimentación; y, además, como personas concentradas en acumular capital, priorizando ganar dinero por sobre el ocio, la religiosidad, la alimentación y la tenencia de bienes de consumo. Pero ahora, esta narrativa parte de un sujeto que se identifica a sí mismo como boliviano. Es decir, se trata de un marco identitario y narrativo compartido por diferentes actores.
Pero había otra dimensión más del deseo de incremento de ganancias por parte de los migrantes bolivianos que, para el Padre T., era abusiva:
En el kilómetro 37 del valle, vas ahí por la mañana, y los bolivianos están allí, esperando que los busquen para trabajar por día. ¡Imponen el precio a los chilenos! Imponen que, por menos de $20.000 [pesos chilenos], nadie sale a trabajar.
El kilómetro 37 de la carretera principal de Azapa, a que se refiere mi interlocutor, corresponde a un sector conocido como “El rápido”. Es uno de los puntos donde los trabajadores rurales migrantes que son contratados “a jornal” –con un pago diario acordado, sin contrato o cualquier derecho o protección laboral o de salud– se aglomeran desde la madrugada. Acuden los propietarios de las parcelas en camionetas para recogerlos y negociar el valor de su diaria. Al Padre T. le parecía un abuso que los trabajadores, más allá de su precariedad de derechos, se organizaran para imponer un precio mínimo a las labores, acordando colectivamente que, si los contratantes no acceden a pagar, nadie sale a trabajar: “no están en sus países, no tienen derecho de imponer a los chilenos cómo son las cosas y cuánto pagar”.
Para el Padre T., este acuerdo colectivo de los trabajadores migrantes jornaleros era un “abuso” fomentado por las nuevas leyes chilenas que protegen a los migrantes e indígenas. Se refería, particularmente a la Ley de No-Discriminación19 y a la Ley de Reconocimiento Indígena20. El Padre explicó que, después de la implementación de ley de no-discriminación, que “ya no había discriminación contra el migrante en Chile”21:
El migrante ya no necesita de nadie para protegerlo. Por ejemplo, en el colegio público en Azapa ya no reciben a los chilenos y sí a los bolivianos. ¿Qué protección se va a dar a ellos? ¡Ellos están bien! No se les puede dar más con un palo a la cara, porque ellos llaman a los carabineros. Cualquier cosa, denuncian.
El Padre pensaba que las escuelas públicas del valle reciben demasiados bolivianos. Desde su perspectiva, el hecho de vivir allí, de trabajar las tierras y constituir la principal fuerza productiva del valle no les da a los bolivianos el derecho de matricular sus hijos/hijas en el colegio público y ser mayoría en él. Consideraba, además, que “dar con un palo en la cara” de los trabajadores es una práctica del campo; que la ley había impedido que los contratantes siguieran con estas costumbres y que los bolivianos habían aprendido que tomar un palo en la cara no era bueno, que tenían derecho a que las fuerzas policiales del Estado les protegieran de esta agresión. Todo esto parecía un abuso, ya que estos bolivianos debieran “ir a reclamar en su país, no en Chile, que no es su país”.
Empero, reconoció que él también había sufrido discriminaciones por ser boliviano e indígena de parte de vecinos de San Miguel. Que estas gentes eran unas que habían llegado a vivir a Azapa en “el gobierno del fallecido presidente Pinochet, que en paz descanse”. Y que eran gente de confianza del “presidente”; “no sé por qué el presidente mandó esta gente aquí”. Su apreciación de la dictadura de Pinochet como un “gobierno presidencial”, y la forma cariñosa como se refirió al personaje, deseándole bienestar en su muerte, dieron la impresión de que el Padre simpatizaba tanto con dicha figura, como con su gobierno dictatorial.
Con relación a la ley de reconocimiento indígena, Padre T. me contó que era una cosa sin sentido, que “los Aymara no existen en Chile”, que no hay chileno-aymara, que nadie habla aymara en el país. Con todo, “como el gobierno ahora da tanta prioridad a los indígenas, la gente maneja un disfraz de aymara para sacar plata del gobierno”. Así, no solo no había indígenas en los territorios chilenos de la Triple-frontera Andina, sino que la gente fingía serlo para captar financiación. Además, aclaró:
Lo mismo pasa con las mujeres. Aquí no hay violencia en el valle. No hay hombre que pega a la mujer. Nunca vi una mujer con el ojo morado. En las comunidades de Bolivia sí. Allá ellos pegan a las mujeres. Pero aquí nunca ninguna me vino a mostrar un ojo morado. Además, la mujer es masoquista. Porque las pegan y cuando vas a interferir, te preguntan “¿por qué te metí? Es mi marido”. Les gusta.
Según explicita mi interlocutor, muchas de las mujeres bolivianas que migran a Azapa sufrían violencias en sus comunidades de origen. Estas violencias siguen, aunque en menor escala, en estos territorios. No obstante, él no vía muchas mujeres marcadas aquí (cosa que sí hacía en Bolivia). Desde su perspectiva, las mujeres reciben golpizas por gusto y protegen a los hombres que les profesan estas violencias.
Resolví agradecerle la entrevista y preguntarle si no conocía a familias bolivianas con las cuales pudiera hablar: “No, no…Tú tienes que poner un sombrero y venir a caminar por las calles de San Miguel; y por las chacras… Así vas a conocer personas”. Le agradecí el consejo y escuché una última indicación:
De la próxima vez, tienes que traer a uno o dos chilenos. Cuando llegaste aquí, pensé que es muy raro que una brasileña venga a estudiar cosas de Chile. ¿Por qué no te dedicas mejor a las cosas de tu país?
Con esta última afirmación –la que relaciona la legitimidad de la investigadora a su nacionalidad, y la que demanda que se haga acompañar por hombres chilenos en sus trabajos– tuve la impresión de que había sido bombardeada con la más potente condensación de discursos del odio con la cual había estado en contacto en los últimos meses. Xenofobia, misoginia, nacionalismo, violencia clasista. Todo junto, en un solo representante de Dios. Le expliqué que, por supuesto, que iría a traer mis colegas chilenos que integran el equipo de investigación en otras ocasiones. Le dije, además, que, como en la iglesia, los investigadores también viajamos lejos de nuestros países para trabajar. “Como usted, Padre T., que es boliviano y trabaja en Chile”.
Eran las 11:35hs cuando le estreché la mano, me despedí y partí en retirada con un fuerte dolor de estómago y con una increíble sensación de cansancio emocional.
Casimira
Cuando iba pasando por la esquina, camino de vuelta a la carretera para tomar un colectivo, la señora del puesto de venta me paró: “Entonces, caserita. ¿Pudo hablar con el Padre?”. Le expliqué que sí, gracias a sus indicaciones. Pero que el padre no me había podido ayudar mucho con el trabajo que estaba haciendo. “¿Y cuál es este trabajo?”, preguntó. Le conté que era antropóloga, que estudiaba la vida de las mujeres migrantes bolivianas en Azapa, y que necesitaba entrevistarlas. “Soy boliviana, pues. Me puedes entrevistar”. Nos presentamos: le dije mi nombre y ella el suyo (Casimira es el seudónimo que ella misma elegiría, minutos después).
Después de la conversación con el Padre, pensé que el día estaba terminado. Pero mi interlocutora se disponía a conversar conmigo, responder mis preguntas y atenderme en lo que fuera necesario, mientras vendía. “Tenemos que buscar un lugar para que te sientes”, dijo. Avisté una caja de tomates vacía y le dije que podía sentarme en ella, poniéndola paradita. “¿No te molesta sentarte ahí?”, se sorprendió. “No, es de lo más cómodo”. Apenas me senté, me preguntó si me sentía bien, pues encontraba que estaba muy pálida. Le expliqué que sentía dolor de estómago. Rápidamente, sacó un plátano de entre las frutas que vendía: “come el plátano, te va a hacer bien”. Le hice caso y me sentí, efectivamente, mucho mejor. Le agradecí y, mientras comía, saqué de mi mochila la hoja con el “Consentimiento Informado”, para contarle todos los detalles de sus derechos y preguntarle si estaba de acuerdo, si consentía participar y firmar la autorización. Fue la primera vez en años que una persona entrevistada elogió este engorroso trámite: “Está bueno el papel. Así sé que tiene el nombre de la Universidad, que puedo buscarte”.
Le mostré en mi celular el video explicativo del proyecto que habíamos grabado pensando en usarlo para explicar a nuestras interlocutoras los objetivos de la investigación22. El video le despertó mucho interés. Iba señalando los paisajes, comentando las cosas que decíamos. Cuando salí yo, Casimira observó que, bajo mi nombre, el subtítulo indicaba que yo era doctora en antropología: “¿Es usted doctora?”. Le dije que sí, pero de antropología, que de medicina no sabía nada. Fue entonces cuando me miró y me dijo: “Usted es una persona especial. Usted es humilde”.
A Casimira le parecía genial que estuviéramos interesados en hablar con las mujeres bolivianas de los valles. Y quería dar la entrevista, quería hablar y accedió a que usara la grabadora. Pero también había una particularidad subrayable en el cuidado que ella me entregaba: en el hecho de que observó mi estado de salud, me dio de comer de sus propias mercancías; se preocupó de que estuviera sentada cómodamente. No obstante, yo no entendía por qué yo le parecía “una persona humilde”. Y le pregunté a respeto. Me dijo que “las personas como yo, doctoras, que estudiaron, no hablan así con la gente. No tratan bien a la gente como yo”. Una vez más, se me cayeron las lágrimas. Casimira me abrazó y me dijo que no llorara.
Saqué entonces la grabadora. Casimira me explicó que, cuando llegara un cliente, que pararíamos la entrevista para que ella pudiera atenderles bien. “Yo les atiendo bien, sé sus nombres. Me preocupo de sus familias, si están bien de salud. Sé lo que prefieren comer y compro las cosas que les gustan para tenerlas aquí”. La misma lógica de cuidado que ella me había dedicado, al darme el plátano, dedicaba también a sus clientes. Es decir: el cuidado era la forma como ella establecía su relación con el entorno y esta lógica transformaba su vínculo con la gente en una relación comunitaria. Así, su actividad como comerciante estaba asociada a una forma particular del don: una entrega reciproca de cuidado.
Ella me avisó que a las 13:10hs tenía que bajar al colegio, a unas cuadras de allí, para buscar a sus dos hijas, ambas nacidas en Chile. Las tenía en el puesto de venta por las tardes, cuando no estaban en el colegio: las cuidaba mientras vendía; no tenía con quien dejarlas. El papá (también boliviano), trabajaba en la minería y estaba varios días del mes en la región de Tarapacá. Así, ella se hacía cargo de las pequeñas y de su puesto de ventas, pero, por suerte, había actividades artísticas para ellas en la biblioteca de la villa. Había apuntado sus nenas a estas actividades y las llevaba regularmente a todos los cursos lúdicos que se impartían. Esta tarde, ellas nos acompañarían una horita para luego ir a participar de un taller de pinturas.
Le dije que por supuesto, que iríamos conversando en sus tiempos libres. Apenas terminé la frase, llegó una señora a comprar. Y otra, y otra, y, luego, un señor más. Todos trataban a Casimira con mucho cariño; ella les respondía de la misma forma. La gente quería saber, además, quien era yo, y qué hacía sentada allí. Casimira les explicaba que me estaba concediendo una entrevista para un estudio sobre mujeres migrantes. Rápida en las atenciones, pesaba los productos, los entregaba, calculaba sus precios. Además de las frutas y verduras, vendía –como la señora Victoriana– varios productos industrializados. Entre ellos, útiles de aseo y limpieza de la casa; aceite de cocina, papel higiénico, productos de belleza. Había también chocolates, leches saborizadas, pan, golosinas. Tenía, así, una variedad de mercancías en venta, guardadas en cajas bajo el mostrador de las verduras. Vendía también granos y ropas.
Le pregunté cómo traía estos productos. Me dijo que acordaba directamente con los productores a que les vinieran a dejar las verduras, hortalizas y frutas que eran producidas en el valle. Pero, para todos los productos agrícolas que venían de Bolivia, Perú o de otras partes de Chile, que bajaba temprano, a las 8:00hs, después de entregar sus nenas en el colegio, al Agromercado de Arica y los compraba allí. Los productos industriales de higiene, belleza, ropas, venían de la Zona Franca de Tacna. Pero había empresas que hacían la distribución: ella solo tenía que ponerse de acuerdo con los encargados y solicitar las cantidades necesarias. Ellos las traían. (Dos de estos distribuidores vinieron a abastecer el puesto aquella misma mañana).
Empezamos entonces nuestra entrevista sobre la vida de Casimira. Fui interrumpiendo la grabación en la medida que su trabajo así necesitaba. En estas horas, ella también me hizo preguntas: hablamos sobre el cuidado de nuestras madres (a ambas nos había tocado cuidar nuestras mamás en sus periodos de convalecencia y hasta su muerte); hablamos de nuestras experiencias de migrar. Ella me contó de sus problemas de salud a raíz de la exposición a los agrotóxicos en las chacras de Azapa donde trabajaba como agricultora antes de tener el puesto de ventas. Me mostró las manchas de su piel que eran producto de esta exposición química. Me contó de la enfermedad crónica de su hija pequeña, que demanda muchos cuidados intensivos (lo que le obligó a la familia a cambiar su residencia desde un sector de toma en el valle, a una pequeña casa rentada en la villa, donde queda el puesto de salud y su ambulancia, facilitando el traslado de la pequeña al hospital público, en casos de emergencia).
A las 13:10hs, bajó a buscar sus nenas en el colegio. Yo me fui a almorzar en el negocio de la esquina. La dueña y su hija, amigas de Casimira, le miraban el puesto mientras tanto. Cuando Casimira apareció otra vez, venía acompañada de las dos hijas, a las que ya había contado de mi presencia. Venían eufóricas, querían conocerme. Pagué el almuerzo y las acompañé al puesto. Casimira tenía postres y leche saborizada para regalarles: ellas ya habían almorzado. Me senté otra vez en la cajita de tomates y las dos pequeñas me acompañaron. Empezaron, así, una batería de preguntas: “¿Cómo te llamas? Yo me llamo E.”, dijo la mayor (de 8 años). La menor (de 6 años) se apresuró: “Y yo me llamo D.”. Les conté cómo me llamaba y se siguió a esto una curiosa conversación sobre los significados de nuestros nombres. La pequeña me preguntó qué hacía allí y porqué hablaba con su mamá. Le mostré entonces el video, al que asistimos las tres en mi celular. No solamente comentaron las imágenes, sino que hicieron sugerencias: “faltan imágenes de niños”, dijo E. al terminar el video. También E. me hizo una consulta: “¿usted fue a la universidad?”. Le dije que sí. “Mi mamá no fue a la universidad, solo estudió en el colegio agrícola, como nosotras. Si usted fue a la universidad, porqué le entrevista a mi mamá”. Le expliqué que su mamá tenía muchos conocimientos que quienes fuimos a la universidad no tenemos. Que la entrevistaba para que ella me enseñara estos conocimientos. “¿Qué conocimientos?, preguntó. “Los de una mujer que migra, que cruza fronteras; que habla aymara, que trabaja el campo, que vende y que cuida a dos hijas”. “Sí, mi mamá sabe todas estas cosas”. Mientras tanto, Casimira nos observaba y me sonreía.
Mirando mi mochila, D. preguntó: “Qué llevas adentro”. La mamá le dijo que no se metiera a mirar mis cosas. Le tranquilicé. Abrí mi mochila y les mostré la cámara fotográfica. De las pequeñas salió en unísono un: “Oh”. “¿Quieren aprender a fotografiar?”, ofrecí. Nuevamente en unísono: “¡Sí!”. Así, las enseñé cómo sacar foto, como enfocar: se sacaron retratos entre sí, fotos de los productos del puesto de ventas de su mamá, del tiemplo de los Testigos de Jehová del otro lado de la calle, del hijo de una clienta que vino a comprar manzanas. Una fiesta fotográfica. Garanticé a su mamá que las fotos en las que ellas salían no serían usadas en la investigación, pero que se las enviaría por whatsapp para que las tuvieran.
Estuve haciendo fotos con las pequeñas por casi una hora, hasta que la profesora del taller de artes las viniera a buscarlas para la clase. Cuando la profesora llegó, D., la menor, me dio un abrazo apretado: “¿Me prometes que volverás para visitarme, tía?”. Le prometí que lo haría. Le di un abrazo a E., que me dijo que haría fotos con el celular de la mamá para mostrarme cuando volviera. Su mamá les entregó frutas y galletas dulces para que merendaran en el taller.
Seguí conversando con Casimira entre cliente y cliente y grabé su historia de vida en casi cinco horas de conversación. Era noche cuando dejé el valle en dirección a la ciudad. Aquella había sido la jornada más intensa de la que tengo recuerdo en años de etnografía.
La jornada narrada permite situar diversos puntos analíticos centrales para el estudio de las relaciones sociales, de género e interétnicas en Azapa. Quisiera detenerme en dos de ellos.
Primero, en la dimensión intersubjetiva de la relación entre esta investigadora y las mujeres aymara. Mi encuentro con ellas remite a las reflexiones de Gluckman (2006) sobre el lugar de los/las antropólogas en las relaciones políticas que atraviesan las personas con las cuales trabajamos. En diversos momentos del día, mi relación con las mujeres, la forma como me abordaban estuvo fuertemente interpelada por la dimensión jerárquica, desigual y violenta de las fronteras raciales en este territorio.
Para Victoriana, yo encarné el arquetipo de mujer blanca que se constituye como el “deber ser” de la belleza en un mundo que no ha dejado de reproducir el eurocentrismo racista del proyecto de modernidad. Blanca, alta, con ojos claros, flaca: como en la televisión. La actitud de Victoriana hacia mí era de celebración: ella veía en la belleza que me atribuía algo bueno. Tanto que, al ver que me caían las lágrimas, me abrazó: “ay qué linda eres. No llores”.
Pero, más allá de su generosidad, mi figura encarnaba situacionalmente, en nuestro diálogo, el modelo estético que sirve para categorizar a las mujeres aymara como aquello que no alcanza o se adecua al arquetipo dominante –norte/eurocéntrico– de belleza femenina. Mi cuerpo era, más allá del cariño de mí generosa interlocutora, la condensación de toda una cadena de sucesos coloniales, androcéntricos, nacionalistas y patriarcales que, siglo tras siglo, jerarquiza a las formas corporales de las mujeres nativas de territorios como el Valle de Azapa como “no bonitas”.
En la conversación con Casimira, otra vez más, estas fronteras raciales, étnicas y de clase volvieron a salir. Casimira me miraba como el arquetipo femenino de la civilización: estudié, soy doctora, tengo conocimientos. Aunque no me habló abiertamente del color de mi piel, de mis ojos o de mi estatura, la estructura de la comparación era la misma que Victoriana estableció. Las personas como yo, pensaba, no tratan bien a las personas como ella.
Aunque conscientemente yo pueda pretender que mi persona no sea la encarnación de esta cadena racista, colonial y modernizante, el hecho empírico es que así es como varias de mis interlocutoras me ven. Y el simple hecho de que yo esté allí, al lado de ellas, despierta esta reflexión sobre su lugar frente a un arquetipo que, más allá de mi propia voluntad consciente, parezco encarnar. ¿Cómo hacer entonces para que mi presencia en estos espacios no opere como un espejo activador de este mecanismo de comparación racista y eurocéntrico que conforma a unas mujeres como supuestamente dotadas de disposiciones “naturales-corporales” más lindas que otras?
Mi gesto relativizando las beneficies de encarnar –a los ojos de mis interlocutoras– el arquetipo de belleza femenina occidental/colonial/racista/patriarcal tuvo el efecto deseado: el de relativizar la vigencia contextual de este arquetipo y abrir un debate sobre cómo ellas ven sus propios aspectos corporales. Aun así, pese a que avanzamos hacia algo más de horizontalidad, quedaba una frontera que, en nuevas oportunidades, habría que ver cómo y en qué sentidos desafiar. Esta frontera es la que me reifica como un tipo de mujer que es externo al de ellas.
Considerando lo anterior, habría que dimensionar la gravedad ética de reproducir esta relación en una conversación con estas mujeres. No se trata de fingir que la asimetría no existe (enajenación del todo indeseada). No se trata de negar la vigencia de una estructura que es violenta (tanto más para ellas que para mí). Se trata de poner en la conversación el debate sobre esta estructura, sobre su reproducción, e intentar mediar con ellas formas de dialogar sobre cómo nos situaremos personalmente, ellas y yo, en el diálogo. Al fin y al cabo, alguna negociación nos será accesible en esta situacionalidad del encuentro. No es posible negar la estructura, pero podemos, al menos, ser conscientes de ella y negociarla de acuerdo con nuestras posibilidades contextuales y momentáneas. En esto coincido con Simone de Beauvoir (2018[1958], p.161), para quién solo la idea de situación “permite definir concretamente conjuntos humanos sin esclavizarlos en una fatalidad temporal”. Así, el concepto de “situación” (y la situacionalidad) manifiesta la tensión insuperable entre las imposiciones que recaen sobre los sujetos y su capacidad de decidir sobre ellas para posicionarse, actuar, sobrevivir. Esta parcial “libertad”,
Es la propia modalidad de la existencia que, bien o mal, de una forma u otra, retoma por su cuenta todo lo que viene de afuera[…]. En compensación, las posibilidades concretas que se abren para las personas son desiguales; algunas solo tienen acceso a una pequeña parte de las que dispone el conjunto de la humanidad (De Beauvoir, 2018[1958], p.518).
Segundo, la jornada permite situar también el carácter conflictivo y situacional de las experiencias de la identidad en Azapa. Los discursos de Lorenzo, Octavio y del Padre T. dan varios ejemplos de cómo la forma de comprender a los otros/otras va siendo jugada por los sujetos y configurando –situacionalmente– diferentes estructuras de interpretación de las fronteras (que están atravesadas por conflictos locales, regionales y nacionales, todos incorporados al calor de cada situación de forma muy particular).
Aunque Octavio fue suficientemente cuidadoso en las palabras elegidas, su discurso habla de una visión que opone los aymara bolivianos y su modo de vida a la civilización. En la entrelinea de su relato, está la concepción de que es de incivilizados vivir en una casa sin baldosas y no limpiar el piso. Es de bárbaros no entender la necesidad higiénica de tener un baño. En su relato, se expresa que, en la ciudad, los aymara “aprenden” civilización con el ejemplo. Civilizarse, sería, entonces, gastar el dinero que resulta del trabajo en pisos de baldosa, en baños internos (es decir, seguir las nociones burguesas de higiene), en televisores (y no en los autos, preferidos por los aymara, según Octavio), y criar a los hijos e hijas arrestados al espacio doméstico (y no con los papás y mamás en los campos).
No obstante, vimos cómo, en una particular situación –en que Octavio era el contratante de los migrantes– la mentalidad trabajadora de los bolivianos, el que llevaran sus hijos a un campo de cultivo, no aparecía como un problema. No molestaba en absoluto. En esta situación particular, Octavio se aprovechaba abiertamente de lo que, minutos antes, había definido como “un problema de la mentalidad de trabajo boliviana”. El trabajo de la escuadra familiar que él contrataba establecía el acuerdo económico con la figura masculina, que negociaba por labores colectivas de la mujer y menores. Aparecen, así, las relaciones de subordinación de género de las mujeres bolivianas en los sistemas de reciprocidad familiar, tal como explicitaron Rojas y Bueno (2014). Y, una vez más, Octavio no registra como problemática esta desigualdad que él mismo alimenta. Esta situación nos muestra, además, que Don Octavio no percibía como un problema el que contratara informalmente, sin derechos y sin papeles, por jornada, a los/las apoderadas de los estudiantes de cuyo bienestar estaba encargado de proteger.
Para el Padre T., a su vez, su apreciación de la condición de “flojos” de colombianos y venezolanos constituía un hecho empírico (y no una perspectiva ideológica). Lo mismo con relación a su afirmación sobre los colombianos como “personas con problemas judiciales”. Si miramos con calma sus definiciones sobre los migrantes aymara en Azapa, por otro lado, observamos una valoración radicalmente diferente. Para el Padre, el trabajo que mantiene el valle “vivo”, que permite la mantención de la producción agrícola en estos territorios, está entregado a las manos de estas familias migrantes. Aquí, se explicita una relación tácita entre el trabajo migrante aymara y su capacidad de donar al espacio un carácter extracotidiano. Con esto, el padre estaría explicitando que su trabajo en el valle, más allá de las utilidades y valores de troca que produce, le dueña un don: un conjunto de características que lo personifican, que infunden en él su carácter especial. En las entrelineas de esta afirmación, encontramos una idea que, en la antropología sociocultural desde Marcel Mauss (1970[1925]), se asocia a la transferencia mágica de atributos de los seres humanos a los objetos y espacios, lo que infunde en estos últimos un espíritu (un “mana”).
Así, las definiciones del Padre sobre los migrantes bolivianos y peruanos aymara en el valle y los colombianos y venezolanos en Arica, está erigida a partir de una perspectiva moral jerárquica. Mientras los primeros trabajan la tierra y donan a ella su carácter especial, los segundos son “flojos” e incluso “criminales”. Sus comentarios permiten observar, entonces, que su apreciación sobre los grupos migrantes que se establecen del lado chileno de la frontera se basa en la inscripción moral de una jerarquización étnica/nacional con base a supuestas características identitarias homogéneamente atribuidas a cada grupo nacional. En esta jerarquización, bolivianos y peruanos están por sobre venezolanos y colombianos.
Empero, su concepción de los migrantes bolivianos y peruanos –especialmente los primeros– contempla también estigmatizaciones que convierten incluso aquellos aspectos “más nobles” de su supuesta “forma de ser”, en problemas. Esto salió a luz cuando el Padre relató la negociación por los sueldos entre contratantes y bolivianos trabajadores en el Valle.
En su discurso, el Padre reproduce la visión de que los contratantes son chilenos y los trabajadores son migrantes y que, consecuentemente, comprende la negociación que se entabla ahí como estructurada en polos (“nosotros” y “los otros”). La frontera dada entre estos polos es nacional. Es curioso que lo plantee así tras haber iniciado la entrevista diciendo que los chilenos son el 1% en el valle y que todos los que están allí –bolivianos, chilenos, peruanos–, son aymara. Así, los chilenos son el 1% en el valle, pero están en la condición de propietarios que contratan a los demás. Son aymara como los trabajadores, pero lo que prima en la interpretación del conflicto de clases que hace el Padre es, precisamente, la frontera nacional. Es decir, los aymara de las tres nacionalidades donan algo “especial” al valle (están unidos, entonces, en este don común transferido al espacio). Pero los conflictos de clase entre ellos son observados como separándolos en una frontera de nacionalidad (están divididos jerárquicamente por nacionalidades y posición en el proceso productivo).
Estos relatos nos permiten definir que las fronteras identitarias entre migrantes y locales en Azapa son no solamente una construcción conflictiva, sino situacionalmente asimétrica. Permiten conjeturar que los vínculos identitarios conviven contradictoriamente y generan, además, delimitaciones asimétricas nacionales y de género, que operan a modo de fricción interétnica. Tal como definiera Cardoso de Oliveira (1963, p.46), los grupos étnicos “mantienen con la sociedad envolvente (nacional o colonial) relaciones de oposición, histórica y estructuralmente demostrables” y estas relaciones son fundamentalmente contradictorias: “la existencia de una tiende a negar la de la otra”. Así, la fricción interétnica en Azapa alude, precisamente a la característica básica de esta situación de contacto “entre poblaciones dialécticamente ‘unificadas’ a través de intereses diametralmente opuestos, aunque interdependientes, por paradójico que parezca” (Cardoso de Oliveira, 1963, p.46).
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