La “locura por publicar” en la Universidad del siglo XXI
The “madness to publish” in the University of the 21st Century
Recepción: 14 de noviembre de 2023 / Aceptación: 18 de marzo de 2024
Gonzalo Salas1
DOI: https://doi.org/10.54255/lim.vol13.num25.790
Licencia CC BY 4.0.
Resumen
La Universidad del siglo XXI ha cambiado radicalmente sus prácticas y ha dejado de ser ese espacio que reflexiona, debate y cuestiona a la sociedad en la cual vivimos. Las y los académicos hemos tenido que cambiar nuestras prácticas para sumergirnos en un modelo que prioriza la adjudicación de fondos externos y la publicación de artículos indexados en las bases de datos Scopus y Web of Science, que sostienen la supervivencia de la Universidad en los diversos rankings que evalúan su desempeño. El presente artículo contribuye a la reflexión de tan solo una parte de esta situación que tiene a las distintas universidades sumidas en la inopia intelectual, por lo que realizar un adecuado diagnóstico de esta situación es el primer paso para el cambio. Se utiliza el concepto “la locura por publicar” ya que simboliza el entramado actual en la Universidad del siglo XXI que necesita cambios urgentes para cuidar el ethos y la integridad científica de su comunidad.
Palabras clave: universidad; publicaciones científicas; integridad científica;Scopus; Web of Science
Abstract
The University of the 21st century has radically changed its practices and has ceased to be that space that reflects, debates and questions the society in which we live. Academics we have had to change our practices to immerse ourselves in a model that prioritizes the awarding of Grants and the publication of articles indexed in the Scopus and Web of Science databases, which sustain the survival of a University in the various rankings that evaluate its performance. This article contributes to the reflection of only a part of this situation that has the different universities submerged in intellectual inopia, so that making a proper diagnosis of this situation is the first step for change. The concept of “the madness to publish” is used because it symbolizes the current framework in the University of the XXI century that needs urgent changes to take care of the ethos and scientific integrity of its community.
Keywords: university; scientific publications; scientific integrity; Scopus; Web of Science
El fragor de las disquisiciones sobre el conocimiento ha cambiado radicalmente. La universidad como institución se creó en la Edad Media, aunque los diversos saberes han estado presentes desde las civilizaciones remotas de diversas formas, por ejemplo, en el marco del teatro o la escuela. La palabra Universitas que deriva de Universum –totalidad– fue posiblemente creada por Cicerón y tuvo originalmente dos sentidos: el primero relacionado a la comunidad de maestros y estudiantes –Universitas Magistrorum Et Scholarium– y el segundo a la institución en que se reunía todo el saber –Universitas Litteratum– (Chuaqui, 2002), la que fue pensada como un centro de instrucción para toda la sociedad.
Si bien la universidad ha ostentado desde sus inicios un lugar cardinal en la discusión de los saberes, no siempre ha sido el espacio de investigación tal y como la conocemos en el siglo XXI. Las primeras universidades existieron desde mucho antes que se instalara la ciencia moderna. Estas se remontan al año 982 de la era actual con la creación de la Universidad de Tombuctú en África Occidental, en lo que hoy consideramos Mali. Las primeras universidades europeas se crearon en Bologna, París y Oxford, en el marco de siglos de teocracia. El Studium de Bologna fue un espacio donde inquietaron las leyes como reguladoras de la vida; en París importó el hombre y su relación con Dios; y finalmente Oxford fue uno de los primeros centros de estudios científicos, aun cuando la mayoría de las investigaciones estaban prohibidas por ciertos sectores de la iglesia (Gómez García, 1986; Moncada, 2008).
Por su parte, la universidad latinoamericana se fundó en base a los modelos españoles de Salamanca y Alcalá de Henares, que inspiraron la fundación de las universidades en esta parte del mundo. El latín fue el idioma por excelencia y requisito de ingreso para cualquier facultad. La primera universidad instituida por los españoles fue la Universidad de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo, en 1538, aunque las universidades en Lima y México tuvieron mayor jerarquía (Tünnermann, 2003). En Argentina, la Universidad Nacional de Córdoba se fundó en 1613 y en Chile la Universidad de San Felipe, fundada en 1747, fue la antecesora de la Universidad de Chile (Medina, 1928). A modo general, las primeras universidades poseían una organización compuesta por cuatro facultades: Filosofía, Derecho, Medicina y Teología, lo que tenía sellos diferenciadores según los contextos, carácter y las complejidades de cada casa de estudios.
Más allá de las diferencias propias de cada institución, la universidad ha sido el lugar donde reflexionar, cuestionar y construir las sociedades en las que vivimos. Esas cuestiones han dado lugar a una serie de procesos que permiten analizar la forma en que los seres humanos habitamos y nos relacionamos con las cuestiones fundamentales de la vida. La universidad funcionó por muchos años mediante concesiones de una autoridad en la misma catedral o instituciones análogas y muchas escuelas monacales o episcopales se transformaron en facultades donde se podían obtener títulos. Recién desde el siglo XIII es que un doctor de Bologna o París podía enseñar en cualquier lugar del mundo (Moncada, 2008).
Por su parte, la universidad en Latinoamérica ha cambiado en la medida que el Zeitgeist y la sociedad han tenido nuevas solicitudes para ella, y también en la medida en que cada República ha logrado mayor autonomía e independencia. De esta forma, han nacido una serie de reformas educativas que han laicizado y secularizado a una gran parte de ellas, rompiendo con la estructura de cánones del medioevo. Otras reformas han tenido que ver con entregar mayor democratización y participación de la comunidad. En este sentido, no todas las reformas han venido desde arriba, ya que sin lugar a dudas la más importante en nuestras latitudes, la de Córdoba en 1918, vino desde sus propias bases, los intelectuales de la sociedad, los intelectuales de la misma universidad y los propios estudiantes, movimiento que fue un experimento de democracia y posibilitó el ascenso de nuevos sectores sociales, donde el pueblo queda representado por los claustros y se comienza a escribir el demos universitario (Suasnábar, 2009). Es importante referir que este breve artículo no pretende analizar dicha reforma y menos la historia de la universidad propiamente tal, ya que para eso existe una amplia literatura (Moore, 2019; Perkin, 2007; Ruegg, 2003), aunque sí sirve como pretexto para aguzar los sentidos y no olvidar que movimientos como el de Córdoba han sido cruciales para repensar la universidad y sus implicancias en los amplios marcos culturales en los que desarrolla su misión.
Ferrari y Contreras (2008) son enfáticos al argumentar que la universidad latinoamericana se ha orientado en general hacia la docencia, la que además –agregan– no es de buena calidad y la investigación es insuficiente e incluso inexistente. Aquello es, al menos, cuestionable al día de hoy, ya que en las últimas décadas el auge del posgrado y la importancia de acreditar la investigación han generado sellos diferenciadores, aunque no siempre de calidad. De todas formas, la realidad es muy variopinta y existe una gran diferencia en los diversos países de Latinoamérica, como también realidades muy diversas en el análisis interno de un solo país. México, Brasil, Argentina, Chile y Colombia tienen un desarrollo disímil a otros países como Honduras, Nicaragua o Guatemala en Centroamérica, o bien Bolivia y Paraguay en América del Sur. Sin embargo, como mencioné anteriormente, también en México como en Argentina o Chile existe mucha diferencia en la realidad de cada proyecto universitario.
A modo general, para que una universidad pueda acreditarse en investigación debe disponer de investigadoras e investigadores que publiquen artículos científicos indexados en Scopus y Web of Science, cuestión que para las universidades pequeñas y algunas de tamaño medio es difícil de lograr, ante lo cual las instituciones deben desarrollar una serie de estrategias para poder cumplir con dichas metas porque de otra forma solamente pueden mantenerse como universidades docentes, ante lo cual pierden recursos económicos por no lograr el estatus de universidad compleja –acreditada en materias de investigación–. Por cierto, ese es solo uno de los indicadores; sin embargo, es parte de la carta de navegación fundamental. Otro indicador tiene relación con contar con Programas de Doctorado –idealmente acreditados– y que sus investigadores adjudiquen proyectos de investigación científica –grants– mediante fondos del estado, cuestión muy naturalizada en el caso chileno. Siguiendo la misma línea, el panorama de los doctorados exige que, para acreditarlos, deban pasar una serie de filtros importantes, como por ejemplo que cada académica o académico cumpla con un mínimo de publicaciones indexadas a las citadas databases, y haya adjudicado al menos un grant en los últimos cinco años como Director o Investigador Responsable2. En torno a las publicaciones, los criterios y sus especificidades dependen de los análisis que realiza cada disciplina a través de sus grupos de evaluación, los que si bien intentan buscar desarrollos de calidad, en algunas ocasiones terminan por excluir a una serie de buenas académicas o académicos que no cumplen con dichos estándares. En este sentido, es importante disponer de un equilibrio. Los criterios deben existir ya que la calidad está puesta en juego. No es poco frecuente ver doctorados creados en universidades solo por el negocio que ello implica y sin una acreditación seria se cae fácilmente en aquello, y es así como vemos pasar por las redes sociales ofertas de programas sin ningún sello de calidad.
Un carrusel de arrogancias y los rankings universitarios
Luis Ramírez, profesor jubilado de la Universidad Católica del Maule, planteó en su discurso de despedida de la universidad que las relaciones académicas están enmarcadas en un carrusel de arrogancias, donde académicas, académicos y autoridades mantienen formas de relación que entorpecen y menoscaban las confianzas. La carrera académica –lo dice su nombre– está circunscrita a un velocímetro contra el tiempo, donde quien más produce es mejor evaluada o evaluado, sin importar la calidad de la investigación y menos aún lo referente a su docencia. Esa arrogancia se levanta con mayor fuerza en la época que vivimos donde los rankings universitarios fomentan la competencia a una escala sin límites. Estos son un fenómeno de larga data que se remontan al siglo XIX, específicamente en la década de 1870 (Stuart, 1995); sin embargo, la intención de clasificar instituciones con un fundamento basado en la calidad fue propuesta por James Mc Keen Catell en 1910 para evaluar la pertenencia o afiliación de los científicos más importantes del orbe. Esta cuestión se mantendría hasta la actualidad, aunque es desde los años 80´ del siglo pasado cuando en Reino Unido proliferó una combinación de indicadores de carácter “objetivo” para evaluar el desempeño general de las instituciones de educación superior (Martínez Rizo, 2011), lo que se ha acentuado en el siglo XXI ya que estos son desgraciadamente usados como herramientas de marketing para influir en la percepción de calidad en la comunidad. La mayoría de estos rankings tienen dificultades al momento de pasar por una exhaustiva revisión metodológica, por lo que se debe analizar cuidadosamente que es lo que miden para comprender realmente su significado y utilidad.
Personalmente, creo que los rankings son muy útiles ya que sus datos nos muestran evidencias de relevancia para analizar a las instituciones, los programas, las revistas, etc.; sin embargo, solo pueden ser un indicador más y no el centro de cualquier análisis. El neoliberalismo promueve la competencia sin límites con la intención de segmentar y eliminar todo proyecto académico que no funcione con las normas establecidas por las universidades dominantes de cada país, que a su vez siguen a las Big Universities a nivel mundial. La mayoría de estas casas de estudios pertenecen a los países del G7 –Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido–, que son los países más industrializados del orbe, donde habría que agregar a Países Bajos dada la prominencia de Elsevier, que es una de las mayores editoriales de literatura científica en el mundo, que entre sus principales productos se encuentra Scopus, que cuenta 27.955 revistas incluidas en su database (revisión en Scimago con fecha 12 de abril 2024).
Cuando Eugene Garfield creó el Institute for Scientific Information –ISI– en 1960, en base a su propuesta de sistemas de creación de citas (Garfield, 1955), no tuvo en mente rankear a las y los investigadores, sino proveer un sistema que evitase citas fraudulentas y, al mismo tiempo, disponer del comportamiento de la ciencia en sus diversas facetas. En este sentido, los índices son completamente útiles si están correctamente concebidos y descifrados. Sin embargo, gran parte de estos resultados han propiciado cambios en las políticas de investigación y desarrollo –I+D– en los distintos países y su política de financiación de grants y otros incentivos asociados que terminan usurpando la creatividad, el desarrollo y promueven una competencia en la que se debe luchar por sobrevivir en el sistema.
Las académicas, los académicos y la “locura por publicar”
La velocidad del trabajo académico exige que las y los académicos sean capaces de trabajar en un nivel de multitarea que implica realizar una importante cantidad de cursos en el grado y posgrado, realizar gestión universitaria y fundamentalmente publicar en revistas de corriente principal. Este último punto va asociado al título de este manuscrito, el que se denominó “la locura por publicar”, cuestión que es naturalizada para algunos y desnaturalizada para otros (Salas, 2017, 2019). Esta desnaturalización ocurre en todos los grupos etarios, aunque principal, aunque no exclusivamente, en académicas y académicos seniors que acostumbrados a publicar libros o artículos en revistas universitarias no indexadas deben “subirse al carro” de las exigencias de la universidad del siglo XXI que exige publicar en revistas de corriente principal, con cada vez mayor impacto.
Académicas y académicos han debido aprender y transformarse en escritores, dado que los resultados de la investigación se expresan en letras y la cocina de la escritura (Cassany, 1998) es otro eslabón que debe desarrollarse con suma prolijidad. En este sentido, ser un buen escritor es fundamental dado que los resultados de la investigación deben ser sometidos en revistas científicas que evaluarán no solo los contenidos, sino la forma en que estos se expresan.
La célebre frase ¡Publish or Perish! –publica o perece–, se está complejizando cada vez más para transformarse en un ¡Publish or Publish! –publica o publica–, ya que ni siquiera existe la opción de perecer en el sistema. Solo a modo de ejemplo, quienes obtienen becas para realizar su doctorado en el extranjero terminan a su regreso liados por el doble de tiempo de retribución al país y/o a la universidad que permitió su salida, lo que si bien es parte de su contrato –lo que nadie está obligada u obligado a firmar–, las reales posibilidades de encontrar trabajo y las condiciones no son las óptimas, más cuando la investigación en las universidades extranjeras en el primer mundo dispone de otros entornos, se dispone de recursos, laboratorios y principalmente el tiempo garante necesario para desarrollar el trabajo de investigación. ¡La precarización, es por lo tanto, muy amenazante!
Con todo este panorama, una de las formas que la universidad está realizando para generar un nuevo estatuto académico consiste, fundamentalmente, en separar su planta en un track de investigadores y un track docente, lo que es una clasificación adicional al escalafón clásico de Profesor Titular, Asociado, Asistente e Instructor, lo que implica un continuo proceso de desarrollo y actualización del rol académico en sus distintos ámbitos. Separar, ahora, la planta en docente e investigadora sería algo interesante si el ethos estuviera presente en los tomadores de decisiones –autoridades, jefaturas, etc.–; sin embargo, la realidad es que implica acciones concretas para desvalorizar la planta docente y enaltecer a la planta investigadora. Todo aquello es una paradoja inevitable y genera una gran enemistad porque las universidades –al menos en Latinoamérica– se subsidian fundamentalmente por el ingreso de sus estudiantes, quienes ya no tienen acceso a las y los “investigadores”, porque se supone que están –estamos– realizando cosas más importantes que hacer docencia. Al mismo tiempo, las y los docentes, con tanta actividad en aula, no tienen oportunidades y menos tiempo de realizar investigación.
El mal uso de los rankings, el acceso a grants y el prestigio de la universidad debe ser protegido, lo cual es entendible, aunque alguien tiene que hacer algo, ya que gran parte de estos cambios tienen directa relación con que el sistema crece, pero no así sus recursos. Siguiendo en el caso chileno, la cantidad de proyectos FONDECYT adjudicados –principal instrumento de la ciencia por parte de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo– no recibe un incremento significativo de recursos pecuniarios, aunque cada vez es mayor el número de postulaciones, con lo cual el acceso se hace cada vez más arduo –y una competencia sanguinaria– para las y los investigadores. Como parte de la autorregulación del mismo sistema, los criterios para calificar adquieren mayor complejidad –aunque dependen de los criterios elaborados por cada grupo de evaluación– e, incluso, la admisibilidad exige que las y los investigadores publiquen en revistas de mayor impacto, lo que hace que solo unos pocos tengan acceso, es decir, quienes están totalmente inmersos en el sistema, generando un círculo vicioso en el cual solamente un grupo muy selecto puede acceder a dichos financiamientos para la investigación. Hago la crítica ya que soy parte del sistema y me parece necesario debatir esto desde mi posición, ya que también valoro varias políticas que se encuentran muy bien organizadas y tienen amplias posibilidades de desarrollo. En este sentido, las becas de doctorado (ANID) siguen un cuidadoso protocolo y las tasas de aceptación3 son muy positivas.
Mis colegas de otros países latinoamericanos me plantean lo positivo de nuestro sistema de ciencia y tecnología, y no dejan de tener razón; sin embargo, no por eso el sistema debe estancarse en su crecimiento y sigue con el desafío de continuar añadiendo cuestiones referentes a la integridad académica.
De esta forma, solo un grupo menor de académicas y académicos tenemos la posibilidad de mantenernos en el sistema publicando en revistas indexadas, dado que trabajamos con co-investigadoras/es, tesistas, personal técnico y de apoyo, lo que genera mayores posibilidades y réditos a la hora de publicar. Adicionalmente, existen recursos para trabajar con servicios de apoyo a los autores como por ejemplo: corrección de artículos, traducción, formateo, video resúmenes, pago del APC, entre otros. Por supuesto, existen excepciones, ya que también hay académicas y académicos que sin fondos logran hacer maravillas por sus capacidades, talento y conocimiento del sistema. Hay que ser justos, la mayoría nos hemos ganado aquellos espacios con trabajo, pero también existe un grupo grande de académicas y académicos que aun cuando luchan de sobremanera para calificar, la situación se les torna muy pedregosa, ya que los grupos de evaluación que crean las normativas ponen barreras difíciles de superar. Los obstáculos están a la vista y es necesario realizar cambios de fondo.
La colaboración científica y su importancia
Ya que utilizamos la palabra calificar, otro de los espacios de desarrollo académico es la pertenencia a los claustros doctorales, es decir, para ser profesor de un Programa de Doctorado y, más específicamente, dirigir tesistas se necesita disponer cada vez de una mayor cantidad de requisitos y este escenario se hace inviable sin la capacidad de establecer redes de colaboración científica sostenidas en el tiempo.
La bibliometría ha demostrado que la colaboración es crucial para poder realizar una producción extensa y de mayor calidad. Desde los años ‘80 se han creado indicadores que miden dicha actividad. Estos son el índice de colaboración (Lawani, 1981) y el grado de colaboración (Subramanyam, 1983). Ambos índices aumentan considerablemente conforme nos acercamos a la época actual y aunque cada disciplina tiene sus propias peculiaridades, sería ilógico siquiera pensar que los campos de filosofía, literatura e historia van a tener el mismo comportamiento que física, esto solo por mencionar a las disciplinas que se encuentran en extremos opuestos en torno a la colaboración. Esto lo menciono porque el trabajo en las tres primeras disciplinas presenta escasas colaboraciones, ya que el trabajo es por naturaleza más solitario, en contraste a la física donde los artículos pueden superar los 100 o 150 autores fácilmente. El problema de estas diferencias es que muchas veces las políticas públicas no consideran estas variables y hacen que el sistema sea injusto.
La colaboración también puede ser de carácter nacional –interna y externa– e internacional. La colaboración internacional presenta mayores posibilidades de acción y es mejor evaluada e, incluso, posibilita mejoras en el impacto de los artículos, lo que se detecta a través del alza de las citas (Leydesdorff et al., 2019). Esto es crucial, ya que en este contexto de “locura por publicar”, la colaboración facilita los esfuerzos al disponer de equipos donde cada autor tiene un lugar de acuerdo a sus competencias. La posibilidad de trabajar con un equipo internacional es bien valorada por las revistas y sus editores –en el entendido que existen diferencias entre las disciplinas–, que necesitan de forma urgente que sus artículos sean altamente citados, y que puedan disponer de citas de forma temprana, ya que está demostrado que la vida de los artículos –Article life– no es eterna. Las revistas evalúan indicadores como el índice de inmediatez –mide la frecuencia con que se cita un artículo de una revista en el mismo año de su publicación– y el reconocido Factor de Impacto (IF) –medida del número de veces que se cita un artículo publicado en una revista. El IF, sin embargo, puede ser manipulado de distintas formas por las editoriales, por ejemplo a través de las autocitas, manipulación de citas a través del proceso de revisión de pares, aunque tengan tenue relevancia para el contexto del artículo, o lo que hacen muchas grandes editoriales, sugieren la presencia de algunos artículos en sus plataformas (López-López, 2018).
El índice h y otros fenómenos de la actividad científica
A propósito de lo anterior, la productividad científica y las críticas vinculadas al IF, es que han surgido otras métricas las que han intentado visualizar diversas formas de evaluar el trabajo de las/los investigadores y de las revistas. En este contexto, se creó el Índice h con la finalidad de cuantificar la actividad científica individual, mediante el cual se busca un balance entre el número de publicaciones y las citas a estas, lo que se realiza mediante una fórmula que indica un Índice h, si el h de sus Np trabajos recibe al menos h citas cada uno y los otros (Np-h) trabajos tienen como máximo h citas cada uno (Hirsch, 2005). El presente índice también es extraído de forma predeterminada por los algoritmos en las bases de datos Scopus y Web of Science, misma situación que se repite en Google Scholar. El número variará en función de las citas que reciban los trabajos de una autora o autor en cada una de estas plataformas. Dicho índice ya se encuentra instalado en la cultura científica y también se está utilizando para medir la actividad de las revistas, en las cuales existe una relación lineal entre su h y el tamaño de la revista: cuanto más grande es la revista, más probable es que tenga un alto h (Barendse, 2007).
Al mismo tiempo otras bases de datos de acceso abierto como Research Gate (RG), poseen sus propias métricas. RG tiene 25.000.000 de usuarios (septiembre 2023) y ha aportado de forma significativa a la democratización del conocimiento permitiendo descargar artículos y libros, además de seguir y estar en contacto con investigadoras e investigadores de todo el mundo. Dispone una plataforma vinculada a oportunidades de trabajo y utiliza diferentes indicadores de medición de la actividad científica. El más cuestionado fue el desaparecido RG Score que tuvo la pretensión de medir la “reputación científica”, aunque no fue lo suficientemente claro para explicar el método con el cual se realizaba dicho cálculo. En palabras de Orduña-Malea et al. (2016), tampoco medía lo que pretendía medir. El tema es que si bien Research Gate tiene diferencias respecto a su modelo con Sci-Hub –creado por Alexandra Elbakyan, científica de Kazajistán–, ambas han sido y están demandadas por los grandes grupos editoriales. En la actualidad, Sci-Hub ha desarrollado una base de datos con 88.343.822 artículos de investigación y libros de libre acceso, para que cualquiera pueda leerlos y descargarlos con un solo click (fecha de revisión noviembre 2023). Estos dos proyectos son muy valorados por una parte de la comunidad de científicas y científicos, dado que no se requiere costo alguno y se vulnera el “carrito de compra”. Sci-Hub, ha planteado una guerra a la industria editorial y sus malas prácticas, en vías de buscar un acceso abierto total a la ciencia, cuestión de amplia relevancia en la actualidad. El debate es amplio y de compleja resolución. Lo relevante aquí es que las publicaciones científicas se han convertido en un negocio enorme, el que está siendo cuestionado. Un artículo firmado por la cátedra libre CPS de la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina, plantea la siguiente pregunta: ¿por qué la comunidad científica mantiene un sistema que lucra con el conocimiento y el trabajo de los científicos sin un aporte evidente a la sociedad? Para ello, argumentan que seis grandes editoriales y cinco de ellas privadas con fines de lucro controlarían el 50% de las publicaciones científicas indexadas recibiendo grandes márgenes globales de ganancia (Universidad Nacional de La Plata, 2018), cuestión insostenible en una universidad que tiene mucho por hacer y decir, pero que lamentablemente ha caído en la inopia intelectual.
En el cierre
Como he mencionado al inicio, la historia de la universidad no fue ni tuvo las dinámicas que conocemos hoy. En el modelo neoliberal y en su escala de jerarquías, la investigación ocupa el primer lugar relegando a la docencia a un lugar secundario, por lo que se necesita buscar los equilibrios necesarios para cuidar ambas misiones de la universidad. Las y los académicos son contratados en función de sus capacidades para llevar a cabo proyectos científicos y son recompensados por su capacidad de investigación y productividad (Albatch, 2011). Gran parte de la investigación se lleva a cabo con financiamiento y patrocinio de fuentes no universitarias (Albatch, 2009, 2013). La situación de competencia exacerbada en la que vive la academia está generando, incluso, comportamientos corruptos en las comunidades de investigadores (López-López, 2018) y problemas en la salud mental del profesorado y estudiantes. Es importante, por lo tanto, repensar esta “locura por publicar” que está vulnerando a la academia en general e, incluso, haciendo cuestionar la autoría real de los trabajos. Ya mencionamos casos extremos, por ejemplo física, que despunta y tiene una desorbitada cantidad de autores en sus trabajos –sobre este asunto no están exentas otras disciplinas–, lo cual es un síntoma inequívoco de que todavía hay mucho por cambiar. En todo este panorama está la integridad académica, que debe ser el pilar fundamental que guíe, revise y discuta las prácticas actuales en una universidad desesperada por subir puestos en una carrera en la cual necesita mantener su lugar o bien, si está abajo o en la medianía, seguir subiendo en los rankings y, para ello, debe seguir al pie de la letra las reglas del juego.
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1 Profesor Adjunto, Departamento de Psicología, Universidad Católica del Maule, Talca, Chile. Avenida San Miguel 3605. Autor de correspondencia. Código postal: 7820436. Correo electrónico: gsalas@ucm.cl. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0707-8188
2 Por supuesto que los detalles de estas situaciones dependen de cada país. En Chile, la Comisión Nacional de Acreditación presenta una serie de orientaciones individuales y otras colectivas. A su vez, ha elaborado una circular de referencia en torno a la interpretación de los criterios para la acreditación de programas de postgrado (CNA-DP000768-23), la que flexibiliza varios asuntos, lo cual es un buen paso, ya que surge de la experiencia y práctica misma de los procesos de acreditación.
3 El año 2023, para la Beca de Doctorado Nacional, se recibieron 2.440 postulaciones, de las cuales 2.142 fueron declaradas admisibles, 298 fuera de bases y 900 seleccionados (Panel Interactivo ANID. Resultados del Concurso de Doctorado Nacional).