Construcción de perfiles de hombres que han ejercido violencia de género

Construction of profiles of men who have committed gender violence

 

Fecha recepción: 25 de octubre de 2020 / fecha aceptación: 1 diciembre de 2020

 

Marcela Olguín Pinochet1

Cecilia Ollino Gutiérrez2

 

Resumen

Se exponen resultados de una experiencia ejecutada en un Programa de Reparación en Maltrato Grave y Abuso Sexual Infantil (PRM), que –teniendo como foco la restitución de derechos de niñez vulnerada– decide incorporar en los procesos a adultos significativos masculinos que han ejercido violencia. Se desarrollan análisis de casos, descripción de procesos y focus group con el equipo interventor, con la finalidad de construir perfiles de sujetos posibles de ser abordados en PRM, definiendo alcances y límites de la intervención, y las estrategias de trabajo pertinentes.

Palabras clave: Violencia de género, testificación de violencia, masculinidades, perfiles de agresores, estrategias de intervención.

 

Abstract

The results of an experience carried out in a Reparation Program for Serious Child Abuse and Sexual Abuse (PRM) are presented, which –having as its focus the restitution of the rights of violated children– decides to incorporate significant male adults who have committed violence into the processes. Case studies and focus groups are developed with the intervening team, allowing the construction of profiles of subjects that can be approached in PRM, defining the scope and limits of the intervention, and the pertinent work strategies in each case.

Keywords: Gender violence, witnessing of violence, masculinities, profiles of aggressors, intervention strategies.

Introducción

Los Programas de Reparación en maltrato grave y abuso sexual infantil (PRM) son parte de la política especializada dirigida hacia la niñez vulnerabilizada en Chile, y son ejecutados por organismos colaboradores del Estado que, de manera subsidiaria, traspasa recursos a estas entidades: ONG, Fundaciones u otras, con la finalidad de que realicen procesos reparatorios en el ámbito individual, familiar y de intervención en redes. Estos procesos se orientan a interrumpir las situaciones de vulneración grave de derechos y trabajar en la reparación del impacto de las mismas, tanto en la subjetividad de quien recibe la violencia como del contexto familiar en que se vivencian cotidianamente estas situaciones.

En el caso de los PRM, la derivación a estos dispositivos surge siempre como parte de una medida judicial, determinada por Tribunales de Familia en la mayoría de los casos o, en una menor parte, desde Fiscalía, en la comprensión de que en la legislación nacional todas las situaciones que abordan estos programas son constitutivas de delito3. Las causales de ingreso corresponden a maltrato físico grave, abuso sexual infantil o maltrato psicológico constitutivo de delito4.

La intervención de un PRM se desarrolla en diferentes fases o etapas que, según las Orientaciones Técnicas, pueden tener una duración de un máximo de 12 meses desde el ingreso, o hasta 24 meses en los casos en que no hay referentes adultos o los sujetos se encuentran separados del cuidado marental o parental. Previo al ingreso existe una fase de calificación preliminar, que va desde la recepción de la derivación hasta el ingreso efectivo. En esta etapa se desarrolla una evaluación previa del caso, se realizan entrevistas con personas adultas significativas y se evalúan las condiciones de riesgo y profundidad de los indicadores o sintomatología de daño, que dan lugar a la priorización del ingreso. Luego se ingresa el caso y se desarrolla una fase de profundización diagnóstica, que dura hasta 3 meses y que finaliza con la elaboración de un plan de intervención integral. Luego de esta etapa, se realiza la fase de intervención propiamente tal, en que se ejecuta el plan de intervención, que finalizará con el cumplimiento de los objetivos del mismo, lo que dará lugar a la evaluación de la mantención del caso o a su egreso. Es relevante señalar que el trabajo se realiza en la dinámica diagnóstico –intervención– diagnóstico, en el entendido de que desde la fase de profundización diagnóstica se está interviniendo con el caso y que, en la fase de intervención, siempre se está profundizando en el conocimiento de la realidad individual y familiar.

En relación con la causal de ingreso, asociada a maltrato psicológico grave, en la práctica se incluye en este ámbito a niños, niñas y jóvenes que han testificado situaciones de violencia de carácter grave, asociado al impacto que esta genera en su estabilidad y desarrollo emocional y psíquico.

 

Anotaciones de método y proceso

Se desarrolla un proceso inductivo que originalmente no tiene una finalidad investigativa, sino más bien práctica, en la cual el equipo de trabajo de un PRM5, perteneciente a la ONG Paicabí, comienza progresivamente a recibir una mayor cantidad de casos que ingresan por testificación de violencia, tomando la decisión de incorporar progresivamente a la intervención a los adultos masculinos que originan la violencia, transformando a niñas, niños y jóvenes con quienes conviven en testigos de estas situaciones.

A partir de dicha experiencia, se evalúa la necesidad de definir con cuáles sujetos es posible trabajar, y cuáles deben ser excluidos de la intervención de los niños, niñas y adolescentes. Esta necesidad permite definir el siguiente objetivo:

A partir de ello, se decide sistematizar una reflexión, respecto a la experiencia interventiva con estas figuras adultas masculinas que han ejercido violencia hacia sus parejas. La construcción de los perfiles se visibiliza, así, como un objetivo emergente que surge desde una práctica de intervención psicosocial, conducida principalmente por trabajadoras sociales que realizan la intervención familiar.

En el marco de estas reflexiones colectivas se desarrollan, con una de las autoras de este artículo, diferentes espacios de análisis de caso que permiten observar la práctica. Podríamos decir que en el proceso se dan instancias de observación participante; pero, más bien, se trabaja en la sistematización de una práctica. A partir de ello, se realizan dos jornadas de trabajo con el equipo de PRM en abril y junio de 2019. En la primera de ellas, se comparte con el equipo un relato de la experiencia de trabajo con adultos significativos de género masculino, causantes de las agresiones que originan la derivación al programa de 12 niñas, niños y jóvenes cuya causal de ingreso era –precisamente– testificación de violencia. Se organizan y revisan las notas de esa jornada, y se desarrolla un segundo espacio, efectuando un focus group, respondiendo a las preguntas: ¿A quién quiero proteger? ¿Qué necesito incorporar a la intervención? ¿Qué necesito excluir?

A partir de los antecedentes recopilados, se trabaja en la construcción de perfiles de hombres que han ejercido violencia. Este trabajo fue conducido por las autoras por casi un año, y de la revisión y relectura del mismo surge la sistematización y reflexión que se comparte en este documento.

Si se considera que uno de los objetivos primarios de la intervención del PRM es la interrupción de las vulneraciones de derecho que dan origen a la derivación6, se establece la necesidad de problematizar el ejercicio de la violencia –que casi siempre se encuentra naturalizada, o invisibilizada, como práctica– con la persona que la ejecuta. A este respecto Espinoza et al (2019) señalan que “la familia es una institución más de la reproducción social, de la subordinación y violencia de género del cual nuestros jóvenes no son conscientes de su incorporación”. Esta reducida conciencia se mantendría en la vida adulta, permitiendo naturalizar la violencia en las relaciones intrafamiliares, en tanto estos mismos autores señalan que respecto a los patrones culturales, vinculados con la socialización de género, “uno de sus efectos importantes es concebir como algo natural el ejercicio de la violencia” (Ibidem: 123). Por otra parte, la mayor parte de las veces, la persona que ejerce la violencia es una figura significativa en la familia, que expresa la voluntad y el deseo de mantener una relación con los demás miembros de ella, especialmente con sus hijos e hijas.

Es así que siempre resulta relevante la incorporación de la voz de los sujetos primarios de intervención en función de su interés superior y del derecho a ser oídos. De este modo, en entrevistas iniciales –tanto en la fase de calificación preliminar como en la de profundización diagnóstica– y a lo largo del proceso reparatorio, se plantean interrogantes como: ¿Qué es lo que esperan las niñas, los niños y jóvenes del proceso? ¿Qué quieren trabajar? ¿Con quiénes? En función de sus respuestas, se evaluará la posibilidad de incorporar al adulto masculino que ha ejercido violencia al proceso reparatorio. Esto, en el convencimiento de que el abordaje en el nivel familiar resulta fundamental en la restitución de los derechos vulnerados que originan la derivación.

Por otra parte, la decisión de incorporar a la figura agresora se toma en el entendido de que las instancias que existen en la política pública chilena, que abordan la violencia interviniendo con quien la ejerce, son absolutamente insuficientes para atender la magnitud del fenómeno, lo cual resulta una expresión más de “una debilidad de lo que han sido las políticas públicas en torno a la intervención psicosocial con familias, en las que no se piensa en los hombres” (Celedón, 2019: 80). En la actualidad, el Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género (SERNAMEG)7, ejecuta por licitación un programa llamado “Centros de Reeducación de Hombres” también llamados “Centros para Hombres que Ejercen Violencia de Pareja (HEPVA)”. Según la cuenta pública 2019, dicha institución atendió un total de 1.691 hombres en 15 centros a lo largo del país, de ellos “117 egresaron favorablemente de su proceso de intervención” (SERNAMEG, 2019: 15). Esta cobertura resulta bastante escasa si se considera que los antecedentes proporcionados por el Ministerio Público señalan que, entre enero y diciembre de 2019, ingresaron a dicha entidad un total de 147.214 delitos de Violencia Intrafamiliar a lo largo del país (Fiscalía de Chile, 2020: 58). Aun cuando estos datos no son comparables estadísticamente, sí podemos inferir la gran brecha en la cobertura requerida en el ámbito del trabajo con agresores. Esta falta de cobertura conlleva que quienes trabajan con las víctimas indirectas de estas situaciones, esto es, los niños, niñas y jóvenes que testifican las agresiones o las vivencian directamente, deban hacerse cargo de este vacío y falta de integralidad de la política pública, como parte de las estrategias de intervención vinculadas con la restitución de derechos.

Los delitos de Violencia Intrafamiliar tienen fundamentalmente un componente relacional que requiere ser abordado en la intervención familiar, sobre todo si se considera que las mujeres constituyen sobre el 80% de las víctimas de este tipo de delitos: “las mujeres son víctimas mayoritarias únicamente en el caso de los delitos con un importante componente relacional, es decir, aquellos en que el victimario es un integrante del hogar o un conocido de la víctima” (Subsecretaría de prevención del delito de Chile, 2012: 21)

Desde la experiencia de trabajo, y con la evidencia proporcionada por los datos, es posible afirmar que la respuesta del Estado frente al trabajo con hombres que ejercen violencia suele ser meramente punitiva, intentando generar una distancia protectora entre el agresor y la víctima que permita eliminar el riesgo del espacio cotidiano. Sin embargo, incluso estableciendo medidas cautelares de prohibición de acercamiento del agresor a las víctimas, estas no garantizan una distancia protectora, pues las familias tienden a reacomodarse, trasgrediendo las medidas. O bien los agresores las vulnerarán.

Si bien hay situaciones en que se reconoce la necesidad de generar prohibiciones de acercamiento, muchas veces estas generan un escenario artificial y temporal en que el agresor debe salir del hogar, o no acercarse a las víctimas, sin que se intervenga en el origen de la violencia, pues esta medida no garantiza el fin de la relación de poder y control que está en el origen del fenómeno, lo cual incide directamente en la mantención de las vulneraciones de derecho hacia niños, niñas y jóvenes.

Pero trabajar con adultos que han ejercido violencia implica definir límites y alcances, y evaluar riesgo respecto a los perfiles de sujetos con los que es posible trabajar, cuáles pueden ser responsivos a la intervención del programa y cuáles son aquellos refractarios, revistiendo un nivel de riesgo en que resulta pertinente mantener las medidas cautelares previamente referidas y propender a un distanciamiento definitivo del agresor.

Por otra parte, el trabajo con hombres que han ejercido violencia de género, haciendo a sus hijos e hijas testigos de la misma, favorece una oportunidad de integrar al proceso individual y familiar un lugar donde se va a hablar de la violencia, se le otorga un nombre como parte del fenómeno a ser intervenido y transformado. Este aspecto, desde el punto de vista del equipo que interviene, posibilita, a su vez, revisar el modo en que las prácticas interventivas pueden reproducir roles y expectativas de rol propias de la cultura patriarcal, particularmente en la idealización de modelos familiares, así como en la forma en que se organiza la intervención, integrando o excluyendo a figuras de acuerdo con estos mandatos culturales que conllevan, por ejemplo, que se tienda a responsabilizar preferentemente a las madres y figuras femeninas de los procesos de acompañamiento terapéutico, pudiendo transformarse la intervención en una extensión de la función reproductiva de las mujeres. Este aspecto ha de ser tenido en cuenta, considerando que “en el imaginario individual de cada profesional prima un ideal de familia, y seguramente este estará incidiendo en la práctica concreta” (Velásquez, 2012: 33), de allí se derivan necesidades de supervisión y acompañamiento técnico del proceso, que ha de ser sostenido por el equipo de trabajo.

 

Sobre el sujeto que ejerce la violencia

La experiencia interventiva nos permite posicionar y comprender al sujeto que ejerce la violencia como parte de un fenómeno, de un sistema social. El agresor es, a la vez, un sujeto transgredido en sus derechos y también víctima a lo largo de su historia, como ha sido señalado por Espinoza et al (2019). Diversos estudios señalan que la exposición a violencia en la niñez, así como la vivencia de maltrato infantil, generan diferenciado por condición de género mayor predisposición a ejercerla en el caso de los hombres, o a ser víctimas de esta en el caso de las mujeres. Así, el hombre que ejerce violencia es parte de un entramado de relaciones y de un contexto cultural que le impone mandatos de género, tales como: ser padre, ser macho. Elementos que incorpora desde los modelos hegemónicos atribuidos a su condición de género. A la vez que hace uso de los privilegios propios de su posición y de su rol.

“El modelo hegemónico de masculinidad, norma y medida de la hombría, plantea la paradoja por la cual quien nace con órganos sexuales masculinos debe someterse a cierta ortopedia, a un proceso de hacerse hombre. Por ello, los varones deben superar ciertas pruebas y cumplir con requisitos tales como: ser fuertes y potentes sexualmente, preñar a una mujer, fundar una familia, proveerla y ejercer autoridad sobre ella” (Fuller, 2012: 118).

En la actualidad, dicha posición hegemónica entra en tensión con discursos que cuestionan los mandatos tradicionales de género y fragilizan la supuesta autoridad masculina: “la moral sexual tradicional que adjudicaba a los varones el control de la sexualidad femenina y suponía que ellos monopolizaban los ámbitos laboral y político parece estar en franco retroceso” (Fuller, 2012: 129). Paradójicamente, en este proceso de cambio cultural este elemento aparece como un terreno propicio para el recrudecimiento de situaciones violencia de género. Señala la Red Chilena Contra la Violencia Hacia las Mujeres: “Desde una mirada sociocultural, el aumento de la violencia hacia las mujeres en esta época se atribuye con frecuencia al creciente distanciamiento de las mujeres de los roles y pautas de género dominantes propiciado por el feminismo” (Santana y Astudillo, 2014: 15). La sociedad se transforma, las mujeres y los niños, niñas y jóvenes adquieren derechos y autonomía, los varones pierden su lugar en el mundo y se esfuerzan por mantener el control y las seguridades subjetivas mínimas que se tornan difusas en estas nuevas reglas del juego.

“Las madres han descubierto su estado de discriminación, los jóvenes han descubierto sus derechos y posibilidades objetivas, los niños reclaman sus espacios en los mundos diversos del consumo, los apabulllados padres intentan mantener su dominio recurriendo a la violencia, psíquica o física” (Pérez, 2002: 196).

Este sujeto, además, se presenta en el espacio interventivo cargado de la investidura de un rol que espera cumplir según le ha sido impuesto por la cultura, es un padre o alguien que ejerce la función paterna, abuelo, tío, padrastro. Desde ese lugar y desde esas expectativas de rol se sitúa, habla y actúa. Con toda la investidura que la carga simbólica de ser padre otorga en este contexto cultural e histórico.

“El Padre es la figura capital de nuestro imaginario: la patria es su suelo, Dios único y omnipotente es padre de todas las criaturas, la nación tiene padres que la han forjado; vivimos, según algunos en un Patriarcado, es decir en la cultura del Padre, donde él es el personaje hegemónico y está investido simbólicamente de los mayores poderes y merece todos los honores” (Parrini, 2000: 74).

Es así que la carga simbólica respecto del ejercicio del rol paterno se presenta, en el espacio de intervención, en la forma de un derecho adquirido, el “derecho del padre”, a proveer, a estructurar, a ordenar y normar la vida de la familia, a ser jefe de hogar. Es relevante tener en cuenta que esta carga simbólica atraviesa a todas las personas que son parte de ese espacio de relación: “al final siempre será su padre”, “los niños necesitan un padre”, son frases que se oyen desde mujeres que han sido víctimas de violencia, pero que cuestionan la distancia –a veces necesaria– de sus hijos e hijas, con quien les ha agredido a ellas y les ha expuesto a testificar la violencia. “Al final yo soy el padre”, dicen los hombres que han agredido, poniendo en esa frase todo el poder simbólico que contiene, exigiendo, reclamando, que se les otorgue la posición que la cultura les ha dado en el ejercicio de su rol.

Por otra parte, desde la experiencia, desde la práctica del equipo que desarrolla esta reflexión, al trabajar con este sujeto, en una relación cara a cara, se encuentran con un adulto que al contar su historia relata que en algún momento de su vida también fue víctima de violencia, que vivenció experiencias de maltrato infantil, que estuvo en una posición de vulnerabilidad, que en su proceso de socialización fue sometido a la ortopedia del cuerpo, al adoctrinamiento en la posición masculina. Que debe enfrentar en un rol que hoy se encuentra tensionado y cuestionado, el cual antes creyó inamovible. Sujeto que conoce como forma validada de ejercer su autoridad la posibilidad de agredir, de adoctrinar a través de la coerción. Este es uno de los elementos que nos permite comprender el componente transgeneracional del fenómeno, “el círculo especular que le permite a un hombre verse en otro, a un hijo identificarse con su padre y aprender a ser hombre, tal cual está prescrito en su cultura y sociedad” (Parrini, 2000: 75). Este círculo es el espacio que la acción interventiva intenta transformar, interrumpir, ofreciendo otras formas de posible identificación, de deconstrucción, de problematización respecto de la forma en que la identidad masculina se transforma en posibilidad de agresión, en posición de poder, en espacio de sometimiento y control.

Pero ese hombre, que un día fue un niño que vivió experiencias del maltrato directo o por testificación, en este momento tiene un mayor poder para cambiar su posición y una responsabilidad en la misma, que ya no le ubica como víctima, sino como agresor. Ya no es un niño fragilizado y sin poder, ahora es un adulto que, independientemente del status socioeconómico que posea, tiene una posición social que le es atribuida por su condición de género dominante.

“Las investigaciones llevadas a cabo por la ONU (2006) y por el Consejo de Europa (2010) concluyen que los niños y niñas sufren de manera directa las consecuencias, no sólo físicas y emocionales de las situaciones de violencia en su hogar, sino también las derivadas de haber vivido y formado su personalidad en un ámbito de desigualdad de poder y sometimiento de la madre a la conducta violenta de un hombre, lo que potencialmente les convierte en elementos de la cadena de reproducción de esta violencia” (Espinoza et al, 2019: 123).

En el espacio relacional de la intervención nos referimos a personas que ejercen prácticas de agresión y no a agresores, en tanto la conducta no define su identidad, y tampoco todos los ámbitos de la relación con las personas de su familia. En tanto, la familia puede ver otras dimensiones del sujeto, que no están totalizadas por sus prácticas. La persona que agrede puede ser también alguien que cuida, alguien que tiene otro rol en la dinámica familiar.

Pero este sujeto no es un sujeto homogéneo, constituye modelos y perfiles, más o menos abordables, desde la intervención de un Programa de Reparación en Maltrato grave y abuso sexual infantil. Desde aquí, surgen preguntas orientadoras para el desarrollo de este trabajo, a saber:

¿Cuánto puedo cuidar la exposición de los niños a una nueva vuelta en el círculo de violencia? ¿Qué hacemos cuando hay exigencias de revinculación y el adulto deserta del proceso? ¿Cuándo revincular y cuándo no? Buscando responder a estas preguntas, aparece la necesidad de definir perfiles y límites tanto para la intervención como para aquellas situaciones que no serán posibles de ser trabajadas desde el dispositivo.

Evaluar perfiles de riesgo implica una distinción respecto al análisis de las relaciones de poder para priorizar a los sujetos a ser protegidos. Para resolver este aspecto, el equipo del programa discutió la pregunta ¿qué y/o a quién debo cuidar/proteger? La respuesta a dicha pregunta presume la priorización y la toma de decisiones en adelante: a quién se debe considerar en forma y fondo y también a quién se excluye del proceso de intervención, y también define las estrategias del mismo. De este modo se concluye que los niños, niñas y jóvenes son los primeros a ser protegidos; pero también se debe cautelar el cuidado de las familias y del equipo de trabajo.

La definición del perfil que es abordable en el proceso interventivo y aquel que no será posible trabajar constituye, a su vez, una práctica de cuidado.

 

Alcances y límites de la intervención con hombres que ejercen violencia

Si el espacio de la intervención con niños, niñas y jóvenes que han vivido graves vulneraciones de derechos, que se encuentran en procesos de restitución de los mismos, debe necesariamente constituirse en un espacio seguro, ¿cómo puedo entonces integrar a ese espacio a quien origina los episodios de vulneración y que puede ser precisamente quien amenaza esas seguridades?

Una primera distinción es que la intervención con el adulto se intenciona en pos de restituir los derechos vulnerados de niños y niñas, en consideración a la alta probabilidad de que esta figura continúe en un futuro siendo parte de su vida cotidiana o, al menos, de su espacio relacional. De este modo, en muchos casos, la completa separación con el adulto puede constituirse en un espacio artificial, que durará lo que dure el proceso interventivo, después del cual suelen interrumpirse las medidas judiciales que ordenan el distanciamiento. De este modo, la intervención se cierra, perdiendo la posibilidad de intervenir con el adulto y de ser pertinente de observar e incidir en el espacio relacional. Esta distinción posibilita trascender la mirada adultocéntrica con la cual habitualmente se ejecutan las políticas públicas, en que la opinión y el deseo de los destinatarios primarios de la intervención tiende a invisibilizarse o, en tanto objeto de protección, son los sistemas institucionales quienes toman decisiones respecto de su cuidado, dejando en segundo plano su consideración como sujeto de derechos.

Una segunda distinción es que la vinculación o revinculación con niños, niñas y jóvenes debe realizarse en un contexto que considere la opinión de estos, su disposición para ello, la sintomatología de daño y la influencia en esta de la vinculación con el adulto que ejerce la violencia, teniendo en consideración el interés superior del niño o niña, su derecho a ser oído, así como su autonomía progresiva, toda vez que se le reconoce como sujeto de derechos. Por otra parte, la intervención con el adulto no necesariamente debe derivar en un proceso de revinculación, puede perfectamente desarrollarse en un camino paralelo mientras se evalúa la pertinencia de generar una intervención vincular.

Una tercera distinción es que se hace necesario siempre evaluar en equipo la pertinencia de desarrollar una intervención con el adulto masculino que ha ejercido violencia. La responsabilidad de esta decisión no puede ser de un solo interventor psicosocial, sino que debe ser sostenida por un equipo. En relación a las consideraciones referidas con anterioridad, así como al perfil que evidencia el sujeto, en cuanto al nivel de riesgo de revictimización, la responsividad proyectada hacia el proceso, así como el rechazo de este a la intervención. Desde aquí es importante relevar que hay ciertos perfiles de agresores con los que no será posible trabajar, con los que es necesario afirmar, desde una evaluación técnica, que deben ser excluidos del proceso reparatorio de los niños, niñas y jóvenes.

En la tercera distinción, resulta especialmente relevante revisar permanentemente las motivaciones de quien ejerce la violencia, para evaluar si estas obedecen a una genuina motivación de cambio, a la intencionalidad de revinculación con los hijos e hijas, a una problematización aunque sea inicial. Pues evaluando algunos procesos de participación de agresores ha sido posible concluir que la “motivación” a la participación en los PRM –en ciertos casos– responde más bien a la misma dinámica de violencia, poder y control. En ocasiones su participación coloniza el espacio interventivo y puede resultar desorientadora, impidiendo que se centren los esfuerzos en fortalecer a la víctima y liberarla de la opresión. Por ejemplo, en las situaciones de terrorismo patriarcal8 se observa que”todos los espacios” que ocupe la víctima también serán ocupados y gobernados por el agresor, pudiendo instrumentalizarse el espacio interventivo dentro de esa dinámica; lo cual requiere una revisión constante por parte del equipo de trabajo.

 

Resultados del Proceso: Construcción de perfiles

A partir de lo anterior, y como resultado de los análisis realizados, se proponen tres posibles respuestas que condicionan la incorporación a la intervención, en las que puede definirse la participación o la exclusión del proceso. Esa definición va a depender del discurso explicativo, la posición del sujeto frente a la violencia y de las características de las situaciones de agresión ejercidas, así como de las motivaciones para participar por parte del sujeto que ha ejercido la agresión. La decisión se toma en equipo, luego de un proceso de análisis de caso que posibilite una mirada colectiva de la situación.

Se incorporan:

En estos casos, las consideraciones para el equipo profesional están en generar un plan de intervención que valore y potencie los recursos, acompañando experiencias de buen trato. A la vez, se insta a valorar positivamente el reconocimiento, facilitando espacios de reflexión.

 

Figura 1
Perfiles de hombres que ejercen violencia y posibilidades de incorporarlos en procesos reparatorios

 

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Se incorporan con alertas:

 

En este perfil de sujetos, el equipo de trabajo debe propiciar un apoyo sin juicios, que no excluya una permanente problematización y evaluación de los avances y factores de riesgo que se mantienen presentes.

 

Se excluyen del proceso

 

En estos casos, la recomendación para el equipo es establecer criterios técnicos que permitan despejar las sospechas de problemas de salud mental en los casos que no existe diagnóstico; por ejemplo, requerir peritajes psiquiátricos o psicológicos. A la vez, es necesario cautelar la protección de las víctimas, activando o manteniendo medidas judiciales que permitan establecer una distancia protectora.

La no incorporación al proceso en el PRM no excluye la derivación de la persona que ha ejercido la agresión a tratamientos en otros espacios interventivos, simplemente es relevante tener en cuenta que no es posible efectuar estas acciones dentro del espacio que debe garantizar el acompañamiento, el cuidado y la restitución de derechos de niños, niñas y jóvenes.

Otro elemento a tener en cuenta, en estos casos en que se excluye al agresor, es que el centro del Plan de Intervención en el ámbito familiar debe orientarse al reconocimiento y la conciencia de riesgo de la víctima adulta, a la desnaturalización de la violencia que posibilite mantener la distancia protectora, así como al fortalecimiento de redes de apoyo primarias e institucionales.

 

 

Recomendaciones, consideraciones y encuadres para la intervención

La definición de los límites implica establecer claramente los encuadres de la intervención, la generación de un lugar seguro para todos quienes participan de ella, establecer claridades, evaluar permanentemente los perfiles construidos, que no se comprenden como estáticos, sino como, estructuras orientadoras para la intervención que deben permanentemente ser reevaluadas en equipo. Esto implica responder a la pregunta: ¿qué cosas se van a hacer y cuáles no con los adultos?

De este modo, en el trabajo con personas que han ejercido violencia, el encuadre inicial resulta especialmente relevante para enmarcar la intervención dentro de un contexto, para fijar los límites y alcances que sean claros y comprendidos por quienes participan del proceso.

Un primer encuadre está asociado a definir los temas a ser abordados en la intervención. Es importante aclarar de manera explícita que hay temas que no van a ser trabajados con él, sobre todo en situaciones en que se intenta triangular y externalizar la responsabilidad. Por ejemplo: no voy a hablar con el agresor de las prácticas maternas, no voy a hablar de sus justificaciones acerca de la violencia. Con él hablaré de sí mismo y de su historia. De lo que él ha hecho y de los efectos e impactos de sus acciones en los niños y niñas, de las situaciones que son su responsabilidad. La invitación a participar del proceso implica que este encuadre sea aceptado, pudiendo inclusive ser consignado por escrito.

Otro elemento a ser considerado en el espacio interventivo lo constituye la necesidad de trabajar conjuntamente en la construcción de una respuesta a la pregunta: ¿qué es la violencia? Decir la palabra violencia. Nombrar la violencia es darle un lugar y reconocerla como tal, pero también es ponerle límites e impedir que invada libre y masivamente todo el espacio y la dinámica. Poner un control, poder expresar en un marco comprensivo y claro: “tú ejerciste violencia”, “expusiste a tus hijos o hijos a violencia”.

Lo anterior implica poder interpelar a la figura agresora y utilizar el espacio de poder que permite resguardar a la víctima, así como ubicar y organizar las responsabilidades de manera individual en la dinámica relacional y aportar en la problematización. Permite a su vez eliminar el secreto, exponer la violencia como algo que se puede objetivar, por tanto sacar del espacio íntimo, apartándola de este.

Comprendiendo que el sujeto se presenta en el espacio interventivo, en tanto padre, es necesario comprender ese rol dentro del sistema sexo - género y de este modo considerar que “tanto como las relaciones de género son relaciones de poder, la paternidad y su espectro vincular conforma relaciones de poder” (Parrini, 2000: 73). Entonces, una parte del proceso de intervención puede orientarse a desmitificar “el derecho del padre”, en que se asume como una condición natural el derecho del padre a ver a los hijos, a exigir respeto, a ser amado por los hijos, a ser naturalmente reconocido como autoridad. Este aspecto permite trabajar en la resignificación de las relaciones familiares, en la problematización del rol paterno. Posibilita ampliar el espectro de respuestas afectivas del sujeto en las interacciones cotidianas, aligerar el peso del rol.

Por otra parte, comprendiendo que la agresión se genera en un entramado de relaciones y que la condición de testigo de los niños, niñas y jóvenes no se establece desde fuera de la escena, ni desde un lugar de espectador pasivo, sino como participante activo que recibe, contiene, rechaza, evita, es decir, que también tiene un papel en el espacio relacional, resulta fundamental tener en cuenta que siendo él o ella el foco primero de la intervención del programa reparatorio, es necesario abordar y visibilizar la instrumentalización y posible triangulación de los hijos e hijas en la relación.

 

Acompañamiento Técnico y espacios de supervisión

Trabajar en violencia tiene múltiples implicancias para el equipo que interviene, es por ello que se requieren permanentes procesos de análisis y acompañamiento. Trabajar con las víctimas, a la vez que se intenta generar movimientos en personas que han originado la victimización, requiere una revisión aún más exhaustiva. Aparecen múltiples tensiones y preguntas a ser revisadas de manera permanente: ¿cómo se evita, en la posición de acompañante terapéutico, entrar en el círculo de la violencia?, ¿cómo se mantiene la vigilancia frente a posibles triangulaciones?, ¿cómo se enfrentan las personas de los equipos a un sujeto cuyas acciones como victimario son conocidas, de parte del relato de la víctima?, ¿cómo se evita perderse en la casuística y dejar de visualizar los condicionantes culturales, estructurales e históricos, que igualmente se presentan en esa relación cara a cara?

Velásquez (2012) sostiene que frente a la complejidad del fenómeno, y a la tarea de trabajar en violencia, “proponemos como óptimo la constitución de equipos de trabajo que funcionen como sostén del intercambio teórico-técnico necesario para enfrentar esta problemática”. Desde allí, los espacios de acompañamiento técnico, análisis de caso, toma de decisiones en equipo, supervisión de procesos, intervención en crisis, requieren ser sostenidos de manera colectiva.

Es importante para el equipo ser capaz de reconocer que es parte integrante de la dinámica, esto hace necesaria una supervisión de los espacios interventivos, que permita entrar y salir de la relación de acompañamiento, lo cual incluye revisar cómo dialogan las experiencias personales en violencia del propio equipo con el rol de interventor en el fenómeno de la violencia. “El grupo profesional, entonces, deberá brindar espacios para la elaboración de la relación que se establece con el trabajo y como es experimentada por cada profesional, para actuar de forma preventiva respecto de los obstáculos que se puedan presentar” (Velásquez, 2012: 108).

Lo anterior permite evaluar permanentemente los impactos para quien interviene, y de ese modo evita que en la intervención con violencia se produzca ceguera frente a la violencia, o que esta permee las relaciones intra e inter equipos. Leer la violencia como la expresión de un síntoma y no como algo inherente al sujeto, o dirigido hacia quien interviene.

En el esfuerzo de colectivizar la responsabilidad frente a la intervención, resulta fundamental el trabajo en red, articulado, en que se pueda establecer conexión con dispositivos de salud, educación, justicia, centros de la mujer y de atención a víctimas, que permitan que la función de cogarantes de derechos, pueda hacerse real en el proceso, evitando que solo sea un equipo el que sostenga un fenómeno que es social, cultural, político, pero que puede tener expresiones devastadoras en la intimidad familiar.

La escasa integralidad de las políticas públicas y los difíciles esfuerzos de articulación intersectorial, sumado a la brecha entre las coberturas existentes y las necesidades de la población, pueden llevar a que se cometa el error de responsabilizar a un solo equipo de elementos que son parte de vacíos en la política pública, que requieren devolver la responsabilidad al Estado de la necesidad de abordar la violencia con estrategias preventivas y reparatorias. Este elemento también debe ser parte de las reflexiones del espacio de asesoría técnica. Es necesario leer los impactos en la subjetividad de quien interviene, con un diálogo en los contextos sociales y culturales, pues –como ha sido expresado desde el feminismo– “lo personal es político”.

 

Discusión

Aunque se ha reiterado a lo largo de estas páginas, parece relevante recordar que esta es una discusión sobre una práctica, una construcción que surge desde la misma. Es así que, aunque desde el punto de vista académico y teórico su principal fortaleza está en la posibilidad de construir perfiles de hombres que han ejercido violencia, se toma una decisión de darle un lugar a la práctica, a los modos de hacer respecto de los perfiles, a los encuadres y acompañamientos requeridos para el quehacer, pues no hay que olvidar que la construcción de ellos se realiza precisamente para definir con quienes podemos trabajar y con quienes no, más aún teniendo en cuenta que el foco de los PRM está en la restitución de derechos de una niñez vulnerabilizada.

Desde ahí es relevante tener en cuenta que el ejercicio de violencia de género se desarrolla en un marco cultural e histórico que permea el espacio relacional privado de la familia. Pero la violencia no es una sola, en tanto se ejerce de maneras diferenciadas y ofrece, así, posibilidades de cambio y de acción. Desde allí se definieron tres tipos de sujetos, los que permiten:

 

Si bien puede resultar paradójico incorporar a los sujetos que ejercen violencia en los procesos reparatorios de quienes han sido sus víctimas por testificación de esta, incorporarles posibilita abordar el componente relacional de la violencia y es, a la vez, una posibilidad de afectar el vínculo que está en su origen, propiciando asimismo la restitución del derecho de la niñez a vivir en un entorno libre de violencia. Excluir a quien agrede implica reforzar la dinámica de exclusión y silenciamiento que está en el origen de la reproducción de la cultura patriarcal. Incorporarles requiere permanente revisión, soporte de equipo y reflexión sobre la práctica.

 

 

Referencias

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3 Con la entrada en vigencia en junio de 2017 del la Ley 21.013 que TIPIFICA UN NUEVO DELITO DE MALTRATO Y AUMENTA LA PROTECCIÓN DE PERSONAS EN SITUACIÓN ESPECIAL, se tipifican tanto el castigo corporal como el menoscabo o trato degradante hacia la niñez y personas en condición de discapacidad, así como adultas mayores, como delitos. De este modo se puede interpretar que la exposición a violencia constituye menoscabo, por tanto estaría sancionada por la ley chilena al igual que el maltrato directo.

4 Las Orientaciones técnicas, establecidas por el Servicio Nacional de Menores (SENAME) de Chile, que regulan el funcionamiento de los Programas de Reparación en maltrato grave y abuso sexual, señalan: “Los Programas de Protección Especializados en la reparación del daño asociado a maltrato físico y/o psicológico y/o agresión sexual constitutivo de delito, ejercida en contra de un niño, niña y/o adolescente centran su accionar en contribuir a la protección de los derechos de esos niños, niñas y adolescentes, promoviendo su recuperación integral (física, psicológica, social, sexual, emocional) que debe asegurar la interrupción del maltrato y proveer de contextos protectores en el proceso a través de una intervención especializada, de reparación y resignificación de las experiencias abusivas que los niños, niñas y adolescentes han vivenciado”(2019:3). Asimismo, las referidas orientaciones señalan que los sujetos de intervención serán menores de 18 años de edad “que han sufrido maltrato físico, o psicológico grave y/o agresión sexual”.

5 El Centro que realiza esta reflexión corresponde al PRM Centro Limay.

6 Si bien, en las orientaciones técnicas para los PRM, se señala como Objetivo General: “Contribuir al proceso reparatorio del niño, niña o adolescente que ha sufrido maltrato físico o psicológico, grave, constitutivo de delito, y/o agresión sexual infantil”, estas no sitúan la intervención exclusivamente en el niño, niña o joven, señalando: “aun siendo el sujeto de atención aquellos niños, niñas y/o adolescentes que han sido víctimas de maltrato constitutivo de delito y/o agresión sexual, esto no implica que las intervenciones deban ser realizadas completa y exclusivamente con los niños/as. Puede ocurrir que sean aquellos adultos significativos o pares (por ejemplo, padre, madre o hermanos) sobre quienes deba ampliarse la intervención, siempre en la perspectiva de la reparación del daño en el niño/a, o como plantean nuevas aproximaciones, superación de las situaciones abusivas, así como de la activación de recursos de protección en la familia o la comunidad” (Ibidem:5, 9).

7 Institución dependiente del Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, que ejecuta las políticas públicas de género en el territorio nacional.

8 El término terrorismo patriarcal fue acuñado por Johnson, M. en 1995, haciendo referencia a un tipo particular de violencia de género que tiene una expresión sistemática en que quien agrede, que intenta controlar todos los espacios de la vida de la víctima, teniendo expresiones en el plano físico, sexual, económico. Posteriormente ha sido abordado por Celia Amorós, intentando reivindicar el componente político de la violencia de género, descentrando esta del plano doméstico o íntimo y ubicándola en la estructura y organización del sistema social, con expresiones en el espacio privado. De este modo, iremos posteriormente encontrando otras expresiones del término: terrorismo íntimo, machismo terrorista.