La psicología como eje en la defensa de los derechos humanos: De lo individual a lo colectivo

 

Recepción: 29 de noviembre de 2024 / Aceptación: 9 de diciembre de 2024

 

Entrevista a la presidenta del Colegio de Psicólogos y Psicólogas de Chile A. G., Francisca Pesse H. Por la directora de la carrera de psicología de la Universidad Central de Chile y directora de Revista Liminales,
Escritos sobre psicología y sociedad,
Dra. Carolina Pezoa C.

 

DOI: https://doi.org/10.54255/lim.vol13.num26.932

Licencia CC BY 4.0.

 

CP: Buenas tardes. Primero que todo, para empezar, necesito tu nombre completo y el cargo que desempeñas actualmente para iniciar la entrevista.

FP: Bueno, mi nombre es Francisca Pesse Hermosilla y, en el presente, soy la presidenta del Colegio de Psicólogas y Psicólogos de Chile.

 

CP: Perfecto. Esta entrevista se contextualiza y tiene interés para nosotros realizarla debido al desarrollo que tú has tenido en el ámbito de la defensa y protección de los derechos humanos. ¿Cómo te interesaste por la psicología y los derechos humanos? Trabajas desde la perspectiva de la dictadura chilena, ¿no?

FP: Bueno, yo crecí en dictadura, así que mi activismo en el terreno de los derechos humanos comienza antes de estudiar psicología. Comienza en dictadura, durante el proceso en el que se estaban cometiendo graves violaciones a los derechos humanos.

En esa época, esto ya era un gran tema para mí. Yo era estudiante secundaria y, luego, estudiante universitaria. Así que, para mí, el activismo en pro de la defensa de los derechos humanos comienza durante mi adolescencia. Después llegué al tema desde la psicología.

Primero trabajé en psicología comunitaria en un centro de atención de niños, niñas y adolescentes (NNA) de la red SENAME. Luego en una escuela especial, es decir, siempre vinculada a fenómenos relacionados con la vulneración de derechos. Más adelante, llegué a trabajar en la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura.

Desde entonces, uno de los ejes de mi desarrollo profesional ha sido la erradicación de la tortura. La verdad es que el trabajo en la Comisión fue durísimo, pero también muy enriquecedor. Marcó un antes y un después en mi desarrollo como psicóloga.

 

CP: Perfecto. Entonces, desde ahí, ¿nos puedes apoyar tal vez dando una breve definición de los efectos psicológicos de la dictadura en la población chilena?

FP: Bueno, el estudio de los efectos de la tortura, por lo menos en América Latina, está bien desarrollado en el contexto de procesos sociopolíticos donde se han cometido graves violaciones a los derechos humanos.

En algunos momentos, se consideró que la tortura y las graves violaciones a los derechos humanos se limitaban a contextos de violencia política. Los efectos están relacionados con un tipo de trauma particular, que tiene ciertas características algo distintas de otras experiencias traumáticas, como las relacionadas con delitos comunes o desastres.

Con el tiempo, se ha podido constatar que los efectos de la tortura presentan matices diferentes dependiendo de si se cometen en contextos de violencia política o no.

Hay distintos autores que han desarrollado líneas de trabajo en este campo. En Alemania, post-Holocausto, Bruno Bettelheim se refiere a un proceso de traumatización extrema. En América Latina, Ignacio Martín-Baró habla de trauma psicosocial. Por su parte, Bessel van der Kolk y Christine Courtois desarrollan el concepto de trauma complejo, que colegas como Elizabeth Lira y Jorge Barudy, entre otros, han trabajado posteriormente.

Este concepto se refiere a una secuencia de experiencias traumáticas relacionadas con algún tipo de abuso o violencia, incluyendo la violencia política. Algo muy parecido sucede en contextos de violencia sexual, especialmente contra niños y niñas, cuando el perpetrador es una persona cercana.

La persona siente una suerte de fracaso, una incapacidad para responder a un evento que es anormal. Es como la reacción frente a una situación crítica, donde las estrategias de afrontamiento que tiene la persona no le sirven para resolver ni procesar esa experiencia. Ese fracaso genera una crisis psicológica: la persona se siente desbordada, sobrepasada.

Cuando una persona es expuesta de manera prolongada y sucesiva a situaciones traumáticas, hablamos de trauma complejo.

El impacto de este tipo de experiencias es estructural, es permanente. Uno puede hablar de que las personas son, de acuerdo a su trayectoria biográfica, de una cierta manera hasta que viven este tipo de experiencia; después se redefinen, cambian y cambia también su forma de relacionarse con el mundo y con los demás.

Esto produce un efecto amplificador del trauma, porque tiene un impacto secundario o indirecto en la familia, en la comunidad; es un efecto expansivo.

Desde esta esfera de lo traumático, también hay otra sintomatología que tal vez sea más invisible, pero igualmente permanente, como es la sensación de miedo e incertidumbre.

 

CP: Entonces, ¿qué es lo que queda ahí, en las personas? ¿Qué sientes que todavía puede permanecer en la esfera de lo postraumático y cómo se maneja eso?

FP: Bueno, en Chile hemos tenido la posibilidad de documentar traumas de larga data por violencia política.

Cerca de la experiencia traumática, y desde lo clínico, lo más frecuente es encontrar como eje central el trastorno por estrés postraumático (TEPT) y otros cuadros asociados, como la depresión, los trastornos de ansiedad, las fobias, los trastornos somatomorfos, el abuso de sustancias y el cambio permanente de la personalidad. Estas combinaciones sintomatológicas, además, van variando con el tiempo.

Sin embargo, lo que se observa en todas estas personas es una especie de fisura en el vínculo primario. En el fondo, lo que se rompe aquí es la confianza básica en otros seres humanos, producto de la gravedad de la vulneración cometida por personas que supuestamente debían proteger y no violentar. Es muy difícil integrar este tipo de experiencias, en las que otro ser humano actúa de manera inesperada y sorprendentemente violenta.

Por eso, a diferencia de otros tipos de trauma, este tipo de experiencias no permite que la trayectoria del proyecto de vida se restablezca naturalmente. En un gran número de casos, requiere intervención profesional, ya que la trayectoria postraumática está asociada en un 90% a problemas psicopatológicos y psicosociales.

La mayoría de los cuadros se cronifican, siendo el TEPT y la depresión los más comunes. Incluso 40 o 50 años después, lo que se observa son algunos síntomas residuales. No necesariamente el cuadro completo, pero lo curioso es que los síntomas que permanecen en el tiempo lo hacen con la misma intensidad del inicio.

 

CP: Bueno, pasemos al tema de la memoria y el testimonio. Nos hablabas recién del testimonio de las víctimas en el proceso de sanación, y también nos gustaría saber cómo se aborda la memoria colectiva en la psicología del trauma.

FP: Yo diría que este es quizá uno de los temas menos abordados desde las políticas de reparación: la memoria colectiva.

En los procesos de reparación, este es uno de los grandes temas donde hay una deuda significativa. Creo que esto tiene que ver con una apuesta por un modelo muy clínico, y con nuestra forma de entender la salud de manera predominantemente clínica y hospitalocéntrica, ¿no?

Por lo tanto, los programas de reparación para personas sobrevivientes y sus familias están dentro de la red de salud, ajustándose a las estrategias de intervención de esos dispositivos asistenciales.

En cuanto a otras iniciativas de reparación fuera del ámbito de la salud, en la construcción de un relato colectivo, Chile cuenta con una red de sitios y museos de la memoria. Sin embargo, creo que esto responde a una lógica algo museográfica.

Respecto a si estos espacios logran dar cuenta de lo sucedido durante la dictadura, como en todo, no todos los sobrevivientes suscriben las versiones que se presentan en cada lugar. Pienso que falta desarrollar relatos locales de cada comunidad, no solo relacionados con las violaciones a los derechos humanos, sino también con todo lo vivido durante ese período tan difícil de nuestra historia. Hubo barbarie, pero también mucha solidaridad y sobrevivencia gracias a la organización en espacios colectivos. Eso forma parte de nuestra memoria histórica y es fundamental que las generaciones posteriores lo conozcan.

Muchas personas fueron brutalmente vulneradas. Entonces, ¿cómo se construye desde ahí un relato colectivo sobre lo que sucedió, sobre lo que vivieron esas personas y sus comunidades?

Por ejemplo, hay lugares como poblaciones que se formaron a partir de tomas de terreno. Muchas personas que llegaron a vivir allí después de la dictadura desconocen la historia de esos lugares, a pesar de que algunos de los antiguos habitantes se quedaron.

Hace poco tiempo, tuve la oportunidad de conversar por casualidad con una persona que me contó que había nacido y crecido en Lo Hermida. Durante la dictadura, esa población recibía visitas de colegios católicos que realizaban trabajos voluntarios. Uno de esos colegios era el mío.

Esta mujer me contó cómo, siendo una niña pequeña, esperaba los buses de los colegios y nos veía llegar. Para ella, los momentos más felices de aquellos años estaban relacionados con esas visitas, con la solidaridad, con las celebraciones como las navidades, en épocas en las que no había ni para comer. Esos encuentros eran una especie de remanso dentro de la eterna crisis.

Por mucho tiempo pensé que ese trabajo no había tenido impacto alguno, que no era recordado por nadie, y mucho menos como algo significativo. La mujer notó mi impresión, quizá por mi expresión, y al despedirse me dijo: “Si tú creías que no fue importante lo que hicieron en esos años, estabas equivocada. Quiero que sepas que fue importante y que yo fui muy feliz durante esas visitas”.

Al alejarme, se me llenaron los ojos de lágrimas y pensé: ¿Dónde están escritas estas historias? ¿Qué pensarán los niños, niñas y jóvenes de hoy sobre esto?

 

CP: Bueno, ya entrando en estos procesos de intervención y de apoyo desde la misma disciplina, ¿qué intervenciones psicológicas son más efectivas para las víctimas? ¿Cómo se puede trabajar con sobrevivientes para reconstruir su identidad y sentido de comunidad?

FP: Yo diría que los modelos de intervención y los enfoques psicoterapéuticos utilizados en América Latina, al menos durante las dictaduras de los años 70 y 80, para asistir a víctimas de graves violaciones a los derechos humanos, estuvieron muy relacionados con el psicoanálisis. Hay mucha documentación y estudios cualitativos sobre estas intervenciones y sus fundamentos.

En Chile, esa experiencia fue la base para tomar decisiones en la implementación de políticas públicas de salud, como el PRAIS. La primera normativa técnica fue muy fiel a la experiencia de esos equipos. Sin embargo, con el tiempo se ha descubierto que las terapias más efectivas para tratar traumas crónicos emplean otro tipo de técnicas. Muchas de estas provienen de la neuropsicología y de enfoques cognitivo-conductuales.

Las terapias de tercera generación dentro del modelo cognitivo-conductual, en general, funcionan muy bien para procesar experiencias traumáticas. Técnicas como la estimulación bilateral cerebral (EMDR) y la técnica de integración cerebral (TIC) han demostrado ser altamente efectivas en el manejo sintomatológico y en la obtención de resultados positivos en pocas sesiones. Estas técnicas se combinan con enfoques de elaboración o reprocesamiento cognitivo.

Aunque inicialmente estas metodologías fueron recibidas con desconfianza, cada vez son más utilizadas. Por ejemplo, comenzaron a usarse de forma más amplia en Japón en contextos de desastres naturales.

En el caso de Chile, el PRAIS, como política pública de reparación en salud para sobrevivientes de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, está actualizando su normativa técnica e investigando estos nuevos enfoques para incorporar lo que sea más efectivo.

 

CP: En situaciones en las que ya nos has hablado sobre el sentido de comunidad y la identidad, ¿cómo se da ese proceso?

FP: Cambian las personas, y sin duda también cambia la comunidad.

 

CP: ¿Cambia la comunidad?

FP: Sí, yo diría que la transformación es general y, lamentablemente, suele ser negativa.

Cuando se fisura la confianza básica en el otro, predomina la desconfianza. Esto lleva a que las personas tengan relaciones más complejas y, de algún modo, se adapten fácilmente a un contexto marcado por el individualismo.

En cuanto a la construcción de una identidad colectiva, creo que la única forma de contrarrestar esta tendencia hacia la individualización, que ha predominado en los últimos años, es promover un retorno a lo colectivo y a la organización social.

Y entonces, ¿qué pasos se pueden dar para instalar una cultura respetuosa de los derechos humanos y reconocer los riesgos de retrocesos autoritarios? Es esencial combatir en todos los espacios las conductas abusivas en general.

Cuando hablamos de la prevención de la tortura, creo que es muy importante entender que este fenómeno no está restringido a períodos históricos o a procesos de crisis y violencia política. La tortura ha existido y sigue existiendo de manera cotidiana, especialmente en espacios donde hay personas bajo custodia. Se produce por diversas razones.

Ponernos de acuerdo en que estas conductas son inadmisibles no es suficiente. Para prevenirlas, no basta con tomar acuerdos; es necesario también educarnos y educar a las futuras generaciones con una lógica diferente. Este desafío no es menor, porque recordar y conocer un poco sobre derechos humanos no es suficiente.

La experiencia del estallido social o la revuelta en Chile nos mostró de manera violenta que estos conocimientos no bastan para cambiar las conductas de quienes tienen el potencial de convertirse en perpetradores. Esa, al menos, es mi experiencia.

 

CP: Nos gustaría saber tu opinión respecto a estos procesos de justicia transicional y cómo se puede utilizar la psicología para apoyar la verdad y la reconciliación en sociedades postconflicto.

FP: Mira, retomando algunas de tus palabras, me gustaría puntualizar que la tortura no comienza ni surge como problema en Chile con la dictadura cívico-militar de Pinochet. Hasta mediados del siglo XX, los tribunales en Chile permitían sancionar con azotes.

Por otro lado, la práctica de la tortura ha existido siempre. ¿Hubo comisiones de verdad antes de las que reconocieron los crímenes durante la dictadura? Sí, hubo comisiones en dos períodos, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

El 11 de septiembre de 1973, en algunos espacios bajo la dependencia de Carabineros, se utilizó la parrilla y la electricidad para torturar desde el primer día. Esto significa que los implementos ya estaban disponibles, y la tortura era una práctica habitual, aunque no por razones políticas, sino aplicada a personas sospechosas de haber cometido delitos.

Cuando trabajé en la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, muchas veces el momento de quiebre en el testimonio era precisamente ese: cuando la persona contaba que había recibido un trato propio de delincuentes, sin haber sido delincuentes. Eso era lo humillante, lo vejatorio: haber sido tratados de manera inhumana, como si esa forma de trato fuera justificable para otro tipo de grupos. Así de enraizada estaba la tortura en nuestra comunidad.

En Chile, incluso hoy, cuando se detiene a alguien en contextos como los del estallido social o la revuelta, estas acciones son practicadas por la policía desde el primer día. Te encuentras con una comunidad que dice: “Bueno, pero, ¿para qué te metes ahí?”. Es como si existiera una justificación implícita para permitir tratos crueles en ciertos marcos sociales. Por eso, llegar a un acuerdo colectivo que prohíba la tortura en cualquier contexto implicaría algo así como “un salto cuántico”.

Por ejemplo, cuando se habla de las condiciones vejatorias en las cárceles, la gente suele decir: “Bueno, pero son delincuentes, no les vamos a pagar un hotel de cinco estrellas”. Este tipo de discurso, tan extendido, refleja la idea implícita de que quienes cometen delitos y cumplen condenas no son personas, sino que pertenecen a otra condición. Creo que este es un tema que no hemos abordado de manera adecuada.

Actualmente, incluso vemos un retroceso en el discurso pro-derechos humanos. Se habla de un “estallido delincuencial”, y se acusa a quienes trabajamos en derechos humanos de defender los derechos de los delincuentes. Se promulgan leyes como la Naim Retamal o la ley antibarricadas, en espacios donde supuestamente había consenso sobre la prohibición absoluta de ciertas prácticas por parte de agentes del Estado. Esto demuestra que una experiencia brutal no siempre genera un “nunca más” o garantiza la no repetición.

Tal vez sea importante mencionar que durante la dictadura cívico-militar ocurrió algo que quizá fue inédito: la tortura, las ejecuciones extrajudiciales y la desaparición forzada afectaron también a personas de clase alta. Por ejemplo, el asesinato de Carlos Prats y Orlando Letelier son casos emblemáticos.

Asimismo, durante el estallido social vimos a las fuerzas policiales disparar lacrimógenas y balines indiscriminadamente contra los rostros de las personas, sin importar su condición social.

En cuanto a la justicia transicional, la psicología ha desempeñado un rol crucial en la administración de justicia, gracias a ciertos estándares establecidos por Naciones Unidas, que han generado lineamientos para la investigación y documentación eficaz de la tortura.

En este contexto, además de tratados como la Convención contra la Tortura de Naciones Unidas y la Convención Americana para Prevenir y Sancionar la Tortura en el sistema interamericano, existen documentos técnicos como el Protocolo de Estambul y el Protocolo de Minnesota, ambos ya en su segunda versión.

Estos protocolos establecen lineamientos para abogados, médicos y psicólogos que trabajan en la investigación y documentación de la tortura y de muertes potencialmente ilícitas. En este sentido, la psicología es una herramienta fundamental: no solo recoge el testimonio de las víctimas con técnicas específicas, sino que también documenta el daño causado por la tortura y lo presenta como evidencia ante la justicia, siguiendo ciertos estándares en informes especializados.

Llegué en 2007 a trabajar al Servicio Médico Legal (SML) en el Programa de Derechos Humanos, que se haría cargo del proceso de reidentificación del Patio 29 y otras causas de desaparición forzada. Esto se debía a que se había hecho público que existían errores en las identificaciones realizadas en los años 90. En ese contexto, se convocó a un Comité Internacional de Expertos y se creó un Programa de Derechos Humanos dentro del SML, con un equipo especializado en identificación forense que dependía directamente del director nacional de ese entonces, Patricio Bustos Streeter (Q.E.P.D.).

En paralelo, se formó un pequeño equipo psicosocial para acompañar a los familiares durante el proceso de identificación, toma de muestras de sangre, exhumaciones, entrega de resultados y restos, entre otras etapas.

En 2006, había participado en un proyecto del Instituto Interamericano de Derechos Humanos (IIDH) para formar psicólogos y abogados en estrategias multidisciplinarias de litigio y documentación de la tortura. Allí nos presentaron el Protocolo de Estambul. No estoy segura si fue ese año o el anterior cuando hubo una sentencia por torturas en el caso de la Academia de Guerra Aérea. En esa ocasión, el juez excluyó a todos los sobrevivientes que no tenían diagnóstico de TEPT, al considerar que, al no existir el diagnóstico, no había habido tortura. Los peritajes, realizados en su mayoría por el SML, eran psiquiátricos y mostraban una pésima interpretación de la información. Esto generó gran molestia tanto en los organismos de derechos humanos como hacia el propio SML.

Por esa razón, presenté una propuesta al director nacional para implementar el Protocolo de Estambul en el SML. Esto ocurrió a fines de 2007. Una vez aprobada la propuesta, comencé a trabajar con otras áreas del SML, como salud mental y clínica, que realizaban los peritajes de constatación de lesiones. Me mantuve a cargo de esta iniciativa hasta 2020, cuando llegó un director de derecha y me retiró de esa labor.

Durante ese tiempo, además de realizar acompañamientos, recorrí Chile realizando capacitaciones, convocando a expertos y promoviendo la adopción del Protocolo de Estambul. En 2009, el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas felicitó la iniciativa del SML e instó al Estado chileno a redoblar esfuerzos destinando recursos para capacitar a expertos. En esa época, no existía el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), que se creó en 2010, marcando un antes y un después en mi trabajo.

A partir de 2010, comencé a colaborar con el International Rehabilitation Council for Torture Victims (IRCT), organizando capacitaciones para formar peritos del SML, organizaciones de derechos humanos, PRAIS, la Fiscalía Nacional y el INDH, entre otros. En el Informe Anual de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales de 2013, se menciona el proyecto para implementar el Protocolo de Estambul desde el SML como una “externalidad positiva” del Programa de Derechos Humanos vinculado a los procesos de reidentificación.

En 2015, participamos en un seminario organizado por la Fiscalía Nacional. Aunque ya había claridad sobre la tortura durante la dictadura, con el INDH comenzamos a enfocarnos en la tortura en democracia. En ese seminario, se acordó que el Fiscal Nacional emitiría un instructivo para todos los fiscales del país, estableciendo las diligencias mínimas a realizar en casos de violencia institucional o apremios ilegítimos.

En ese tiempo, el tipo penal no se denominaba tortura; estábamos a casi 40 años del golpe de Estado y aún no se reconocía formalmente. Esto cambió en noviembre de 2016, cuando se promulgó la ley que tipifica el delito de tortura. A partir de entonces, aumentaron considerablemente las solicitudes relacionadas.

Actualmente, hay pocas condenas por tortura. Este es el tipo penal más gravoso, pero también existen figuras como apremios ilegítimos y vejaciones injustas, de mayor a menor gravedad. Desde 2016, hemos registrado entre 8 y 9 condenas, la mayoría por apremios. En estos casos, la documentación de la tortura y el daño psíquico ha sido clave.

Al inicio, revisábamos todas las sentencias y notábamos que los jueces no mencionaban el Protocolo de Estambul. Participé como perito en un caso donde no hubo tortura física en el sentido común del término, sino graves sufrimientos infligidos por agentes del Estado a una menor de edad, quien fue obligada a presenciar la muerte de un amigo. Este caso permitió documentar el sufrimiento y el daño, y hubo condena por tortura.

Es bien insólito, pero en Chile la tortura siempre se asocia al daño físico, mientras que el daño psicológico se considera algo menor, incluso en la ley de tortura. Esta le otorga penas más bajas al daño ocasionado por tortura psicológica o por anulación de la personalidad, como la denomina el Código Penal. De hecho, el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas nos ha solicitado corregir ese aspecto de nuestra normativa.

Yo diría que, desde 2016 en adelante, ya no hay dudas, al menos en la administración de justicia, de que la tortura existe, es sancionable y que el instrumento que debe usarse para su documentación es la última versión del Protocolo de Estambul. Así que cubrir la necesidad de formación en el Protocolo de Estambul para abogados, médicos y psicólogos es importante, aunque no suficiente.

Actualmente, en Chile, el Protocolo se aplica institucionalmente en el Servicio Médico Legal (SML). Eso ya está instalado, pero eso no significa que todos los informes sean de alta calidad. Ese es el desafío actual: garantizar la calidad. Lo menciono porque, cuando comencé este trabajo en 2007, sí existían dudas sobre por qué era necesario usar un tipo de pericia diferente para víctimas o presuntas víctimas de tortura o apremios. Esto costó mucho trabajarlo con médicos y psicólogos en su momento.

Al inicio, había mucha resistencia. El nuevo estándar se veía, de alguna manera, como un mecanismo que podría interferir con la imparcialidad. Me costó mucho comprender esa percepción, pero finalmente lo entendí al analizar cómo se había desarrollado históricamente el proceso de peritajes de salud mental en el SML. Comprendí el tipo de peritajes que se realizaban antes de la reforma procesal penal y el contexto en el que se incorporó la psicología como disciplina en el SML.

Tuvimos que realizar un trabajo de sensibilización previo a la implementación del Protocolo de Estambul. Trajimos expertos y mostramos por qué era necesario usar este estándar. Creo que, actualmente, esa cuestión ya no está en duda, y me quedo con esa tranquilidad.

En mi opinión, el desafío actual está en la sociedad civil. Es necesario fortalecerla, porque, según mi experiencia, el Estado no es suficiente. Tener una sociedad civil capacitada e instruida en estas materias es fundamental para la administración de justicia.

 

CP: Bueno, hay varios aprendizajes que se han tomado de la historia, ¿no? Tú los has develado en la entrevista. No solo para prevenir futuros eventos, sino que queda claro que todavía hay violaciones a los derechos humanos, ¿cierto?

FP: Todos los días, lamentablemente.

 

CP: ¿Y la psicología en el contexto de la protección de los derechos humanos en Chile? ¿Qué dirías al respecto para cerrar con tus últimas palabras? ¿En qué estamos y hacia dónde vamos? Tal vez también somos parte de la formación de esta sociedad civil.

FP: Yo diría que hay poca conciencia de cuán importante y gravitante puede ser la psicología, no solo en el campo de la prevención de las violaciones a los derechos humanos, sino también en comprenderla como una disciplina que se relaciona directamente con el acceso y ejercicio de estos derechos. Cuando hablamos de salud, entendemos que abarca el bienestar psicológico, físico y social.

Cualquier problema que atente contra el bienestar humano debería ser de interés para nosotros como psicólogas y psicólogos. Deberíamos ocuparnos de estar en contra y expresar nuestra opinión desde lo disciplinar, sin duda. Esto es político, profundamente político, no partidista, pero político al fin y al cabo. Sin embargo, hay mucha resistencia frente a esta idea.

Los psicólogos no somos neutrales, ni podemos serlo. Cualquier cosa que atente contra el bienestar debería preocuparnos profundamente, porque nuestro interés radica en promover todo lo contrario desde nuestro ejercicio profesional.

Ahora bien, creo que el concepto clave es la imparcialidad, más que la neutralidad. No se trata de ver violaciones a los derechos humanos donde no las hay. Uno debe tener criterio para filtrar la información. Pero ser neutrales sería incumplir nuestro mandato ético y profesional.

A la vez, creo que nunca hemos tenido, en la realidad local, el poder necesario para influir en la toma de decisiones relacionadas con las políticas públicas vinculadas a nuestra disciplina. Este es un sentir compartido por muchas generaciones de colegas a lo largo de la historia de nuestra profesión en Chile. Sin embargo, enfrentamos serias dificultades para organizarnos.

Actualmente, somos poco más de 85 mil psicólogas y psicólogos en Chile, pero solo alrededor de 1,200 están colegiados. Mientras no trascendamos de lo individual a lo colectivo, difícilmente tendremos la fuerza suficiente para incidir. No estamos presentes en muchos espacios en los que deberíamos estar. Y no es porque desde el Colegio de Psicólogos no se haga el trabajo, sino porque no nos ven. No estamos ahí, y muchas decisiones las toman otros gremios, otros cuerpos organizados y grupos de poder que, sin duda, tienen mayores posibilidades de ocupar esos espacios.

El concepto y el espíritu –como dicen los abogados– de la definición de derechos humanos están asociados a pilares fundamentales como la dignidad, la igualdad, la no discriminación y el derecho a la salud mental. Este último se relaciona con la posibilidad de realizar un proyecto de vida acorde con nuestras potencialidades y de aportar a la comunidad desde ahí.

Esto debería ocuparnos, no solo preocuparnos. Debemos organizarnos para poder señalar claramente nuestras inquietudes y evitar que se diga, por ejemplo, que estamos haciendo psicoterapia cuando vemos a una persona una vez al mes durante 45 minutos.

Por lo mismo, no podemos permitir que, en los indicadores de salud, estas intervenciones se contabilicen como procesos psicoterapéuticos, cuando sabemos técnicamente que eso no es psicoterapia.

No hemos estado presentes en los espacios donde se definen estas políticas, y nunca lo estaremos si seguimos tan atomizados como hasta ahora.