Deudas, mujeres y programas sociales en sociedades financiarizadas: resituando la “vida económica” en la intervención social
Debt, women and social programs in financialized societies: rethinking the “economic life” of social intervention
Fecha recepción: enero 2019 / fecha aceptación: junio 2019
Lorena Pérez-Roa1 y Lelya Troncoso Pérez2
Resumen
En un contexto de aumento sostenido en los niveles de endeudamiento por consumo y de financiarización de la política social, los programas sociales en Latinoamérica en general y en Chile particular, comienzan a incorporar la educación financiera como un eje transversal de los programas dirigidos a mujeres en situaciones precarizadas. En este artículo proponemos una crítica a los programas de educación financiera focalizadas en mujeres desde los aportes de los estudios de la moneda, las prácticas financieras y los estudios feministas. Desde estos enfoques buscamos problematizar las propuestas de educación financiera centradas en el desarrollo de habilidades financieras estándares en tanto se construyen desde nociones restrictivas de la vida económica e invisibilizan las dimensiones estructurales que reproducen la desigualdad de género. Las relaciones económicas en general y de deuda en particular son consideradas en este artículo como ventanas para poder comprender el sistema monetario y la introducción de las lógicas neoliberales en la intimidad de la vida de las familias y las mujeres precarizadas. De esta manera, se busca provocar a la disciplina sobre la importancia de resituar la discusión sobre la “vida económica” en los marcos de la intervención social y del Trabajo Social. Consideramos que perspectivas críticas y feministas permiten problematizar los supuestos discriminatorios que operan a la base de estos programas reproduciendo a las mujeres como sujetos carentes, irracionales e ignorantes que deben ser educados.
Palabras claves: deudas, mujeres, educación financiera, feminismos, estudios sociales de la moneda.
Abstract
In a context of continually increasing levels of indebtedness due to consumption and the financialization of social policy, social programs in Latin America in general and Chile in particular are starting to include financial education as a core fundamental of programs designed for women living in vulnerable situations. We suggest a critique of such women- focused financial education programs drawing on monetary studies, common financial practices and feminist studies. From there we intend to problematize any financial education proposals centered on developing standard finance skills because they are built atop restrictive notions of economic life and also obscure the structural aspects that continue to foment gender inequity. Economic relationships in general and debt more specifically are used in this paper as windows for understanding the monetary system and the incorporation of neoliberal logics into private family life and the lives of vulnerable women. The aim is to shift the thinking in our field about the importance of changing the conversation around “economic life” in the areas of social intervention and Social Work.
Keywords: debt, women, financial education, critical feminism, social studies of money
“Las mujeres en la lupa”: la inclusión financiera como código de lectura de la realidad económica
El comportamiento financiero de las mujeres chilenas ha sido monitoreado de cerca por la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras (en adelante SBIF) quienes hace más de una década desarrollan el informe de género en el sistema financiero. Dicho informe busca levantar información financiera para el diseño de políticas públicas en materia de equidad de género, dando cuenta de las diferencias entre hombres y mujeres en el acceso a productos de crédito y ahorro. Los resultados del último informe indican que del total de deudores del sistema financiero 2.5 millones son mujeres, siendo la deuda consumo su principal deuda. En relación al monto adeudado las mujeres deben en promedio 11 millones de pesos, mientras los hombres adeudan en promedio 16. La deuda representativa de las mujeres es 53,8% menor que la deuda de los hombres. Las mujeres tienen un comportamiento de pago mejor que el de los hombres: la deuda impaga de las mujeres alcanza el 2,2% y en el caso de los hombres esta asciende a un 2,4%. Con respecto a las conductas de ahorro de cada 100 cuentas de ahorro 58 están asociadas a mujeres y de las cuentas de ahorro para la vivienda el 68% corresponden a mujeres. A pesar de estas diferencias, sólo un 39% de las cuentas corrientes están contratadas por mujeres (SBIF, julio 2017). Las cifras parecen confirmar la idea popular de que las mujeres son “buenas pagadoras” y que sus conductas de consumo y ahorro privilegian las necesidades familiares por sobre las individuales. Sin embargo, y a pesar de sus “buenas” conductas, el mercado sigue confiando mayores montos y mejores condiciones crediticias a los hombres.
La Estrategia Nacional de Educación Financiera (ENEF) reconoce estas desventajas económicas de las mujeres definiéndolas como uno de sus públicos prioritarios para sus primeros años de funcionamiento. Esta decisión se justifica en tanto las mujeres se encuentran en una situación de menor inclusión financiera que los hombres por el acceso limitado al empleo, al emprendimiento, a los mercados financieros formales, así como por diferencias en normas sociales tratamiento legal y cultural con respecto a los hombres” (ENEF, 2017, p.10).
La apuesta es mejorar las habilidades financieras de las mujeres, en tanto responsables del bienestar económico de sus familias. Las habilidades que se espera las mujeres desarrollen a través de esta estrategia educacional son 23, las que abordan temas de consumo, ahorro, presupuesto, inversión, endeudamiento y ciudadanía económica. La estrategia focalizará sus acciones hacia mujeres beneficiarias de programas sociales y de fomento productivo.
Sin embargo, las mujeres susceptibles a ser beneficiadas por la estrategia, son en su mayoría mujeres activas en el mercado financiero y han sido participantes de diversas instancias de formación en educación financiera. Las políticas de transferencia condicionada que se han venido desarrollando en Chile en los últimos años han promovido la inclusión financiera a través de la entrega de beneficios sociales a través de tarjetas de débito. Gran parte de las beneficiarias de estos programas tienen tarjetas de débito. Según los resultados de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional, CASEN 2015, un 40% de las personas adultas del décil más pobre de Chile cuentan con una tarjeta de débito (Asociación de Bancos, 2018)
Ahora bien, no solo los instrumentos bancarios forman parte de los instrumentos financieros que poseen las clases populares en Chile, sino también los accesos a créditos de consumo se han masificado. En efecto, la entrada de las instituciones financieras no bancarias al mundo del crédito ha favorecido el acceso al crédito a una población que históricamente se encontraba marginada. Para Barros (2009) y Marambio (2011) la alta tasa de bancarización de los estratos medios y bajos se encuentra estrechamente ligada a los instrumentos del retail. Según la Asociación de Bancos, un 53% de los hogares utiliza tarjetas de crédito no bancarias (2016). Chile uno de los países en Latinoamérica con mayor penetración de casas comerciales en el mercado crediticio (Banco Central Chile, 2010). Las tarjetas de crédito de retail son las más presentes en los estratos bajos de la población. Del primer al quinto quintil en promedio un 20% de los adultos posee una tarjeta de estas características (Asociación de Bancos, 2018).
En este contexto de alta bancarización de los sectores populares desde la política social se han venido desarrollando distintos programas de Educación Financiera. El Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS), por ejemplo, ha desarrollado una línea de trabajo en la materia que busca enseñar a sus usuarios el manejo efectivo del dinero, la importancia del ahorro e inversión y cómo evitar el sobreendeudamiento. Este programa busca que las personas cuenten con herramientas que les permitan tomar decisiones informadas para no agravar su situación de vulnerabilidad, posibilitando un adecuado uso de los instrumentos financieros a los que tienen acceso (FOSIS, 2017). El Servicio Nacional del Consumidor (SERNAC) por su parte, desarrolla un programa de educación financiera para mujeres que busca entregarles información y preparación para que tomen mejores decisiones sobre el ahorro, la cotización de créditos y la planificación presupuestaria (SERNAC, 2017). Por el lado de la Fundación para la Promoción y Desarrollo de la Mujer, PRODEMU, al alero de su programa de autonomía económica, también educa a las mujeres para un buen manejo del dinero y las deudas.
Toda esta oferta programática dirigida a mujeres tiene dos supuestos de base: 1., que las mujeres no tienen las mismas habilidades financieras que los hombres y que deben asumir la responsabilidad en la gestión del dinero y las deudas en los contextos familiares; 2., que el dinero que circula en los contextos familiares es único, estático y, por ende, predecible y planificable. Ambos supuestos, tienen consecuencias directas sobre los procesos de intervención: las mujeres se transforman en moralmente responsables de llevar un “sano” endeudamiento en los espacios familiares y por ende, son los objetos prioritarios de intervención en educación financiera. En este artículo analizaremos estos supuestos desde un enfoque feminista crítico y los estudios sociales de la moneda.
Mujeres en “falta” de racionalidad financiera: una lectura desde el feminismo
Desde el ámbito de los estudios de género, y en particular desde corrientes feministas socialistas y anticapitalistas, ha existido un interés constante por analizar las desigualdades de género prestando atención a sus términos económicos (Sánchez, Beltrán y Álvarez, 2008) y a la economía política del patriarcado (Hennesy y Ingraham, 1997). Desde estos enfoques la labor de las mujeres constituye una de las principales fuentes de acumulación capitalista, particularmente las labores de cuidado no remuneradas (cuidado de niños/as, adultos mayores y enfermos/as) que cumplirían un rol clave en el empobrecimiento sistemático de las mujeres.
Desde una perspectiva feminista, abordar la educación financiera desde un enfoque centrado en la necesidad de mejorar las habilidades financieras de las mujeres es problemático, ya que invisibiliza las dimensiones estructurales que reproducen las desigualdades de género. Sería por lo tanto un modo de individualizar y despolitizar el problema social de la desigualdad de género, al asumir que la problemática que se debe corregir es la “falta de habilidades” y el inadecuado manejo efectivo del dinero de estas mujeres. El problema debería situarse más bien en las lógicas y dinámicas heterosexistas de mercado que re/producen un orden tradicional y estereotipado del género, en particular una división sexual del trabajo sexista que opera justificando y reproduciendo las desigualdades de género que supuestamente se quieren abordar. Se trataría de supuestos que representan a los hombres como proveedores más confiables, racionales y encargados del trabajo productivo, mientras que las propias mujeres son responsabilizadas por su falta de habilidades económicas, asumiéndose a su vez que las labores que le serían propias se vincularían a la reproducción, al cuidado, los afectos y la familia.
En un iluminador análisis sobre las respuestas que la política social mexicana ha desarrollado para el combate de la pobreza rural de mujeres Magdalena Villarreal (2007) sostiene que la mayoría de los programas para la pobreza que se desarrollan en México están destinados al fracaso ya que se sustentan en concepciones estrechas de la vida económica y social de las mujeres en contextos de precariedad. Para la autora, muchos de estos programas se construyen en base a un diagnóstico sobre aquello que las mujeres no tienen y lo que no son. Las mujeres son carentes de ingresos, de acceso a recursos y del poder suficiente para poder llevar sus vidas de buena manera. Este guion de la carencia y la falta se materializa en dos tipos de programas de combate contra la pobreza: aquellos que asume que las mujeres deben integrarse activamente a un sistema económico y financiero que desconocen y/o aquellos que ven a las mujeres como víctimas del sistema y carentes de futuro. Mientras la primera concepción desconoce las prácticas financieras cotidianas que desarrollan las mujeres para asegurar la subsistencia en contextos precarios, la segunda tiende a juzgar moralmente sus prácticas financieras y de consumo.
En este sentido, muchas etnografías económicas desarrolladas en Latinoamérica han documentado ampliamente múltiples dimensiones de las prácticas financieras de mujeres en contextos populares. En específico, los trabajos de Villarreal (2009, 2010) sobre prácticas financieras de mujeres rurales en Guadalajara, los trabajos de Hormes (2015) sobre las tensiones provocadas por la titularidad otorgada a las mujeres de los beneficios de las políticas de transferencia condicionadas en Argentina y de Wilkis (2013, 2015) del sentido del dinero en los barrios de la periferia de Buenos Aires, dan cuenta de una dimensión relacional de las prácticas financieras y de endeudamiento en contextos populares, que no tiende a ser considerada en los programas sociales. Las luchas cotidianas por hacer rendir los ingresos y responder a sus compromisos financieros involucran múltiples dimensiones de la vida cotidiana que son portadoras de diversos universos de sentido y que están sujetas a la influencia de las relaciones sociales, culturales y emocionales (Villarreal, 2010). Dichas dimensiones no suelen consideradas por los programas sociales que tratan al dinero y la moneda como un objeto neutro, pasivo y objetivable en su relación de valor.
Sin embargo, la moneda como todo proceso social, se enmarca y produce relaciones sociales de diferenciación social. La socióloga económica Viviana Zelizer (2005) los recursos financieros son marcados por lugares, periodos y relaciones sociales específicas que se construyen en los usos que los individuos hacen de ellas. Desde esta lectura, no existen monedas únicas, uniformes o generalizadas, sino que monedas múltiples que se distinguen en función de sus usos. Al poner la significación social de la moneda al centro del análisis, Zelizer suscita la atención en las relaciones intersubjetivas que se generan alrededor del dinero, demostrando cómo la moneda crea vínculos sociales. En la comprensión de las prácticas financieras se podría utilizar el mismo tipo de análisis. Los usos que los individuos dan a los dineros provenientes de los beneficios estatales, los préstamos familiares, y/o los trabajos remunerados no son los mismos, en tanto cada uno de ellos cumple una función diferente y sus usos se activan en contextos determinados. Por ende, si los programas sociales comprenden el dinero y sus usos en términos unívocos y estándares las representaciones y relaciones sociales que provocan pueden incluso perpetuar los problemas que buscan solucionar. En este sentido, el trabajo de Hormes (2010) sobre los efectos que provocan en la cotidianeidad de las mujeres la titularidad de los beneficios de los programas de transferencia condicionada señalan que las beneficiarias tienden a diferenciar y generizar los dineros y sus usos en función de su proveniencia: el dinero del trabajo sería masculino, mientras los provenientes a los programas sociales sería femenino. Estas distinciones tienden a reproducir los roles tradicionales de género que se supone buscan superar. Verónica Schild (2016) ha problematizado a su vez las lógicas neoliberales que han sustentado gran parte de “los proyectos sociales relacionadas con el género, diseñados para aliviar la miseria creada por sus propias políticas neoliberales” (p. 45). Esta reestructuración neoliberal de las políticas de género ha transformado a las mujeres en clientas y consumidoras, construyendo relatos que se alejan cada vez más de los valores feministas de la solidaridad y la colectividad al tratar a las mujeres como individuos aislados.
Los procesos de endeudamiento se constituyen también a la base de relaciones sociales. El uso de los instrumentos crediticios involucra una red social más amplia que se constituye a partir de las transacciones económicas y las prácticas financieras (Villarroel, 2008). En este sentido, los trabajos de Wilkis (2013, 2014, 2015) documentan el rol de las redes familiares para acceder al mercado del crédito y cómo estas relaciones se van transformando producto de las exigencias crediticias. Las exigencias de avales, por ejemplo, pueden expandir las relaciones sociales de la deuda más allá de la red familiar primaria (Pérez-Roa, 2014). Los trabajos realizados por la antropóloga norteamericana Clara Han (2011, 2012) confirman el carácter relacional de los procesos de endeudamiento. A través de un trabajo etnográfico longitudinal realizado en la población La Pincoya, Han (2011) describe cómo la participación en el sistema de crédito permite a las mujeres cuidar a sus familias. Para ella, el acceso a la economía del crédito produce un sistema de endeudamiento perpetuo que les brinda a las familias los recursos materiales para sobrellevar los costos vida en un contexto de precariedad laboral. El acceso a la deuda y el pago de los compromisos financieros en contextos de pobreza constituyen espacios morales y materiales de lucha por el cuidado de las familias. En este sentido, las transacciones económicas de la deuda, son demostraciones afectivas de las relaciones domésticas, son un gesto de cuidado hacia los demás. Estos gestos de cuidado se tensionan con las propias temporalidades de pago de la deuda, la escasez, las aspiraciones individuales de movilidad y las múltiples obligaciones de las relaciones de parentesco delineando así lo que la autora denomina una “micropolítica del cuidado” (p.25). Estos espacios de pequeñas representaciones afectivas favorecen el desarrollo de otras lecturas de análisis a los discursos de individualismo y al consumismo que han acompañado la expansión del crédito de consumo en la sociedad chilena.
Desde planteamientos feministas se ha problematizado la idea de una predisposición natural de las mujeres hacia el cuidado desde la noción de “ética del cuidado” (Gilligan, 1982; Tronto 1993; Tronto, 2013). Para Gilligan la disposición para el cuidado de las mujeres se debe a un aprendizaje moral surgido en el contexto de relaciones del cual han formado parte, estableciendo de este modo una crítica a explicaciones biológicamente deterministas que han naturalizado los cuidados como intrínsecamente femeninos (Álvarez, 2008). La dimensión moral apela a una valoración del cuidado, es decir a una ética particular. En esta misma línea Joan Tronto (1993; 2013) va a cuestionar el rol tradicional de las mujeres como encargadas de las labores de cuidado, proponiendo ubicar al cuidado al centro de lo que significa ser humanas y humanos. Esto implica ir más allá de cuestionar la desvalorización, naturalización y feminización del trabajo de cuidado que realizan las mujeres. Se apunta a cuestionar las lógicas mercantiles capitalistas que asumen sujetos racionales autónomos e individuales, siendo urgente apelar a una economía del cuidado centrada en “producir menos” y “cuidarnos más”. Estos enfoques de género apuntan, por lo tanto, a problematizar al “sujeto productivo” del neoliberalismo, para politizar el cuidado y ubicarlo al centro de las relaciones humanas, partiendo de la base de nuestra mutua dependencia y la dimensión relacional y afectiva como intrínseca a las relaciones humanas.
Una ética del cuidado sería en este sentido un cuestionamiento radical a las lógicas neoliberales que permean nuestra existencia y nos han convertido en un sociedades individualistas, deprimidas, meritocráticas, egoístas y depredadoras que vive en medio de una crisis medio ambiental sin precedentes.
Presupuestar los gastos y planificar la economía doméstica: los límites de la relación ingreso-egreso en sociedades altamente financiarizadas.
Los programas sociales (por ejemplo: Mujeres, asociatividad y emprendimiento, Mujer Emprende, Acceso al microcrédito, Yo emprendo semilla), tienden a desconocer los circuitos, usos y significados de las monedas y las deudas, construyendo sus planes de intervención desde el supuesto que la relación ingreso-egreso de las familias son estándares, predecibles y por ende administrables. Desde esta comprensión, los ingresos, egresos y deudas de una familia pueden materializarse en un presupuesto familiar. El presupuesto es una herramienta de intervención muy popular, que en muchos programas sociales utilizan para diagnosticar la situación económica de las familias, planificar el ahorro y modificar los comportamientos de consumo. Bajo un modelo de contabilidad empresarial los interventores ocupan el presupuesto para evaluar la situación de las familias deudores. El presupuesto es una herramienta que se desarrolla a partir de dos supuestos: la unidad presupuestaria y la unidad temporal. Es decir, el presupuesto supone racionalizar costos mensuales versus las unidades de gastos e ingresos cotidianos que realizan los hogares. Perrin-Heredia (2011; 2014) a través de un trabajo etnográfico realizado en Francia evidencia la inadecuación de esas categorías para dar cuenta del funcionamiento de los hogares. Para ella, estos modelos al mensualizar los ingresos y gastos no consideran la variabilidad temporal de los eventos, ingresos y gastos, que la mayoría de las familias experimentan. La idea de que existirían ingresos fijos que se renuevan mes a mes de manera idéntica y que, por ende, los ingresos pueden proyectarse en función de lo que pasó el mes anterior, no reconoce ni las fluctuaciones de los ingresos, ni el peso que tiene el acceso al mercado financiero en los hogares. Por lo general, estos instrumentos no permiten dar cuenta de la inestabilidad de ingresos asociados al mercado laboral, ni los usos que las familias hacen de los créditos como medio de extensión salarial.
Esta percepción de que los cálculos son mecanismos racionales que orientan las acciones de los individuos, es cuestionada desde los estudios sociales de la moneda quienes prefieren utilizar la noción de “marcos de calculabilidad” (Callon, 2009; Villarreal 2009, 2010) para dar cuenta de las prácticas financieras. Esta idea reconoce que la decisión económica involucra múltiples dimensiones de la vida cotidiana y se conjuga en términos sociales y culturales. Los marcos de calculabilidad refieren así a “marcos en los que ciertos sistemas de procesamiento de la información se habilitan o deshabilitan, de los márgenes para realizar interpretaciones y las herramientas que se cuenta para ello. Dichos marcos se generan y reproducen en las relaciones sociales” (Villarreal, 2008, pág., 393). Pensar la información financiera como una suma de datos objetivos que le permitirán a peronas usuarias tomar mejores decisiones financieras siguiendo el modelo rational choice theory, es negar que las transacciones financieras incluyen juegos de interpretación, inferencias y negociaciones sobre el valor atribuido a un recurso (Villarreal, 2007). En efecto, los trabajos de Villarreal (2009) muestran como en la administración de carencias que realizan las mujeres populares tienden a realizar “cálculos semanales” y a utilizar categorías nativas para referirse a sus ingresos/egresos. El vínculo ingreso-gasto, sólo adquiere sentido a través de las significaciones que los sujetos le imponen (García Sepúlveda, 2017).
Por otro lado, las categorías contables que se obtienen a través de las operaciones matemáticas básicas que los presupuestos buscan dilucidar (total de ingresos y gastos, mensualización y capacidad de pago) no son operaciones neutras, ellas contienen valorizaciones morales y socialmente situadas (Perrin-Heredia, 2014). El supuesto normativo de los presupuestos, supone que hay una manera “normal” y otra “menos normal” de gestionar el presupuesto familiar, donde las familias más pobres se ubicarían generalmente en los usos “no normales” ni racionales del presupuesto. Los programas sociales al utilizar estas herramientas “racionales” se permiten decidir sobre la jerarquía de los gastos, castigar los “malos gastos” e inducir conductas de ahorro desconectadas de la realidad económica y social de las familias más pobre. De ahí la relevancia de interrogar desde el Trabajo Social críticamente estos instrumentos. Más aún si consideramos que estos instrumentos son usados como herramientas para tomar decisiones en materia de prestaciones sociales. Objetivizar los gastos e ingresos no es una operación neutral, es una reducción de una realidad, que no solo desconoce los usos que las personas hacen de sus recursos, sino que también introduce la “falta” y la “carencia” como justificación moral de cuestionamiento de las prácticas económicas de las personas más pobres.
Sumado a lo anterior, resulta innegable obviar el papel del crédito en los presupuestos de los hogares y en las pautas de consumo en Chile popular. La exposición a una oferta extendida y diversificada de créditos dificulta aún más la posibilidad de objetivizar la relación ingresos/egreso de las familias (Pérez-Roa y Troncoso, 2019). En Chile el endeudamiento es una estrategia de amplificación del presupuesto familiar en los hogares de clase media y bajas que no ha transformado las condiciones objetivas de las familias (Marambio, 2011). Muchas necesidades básicas se pueden responder vía crédito consumo, por ende, saber con cuanto cuento para llegar a fin de mes se vuelve un monto abstracto.
La fuerza de la entrada del crédito de consumo en el mundo popular fue observada en el trabajo etnográfico realizado por Wilkis (2014) en la periferia de Buenos Aires quien sostiene que la extensión, la pluralidad y la simultaneidad de la oferta del crédito para las clases populares indican una dependencia al endeudamiento. El crédito se presenta como la única vía de consumir en contextos de precariedad y el endeudamiento es gestionado e incorporado como parte del presupuesto de los hogares. Las familias desarrollan así una serie de estrategias para evitar que esta situación de endeudamiento se desborde. Estas estrategias que van desde extender las redes de apoyo económico a ampliar las redes financieras y explotar la fuerza de trabajo (Pérez-Roa y Donoso, 2018) abren nuevas aristas para el abordaje de los procesos de endeudamiento en las clases populares. Ya no estamos hablando de personas no incluidas financieramente, sino que de personas que deben gestionar un endeudamiento en contextos de precariedad y que para hacerlo movilizan recursos y dineros de un lugar a otro para poder llegar a fin de mes.
Ahora bien, lo que distinguiría a la sociedad chilena de otras sociedades financiarizadas es la falta de protección social con la que los individuos se enfrentan al proceso de masificación del mercado de los créditos de consumo. Esta ausencia de una institucionalidad que proteja el accionar de los individuos en el espacio económico, quedó claramente de manifiesto en los últimos escándalos financieros provocados por “La Polar”, empresa del retail comercial que desarrolló un sistema de repactación unilateral de deudas, la colusión de las farmacias (2007, 2015), e incluso en la gran adhesión social que el movimiento estudiantil del año 2012 logro bajo el eslogan “no al lucro” (Figueroa 2013). Todos estos casos han evidenciado la desprotección de los consumidores frente al mercado crediticio y han provocado, no sólo la reacción en la institucionalidad pública (creación del Servicio Nacional del Consumidor SERNAC, la ley Nº 20.720 de creación de la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento, solución a las demandas de los deudores educacionales, entre otros) sino que también han evidenciado cómo el riesgo financiero ha sido traspasado directamente a los individuos (Lazaratto, 2011). La colusión de precios, las elevadas tasas de interés y las exigencias de avales anuales de los créditos educativos (Pérez-Roa, 2014a; Pérez-Roa, 2014b; Pérez, 2015) son claros ejemplos de cómo las instituciones crediticias traspasaron el riesgo financiero de abrir el mercado crediticio a estratos sociales más desfavorecidos directamente a los individuos y sus familias.
En este sentido, tratar a las mujeres desde la “falta” de habilidades y usar los presupuestos como una técnica de intervención que “objetiviza” la realidad económica de las familias puede propiciar una mirada moralizante de la vida económica de las mujeres, que defina a priori cómo deben consumir, planificar sus gastos y responder a sus deudas. Desde esta mirada, si una mujer hace mal uso de sus créditos y se “sobreendeuda” es porque algo “le faltó”: mayor capacidad de anticipo, mayor capacidad de ahorro, mayor humildad para asumir que no puede gastar más de lo que tiene, prudencia. Posición que no solo niega los obstáculos estructurales que promueven la desigualdad de género, sino también, deslegitiman el uso que un importante número de mujeres hacen del crédito. Mujeres que son catalogadas como “irracionales” por pedir un crédito para poder finalizar el mes.
Desde una perspectiva feminista de intervención e investigación social es necesario problematizar los supuestos sexistas que se encuentran a la base de estos programas, intervenciones y propuestas, para apostar a construir nuevos conocimientos y prácticas basadas en las experiencias de las propias mujeres (Brooks, 2007; Harding, 1996). Esto significa dejar de considerarlas de antemano como sujetos carentes, “irracionales”, ignorantes o víctimas, y pasar más bien a valorar las prácticas financieras que desarrollan, apostando a la necesidad de comprender sus lógicas, éticas y usos particulares. Desde un feminismo del punto de vista (Brooks, 2007) debemos llevar a cabo investigaciones que se guíen por principios éticos y políticos explícitos que busquen ver y comprender el mundo desde las experiencias de mujeres subyugadas para aplicar esta visión y conocimiento en propuestas de activismo y cambio social anti-sexistas. En este caso deberíamos estudiar las estrategias y prácticas de administración de ingresos y gastos de las mujeres en cuestión, comprendiendo los significados asignados a estas prácticas financieras, sus usos y sentidos entendidos no como propios de una racionalidad individual, sino de dinámicas relacionales y sociales más complejas. Con esto no queremos idealizar ni romantizar a las mujeres como grupo, ni asumir que el manejo de las finanzas depende primariamente su experticia particular como si no se vieran afectadas siempre por las dimensiones estructurales de la desigualdad de género. Más bien queremos contribuir a problematizar el sexismo inherente a estos programas dirigidos a solucionar problemas que de antemano están sesgados desde perspectivas androcéntricas, condescendientes y discriminatorias que terminan por reproducir el problema que supuestamente estarían abordando. Al cuestionar aquello que suponemos es el problema que se está abordando desde una perspectiva crítica y feminista (Montenegro y Puja, 2003) podemos invertir estas lógicas, validando y reconocimientos otros saberes, experiencias y conocimientos situados (Haraway, 1995) que sin duda pueden nutrir prácticas de investigación e intervención menos sesgadas y discriminatorias.
Conclusión
En un contexto de financiarización de la vida social, de profundización y masificación de acceso al crédito y de extensión del endeudamiento en los segmentos populares, los programas sociales han comenzado a desarrollar programas de educación e inclusión financiera. Dichos programas, dirigidos en su gran mayoría a mujeres, se estructuran desde el supuesto de que las mujeres y sus familias “no acceden” o acceden de “mala manera” a los instrumentos financieros. Toda esta oferta programática dirigida a mujeres tiene dos supuestos de base: que las mujeres son las principales responsables de la gestión del dinero y las deudas en los contextos familiares; y que el dinero que circula en los contextos familiares son únicos, estáticos, y por ende, predecibles y planificables. En este artículo criticamos estos supuestos a la luz de los aportes de los feminismos críticos y los estudios de la moneda. Desde ahí proponemos considerar los significados y usos de las monedas y de las relaciones de endeudamiento en los contextos populares. Acceder al crédito en contextos populares implica activar redes de intercambio, de solidaridad y de cuidado que implican transacciones económicas y sociales. Estas redes involucran particularmente a las mujeres, quien son las encargadas de responder a los compromisos financieros y gestionar la precariedad en contextos adversos. Desde ahí la relevancia de considerarlas como mujeres activas en el mercado financiero con accesos desiguales al mercado del crédito. Dicho de otra manera, de poner el foco en la desregulación de los accesos más que en la “falta” o “carencia” de recursos de las mujeres.
La gran mayoría de los programas sociales que se desarrollan en el ámbito de la educación financiera utilizan los presupuestos familiares como la herramienta para diagnosticar y planificar una intervención en la gestión económica de los hogares. Valorizado por su capacidad de “objetivar” los ingresos y egresos de las familias, los presupuestos no consideran la variabilidad temporal de los eventos, ingresos y gastos, que la mayoría de las familias experimentan. La precariedad en las condiciones laborales y la extensión salarial que ha implicado el acceso al crédito son recursos que fluctúan mensualmente y que por ende dificultan su predictibilidad. Por otro lado, el presupuesto es una herramienta que permite que los interventores realicen juicios morales sobre los compartimientos económicos de las mujeres y sus familias. Esta situación no solo desconoce las prácticas financieras de las mujeres, sino que también justifican un discurso de superioridad moral reproductor de desigualdad social.
A partir de lo expuesto consideramos que los procesos de endeudamiento deberían ser comprendidos como “circuitos relacionales”. Esta idea retoma la noción de “circuitos comerciales” de Zelizer (2006) asumiendo que los procesos de endeudamiento se componen de relaciones y vínculos interpersonales que, tal como lo establece Barros (2011), demarcan rutas de transacciones crediticias definidas a partir de los usos y las significaciones de la deuda. Lo anterior implica suponer que, más allá de ser una suma monetaria de deudas (Han, 2012), el endeudamiento, implica transacciones y relaciones de orden social, cultural y simbólico.
Las prácticas financieras, los usos de las monedas y las redes de endeudamiento constituyen parte de la vida económica de los sectores populares en Latinoamérica, sin embargo, no se han constituido como un objeto de estudio relevante para el Trabajo Social. En un contexto de colonización de la vida social por la economía y de financiarización de la vida social consideramos relevante desarrollar un programa de investigación en esta línea, que permita resituar la reflexión sobre la vida económica en el campo de la intervención y el Trabajo Social. Consideramos que perspectivas críticas y feministas permiten problematizar los supuestos discriminatorios que operan a la base de estos programas reproduciendo a las mujeres como sujetos carentes, irracionales e ignorantes que deben ser educados.
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