¿Quién analiza hoy?: Aportes del psicoanálisis en la clínica con toxicomanías
Who analyzes today?: Contributions of psychoanalysis in the clinic with toxicomanies
Fecha recepción: 3 de febrero de 2021 / fecha aceptación: 19 de junio de 2021
María Paula Paragis1
Resumen
El presente escrito se propone interrogar los aportes que la praxis del psicoanálisis puede hacer en el campo de las toxicomanías, en tanto se trata de una presentación clínica de enorme prevalencia en la actualidad. Siguiendo los desarrollos de Lacan (1958), se pretende poner al analista en el banquillo, partiendo de la pregunta por la posición del analista frente al afán por conseguir resultados terapéuticos rápidos, entendidos estos como el levantamiento del consumo de la sustancia.
Palabras clave: Psicoanálisis, toxicomanías, dirección de la cura, transferencia, posición del analista
Abstract
This paper aims to question the contributions that the praxis of psychoanalysis can make in the field of drug addiction, as it is a clinical presentation of enormous prevalence today. Following the developments of Lacan (1958), the intention is to put the analyst on the bench, raising a question about the analyst’s position in the face of the will to achieve rapid therapeutic results, understood as the ending of the consumption of the substance.
Keywords: Psychoanalysis, drug addiction, direction of the treatment, transference, position of the analyst
Introducción
El presente escrito se propone interrogar los aportes que la praxis del psicoanálisis puede hacer en el campo de las toxicomanías, en tanto en los últimos tiempos ha proliferado una gran cantidad de casos de esta índole que arriban al consultorio tanto en el ámbito público como privado. Siguiendo los desarrollos de Lacan (1958), se pretende poner al analista en el banquillo, invirtiendo el enfoque tradicional sobre los tratamientos con patologías del consumo. No se trata de poner el acento en el analizante sino en el analista, y qué maniobras ha de realizar este en la clínica con toxicómanos.
Según diversos autores en la materia, es posible ubicar que el llamado “verdadero toxicómano” (Naparstek, 2010) es alguien que rompe absolutamente con el Otro y que posee una certeza de goce respecto de la sustancia: sabe que aquello otorga un goce y no hay pregunta al respecto. Dado que prescinde del Otro, ya que busca una operación que no pase por lo simbólico, se trata de una respuesta a lo real por la vía de lo real (el tóxico). Este posicionamiento subjetivo reviste un desafío muy particular en la clínica, en tanto se intenta ofertar un espacio para la palabra allí donde el paciente ha encontrado otra solución para su angustia.
Asimismo, en la actualidad asistimos a una profunda modificación de la cultura, en tanto se ha impuesto la ley del mercado. La carencia de normativa que se da a nivel global, a partir de la caída de ideales y represiones, lleva a los sujetos a un “todo vale”. Así, se presenta una tensión entre lógicas paradojales y contradictorias, en juego permanentemente, en una cultura que combina el exceso y la moderación. Por un lado, la sociedad tiende a la masificación, en tanto el consumo empuja al anonimato, la alienación y el conformismo; por otro lado, se genera un movimiento de sentido contrario, hacia la individualización, en la cual impera el hedonismo, el culto al cuerpo y la autonomía.
En este contexto, quienes trabajamos como analistas en instituciones públicas vemos la pregnancia que tienen discursos abstencionistas y homogeneizantes en relación a las adicciones, los cuales toman como premisa la abolición de este “síntoma social”. A partir de ello, surge la pregunta de cómo el psicoanálisis podría entrar en las instituciones públicas que brindan atención en estos casos, no sólo para pensar aportes en cuanto a la clínica sino también con respecto a los dispositivos que allí se pueden generar.
¿Quién analiza hoy?
Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época. Pues, ¿cómo podría hacer de su ser el eje de tantas vidas aquel que no supiese nada de la dialéctica que lo lanza con esas vidas en un movimiento simbólico? (Lacan, 1953, p. 309)
Teniendo en cuenta algunas de las particularidades que encontramos en la época actual en relación a los síntomas que los pacientes traen a consulta, los cuales “tienen este aspecto de síntomas actuales, de falta de mecanismo psíquico, falta de sentido y se presentan directamente con su cara tóxica” (Naparstek, 2010, p.26), es posible interrogarnos sobre las implicancias que tiene el hecho de ubicarnos como analistas en esta coyuntura. Las transformaciones que se han dado a nivel cultural traen aparejadas nuevas subjetividades y nuevos modos de relación. Asimismo, la condición del sujeto ha cambiado: en la modernidad el sujeto era básicamente productor, el cual se definía por la familia y el trabajo, las dos entidades básicas de la identidad. Actualmente, el sujeto se define por el consumo, es un sujeto consumidor. Esto responde a la lógica del mercado, el cual precisa que las personas se masifiquen y no generen vínculos entre ellas (Galende, 2013). De este modo se configura quiénes por estar excluidos del ingreso (y el consecuente poder de consumir) se encuentran fuera de la vida social. Son estas coordenadas de sujeto consumidor las que nos someten a una construcción de nuevos posicionamientos subjetivos. En este punto cabe la pregunta: ¿por qué es necesaria la presencia del analista?
Lacan introduce el término “posición” al interrogarse sobre cuál es el lugar del analista en la cura, no solo dónde es ubicado por el paciente sino dónde se ubica en cuanto tal. En su Seminario VIII (1960-1961), plantea la cuestión de la transferencia y su relación con la demanda. En el idioma francés, demander tiene la doble acepción de pedido/pregunta, que en este caso se dirige al Otro. El analizante, justamente, se dirige al analista, por estar ahí en el lugar del Otro, es por ello que resulta central el modo en que este se sitúa frente a la demanda. Parafraseando a Lacan, el analista genera efectos al ofertarse puesto que el inconsciente es ya una respuesta a las intervenciones analíticas, ante la posición del analista. El planteamiento de la demanda en cuanto tal instala la demanda de amor –no responde a una necesidad–, la cual es inherente al lenguaje. Si bien es imposible no responder a la demanda, en todo caso de lo que se trata es de no satisfacerla y ver desde donde se responde. Ello es de capital importancia, en tanto “la transferencia es ya en sí misma un campo abierto, la posibilidad de una articulación distinta y diferente de la que encierra al sujeto en la demanda” (Lacan, 1957-1958, p. 436) y, por eso mismo, es distinta del uso de un poder. Entonces, ¿desde dónde ha de responder convenientemente a la demanda?
En torno a la demanda es posible distinguir dos planos: el de la sugestión y el de la transferencia. Si bien Freud ya había establecido una relación entre ambos términos, entendiendo que la transferencia es también una sugestión, Lacan (1958) agrega que esta última debe ser considerada “no como algo a lo que no responde ninguna satisfacción de la demanda, sino como una articulación significante propiamente dicha” (p. 437) y allí reside su diferencia con la sugestión. La cuestión ha generado intensos debates en el seno del psicoanálisis, dada la complejidad que reviste puesto que no puede escaparse de ella: “Toda palabra llama a una respuesta. [...] No hay palabra sin respuesta, incluso si no encuentra más que el silencio, con tal de que tenga un oyente, y que éste es el meollo de su función en el análisis” (Lacan, 1953, p. 241).
De ello deriva que el analista, lo quiera o no, favorece los efectos de sugestión, por su sola presencia. En este sentido, los movimientos del análisis mismo son respuestas al posicionamiento del analista, ya que él va ocupando distintos lugares allí. Esto se produce porque cambia la naturaleza del Otro a quien el sujeto le habla, cambia el interlocutor, por eso mismo el análisis sufre cortes y relanzamientos. Si ante el llamado el analista no puede no responder, de lo que se trata entonces será de reconocer por quién y para quién el sujeto plantea su pregunta. Si ello no ocurre, “se correrá un riesgo de contrasentido sobre el deseo que ha de reconocerse allí y sobre el objeto a quien se dirige ese deseo” (Lacan, 1953, p. 292). De ningún modo la cuestión se agota en frustrar o gratificar la demanda, sino que al resistir a la demanda del paciente se apunta a “que reaparezcan los significantes en que su frustración está retenida” (Lacan, 1958, p. 589).
La dirección de la cura: el ser o no ser del analista
A lo largo de su enseñanza, Lacan ha ido modificando su concepción con respecto a la relación analítica. Si bien en un primer momento hablaba de intersubjetividad, establecía que en toda relación con otro hay disimetría: puesto que el poder queda del lado de la escucha, el analista se encuentra en ese lugar de poder. Ahora bien, ¿qué hace el analista con ese poder? Desde un primer momento sostiene una diferencia esencial: se dirige la cura pero no se dirige a los pacientes. El analista, ya que ocupa un lugar como Otro y tiene un poder, debe prescindir de hacer uso del mismo para dirigir al sujeto. Entonces, la dirección de la cura es otra cosa: “consiste en primer lugar en hacer aplicar por el sujeto la regla analítica, o sea, las directivas cuya presencia no podría desconocerse en el principio de lo que se llama la situación analítica” (Lacan, 1958, p. 560). Semejante dirección implica para el analista mismo un no saber hacia dónde va, en tanto que al ocupar su lugar como tal suspende todo juicio. En otros términos, “[...] el analista tiene altamente conciencia de que no puede saber qué hace en psicoanálisis. Una parte de esa acción permanece velada para él mismo” (Lacan, 1959-1960, p. 348). Ello se evidencia claramente con respecto a las interpretaciones que este realiza, puesto que “para confirmar lo bien fundado de una interpretación lo que cuenta no es la convicción que acarrea, puesto que se reconocerá más bien su criterio en el material que irá surgiendo tras ella” (Lacan, 1958, p. 568). Por este motivo, no resulta posible la anticipación o previsión del decurso de las asociaciones.
En el mismo sentido se ubica la operación que Lacan establece como aquello que el analista entrega, lo quiera o no. Estos puntos de pérdida o despojo, marcados por aquello que el psicoanalista debe pagar, son:
-pagar con palabras sin duda, si la transmutación que sufren por la operación analítica las eleva a su efecto de interpretación;
-pero también pagar con su persona, en cuanto que, diga lo que diga, la presta como soporte a los fenómenos singulares que el análisis ha descubierto en la transferencia;
-¿olvidaremos que tiene que pagar con lo que hay de esencial en su juicio más íntimo, para mezclarse en una acción que va al corazón del ser [...]? (Lacan, 1958, p. 561)
Aquí se evidencia que lo que está en juego es la castración del analista y no del sujeto. Es a partir de que Lacan se plantea cómo despertar la pregunta del neurótico, cómo hacer que esa pregunta interrogue al sujeto, que establece que la única manera de llevar al despliegue de esa pregunta es que en el Otro haya un hueco, un agujero, que haya un deseo. Es decir que la posibilidad de que se haga aparecer un sujeto barrado depende únicamente de que en el lugar del Otro haya un Otro barrado. Solo hay posibilidad de que el sujeto aparezca con su carencia en ser, en tanto y en cuanto el Otro también sea lugar de esa carencia, no el Otro completo. Ya lo advertía Lacan en su texto La dirección de la cura y los principios de su poder (1958), al decir: “Volveré pues a poner al analista en el banquillo, en la medida en que lo estoy yo mismo, para observar que está tanto menos seguro de su acción cuanto que en ella está más interesado en su ser” (p. 361).
Será más adelante en su enseñanza que establecerá que el lugar del analista está determinado estructuralmente, como posición hecha de objeto a. De este modo, el analista encarna un efecto de rechazo, ocupando el lugar de lo no simbolizado. No solamente será este su destino, al final del tratamiento cuando se produzca su destitución, sino que desde ese lugar opera y causa el trabajo en el análisis.
Si bien no nos detendremos en esta cuestión a nivel teórico, resulta importante señalar que, a partir de lo planteado, puede pensarse que si el analista no se ubica como Otro barrado no da lugar a que algo del sujeto dividido se desarrolle, lo cual conduciría al paciente a hacer un llamado al Otro para que rectifique su posición, en tanto el acting out lo lleva fuera del campo del Otro. Ello reviste particular importancia en la clínica con toxicómanos: lo rechazado en el campo del Otro retorna “out”, fuera del campo del Otro, de ese Otro circunscrito como el Otro de lo simbólico. Sin ir más lejos, esto es lo que se encuentra en juego en tratamientos en los cuales se imponen reglas e imperativos sumamente estrictos, mediante los cuales no se hace otra cosa que detentar un saber sobre el consumo del paciente. Al dejar por fuera (de la institución, del tratamiento) a quien no se ajuste a dichas reglas también se estaría rechazando la condición subjetiva de quienes quedan dentro. Es solo a partir de propiciar el despliegue de parte del sujeto, para que pueda encontrar “su manera” con respecto al consumo y ver qué función cumple este para cada quien, que podrá luego verse qué hacer en relación al mismo y de qué modo se podría trabajar para el levantamiento del síntoma.
Lacan (1953) señala con respecto a la pregunta que el analizante dirige al analista:
Entonces aparece la función decisiva de mi propia respuesta y que no es solamente, como suele decirse, ser recibida por el sujeto como aprobación o rechazo de su discurso, sino verdaderamente reconocerlo o abolirlo como sujeto. Tal es la responsabilidad del analista cada vez que interviene con la palabra (p. 289).
El psicoanálisis como práctica de lectura
Continuando con el desafío que presenta el trabajo psicoanalítico con pacientes toxicómanos, es posible servirnos de los desarrollos de Miller (2011), para pensar el psicoanálisis no solo como una cuestión de escucha, sino también como una lectura. Siguiendo lo elaborado por Freud en relación al síntoma, podemos señalar que se le otorga un sentido de verdad y, por lo tanto, se lo interpreta. Su sensacional descubrimiento fue que los síntomas pueden interpretarse como los sueños, en función de un deseo, y que es un efecto de verdad. A su vez, el síntoma se distingue de todas las otras formaciones del inconsciente por su permanencia: “para que haya síntoma es necesario también que el fenómeno dure” (Miller, 2011, p. 5). Sin embargo, Freud se encontró con la persistencia del síntoma después de la interpretación, había allí un resto. El autor se fue aproximando a esta cuestión de diversas maneras: poniendo en juego la reacción terapéutica negativa, la pulsión de muerte, hasta decir finalmente que el final del análisis como tal deja siempre subsistir lo que llamaba restos sintomáticos.
En nuestra práctica es frecuente que asistamos a la confrontación del sujeto con dichos restos sintomáticos, a lo cual actualmente se le da un estatuto diferente al que proponía Freud como final de análisis, ya que no nos detenemos ante ellos. Bajo este nombre podemos ubicar lo real del síntoma, aquello que en el síntoma es fuera de sentido. En este punto resulta pertinente introducir la noción de goce:
Podemos decir que el goce es lo propio del cuerpo como tal, que es un fenómeno de cuerpo. En ese sentido, el cuerpo es lo que goza, pero reflexivamente. Un cuerpo es lo que goza de sí mismo, es lo que Freud llamaba el autoerotismo. Pero eso es verdad para todo cuerpo viviente. Podemos decir que es el estatuto del cuerpo viviente el gozar de sí mismo. Lo que distingue el cuerpo del ser hablante es que su goce sufre la incidencia de la palabra (Miller, 2011, p. 6).
Entonces, el goce en cuestión en el síntoma no es primario, en tanto está producido por el significante. Es precisamente por la incidencia significante que el goce del síntoma resulta un acontecimiento y no solo un fenómeno, ya que testimonia que hubo un acontecimiento de cuerpo, después del cual el “goce natural” del cuerpo vivo, se trastornó y se desvió. “Este goce no es primario pero es primero en relación con el sentido que el sujeto le da, y que le da por su síntoma en tanto que interpretable” (Miller, 2011, p. 6). Tomando los conceptos de metáfora y metonimia, podemos ubicar que hay metáfora de goce del cuerpo, la cual produce acontecimiento –o lo que Freud denominó como fijación–, y es la acción del significante operando fuera de sentido. Además, está la metonimia del goce, su dialéctica, en la cual se dota de significación.
Según lo que propone Miller (2011), leer un síntoma consiste en privar al síntoma de sentido. Es esta línea la que toma Lacan al proponer el ternario Real, Simbólico e Imaginario para sustituir al aparato de interpretar de Freud, ligado al ternario edípico. Este desplazamiento de la interpretación hacia el nudo borromeo no produce sentido, sino que “el funcionamiento mismo de la interpretación cambia y pasa de la escucha del sentido a la lectura del fuera de sentido” (Miller, 2011, p. 7). Este “saber leer” consiste en mantener a distancia la palabra y el sentido que esta vehiculiza, a partir de la escritura como fuera de sentido, como letra, a partir de su materialidad. Se apunta a la materialidad de la escritura dado que la letra produce el acontecimiento de goce, el cual determina la formación de los síntomas. Volviendo a Freud:
Como él partía del sentido, eso se presentaba como un resto, pero de hecho ese resto es lo que está en los orígenes mismos del sujeto, es de algún modo el acontecimiento originario y al mismo tiempo permanente, es decir que se reitera sin cesar (Miller, 2011, p. 7).
Es interesante subrayar la importancia que reviste esa reiteración sin cesar en el contexto de la clínica con toxicomanías. En la adicción se ve claramente como la reiteración inextinguible del mismo Uno es lo que está en la raíz del síntoma. Esto puede ilustrarse en la muy frecuente frase del alcohólico “un vaso más”: al ser siempre el mismo Uno, este no se adiciona:
No tendremos jamás el «he bebido tres vasos, por lo tanto es suficiente», se bebe siempre el mismo vaso una vez más. Esa es la raíz misma del síntoma. Es en este sentido que Lacan pudo decir que un síntoma es un etcétera. Es decir el retorno del mismo acontecimiento (Miller, 2011, p. 7).
Desde esta perspectiva, la interpretación como saber leer apunta a la reducción del síntoma a su fórmula inicial, al encuentro material de un significante y del cuerpo, al choque puro del lenguaje sobre el cuerpo. Miller (2011) lo dice en estos términos:
Para tratar el síntoma hay que pasar por la dialéctica móvil del deseo, pero también es necesario desprenderse de los espejismos de la verdad que ese desciframiento les aporta y apuntar más allá, a la fijeza del goce, a la opacidad de lo real (pp. 7-8).
¿Abstinencia de quién?
A partir de lo desarrollado anteriormente, se abre la pregunta por la abstinencia: ¿Se encuentra del lado del paciente o del analista? La clínica con toxicomanías pone este concepto en jaque, más allá del juego de palabras que comporta. En la actualidad se ofrecen tratamientos de rehabilitación que les imponen a los pacientes de forma estricta la abstinencia de consumo para poder ingresar al programa. Dichos tratamientos se enmarcan en el paradigma abstencionista, el cual centra la causa de la adicción en la droga, la sustancia, siendo el fin último el cese del consumo. Este tipo de instituciones pretende desintoxicar al sujeto, sacarle el objeto de la adicción en tanto causa. Con respecto a esto, Freud (1898) advertía sobre el error de usar métodos compulsivos e instituciones cerradas: “Las curas de abstinencia tendrán un éxito sólo aparente, si el médico se conforma con sustraer la sustancia narcótica, sin cuidar la fuente de la cual brota la imperativa necesidad de aquella” (p. 268).
Encontramos con respecto a la abstinencia una doble vertiente por parte del analista. Por un lado, el paciente que concurre a tratamiento lo hace en busca de un saber sobre aquello que le aqueja, especialmente cuando se ha identificado al “ser adicto” y lo que se pretende es una corroboración de que todo su malestar se debe a la droga, la que aparece como algo demoníaco de lo cual el sujeto nada sabe y con lo que nada puede hacer. En este punto, como ya se ha mencionado en los anteriores apartados, “nuestra operación es precisamente abstinente o abstencionista. Consiste en no ratificar nunca la demanda en cuanto tal. Eso lo sabemos, pero esta abstención, aunque sea esencial, no es por sí misma suficiente” (Lacan, 1957-1958, p. 438). Por otro lado, puede pensarse que aquello que Lacan establece como la ética del psicoanálisis no es otra cosa que su reformulación de lo que Freud situaba como abstinencia. Dicha ética implica una renuncia, en tanto el analista debe estar dispuesto a renunciar a su ser y no intervenir desde allí, como un Otro completo. En esta cuestión cabe ser categórico: la abstinencia es la abstinencia del analista, más aún en la clínica con toxicómanos. Como contrapartida a los tratamientos de corte más conductista, como Narcóticos Anónimos o Alcohólicos Anónimos, el psicoanalista ofrece algo de otro orden, y la dirección de la cura no tiene que ver con dirigir al paciente. Desde esta perspectiva, “la dirección de conciencia, en el sentido de guía moral que un fiel del catolicismo puede encontrar, queda aquí radicalmente excluida” (Lacan, 1958, p. 560).
Dada la especificidad de los casos de toxicomanía, en tanto existe una sanción moral con respecto al ideal de salud, es sumamente importante considerar que “el analista que quiere el bien del sujeto repite aquello en lo que ha sido formado, e incluso ocasionalmente torcido. La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto” (Lacan, 1958, p. 590). Muchas veces el riesgo y la marginalidad que la conducta de estos pacientes acarrea puede hacernos trastabillar, y es justamente sobre esto que podríamos retomar aquello que Lacan ubica como los problemas actuales del psicoanálisis: la función de lo imaginario, la noción de las relaciones libidinales de objeto y la importancia de la contratransferencia y, correlativamente, de la formación del psicoanalista. Dice que estos tres problemas tienen un rasgo común:
Es la tentación que se le presenta al analista de abandonar el fundamento de la palabra, y esto precisamente en terrenos donde su uso, por confinar lo inefable, requeriría más que nunca su examen: a saber, la pedagogía materna, la ayuda samaritana y la maestría dialéctica (Lacan, 1953, p. 237).
Precisamente, nada podría extraviar más al analista que pretender la reeducación del paciente para que abandone su consumo, o bien la intención de ayudarlo en pos del ideal de bien que tiene la sociedad hoy en día. A fin de cuentas, de lo que se trata es de cómo operar allí donde se presenta la posibilidad de que la ética del psicoanálisis pueda confundirse con la moral social que impone el ideal de salud (Piotte, Sruber y Torregiani, 2005). La apuesta que se realiza desde el psicoanálisis es que la dirección del tratamiento no se sostenga en la abstinencia del paciente, sino que implica una escucha no capturada por el ideal, mediante la cual el analista se posiciona como objeto-causa de deseo, permitiendo al paciente interrogarse acerca de su consumo posibilitando que aparezca allí algo en relación con la singularidad de su deseo. De ningún modo se trata de una pretensión de regular la relación del paciente con el tóxico, como sucede con otras terapéuticas. Así, vía la intervención del analista se intentará que se desplieguen las coordenadas significantes que marcan la vida del sujeto, permitiendo ir situando la función que cumple el tóxico en su subjetividad.
A partir de que el sujeto habla, se busca que se abran ciertos interrogantes vinculados a la castración, un intersticio donde ese falso saber que la droga genera, vacile. Se trata de hallar otros caminos para que el sujeto se enfrente con lo real que lo determina (Rossi, 2005, p.153).
¿Desde dónde se interviene? El deseo del analista
En el texto Del Trieb de Freud y del deseo del psicoanalista (1964), Lacan ubica que es “el deseo del analista el que en último término opera en el psicoanálisis” (p. 811), pero ¿qué implica esto? En primer lugar, no debe perderse de vista que la técnica psicoanalítica no puede ser comprendida si se desconoce que de lo que se trata es del campo del lenguaje, y que el llamado que el sujeto dirige al analista es un “llamado a la verdad en su principio” (Lacan, 1953, p. 239). Desde un primer momento, cuando el sujeto entra en el análisis:
Acepta una posición más constituyente en sí misma que todas las consignas con las que se deja más o menos engañar: la de la interlocución [...]. La alocución del sujeto supone un “alocutario”, dicho de otra manera, que el locutor se constituye aquí como intersubjetividad (Lacan, 1953, p. 250).
Es él mismo quien escucha su mensaje y eso en sí mismo tiene efectos, por ello se dice que esta relación no es entre dos sino en apariencia. Asimismo, Lacan (1953) señala que “es ciertamente esta asunción por el sujeto de su historia, en cuanto que está constituida por la palabra dirigida al otro, la que forma el fondo del nuevo método al que Freud da el nombre de psicoanálisis” (p. 249). Por lo tanto, el medio que posee el analista es el de la palabra y su dominio no es otro que el del discurso, en cuanto campo de la realidad del sujeto. Será a través de la experiencia del significante que el sujeto podrá “reordenar las contingencias pasadas dándoles el sentido de las necesidades por venir, tales como las constituye la poca libertad por medio de la cual el sujeto las hace presentes” (Lacan, 1953, pp. 248-249). El reconocimiento de cómo su inconsciente es su historia, a partir de hechos que determinaron en su existencia ciertos “vuelcos”, implica que en la anamnesis psicoanalítica no se trata de realidad sino de verdad, en tanto es el efecto de una palabra plena (Lacan, 1953).
Entonces, si la meta del análisis es el advenimiento de dicha palabra verdadera, podemos pensar que esto solo puede realizarse si “lo introducimos en el lenguaje de su deseo, es decir, en el lenguaje primero en el cual más allá de lo que nos dice de él, ya nos habla sin saberlo, y en los símbolos del síntoma en primer lugar” (Lacan, 1953, p. 283). Es en dicha operatoria que se resuelve el síntoma, mediante la puntuación que el analista hace en el discurso del sujeto, dándole su sentido. Es justamente de lo que se trata el arte del analista, puesto que suspende las certidumbres del sujeto hasta que se consuman sus últimos espejismos, siendo en su discurso donde se esconde su resolución.
De este modo, es posible abordar la cuestión desde la ética del analista, en tanto que sostenida en su deseo, la cual:
Permite al analizante, a partir de una experiencia significante, la elaboración del goce al que está adherido, para despejar así su deseo. El analista se dirige a un sujeto ético que puede responder por lo que hace y dice, lo que, desde luego, es también válido en la clínica con el toxicómano (Rossi, 2005, p. 154).
Podría decirse que el psicoanalista debe ser cauto con respecto a ir rápidamente al levantamiento del consumo porque este tiene una función en la estructura, especialmente si opera como sinthome, como reparación. Se trata, entonces, de ver qué función tiene eso en la estructura y acompañar al sujeto en la construcción de un sinthome que sea más compatible con la existencia. En este sentido, es la ética del deseo la que sostiene la cura, alojando el carácter electivo del ser hablante con respecto a su posición subjetiva. Este constituiría el núcleo del acto analítico en tanto acto anticapitalista (Soler, 2004), que brega por devolver a los sujetos algo de su singularidad, de su verdad, ofertando un espacio de escucha y de puesta en valor de la palabra, en oposición a un contexto epocal que empuja hacia la masificación y homogeneización de los modos de gozar mediante una metonimia vertiginosa de imágenes, signos y proliferación de objetos ofertados en forma incesante por el mercado.
Reflexiones finales
A partir del recorrido propuesto se ha intentado dar cuenta no solo de qué es un psicoanalista, sino cuál es su aporte o en qué radica su distinción con respecto a otras figuras del campo psi en relación a la clínica con toxicomanías. En un territorio tan complejo, retomamos la pregunta que se hace Lacan (1964): “¿Cuál es el fin del análisis más allá de la terapéutica?” (p. 811). Precisamente en casos como los abordados suele haber cierto afán por conseguir resultados terapéuticos, entendidos estos como el levantamiento del consumo de la sustancia. ¿Cómo se posiciona el psicoanalista ante esto? La categoría del adicto existe porque hay un discurso social que lo nombra, conceptualización que repite algo de lo que estos sujetos padecen: la aniquilación subjetiva. Desde la orientación psicoanalítica, no podemos decir que este nombre sea válido para todos los que consumen drogas, sino que se trata de circunscribir cuál es el lugar o la función del objeto droga en la economía libidinal de cada quien. Este tipo de posición subjetiva nos confronta con un desafío: se trata de aquello que hace cortocircuito con la palabra, es un hacer en lugar de un decir. La droga es la respuesta que encuentra un sujeto particular para desembarazarse de la angustia o de la depresión, no solo marcada por la falta de deseo, sino que fenomenológicamente se presenta como aburrimiento o insatisfacción permanente. Si bien no ha sido abordado explícitamente en el presente escrito, cabe destacar que una de las novedades que introduce el psicoanálisis en este sentido es localizar clínicamente que más allá de los modos de relación del sujeto con los objetos, está la relación del sujeto con la pulsión. El goce que en las toxicomanías se presenta como desregulado no es otra cosa que la satisfacción de una pulsión, la pulsión de destrucción o de muerte. La apuesta que desde allí realizamos va en la vía de ofrecerle al sujeto mediante el análisis nuevos modos de relación con la pulsión.
Por otro lado, en gran parte este escrito se ve causado por la interrogación sobre el lugar que el psicoanálisis tiene (o podría tener) en las instituciones. En la actualidad asistimos a una tendencia hacia los tratamientos más estandarizados, que resultan “eficientes” para el sistema puesto que comportarían resultados terapéuticos de forma rápida y con menor costo. La situación en las instituciones suele tratarse de la errancia de los pacientes que “rebotan” sistemáticamente porque no se acomodan a sus reglas. ¿Cómo pensar y armar dispositivos en las instituciones que no sigan esta lógica? Dado que en la época actual prima el goce del consumo, propuesto por el mercado, se da una lógica del “para todos”, que borra las diferencias, ¿cómo desorganizar algo de la masificación por identificación que existe en torno a la categoría del adicto? Desde nuestro lugar como analistas es posible, ubicándonos como un Otro barrado, poder tomar el caso por caso y ofertar otro espacio para dejar hablar al sujeto, posibilitando que algo de su singularidad pueda advenir.
Por ello, lo señalado por Lacan (1959-1960) tiene capital importancia:
Lo que el analista tiene para dar, contrariamente a la pareja del amor, es lo que la novia más bella del mundo no puede superar, a saber lo que tiene. Y lo que tiene no es más que su deseo, al igual que el analizado, haciendo la salvedad de que es un deseo advertido. ¿Qué puede ser un deseo tal, el deseo del analista principalmente? [...] No puede desear lo imposible (p. 358).
Referencias bibliográficas
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1 Licenciada en Psicología, Universidad de Buenos Aires. Doctoranda en Psicología (UBA). Becaria de investigación de la Secretaría de Investigación de la Universidad de Buenos Aires. Docente de la Cátedra I de Psicología, Ética y Derechos Humanos, Facultad de Psicología, UBA. Correo postal: Roque Sáenz Peña 57 5A, San Isidro. CP 1642, Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: paulaparagis@psi.uba.ar