¿Una “base” en la Antártica para la identidad social? Conceptualización de una identidad social Antártica
A “base” in Antarctica for social identity? Conceptualization of an Antarctic social identity
Recepción: 29 de octubre de 2023 / Aceptación: 4 de diciembre de 2023
Claudia Estrada-Goic1
José Manuel Cárdenas2
Ismael Gallardo3
Jaime Barrientos4
DOI: https://doi.org/10.54255/lim.vol12.num24.785
Licencia CC BY 4.0.
Resumen
Este artículo revisa las propuestas conceptuales actuales que abordan la relación entre las personas y los espacios geográficos. Las propuestas desde la psicología ambiental, tales como la identidad de lugar y el de apego al lugar, resultan insuficientes para dar cuenta del fenómeno de identificación con territorios con los que no se interactúa directamente. Poniendo como ejemplo de análisis a habitantes de una puerta entrada a la Antártica, se reflexiona en torno a los potenciales aportes de la psicología geográfica y social clásica. Se propone el concepto de Identidad Social Antártica como una noción que reúne aspectos centrales de la identificación social cuando ocurre a partir de una relación simbólica con un territorio que se siente propio. La consideración de esta alternativa para explicar los vínculos identitarios con imaginarios geográficos podría extrapolarse a otros espacios terrestres en los que la experiencia directa con los entornos ambientales no es habitual.
Palabras clave: psicología ambiental; antártica; identificación social.
Abstract
This paper reviews current conceptual proposals that address the relationship between people and geographic spaces. We argue that the proposals from environmental psychology such as the identity of place and that of attachment to place are insufficient to account for the phenomenon of identification with territories with which there is no direct interaction. Using a social group made up of inhabitants of a gateway to Antarctica as an example of analysis, we reflect on the potential contributions of geographic psychology and classical social psychology. We propose Antarctic social identity as a concept that brings together central aspects of social identification when this arises from a symbolic relationship with a territory that feels proper and common to a social category. In this way, consideration of this alternative to explain identity-related links to geographic imaginaries can be extrapolated to other spaces in which direct experience with environments is not common or possible.
Keywords: environmental psychology; antarctic; social identification.
El continente Antártico, llamado también “el continente blanco”, se encuentra ubicado en el Polo Sur, latitud 60°, y ocupa un radio aproximado de 2.500 kilómetros. Aunque no posee población humana nativa ni permanente, existe consenso en que se trata de un territorio de interés para toda la humanidad y se le ha definido como una región sin nación, de paz y cooperación a partir del tratado antártico (1959) en vigencia desde el año 1961. Doce países manifestaron inicialmente el reconocimiento de un vínculo con dicho territorio que parece ir más allá de objetivos meramente instrumentales. Es así como Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Japón, Noruega Nueva Zelanda, Rusia y Sudáfrica declaran que la Antártica es parte de su identidad como nación. Se estima que existen 43 bases permanentes en dicho territorio de 20 países diferentes. Algunos de estos tienen una relación mayor de contacto con este continente, ya que por su ubicación geográfica son considerados “puertas antárticas”, debido a que ofrecen la logística que se requiere para llegar a las diferentes bases antárticas. Las cinco puertas en orden de distancia con el territorio antártico son las ciudades de Punta Arenas (Chile - 1000 km), Ushuaia (Argentina - 1500 km), Hobart (Australia - 2200 km), Christchurch (Nueva Zelanda - 2250 km) y Puerto del Cabo (Sudáfrica – 3600 km).
Pese a la existencia de actividades científicas y turísticas, el territorio Antártico es conocido por una pequeña proporción de la población mundial; sin embargo, al tener aspiraciones de soberanía representa territorialmente a una cantidad importante de países. De este modo, ¿es posible que las personas consideren como propio (en el sentido de pertenecer) un espacio geográfico con el que no se interactúa y que, además, es potencialmente multinacional? La respuesta a esta pregunta implica consecuencias relevantes a la hora de desarrollar políticas públicas relativas a la protección del territorio antártico (Roldan, 2015). De este modo, el fenómeno de “reconocerse” en un territorio con el que no se interactúa representa un desafío para los desarrollos conceptuales actuales que provienen desde la psicología ambiental y la psicología geográfica, que han sido desarrollados a partir de contextos en los que las personas tienen vivencias directas con los entornos físicos con los que se identifican.
En esta revisión, se analizan algunas de las propuestas conceptuales que han sido formuladas para estudiar el sentido de pertenencia a un determinado territorio, y se aborda el desafío de intentar comprender cómo los imaginarios sobre un territorio pueden tener un importante efecto en la identidad de una comunidad. De esta forma, se busca comprender cómo la representación de un determinado territorio puede tener efectos importantes en la identidad personal y social.
La propuesta de la psicología ambiental
Si bien existen numerosas definiciones de psicología ambiental (Aragonés y Amérigo, 2000), todas ellas comparten algunas ideas centrales respecto a esta área de la psicología: estudia el comportamiento humano y su relación con el ambiente físico en el que se desarrolla, y considera la existencia de una interacción bidireccional entre el individuo y un ambiente, sea este natural o construido. Desde esta perspectiva surgen dos conceptos centrales que ponen su atención en lo que le ocurre psicológicamente a una persona en la interacción con un entorno físico determinado, que son: identidad de lugar y apego al lugar.
Aunque ya utilizado en otros contextos similares (Relph, 1977; Tuan, 1977), es Proshansky (1978) quien propone el concepto de identidad de lugar para dar cuenta del rol del entorno físico en la construcción de la identidad personal. Proshansky (1978) postula, como una derivación de la Teoría del sí mismo, la existencia de una función del self que se desarrolla para permitir que la persona actúe de forma integrada en diferentes situaciones y ambientes. Propone que se requiere un concepto que vaya más allá de los procesos interpersonales y sociales y considere los entornos físicos que los condicionan. Define la identidad de lugar como una subestructura de la identidad individual que está compuesta de una serie de creencias, sentimientos, valores y representaciones conductuales vinculadas con el entorno físico que condiciona la vida cotidiana de las personas. En la concepción de Proshansky (1978), la identidad de lugar es el resultado de una serie de experiencias en el pasado con entornos que han satisfecho algunas de sus necesidades psicológicas, sociales, biológicas y/o culturales. Se le considera una construcción cognitiva personal y, aunque puede estar influenciada indirectamente por la vivencia de otras personas, no es un concepto que comprenda una actitud compartida por un grupo de individuos que reconocen a un lugar como parte de su identidad colectiva (Dixon y Durrheim, 2000). En este sentido, el concepto de identidad de lugar aporta a la comprensión de la identificación con la Antártica desde la perspectiva que considera posible que este fenómeno ocurra, no por la interacción presente y directa, sino que por la expectativa de que esta podría ocurrir en el futuro (Proshansky et al., 1983).
Algo similar ocurre con el concepto de apego al lugar, definido por primera vez por Stokols y Shumaker (1981) como un apego emocional, una dependencia a un lugar físico que es vinculado a creencias que le otorgan a ese lugar la condición de poseer una conexión especial con quien lo vivencia. Aunque esta conexión emocional ha sido resaltada por diversos autores (Cuba y Hummon, 1993; Fullilove, 1996; Giuliani, 2003; Hernández et al., 2007; Hidalgo y Hernández, 2001; Manzo, 2003; Manzo y Perkins, 2006), los modelos actuales entienden el concepto desde una perspectiva tripartita (Scannell y Gifford, 2010). Según Scannell y Gifford (2010), el apego al lugar es un concepto multidimensional que considera dimensiones individuales, procesos psicológicos y el lugar o emplazamiento físico, dimensiones que se vinculan entre sí. En el caso de las dimensiones individuales, se incluyen características personales como la experiencia (Twigger-Ross y Uzzell, 1996) o necesidades, así como también aspectos culturales y grupales tales como la historia o la religión (Low, 1992). Los procesos psicológicos refieren tanto a los afectos, cogniciones y comportamientos (Jorgensen y Stedman, 2001). El lugar propiamente tal (ya sea este natural o construido) refiere a un espacio social simbólico o de expectativa de encuentro (Mazumdar y Mazumdart, 1993; Mesch y Manor, 1998; Uzzell et al., 2002).
En relación a la identificación con la Antártica, este concepto significa a este territorio como un espacio que se podría definir como simbólico desde lo social, ya que es definido como un espacio de interacción. Existe más de un territorio físico con el que no se interactúa y con el que, sin embargo, los individuos se identifican. La luna, por ejemplo, es señalada como “nuestro” satélite natural, asignándole una valoración afectiva positiva como un lugar de encuentro simbólico de la raza humana en la paz y cooperación, proyectando tanto la colonización como el uso de sus recursos naturales. La luna es visualizada diariamente en el cielo, así como es posible ver a la Antártica en las noticias y documentales; sin embargo, resulta difícil establecer, desde la perspectiva del apego, si son territorios que permiten la experiencia de una conexión emocional equivalente a la de los ambientes con los que interactuamos cotidianamente y si, de existir, condicionan de alguna forma la manera de ser o de actuar de los individuos. Las propuestas tanto de la psicología ambiental como del apego al lugar proponen que las personas pudieran tener un vínculo personalmente relevante con un territorio nacional no visitado (como sería el territorio antártico), debido a la expectativa de interacción con ese espacio en el futuro. Sin embargo, la psicología social propone explicaciones alternativas a la existencia de un vínculo personalmente relevante con este tipo de territorios sin incorporar esta expectativa de encuentro.
La perspectiva de la psicología geográfica
La psicología geográfica es un área emergente de la psicología que busca comprender cómo el ambiente ecológico conteniendo el paisaje, el clima, entre otros, se combina con los factores psicológicos para determinar el comportamiento humano (Rentfrow, 2014). Se entiende como un proceso interaccional entre el comportamiento y el ambiente, considerándose a este último no solo como un “lugar” en el que ocurren los actos, sino que una parte de lo que ocurre. La psicología ambiental se ocupa tanto de la forma en la que la geografía y sus variaciones afectan tanto los rasgos de personalidad individual y colectivas, como así también su efecto en el comportamiento humano en términos más amplios. Mas cercana a la psicología social, esta área de la psicología plantea que las relaciones intergrupales, la importancia asignada a un colectivo, la migración (tanto desde el punto de vista del migrante como de quien acoge la migración), el bienestar subjetivo y felicidad de los individuos y grupos, el conservadurismo político y económico, las preocupaciones sociales, el soporte grupal e incluso la creatividad pueden ser abordados como fenómenos producidos por la relación entre las personas y sus entornos geográficos (Jokela, 2009; McCann, 2018; Murray y Schaller, 2012; Park et al., 2004; Plaut et al., 2012; Peter Jason Rentfrow, 2010; Reysen y Katzarska-Miller, 2013; van de Vliert, 2011).
A pesar de estos promisorios avances en la dirección de comprender el rol de los espacios físicos en el comportamiento humano individual y grupal, fenómenos como el surgimiento de apego e identificación con territorios con los que no se interactúa no han sido aún suficientemente estudiados. De allí la importancia de realizar una revisión de los aportes de la psicología social a la comprensión de la relación entre individuos y grupos con los imaginarios referidos a los espacios geográficos, de modo de indagar en las relaciones mutuas y su impacto en la conformación de la identidad social, la que a su vez produciría variaciones en dichos imaginarios geográficos, significándolos en sentido de las propias necesidades actuales de individuos y grupos. De dichos imaginarios se derivarían ciertas prescripciones conductuales para los individuos y grupos que las elaboran.
Los aportes de la psicología social
La psicología social ha comenzado a “ecologizarse” en la medida en que se ha asumido que el ambiente físico es un componente que no puede ignorarse como parte de los procesos sociales (Meagher, 2020). Los procesos sociales y territoriales afectan a las personas y sus procesos psicológicos y, también, las formas en que se manifiestan estos procesos en el entorno grupal y geográfico en que las personas residen o se identifican. Un concepto central para la comprensión de la relación bidireccional entre territorio e individuo es el de identidad social (Tajfel y Turner, 1979).
El concepto de identidad social es propuesto desde la Teoría de la Identidad Social (TIS) (Tajfel y Turner, 1979; Tajfel, 1982), una de las escuelas de la psicología social moderna más relevante en la comprensión de fenómenos interaccionales. La identidad social es definida como aquella parte del sí mismo que surge y se ancla en el reconocimiento de que se pertenece a determinadas categorías sociales con las que una persona se identifica o a las que es adscrita (Tajfel, 1982), no siendo condición el que una persona sea reconocida por dicho grupo como perteneciendo a él, ni que tenga contacto o vínculos empíricos con dicho grupo. Los grupos pueden ser de diverso orden y abarcan todas las categorías construidas socialmente, sin excluir los espacios físicos y los territorios que son considerados por un individuo, y/o grupos de ellos, como propios. En este sentido, los espacios construidos (ciudades) y naturales (geopolíticos como regiones, flora y fauna característica de un lugar, clima, entre otras) también son categorías de pertenencia social que conectan a los individuos con una comunidad, real o imaginaria, con la que se comparte una concepción ya sea de pasado, presente o futuro. De esta manera, cuando una persona se define de acuerdo a elementos geográfico/territoriales (ej., “soy de esta ciudad”; “soy de la costa”), incorpora a su propia identidad elementos derivados de la interacción real o imaginada con otras personas que determinan el descubrimiento y aceptación, o no, de que las personas pertenecen a dichos colectivos (Ellemers y Haslam, 2012). De ahí que la pertenencia a grupos condiciona, según lo predice la TIS, la autoestima individual (Ellemers et al., 1999), por lo que se busca pertenecer a categorías sociales que son valoradas como positivas. Estos grupos interactúan en un entorno físico determinado que, en ocasiones, lo definen como tal. Por ejemplo, haber nacido en un territorio puede ser entendido como la característica que define a un determinado grupo de ciudadanos, así como el haber nacido en otro territorio diferente le hace pertenecer al grupo contrario (extranjero). Estas pertenencias territoriales simbólicas definen la identidad personal más allá de la mera interacción cotidiana, convirtiéndose en estructuras geopolíticas y fronteras normativas.
A pesar de la importancia que tienen las pertenencias categoriales, los estudios desde la psicología social que incorporan la relación identitaria recíproca entre los grupos y los territorios son relativamente recientes (Roth, 2000). Consecuentemente, existen escasas investigaciones sobre el impacto que los territorios geográficos (posición relativa, clima, flora o fauna) poseen sobre la identidad de las personas y, aún menos, sobre territorios con los que no se interactúa cotidianamente (Luna, planeta Tierra, Antártica, etc.). Fenómenos como el cambio climático han conducido a cuestionarse respecto a cómo la sostenibilidad ambiental se vincula de forma sinérgica con la identidad de las personas, si esta surge con el ambiente sea este real o imaginario, y cómo conducen o no a comportamientos de cuidado y protección ambiental. Más aún, se ha planteado que necesidades centrales de los grupos humanos, como la trascendencia, influencian la conducta en los ambientes físicos que deben ser considerados como fundamentales tanto en el desarrollo infantil como en las relaciones interpersonales y la identidad social (Meagher, 2020). Aunque aún las evidencias empíricas son iniciales, estas apuntan a la existencia de una interrelación entre el ambiente físico–ecológico y la identidad social.
La Identidad Regional
En general, se ha puesto énfasis en investigaciones que abordan la construcción de identidades locales y regionales a partir de un espacio real o imaginariamente delimitado y los elementos representativos de esa identidad relacionados con el entorno físico: la naturaleza, los recursos y el clima (Legue et al., 2018).
El concepto de identidad regional ha surgido inicialmente de manera más o menos explícita en otras disciplinas tales como la geografía, en la que se hace alusión a la armonía entre la personalidad de sus habitantes y la región en la que viven (Paasi, 2003). Desde esta disciplina se ha planteado que la espacialidad es parte de la formación de la identidad y que puede construir la forma en la que las relaciones intergrupales se establecen (Keith y Pile, 1993; McDowell, 2013; Peet y Watts, 1996). Asimismo, se ha señalado que los entornos físicos impactan en el regionalismo (etnocentrismo), nacionalismo y ciudadanía (Etherington, 2010; Herb y Kaplan, 2017; McSweeney, 1999). Desde la perspectiva de la geografía, la identidad regional se establece a partir de elementos variados, tales como el paisaje, la naturaleza y creencias asociadas, el entorno construido, cultura, estereotipos sociales, entre otros (Paasi, 2003).
Desde la visión antropológica, Lisón (1997) se interesa en la identidad regional como un constructo que permite dar cuenta de las particularidades culturales regionales y locales. Este autor plantea que, para dar cuenta de la identidad regional de un determinado conjunto de personas, es necesario que se haga alusión a su continuidad histórica y cultural, las que se desarrollan en un determinado territorio. De esta forma, los aspectos históricos, culturales y ecológicos se combinan para la construcción de una identidad social regional.
Desde la psicología social, los desarrollos de Tajfel (1982), Tajfel y Turner (1979) y Turner (1987) permiten definir que la existencia de la identidad regional se derivaría de la identificación con una entidad geopolítica denominada “región” y que existirían subcategorías de las nacionales. La identidad regional puede ser definida como una parte de la identidad social, que es el resultado de reconocerse como parte de un grupo regional y que comporta elementos valóricos y emocionales (Zúñiga y Asún, 2010). En la categoría de “región” se incluyen tanto los componentes humanos en sí mismos (habitantes con los que se comparte una historia y cultura) como los aspectos físicos del territorio. Como parte de la identidad social, la identidad regional convive con otras categorizaciones simultáneamente, con las que logra diferentes niveles de armonía (Herrera y Prats, 1995; Morales, 2007). A diferencia de la identidad nacional, identificarse con una determinada región geográfica resulta más o menos abstracto (Simon, 2014), por lo que es común que las personas muestren niveles de identificación mayores cuando se trata de entidades geográficas más reducidas que presentan una historia, un paisaje y un modo de vida menos heterogéneo.
La identidad regional puede constituirse en el núcleo que moldea en sus relaciones con otras regiones y se alimenta de la interacción con otros grupos similares (Salazar, 1996); no puede existir sin la definición de un territorio físico con el que se puede o no interactuar y en el que se comparte una historia y cultura común (Zúñiga y Asún, 2010). Sin embargo, existen algunos hallazgos iniciales que indican que el territorio físico y sus características puede ser el elemento central en algunas identidades regionales. Un estudio en población de la puerta antártica chilena mostró que el elemento definitorio de la identidad regional común es la identificación de un clima, paisaje, flora y fauna común. Este aspecto ambiental o ecológico fue señalado como central al momento de definir la identidad regional común, lo que dio origen al concepto de identidad regional ecológica (IRE) (Santana et al., 2013).
La Identidad Regional Ecológica Antártica
Estudios posteriores en identidad regional ecológica han demostrado resultados similares, dando robustez a la premisa de que los aspectos territoriales y ambientales pueden ser centrales en la construcción de la identidad social referida a lo regional. Estos estudios centraron su atención en la evaluación del entorno ecológico inmediato con el que los habitantes de la región interactúan, surgiendo la pregunta de si esta identificación podría extenderse a lo antártico, parte de la denominación regional (Región de Magallanes y Antártica Chilena), aunque su contacto con dicho territorio fuese indirecto. El supuesto a la base es la existencia de la identificación social con un territorio virtualmente desconocido, en este caso la Antártica. Como resultado de estos estudios se formula el concepto de identidad regional ecológica antártica (IRA) a partir de la hipótesis de que los habitantes de la puerta antártica chilena se identifican con dicho territorio de forma similar a lo que lo hacen con otros espacios físicos en los que viven y con los que tienen experiencia directa.
A partir de este concepto se han desarrollado una serie de estudios, no publicados, en población de una puerta antártica con el objetivo de establecer su pertinencia como variable relevante para el estudio de las identidades geográficas vinculadas a territorios con los que no se interactúa. Los estudios llevados a cabo en población de la puerta antártica chilena (Punta Arenas), con más de tres mil participantes, han mostrado que los individuos reconocen a dicho territorio como un objeto de identificación.
Un primer estudio se interesó tanto en la existencia de la IRA como en su anclaje en la realidad a través de la medición del conocimiento sobre temáticas antárticas, bajo la hipótesis de que el conocimiento compartido podría fortalecer la identificación simbólica con dicho continente. Los resultados iniciales mostraron promedios altos de identificación con lo antártico al mismo tiempo que correlaciones bajas, aunque significativas, entre dicha identificación y el conocimiento concreto de las características del territorio (Legue et al., 2018). Una conclusión inicial fue que el proceso cognitivo de identificación social, esto es, la autocategorización, parece posible aún en ausencia de un contacto directo con el territorio o conocimiento conceptual de las características reales del mismo. A partir de este primer resultado se indagó respecto de otro aspecto de la identificación social, esto es, la dimensión emocional (autoestima grupal) vinculada con lo antártico. Para esto se evaluó la “reputación” antártica, es decir, la valoración que se le asigna o atribuye y que pasa a constituirse en parte de la valoración del grupo regional.
El valor de la Antártica
El valor que se le atribuye a la Antártica no es consensual dadas las diferentes concepciones o creencias que los individuos y naciones confieren a este territorio, cuestión que podría reunirse en el concepto de valoración antártica (Shah, 2015). McLean y Rock (2016) usaron un modelo para identificar cuáles características son más valoradas con relación a la Antártica. Para ello, las autoras consideran siete cualidades que definen a la Antártica: un componente en el sistema climático de la Tierra, uno de los últimos grandes desiertos del mundo, un laboratorio científico para el beneficio de la humanidad, un destino turístico, una reserva de recursos minerales que podría apoyar a la sociedad en el futuro, un importante hábitat para la vida salvaje y un componente esencial de la historia de la exploración humana. Por otro lado, Hemmings (2013) postula que la valoración antártica está compuesta por seis tipos de valores. En primer lugar, el valor ambiental, que alude al grado de apreciación de la Antártica como territorio natural grandioso, que no tiene comparación. El valor social, que refiere a la conexión histórica con dicho territorio que se traduce en que es posible sentirse conectado e identificado con él, constituyéndose como parte de la identidad nacional. El valor político, que alude a la convivencia pacífica de las naciones en su encuentro en el territorio antártico. El valor estético, entendido como su valía debido a la idílica composición de su paisaje. El valor económico, referido al provecho potencial de la explotación de recursos naturales con el objetivo de obtener beneficios comerciales. Finalmente, el valor científico, que apunta a las potenciales investigaciones de diferentes ámbitos que serían posibles gracias a los recursos existentes en la Antártica. Este último modelo es más específico que el anterior y permite separar valores asociados al individuo, a lo humano y a lo natural. Estudios sobre población general indican que no todos los grupos asignan los mismos valores a lo antártico; es así como algunos consideran más valiosa la Antártica por su ecosistema y paisajes naturales (Powell et al., 2016) y otros por ser una potencial fuente de recursos naturales, y un componente importante del sistema climático del planeta (Tin et al., 2018).
Los resultados iniciales de estudios realizados en población del sur austral de Chile indican que el valor general atribuido por los habitantes de la puerta antártica es alto, con correlaciones fuertes con la identificación con dicho territorio. Las personas otorgaron, sistemáticamente, el principal valor antártico a los paisajes y la belleza incomparable de sus “cielos y hielos”. Sin embargo, el promedio de conocimiento sobre temáticas antárticas generales fue muy bajo, y mostró una correlación débil con la identificación. Lo antártico parece construido en torno a elementos simbólicos surgidos de las imágenes prístinas comunes en los medios de comunicación y redes sociales. Los altos niveles de contaminación de la Antártica, su escasa vegetación, zonas cubiertas de barro y piedra (contra la idea de continente blanco), condiciones hostiles para la vida humana autosostenible, entre otras, no parecen realidades accesibles para un grupo de personas altamente identificadas con dicho territorio. Estos resultados no logran su explicación en los conceptos de apego al lugar ni de identidad de lugar, los que ocurren al otorgar una valoración positiva a un entorno natural con el que se reconocen lazos emocionales que no provienen ni del contacto directo o cotidiano ni de los potenciales efectos positivos de dicha interacción en las personas (Dietz et al., 1998). Más aún, se establece un vínculo que se manifiesta en una alta valoración, que proviene de características si no irreales, al menos idealizadas. Se concluye que los aspectos identitarios vinculados a elementos emocionales que contribuyen a la autoestima grupal también se encuentran presentes en la identificación social antártica, por lo que el aspecto comportamental, o de compromiso grupal, es el que resta por sustentar.
La identificación y el cuidado antártico
La identificación con el territorio antártico como una actitud general de vínculo con el lugar también es una variable potencialmente conectada con otros comportamientos relevantes como el pro ecológico, la que surge a partir de la hipótesis de que identificarse con un territorio que conforma la identidad grupal implica un compromiso con su conservación.
Desde la psicología social se ha intentado desarrollar respuestas a qué es lo que determina que un individuo muestre un comportamiento ecológicamente responsable, basado en la búsqueda de la sustentabilidad de la cohabitación del ser humano y los otros seres vivos del planeta. Uno de los conceptos más fructíferos en esta área es el de creencia ambiental, el que pone el acento en la percepción que cada ser humano tiene sobre el rol que los entornos naturales tienen, y el valor que poseen como un recurso de utilidad. Las creencias ambientales, entonces, hacen referencia a las razones por las cuales se debe cuidar el medio ambiente y considera las consecuencias que el deterioro ambiental puede tener para sí mismo, para los seres humanos en general y para la biósfera (Stern y Dietz, 1994). Un modelo común utilizado para medirlas es el tripartito propuesto por Amérigo et al. (2007), el que señala que el valor de un entorno ecológico puede ser evaluado en tres dimensiones: 1) las creencias antropocéntricas que refieren a la naturaleza como un bien en la vida del ser humano al servicio de sus necesidades, 2) las creencias egobiocéntricas que dan importancia de lo natural dado el efecto beneficioso del contacto con el medio ambiente, y 3) el bioesferismo, relativo a la importancia de la naturaleza en sí misma. Aunque adhiriendo a cualquiera de las tres creencias, un territorio como el antártico puede ser considerado de alto valor, su consecuencia en el comportamiento no es el mismo si las razones son de tipo instrumental. Un entorno que es valioso porque satisface necesidades del ser humano deja de serlo si resulta ser inútil cuando no cumple las expectativas (p.ej. un territorio que no posee recursos naturales valiosos). Por otra parte, si es visto como un espacio beneficioso para la persona que tiene contacto con él, su valor se conectará con aspectos como su estética (p.ej. espacios hermosos que traen paz y conectan con aspectos de la espiritualidad). Si la creencia va en la dirección de su importancia para el mundo natural, los aspectos antropocéntricos debiesen estar menos presentes. Asimismo, otras variables que se relacionan con la naturaleza como el sentido de la responsabilidad en su cuidado (Hines et al., 1987; Hwang et al., 2000; Santos et al., 1998) pueden combinarse con cualquiera de las creencias ambientales.
Estudios en población local indican consistentemente la coexistencia de las tres creencias ambientales (Estrada, n.d.). La alta identificación social con lo antártico no se acompaña de manera privilegiada de creencias bioesféricas como podría haberse esperado. Estos resultados, aunque no contradicen los postulados de la TIS por cuanto el compromiso grupal es basalmente “interesado”, no permiten establecer la presencia de dicho aspecto identificatorio. Las medidas de responsabilidad en su cuidado y la intención de ser custodios de lo antártico parecen una mejor respuesta a dicha cuestión. La actitud declarada de sentirse involucrados con la Antártica y dispuestos a realizar acciones para su protección muestra, consistentemente, porcentajes de adhesión superiores al 80% cuando se evalúan como intención en el presente, y 90% al evaluarlas como intenciones futuras. La declaración de sentirse “custodios” de lo antártico también muestra altos niveles de acuerdo, tanto en los estudios locales como en internacionales que comparan puertas antárticas (Leane et al., 2021). Estas medidas se han mostrado consistentes en estudios realizados anualmente durante cinco años consecutivos con mínimas diferencias generacionales (los jóvenes menos dispuestos), y asociaciones fuertes con la identificación regional antártica (Sánchez et al., 2018). Estos resultados afirman la existencia de los elementos comportamentales, al menos en su nivel de intención de comportamiento, de la identificación social antártica.
Conclusión
Es posible concluir la existencia de una base conceptual que permite dar cuenta de un fenómeno que cuenta con evidencia empírica inicial que se podría denominar identidad social antártica. Los marcos conceptuales existentes solo abarcan parcialmente la existencia de formas de apego territorial, compartida por grupos sociales, que se establecen a partir de elementos más simbólicos que reales. La identidad social antártica es una muestra de la existencia de representaciones sociales a partir de lo que podría denominarse un imaginario geográfico. El concepto de imaginario geográfico surge de la geografía humana histórica en los años 60 para dar cuenta del rol de la vivencia subjetiva que acompaña la relación con los entornos físicos (Zusman, 2013). El imaginario geográfico se ha utilizado para dar cuenta de lo que ocurre en los individuos influenciados por sus motivaciones, actividades y culturas, en diferentes contextos geográficos. Aquellos espacios físicos que clasifican como Terrae incognitae, es decir, los territorios o tierras desconocidas son particularmente prolíferos para despertar imaginarios que suelen ser compartidos por personas cuya experiencia con el mundo real es similar (Keighren, 2005; Wright, 1977). Es un concepto que permite la comprensión de la identificación con un territorio “desconocido”, puesto que establece que la relación con un entorno de estas características sería el resultado de un vínculo con la realidad, es decir, la existencia de dicho territorio como un objeto potencial de identificación y la percepción de este, que va más allá de la experiencia directa y que incluye las imágenes y actitudes que se tienen hacia este (Lowenthal, 1997).
La consideración desde las distintas áreas de la psicología de la existencia de imaginarios geográficos no solo permitiría comprender los fenómenos identitarios asociados a lo geográfico, sino que considerar una nueva concepción al problema de la relación entre el comportamiento del ser humano y su entorno ambiental. La propuesta de una identificación social “ecológica” podría resultar en un abordaje alternativo que da cuenta de un fenómeno que escapa a los desarrollos conceptuales actualmente disponibles.
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1 Doctora en Ciencias Psicológicas, Departamento de Psicología, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad de Magallanes, Avenida Bulnes 01855, Segundo piso, Punta Arenas, Chile. Código postal: 6210427. Correo electrónico: claudia.estrada@umag.cl. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9982-2025
2 Doctor en Comportamiento Social y Organizacional, Facultad de Psicología, Universidad de Talca, Chile. Correo electrónico: jose.cardenas@utalca.cl. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-5484-0078
3 Doctor en Psicología, Facultad de Psicología, Universidad de Talca, Chile. Correo electrónico: igallardo@utalca.cl. ORCID: http://orcid.org/0000-0003-3375-7942
4 Doctor en Psicología Social, Facultad de Psicología, Universidad Alberto Hurtado, Chile. Correo electrónico: jbarrientos@uahurtado.cl. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8497-3552