Desgaste profesional, riesgos psicosociales y autocuidado: Tensiones y convergencias en la psicología clínica y psicología organizacional

Burnout, Psychosocial Risks and Self-Care:
Tensions and Convergences in Clinical Psychology and Organizational Psychology

 

Recepción: 26 de agosto de 2021/ Aceptación: 18 de noviembre de 2021

 

Germán Morales Farías1

Hernán Garretón Labbé2

 

DOI: https://doi.org/10.54255/lim.vol10.num20.417

 

Resumen

Este es un ensayo que pretende exponer los conceptos asociados al desgaste y autocuidado a la noción de factores psicosociales, buscando convergencias conceptuales entre la psicología clínica y la psicología organizacional en los ámbitos laborales en el contexto actual. Dado que la noción de factores psicosociales forman parte de la legislación laboral chilena actual, y que requieren de una evaluación de factores de riesgo, se expone una mirada que pretende articular una perspectiva clínica y organizacional, considerando las dimensiones individuales, grupales y organizacionales.

Palabras clave: desgaste profesional, autocuidado, riesgo psicosocial, clima organizacional

 

Abstract

This is an article that aims to expose the concepts associated with burnout and self-care to the notion of psychosocial factors, seeking conceptual convergences between clinical psychology and organizational psychology, in the workplace in the current context. Given that the notion of psychosocial factors are part of current Chilean labor legislation, and that require an evaluation of risk factors, a view is presented that seeks to integrate a clinical and organizational perspective, considering individual, group and organizational dimensions.

Keywords: burnout, self care, psychosocial risk, organizational climate

 

Las enfermedades psíquicas de la sociedad del rendimiento constituyen precisamente las manifestaciones
patológicas de esta libertad paradójica.

Byung-Chul Han, 2016.

 

Introducción

Desde la psicología clínica se ha planteado la antinomia: desgaste profesional versus auto-cuidado, para dar cuenta del impacto emocional de quienes trabajan con el sufrimiento humano, y buscando abordarla desde procesos de supervisión y talleres de autocuidado. Desde la psicología organizacional se ha conceptualizado el clima organizacional y la cultura organizacional como elementos centrales a la hora de dar cuenta del bienestar de las personas en las organizaciones, e incorporar en la noción de riesgos en el trabajo como riesgos psicosociales, que dieron lugar a normas laborales en la actualidad, y buscando abordarlas en planes de manejo desde las intervenciones organizacionales.

Es imprescindible hacer una mirada integradora que rescate las prácticas y conceptos desarrollados por las dos áreas de la psicología, en tanto la dimensión individual, grupal y organizacional son centrales a la hora de hacer un diagnóstico e intervención sinérgicos que redunden en el bienestar de las personas, grupos y organizaciones.

 

Una lectura de la temática del desgaste profesional en Chile

En Chile, desde la década de los 80, comenzó a plantearse el tema del desgaste profesional y/o burnout, y autocuidado en programas de salud mental asociados a violaciones de DDHH en dictadura realizados desde ONGs (PIDEE, CODEPU, CINTRAS, FASIC, MDM e ILAS3). Así, a medida que se fue consolidando la atención de víctimas de violaciones a los DDHH, se comenzó a visualizar el desgaste emocional de los terapeutas por parte de estos programas, tanto por la magnitud cruenta de los relatos de los pacientes así como por la desmentida social, fuera del riesgo que corrían los terapeutas por el desempeño en esta actividad ético/profesional. En esa misma época, varios programas de salud mental feministas realizados desde ONGs (Instituto de la Mujer, La Morada), que abogaban por los derechos de la mujer, desarrollaban prácticas incipientes, muchas de las cuales posteriormente fueron incorporadas al SERNAM.

En aquella época, el desgaste profesional se asoció a terapeutas que trabajaban con víctimas de la violencia política y de violencia contra la mujer. Para abordar esto, se realizaban supervisiones clínicas que abordaban el impacto emocional que surgía en el vínculo terapéutico, que el equipo ILAS definió como “vínculo comprometido” (Lira et al., 1991).

A comienzos de los 90 surgieron los programas de salud mental asociados a violaciones de DDHH desde el Estado (PRAIS4), programas terapéuticos de violencia doméstica –llamada así en los 80– desde ONGs y Municipios, se desarrollaron con mayor amplitud programas de reparación de maltrato y abuso sexual desde ONGs y corporaciones privadas (Sociedad Protectora de la Infancia, Opción, CODENI, entre otras), y estatales (SENAME). En dichos equipos, especialmente en quienes trabajaban con víctimas de abuso sexual infantil y violencia doméstica, surgían demandas de autocuidado para paliar el desgaste asociado al trabajo. Lo mismo ocurrió con equipos como el CAVAS5 de la PDI, que comenzaron a desarrollar prácticas de autocuidado y solicitar apoyo externo de supervisión. A partir de los 2000, las demandas de un espacio de autocuidado se fueron desarrollando por parte de equipos de áreas diversas como salud (equipos de oncología y urgencia, por ejemplo), educación (profesores que se desempeñaban con niñas y niños en riesgo social y/o vulnerabilidad, por ejemplo), justicia (fiscalías, y en especial, unidades regionales de atención de víctimas y testigos, entre otros) y en muchos otros programas de políticas sociales. Todo pareció englobarse en el concepto de profesionales que trabajan con el sufrimiento humano, y el desgaste profesional que conlleva el mismo.

Los conceptos de autocuidado y desgaste aparecían, justamente, relacionados con el impacto emocional que implica el trabajo con personas que sufren por la violencia, la enfermedad y/o problemas sociales críticos, así como acoso y maltrato en sus trabajos. Las respuestas que surgieron frente a esta problemática fueron los espacios de supervisión clínica y de equipos, prácticas corporales que buscaban atenuar el estrés corporizado, y el esparcimiento. Desde esa perspectiva, incluso se convirtió en una demanda sindical en muchos espacios de trabajo.

Toda esta labor ya mencionada se ha desarrollado bajo el alero de profesionales ligados al ámbito de la psicología clínica.

Paralelamente, tanto en el desarrollo habitual de la psicología organizacional que se ocupaba de los climas laborales en las organizaciones como bajo el alero de la psicología organizacional positiva, con las nociones de felicidad y bienestar, se desarrollaban prácticas que buscaban ya no solo mejorar la eficacia organizacional o un mejor desempeño de rol, sino el bienestar de las personas. Tanto desde instrumentos estandarizados como desde la consultoría se realizaban diagnósticos y propuestas de mejoramiento del clima en las organizaciones prescribiendo prácticas organizacionales, cambios en la cultura o en los liderazgos. Más recientemente, se incorporó en la noción de riesgos en el trabajo desde el concepto de los riesgos psicosociales, que dieron lugar a preceptos legales en el 2010 y posteriormente al protocolo ISTAS 216. De allí en adelante, el diagnóstico de riesgos psicosociales y el plan de manejo no solo se han legitimado, sino que se hicieron exigibles en las normas laborales.

Esto ha ido derivando en cierta controversia y divorcio sobre los ámbitos de acción entre la psicología organizacional y la psicología clínica, e incluso en la naciente psicología de la salud. Así, la discusión ha girado en torno a si el desgaste y autocuidado son una dimensión de los riesgos psicosociales o son ámbitos distintos, si los riesgos psicosociales están asociados a la cultura y clima organizacional y no están relacionados con problemas de salud mental.

La parcelación y fragmentación nunca ha contribuido a comprender y/o solucionar problemas complejos, y la visión restringida de la accidentabilidad, del trabajo en equipo, de la salud mental en las instituciones en nada contribuye cuando hay conocimientos que desde la diferencia pueden ser complementarios. Así, no solo se requiere de diálogos entre las áreas de la psicología, como la clínica y organizacional, sino de incorporar también lo interdisciplinario, pues en este ámbito de los riesgos psicosociales, el desgaste y el autocuidado, resulta necesario también tender puentes entre la medicina, la sociología y la psicología. La complementariedad de conceptos y modalidades de intervención se hace más patente en instituciones y/o empresas que desarrollan un trabajo con personas y, por tanto, insertos en la interacción con otros desde una lógica de la ayuda, prestación de servicios u otros.

 

Burnout y Autocuidado desde la psicología clínica

En la psicología clínica surgió el concepto de burnout desde la investigación empírica clínica y la psicología social, fundamentalmente asociada a la teoría del estrés, y fue formulado originalmente por Freudenberger (1974). Este concepto se desarrolló para comprender y buscar modalidades de intervención que fortalezcan la competencia para el afrontamiento del estrés y disminuir el desgaste (Maslach, 1993). El síndrome burnout se define como una respuesta a un estrés emocional crónico cuyos rasgos principales son el agotamiento físico y psicológico, una actitud fría y despersonalizada en la relación con los demás y un sentimiento de inadecuación en las tareas que se ha de realizar (Maslach y Jackson, 1981, p. 70). Ambos autores desarrollaron un instrumento para su diagnóstico que señala las dimensiones de cansancio emocional, despersonalización y cinismo, y dificultades de realización personal. El cansancio alude a expresiones de ansiedad, irritabilidad y agotamiento. La dimensión de despersonalización y cinismo alude a actitudes negativas hacia los usuarios y/o los pares, como distanciamiento, frialdad y ausencia de empatía. La dimensión de dificultades de realización personal alude a una percepción de bajo desempeño y sentimientos auto-denigratorios. Aunque han existido diversos énfasis en el concepto de burnout, podemos encontrar algunos elementos comunes a las formulaciones existentes (Morales, Pérez y Menares, 2003; Farber, 1991; Koeske & Kelly, 1995), que se tienden a asociar a un desgaste más habitual en quienes desarrollan labores de ayuda, y que presentan una sensación subjetiva de ausencia de apoyo y sobre-implicación con los usuarios hacia los cuales se dirige su accionar.

El síndrome del burnout descriptivamente involucra el compromiso de, al menos, tres áreas de funcionamiento (Guerrero, en Morales, Pérez y Menares, 2003): somático, afectivo y conductual. Dentro de los síntomas emocionales se describen sentimientos de depresión, distanciamiento afectivo de las personas que se atiende, irritabilidad, disminución de la autoestima, baja satisfacción laboral y deseos de abandonar el trabajo. Específicamente respecto de los profesionales de la salud mental, la vulnerabilidad y riesgo aumentan en estos debido a la exposición constante a la afección de sus pacientes, a sus conflictos y eventuales (Miller, 1998).

En la actualidad hay diversas publicaciones dando cuenta tanto de la aplicación y validación del cuestionario de burnout estandarizado en varias poblaciones como artículos de investigación cualitativa en Chile (Olivares-Faúndez et al, 2014; Quintana, 2005; Darrigrande et al, 2009).

Es relevante señalar que, si bien el concepto de burnout surgió asociado al trabajo de quienes desarrollan relaciones de ayuda, con el paso del tiempo su uso se ha extendido a los ámbitos laborales más en general y se ha incorporado como un término de diagnóstico, aunque no esté incluido en el DSM V, y se ha integrado en la Clasificación Internacional de Enfermedades 11a rev (CIE-11) como Síndrome de Desgaste Ocupacional en problemas asociados con el empleo y el desempleo. (Organización mundial para la Salud [OMS], 2018). Según el CIE 11 (OMS, 2018) “es un síndrome conceptualizado como resultado del estrés crónico en el lugar de trabajo que no se ha manejado con éxito. Se caracteriza por tres dimensiones: sentimientos de falta de energía o agotamiento; aumento de la distancia mental con respecto al trabajo, o sentimientos negativos o cínicos con respecto al trabajo; una sensación de ineficacia y falta de realización” (CIE 11-QD85, OMS-CIE). Es llamativo que enfatiza que este síndrome está referido al ámbito laboral y no debe usarse en otros ámbitos, y como puede verse no difiere mucho de la definición de Maslach.

Si bien no es estrictamente la misma noción de burnout, la teoría narrativa sistémica ha desarrollado el concepto de desaliento, que surge habitualmente en el vínculo de los profesionales que trabajan en relaciones de ayuda, lo que se asocia con las vivencias de frustración cuando no se producen los cambios esperados, desde relatos magros de la práctica terapéutica (White, 1997).

Respecto del término y/o concepto de autocuidado, si bien por su etimología es un concepto individual, se tiende a usar como sinónimo de cuidado de equipos, prácticas saludables, prácticas nutritivas y/o positivas. Es interesante observar que este concepto surge del ámbito de la enfermería asociado al cuidado de la mujer. Según González y Arriagada (1993), auto-cuidado son actividades que se asocian a la promoción y prevención en salud. Arón y Llanos (2001) plantean que el “primer paso para el autocuidado es reconocerse como profesionales en riesgo y dedicar recursos al desarrollo de estrategias que permitan amortiguar el efecto nocivo y contaminante que tiene el trabajo” (Arón y Llanos, 2001. pp. 92).

También se señalan algunas prácticas habituales de quienes trabajan con situaciones de violencia asociadas al autocuidado, actividades como vacaciones, reuniones sociales de contención emocional de los pares, lecturas ad hoc, etc. (Gamble, Pearlman, Lucca, y Allen, 1995). Como modelos de autocuidado se han identificado ciertas necesidades que contribuyen al mismo disminuyendo la vulnerabilidad de los terapeutas (Williams & Sommer, 1995), como la necesidad de fortaleza de sentido y principios éticos, conocimiento teórico y entrenamiento profesional, resolución y elaboración de traumas personales, desarrollo de competencia en estrategias y técnicas terapéuticas, apertura al registro del impacto del propio trabajo, entre otros.

En Chile se han señalado modelos de autocuidado en los que los equipos ponen énfasis en distintos aspectos (Morales y Lira, 2000), reivindicación institucional, referido a las condiciones institucionales en las que se desempeña la labor de equipo; identidad social, referido al rol adjudicable y/o adjudicado, tanto a los programas que trabajan con situaciones de violencia como a las entidades gremiales y/o profesionales de sus componentes; impacto emocional, que implica el cuidado y manejo de las emociones de los terapeutas; y el modelo de sociabilidad, que hace referencia a aspectos lúdicos, sociales y recreativos de los equipos. En la misma línea, Santana y Farkas (2007), en una investigación utilizando una metodología cualitativa con equipos que trabajan en violencia, dan cuenta de dos tipos de estrategias de autocuidado asociadas a lo recreativo y a la tarea, en donde sobresalen como las más relevantes actividades lúdicas y sociales y supervisión de casos, respectivamente.

Como factores personales protectores individuales, Arón y Llanos (2001) señalan el registro oportuno y visibilización de malestares; espacios de vaciamiento y descompresión; mantención de áreas personales libres de contaminación y de espacios de distracción; evitar la saturación de las redes personales; la formación profesional e investigación; y la ubicación clara de las responsabilidades en los roles profesionales.

Desde lo grupal se destacan varios factores protectores propios de quienes trabajan con situaciones de violencia (Arón y Llanos, 2001; Morales y Lira, 1997) como las condiciones de resguardo personal; la responsabilidad de las decisiones y acciones; la sistematización de estrategias de resolución de conflictos; la construcción de estilos de supervisión autónoma; el liderazgo y clima democrático, pero reconociendo jerarquías. Arón y Llanos (2004) señalan la importancia de distinguir entre cuidado de equipos y autocuidado, en tanto el autocuidado es una responsabilidad personal y el cuidado de equipo una responsabilidad institucional. En la misma perspectiva, Barudy (1999) plantea una dimensión ética de responsabilidad en las instituciones, que sería velar por la protección de los recursos profesionales, y una de competencia que implicaría la capacidad de los profesionales de desarrollar prácticas de autocuidado.

En un meta-análisis sobre estrategias de autocuidado se destacan estrategias que “incluyen aceptar los riesgos y desafíos del trabajo, encontrar significado y un propósito al trabajo cotidiano, estar abierto a los cambios inesperados, mantener expectativas realistas, lograr un alto sentido de competencia y confianza en sí mismo, buscar el apoyo de otros, mantener una vida activa fuera del trabajo, informarse sobre el trauma y sus consecuencias, y cultivar el conocimiento de uno mismo y de la autoconciencia” (Arredondo et al., 2020, p.3).

Una dimensión que debe ser considerada debe ir más allá de los aspectos individuales, incorporando lo grupal en la mirada sobre el desgaste profesional, y dar cuenta de las dinámicas disfuncionales que tienden a atentar contra el cuidado de equipos y que pueden ser promotores del desgaste. En esa línea, el concepto de riesgos de equipo (Morales, 1996; Morales y Lira, 1997), que ha surgido de la práctica de supervisión clínica de equipos que trabajan con situaciones de violencia, pone el acento en los aspectos grupales asociados al desgaste profesional desde la perspectiva teórica psicoanalítica (Käes, 1993; Pichon-Rivière, 1985) y también incorporando elementos desde el enfoque sistémico ecológico de Brofenbrenner (1987). Se busca comprender los procesos y dinámicas grupales asociados al desgaste emocional y, por tanto, destructivas para un equipo, así como aquellas dinámicas grupales constructivas que disminuyen el desgaste.

Se definen como riesgos de equipo a “aquellos elementos de la dinámica grupal que ponen en riesgo al equipo en el desarrollo de su tarea constituyente, que se expresan en ansiedades que emergen en el vínculo con los grupos de alto riesgo hacia los cuales se dirige la intervención” (Morales, 1996, p. 39). Este concepto supone una cierta forma de entender lo grupal desde la teoría psicoanalítica de grupo (Morales et al., 2011). Así, Bleger (1982) nos señala que, cuando los grupos se constituyen como tales, se desarrollaría una sociabilidad sincrética, que sería una tendencia a la no individuación en los grupos, en el sentido de la necesidad de los individuos de supeditarse a la grupalidad por sobre la individualidad. Dicha tendencia surgiría a partir de las ansiedades de ataque y fuga, a nivel inconsciente, que surgirían como defensas frente a estas angustias básicas, que serían constituyentes de la constitución de un grupo según Bion (1963). Siguiendo esta lógica, los grupos se constituyen como tales en torno a una tarea y, dado que esta es la que constituye al grupo en torno a su cumplimiento, se generarían ansiedad con relación a sentir que esta se ve amenazada y de ese modo la existencia de un grupo (Morales, 1996). Por ello, las ansiedades grupales que emergen tendrán como contenido central la tarea explícita o implícita del grupo (Pichón Rivière, 1985). Dado que los grupos tienden a protegerse y/o defenderse de dichas ansiedades, son invisibilizadas y negadas, estas terminarían generando dinámicas disfuncionales que constituyen un riesgo para los equipos, particularmente para quienes desarrollan su trabajo con situaciones de violencia (Morales y Lira, 1997). En función del impacto de la violencia y del sufrimiento humano, las ansiedades aludidas pueden surgir como polaridades emocionales, tales como: Omnipotencia/Impotencia; Confianza ingenua/Desconfianza paranoídea; y Sobre-involucración/Distanciamiento emocional (Morales y Lira, 1997; Morales y Chía, 2011). Como una consecuencia propia de la violencia en los terapeutas se describe la traumatización vicaria (Pearlman, 1995), que sería un proceso asociado a la empatía de los terapeutas con pacientes traumatizados y que podría dar lugar a identificaciones grupales con los usuarios y su sufrimiento (McCann y Pearlam, 1990).

En función de esto, se han descrito especificidades de las dinámicas grupales de los profesionales que trabajan con violencia que implican riesgos de equipo, que también podrían surgir de la contaminación temática en el contacto con el sufrimiento (Arón y Llanos, 2001). Si bien gran parte de la conceptualización ha sido construida para pensar en el impacto de la violencia, dichos conceptos se han ido aplicando más ampliamente a labores más diversas, que implica un trabajo con personas y su sufrimiento, en especial en labores de ayuda o incluso en contextos de crisis, como desastres naturales, y donde se destaca la importancia de la grupalidad y, en especial, los grupos de trabajo (Morales y Chía, 2011).

El concepto de burnout, el de autocuidado y el de riesgos de equipo son conceptos vectores en el ámbito del trabajo con programas clínicos y psicosociales, pero parecen tener un diálogo con los contextos laborales más globales, y tiene sentido mirar los conceptos que se han construido en psicología organizacional para ver sinergias y especificidades de análisis y distintos niveles y focos de intervención.

 

Contexto epocal y del futuro del trabajo

Según Han (2016), podemos comprender las enfermedades asociadas a ciertos contextos de demanda social y laboral actual, así como al lugar que ocupa la tecnología en la construcción del sujeto. De este modo, este autor nos indica que hubo una época bacteriana, caracterizada por enfermedades infecciosas; luego la siguió una época viral, caracterizada por enfermedades inmunológicas y, actualmente, estaríamos en una época neuronal, caracterizada por enfermedades mentales y/o neuronales. Habría que pensar como la pandemia del COVID 19 podría cambiar esto y, de hecho, Han ha señalado que la pandemia ha tensionado las nociones de lo colectivo y lo individual.

Han (2016) afirma que detrás de época neuronal hay enfermedades que no se contagian y estarían asociadas al fenómeno de la multi-atención, y que darían cuenta de un cambio de paradigma en la sociedad, en que hubiéramos pasado de ser una sociedad disciplinaria a una sociedad del rendimiento, en la que hay un exceso de positividad, en el sentido de la inexistencia de límites, y donde siempre se puede más, sin límites de horarios ni espacios. Ejemplo de ello es la pérdida de límite entre el trabajo y el hogar, y entre el esparcimiento y el espacio laboral, producto de estar siempre conectados por la tecnología actual, fundamentalmente por los teléfonos celulares en lo que se denomina multi-atención. Así, desaparece la pausa, la relajación, la escucha y el asombro.

Las enfermedades icónicas de nuestro contexto actual de acuerdo con Han (2016) serían propias de esta época neuronal, corresponden a la depresión, el déficit atencional y el desgaste laboral o burnout. Ello daría lugar a un malestar que se expresa en nuestras quejas habituales de cansancio.

Por otro lado, si pensamos en la liquidez de la cultura posmoderna, según Bauman (1999), vivimos en un contexto con una mutación constante, lo que nos hace dependientes de los otros a través de las redes, ante la exigencia de sobrevivir en un contexto cambiante, lo que favorece la volatilidad y tiende a provocar pérdida de sentido y compromiso. La vertiginosidad de este contexto tiene, además, cambios relevantes en las modalidades y roles de trabajo que se avecinan en el futuro.

El contexto laboral ha cambiado mucho en las últimas décadas. En términos macroeconómicos Chile, incluso más que otros países, ha abierto su economía y ha suscrito tratados de libre comercio, que hacen que los impactos de la globalización sean mucho más fuertes que en otras economías latinoamericanas; se ha traducido en un desafío constante en especial para las empresas productivas, pero también de servicio. En el caso del Chile de los 80, esto implicó que se destruyó gran parte de la industria manufacturera y la economía chilena se ha focalizado en dos grandes áreas: en las industrias extractiva de poco valor agregado (minería, pesca, forestal y agrícola), algunas de recursos no renovables, y en la industria de servicios, entre los que destacan los financieros, telecomunicaciones y retail, donde incluso Chile ha ido exportando servicios. Esto aumentó la presión sobre las empresas chilenas para mantenerse competitivas, lo que se traspasa en más exigencias y auto exigencias de los trabajadores, lo que acentúa diferentes psicopatologías asociadas al trabajo. Como paradoja del crecimiento económico en los últimos 30 años, las tasas de pobreza se han reducido y los sueldos reales como promedio han aumentado, pero a costa de la salud mental, la que se agrava con una desigualdad aún muy alta (Comisión Económica para América Latina y el Caribe [CEPAL], 2011; Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos [OCDE], 2015)

En el periodo de la dictadura militar se desregularizaron las relaciones laborales, hubo una precarización del empleo y se destruyeron las organizaciones sindicales. Si bien con el retorno de la democracia en los 90 se han recuperado progresivamente muchos derechos de los trabajadores, muchos siguen pendientes. Además, la concepción del trabajo ha cambiado en forma importante; por ejemplo, culturalmente la valoración de los derechos individuales. Así, se ha instalado una mayor valoración de los derechos individuales sobre los derechos de la comunidad, asociaciones y organización colectivas, lo que está asociado a bajos niveles de organización en las juntas vecinales, las cooperativas y los sindicatos. Según muestra la encuesta Bicentenario (Pontificia Universidad Católica - GfK Adimark, 2016), hay un bajo nivel de inscripción y participación activa (4%) en los sindicatos. Según la misma encuesta, el 35% de los trabajadores no cree nada en los sindicatos, el 22% les cree poco, un 28% les cree algo, lo que explica los bajos niveles de asociatividad.

Por otra parte, desde el año 2000 los niveles de acceso a la educación se han disparado, cada vez hay un mayor nivel de trabajadores jóvenes cualificados, técnicos y universitarios principalmente, que entran a un mercado laboral saturado en muchas profesiones, lo que ha generado expectativas de oportunidades de movilidad social. No obstante ello, muchos de estos jóvenes profesionales parten su vida profesional fuertemente endeudados, producto de créditos de estudios como el CAE7,, lo que implica una partida de la vida laboral cargada de estrés y ansiedad, lo que afecta a su salud mental. La reciente gratuidad para los quintiles ha aumentado el acceso a la educación superior, pero aún no ha tenido gran impacto en el ámbito laboral.

 

Figura 1

Matrícula Sistema de Educación Superior 2005-2018

Figura1. Matrícula Sistema de Educación Superior 2005-2018

Fuente CNED www.cned.cl/indices/matricula-sistema-de-educacion-superior

 

En los últimos años, en Chile ha aumentado considerablemente la inmigración de trabajadores, principalmente peruanos, venezolanos, colombianos, bolivianos y haitianos, muchas veces con buen de nivel de calificación, Se estima que a diciembre 2020 ya hay en Chile cerca de 1.500.000 de inmigrantes (Instituto Nacional de Estadísticas [INE] y Departamento de Extranjería y Migración [DEM], 2021), cifra que podría ser conservadora. Esto, sin duda, es un aporte al país, pero también ha introducido aún más presión competitiva al mercado laboral.

El aumento de los trabajos independientes y la informalización es una creciente tendencia mundial, que se asocia a inestabilidad laboral y a las llamadas “lagunas en las cotizaciones previsionales”. Esto deteriora aún más las pensiones y ha llevado a que un grupo importante de adultos mayores tenga que seguir trabajando después de la edad legal de jubilación para poder subsistir. Si a esto se suma el aumento de la esperanza de vida, tenemos que una mayor cantidad de adultos mayores quieran o necesiten seguir trabajando, lo que implica para este grupo un estrés para mantenerse vigentes, pero también implica más competencias con los grupos antes mencionados.

Así, el neoliberalismo ha instalado en la sociedad chilena el imperativo de estatus basado en el consumo. Los chilenos más que ciudadanos son consumidores permanentemente endeudados (Moulian, 1998; Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2002; Tinsman, 2006).

Todos estos factores han aumentado la competencia por los puestos de trabajo, hacen que el actual contexto laboral sea un escenario de riesgo de enfermedades de tipo psicosocial en el trabajo.

Como si lo anterior fuera poco, desde otra perspectiva el escenario a futuro del mercado laboral parece complejizarse por el impacto de la tecnología en el mundo del trabajo, según un grupo de expertos encuestados por el foro Word Economic Fórum 2016 (WEF, 2016). Estaríamos en la llamada “Cuarta Revolución Industrial”, caracterizada por la confluencia de un gran número de nuevas tecnologías, entre ellas la robotización y la automatización de muchos procesos productivos y puestos de trabajo, lo cual implicaría una creciente eliminación de puestos de trabajo rutinarios y poco calificados y una necesidad creciente de reconversión laboral (World Economic Forum 2018 [WEF, 2018], Reporte actualizado). Si consideramos el índice de intensidad de la rutina laboral en Chile (trabajos rutinarios vs trabajos no rutinarios), los estudios indican que el 61% de los trabajadores se emplea en ocupaciones con potencial de automatización, siendo algo superior al promedio de la OCDE: 58% (Araneda et al., 2017). Esto pone a Chile en un escenario futuro de pérdidas de puestos de trabajo, lo que se intensifica con la irrupción del teletrabajo, que implica otras exigencias y roles que también repercuten en la salud mental de los trabajadores.

Todo lo anterior nos sitúa en un contexto cada vez más complejo, donde aumenta el riesgo psicosocial y otras dificultades de salud mental en el ámbito laboral y, por ello, la importancia de su estudio y gestión multidimensional se hace cada vez más relevante.

 

Riesgos psicosociales en el trabajo

Sin duda, uno de los ámbitos más relevantes de la vida es el trabajo. Este puede ser fuente de satisfacción y desarrollo personal, pero también puede ser fuente de frustración, distrés, insatisfacción, enfermedades ocupacionales y de accidentes laborales.

Según Moreno y Báez (2010), la preocupación por los factores psicosociales y su relación con la salud laboral surge en la década de 1970, cuando las referencias a ellos y la importancia que se le otorgaban aumentaron. Actualmente, existen tres formas prevalentes de referirse a ellos, como:
1) factores psicosociales, 2) factores psicosociales de riesgo o factores psicosociales de estrés y 3) riesgos psicosociales.

Los factores psicosociales laborales son condiciones grupales y organizacionales (Mintzberg, 1993) que se pueden estudiar a nivel de la organización, grupal e individual. Estas condiciones psicosociales pueden ser positivas o negativas (Kalimo, 1988). Cuando estas son adecuadas, facilitan el trabajo, el desarrollo de las competencias laborales, los niveles altos de satisfacción laboral, de productividad empresarial y de motivación, creando un ambiente en que los trabajadores alcanzan una mejor experiencia que aporta más a las organizaciones. Según Edgar Shein (1988), la cultura empresarial o, en una mirada más amplia, la cultura organizacional, es un conjunto de supuestos y creencias compartidas por los miembros de una organización y se traducen en prácticas interaccionales concretas. Por ejemplo, el liderazgo por parte de las jefaturas, el trabajo en equipo y los niveles aceptables de desempeño, así como el nivel de exigencias y de auto exigencias determinan las condiciones psicosociales y la salud laboral de los trabajadores.

Cuando los factores psicosociales de las empresas y organizaciones son disfuncionales, es decir, provocan tensión, ansiedad, respuestas psicofisiológicas de distrés, pasan a ser factores psicosociales de riesgo pudiendo afectar negativamente la salud y el bienestar del trabajador y trabajadora (Benavides et al., 2002). Moreno y Báez (2010) plantean que los riesgos psicosociales, a diferencia de los factores psicosociales, no son condiciones organizacionales sino hechos, situaciones o estados del organismo con una alta probabilidad de dañar la salud de los trabajadores de forma importante. La evidencia científica acumulada a la fecha es suficientemente sólida y coincide en demostrar que ciertas condiciones de la organización del trabajo pueden provocar un especial estado físico y psíquico en los individuos que llamamos «estrés» (Superintendencia de seguridad social de Chile, 2013).

Los riesgos en el trabajo revelan que las causas de los accidentes laborales muchas veces se deben a distracciones, descuidos, despistes o falta de atención, a trabajar muy rápido y al cansancio o fatiga (Gil Monte, 2009). Según recoge la Agencia Europea para la Seguridad y Salud en el Trabajo (https://osha.europa/en/topics/stress), el estrés es el segundo problema de salud relacionado con el trabajo informado con más frecuencia, afectando en 2005 al 22% de los trabajadores de la UE. En Chile, la Ley 16.744 de Accidentes del Trabajo y Enfermedades Profesionales en su reglamentación “considera Neurosis Profesional incapacitante a diversos cuadros psiquiátricos que son agrupados por la Organización Mundial de la Salud” y los asocia a la tensión psíquica que generan contextos laborales (Superintendencia de seguridad social de Chile, 2013).

Los riesgos psicosociales, de acuerdo a Gil-Monte (2012), son aquellos factores de riesgo para la salud que se originan en la organización del trabajo y que generan respuestas de tipo fisiológico (reacciones neuroendocrinas), emocional (sentimientos de ansiedad, depresión, alienación, apatía, etc.), cognitivo (restricción de la percepción, de la habilidad para la concentración, la creatividad o la toma de decisiones, etc.) y conductual (abuso de alcohol, tabaco, drogas, violencia, asunción de riesgos innecesarios, etc.), que pueden ser precursoras de enfermedad, dependiendo de la intensidad, frecuencia y duración.

La Superintendencia de seguridad social de Chile (2013) define los riesgos psicosociales como todas las características de la organización del trabajo que puedan tener algún efecto sobre la salud de los trabajadores. Así, los riesgos psicosociales en el trabajo aparecen porque se generan unas condiciones laborales difíciles de tolerar para la mayoría de los trabajadores y las trabajadoras. Además, los riesgos psicosociales con origen en la actividad laboral pueden estar ocasionados por un deterioro o disfunción en: las características de la tarea; las características de la organización; las características del empleo, y la organización del tiempo de trabajo.

La importancia de los riesgos psicosociales se ha traducido en la Ley 16.744 de Accidentes del Trabajo y Enfermedades, ha hecho obligatoria la aplicación del Protocolo denominado en Chile SUSESO-ISTAS 21, el que incluye un Cuestionario Riesgo Psicosocial con una versión breve y una larga. Este cuestionario tiene su origen en la adaptación 2002 para el Estado español por el Instituto Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo (ISTAS) basado a su vez en el formulario Copenhagen Psychosocial Questionnaire CoPsoQ (Superintendencia de seguridad social, 2013).

Estos miden el riesgo psicosocial y, a través de este, pretenden contribuir a la prevención y vigilancia de las enfermedades mentales de origen profesional, al ser un instrumento que permite identificar y evaluar los riesgos psicosociales presentes en el ambiente laboral. Se compone de diversas dimensiones.

 

Dimensiones Copenhagen Psychosocial Questionnaire (CoPsoQ)

1.0. Dimensión: Exigencias Psicológicas

1.1. Exigencias psicológicas cuantitativas.

1.2. Exigencias psicológicas cognitivas.

1.3. Exigencias psicológicas emocionales.

1.4. Exigencias psicológicas de esconder emociones.

1.5. Exigencias psicológicas sensoriales.

2.0. Dimensión: Trabajo Activo y Desarrollo de Habilidades

2.1. Influencia.

2.2. Posibilidades de desarrollo en el trabajo.

2.3. Control sobre los tiempos de trabajo.

2.4. Sentido del trabajo.

2.5. Integración en la empresa.

3.0. Dimensión: Apoyo social en la empresa y calidad del liderazgo

3.1. Claridad de rol.

3.2. Conflicto de rol.

3.3. Calidad de liderazgo.

3.4. Calidad de la relación con superiores.

3.5. Calidad de la relación con los compañeros/as de trabajo.

4.0. Dimensión: Compensaciones

4.1. Inseguridad respecto del contrato de trabajo.

4.2. Inseguridad respecto de las características del trabajo.

4.3. Estima (esfuerzo-recompensa y reconocimiento)

5.0. Dimensión específica: Doble presencia

5.1. Carga de tareas domésticas.

5.2. Preocupación por tareas domésticas.

 

El diagnóstico de Clima Organizacional tiene un propósito algo diferente del diagnóstico del riesgo psicosocial; el foco del Clima Organizacional es más amplio, no obstante ambos instrumentos comparten muchas dimensiones. Es un diagnóstico que permite la planificación de recursos humanos y permite gestionar el bienestar laboral y, mediante este, mejorar el desempeño de los trabajadores. Ya en 1951, el psicólogo social Kurt Lewin (1951) exponía que el comportamiento de los empleados es una función de la interacción de las características personales con el ambiente que rodea a la persona. De hecho, Chiavenato (2000) arguye que el clima organizacional puede ser definido como las cualidades o propiedades del ambiente laboral que son percibidas o experimentadas por los miembros de la organización y que, además, tienen influencia directa en los comportamientos de los empleados.

El Clima Organizacional se refiere a las percepciones compartidas por los miembros de una organización (Rodríguez 1992) y su diagnóstico también permite identificar factores que pueden determinar enfermedades de origen laboral y son factores causales de accidentes.

 

Conclusiones y discusión

Si consideramos la perspectiva de Pichón Riviére (1985), la tarea ocupa un lugar central en la construcción de la grupalidad, en la identidad de los grupos y en las ansiedades que se generan en cualquier grupo. Y si pensamos que los grupos están insertos en organizaciones es insoslayable pensar ya no solo en la dimensión individual y grupal, sino también grupal y organizacional. Esto puede relacionarse, por ejemplo, dialogando el concepto de riesgos de equipo con el de riesgos psicosociales, pues hay ansiedades grupales asociadas a la tarea y factores de riesgo psicosocial asociados a la organización, y las especificidades de los roles propios del empleo, todo lo cual puede constituirse en una como fuentes de estrés. Ello cobra más relevancia cuando la tarea implica niveles de focalización que provoca conflictos entre la familia y el trabajo, o cuando la tarea por los desequilibrios de poder en la organización da lugar a prácticas de acoso y/o violencia.

Hasta ahora el tema del desgaste laboral, riesgos de equipo y el autocuidado ha sido tratado de forma alterna con el de clima organizacional y riesgos psicosociales. El burnout ha tendido al ser un concepto de salud mental asociado al trabajo y ha estado más centrado en los profesionales y técnicos que trabajan con el sufrimiento humano y labores de ayuda, así como el clima organizacional más centrado en las relaciones al interior de las organizaciones tanto productivas como de servicio. Coherente con ello, la psicología clínica y de la salud han estado más centradas en la prevención y abordaje del desgaste laboral, sobre todo asociado a terapeutas individuales, equipos clínicos y de salud, jurídicos, socio-comunitarios, y en temas críticos asociados a la violencia. En el caso de la psicología organizacional, esta se ha centrado en el estudio y gestión del clima organizacional y, más recientemente, en los riesgos psicosociales asociados a la nueva normativa de prevención de accidentes y enfermedades ocupacionales que exigen un protocolo de diagnóstico, evaluación y de intervención a nivel organizacional.

La psicología clínica ha tenido como foco una mirada individual y grupal. Y la psicología organizacional, una mirada grupal y organizacional. Es así que, al parecer, lo grupal es un elemento compartido y parece ya no solo necesario, sino imprescindible poder articular los conocimientos, modelos y estrategias para comprender y abordar de modo más integral el tema del desgaste laboral, los riesgos psicosociales y el autocuidado y cuidado de equipos.

En esa línea pensamos que lo individual, lo grupal y lo organizacional definen dimensiones de áreas diagnósticas y de estrategias de intervención distintas, pero que pueden hacer sinergia. En ese sentido, podríamos hacer la distinción de los riesgos psicosociales, desgaste laboral y prácticas de cuidado asociadas.

En primer lugar, el tipo de trabajo es relevante ya no solo en la tarea, sino que está relacionado más directamente con la calidad de vida laboral de las personas. Con relación a la tarea, esta es importante pues su desempeño, y los niveles de destrezas físicas y de habilidades cognitivas y socioemocionales, pueden hacer una gran diferencia como fuentes de estrés. Respecto de las destrezas físicas hay una tradición antigua en la ergonomía que pretende ocuparse de aquello, pero al parecer son cada vez más las implicancias del vínculo con otros en el desarrollo de la tarea lo más relevante. Nos referimos a que quienes se desempeñen en áreas de servicios y labores de asistencia, ya sean comerciales, de salud y educación, entre otras, son los que están expuestos a mayores fuentes de estrés y desgaste laboral. Tal como hemos señalado, la tarea promueve ansiedades cuyo contenido está relacionado directamente con la misma, por lo que al ser negadas esas ansiedades promueven un mayor riesgo.

En segundo lugar, la grupalidad en la que se inserta la tarea es relevante, pues esta puede desarrollarse asociada a otros como tarea grupal o lo grupal solo formar parte del trasfondo. En ese sentido, cuando la tarea es desarrollada por equipos de trabajo puede favorecer el soporte y cuidado o desarrollar dinámicas destructivas que atentan contra la tarea. Aquí, en particular, resulta interesante lo imprescindible de articular lo grupal con lo institucional o, siendo más específico, la dimensión de liderazgo, de equipo y la organizacional, y se requiere del concurso de ellas para una intervención multinivel que sea más saludable y eficaz.

En tercer lugar, los contextos más críticos, ya sean episódicos o estables, tienden a promover niveles de riesgo diferenciales. Pensamos que las crisis asociadas a contextos críticos episódicos como desastres naturales, la accidentabilidad o los estallidos sociales8, ponen a prueba no solo protocolos, sino la capacidad de los equipos de entregar soporte socioemocional a sus miembros en momentos específicos, pero hay una diferencia cuando la naturaleza de la tarea transcurre en contextos críticos crónicos. Por contextos críticos estables estamos pensando en labores asociadas a alguna noción de vulneración del usuario con el cual el o la trabajadora se vincula. Estos casos van desde quienes trabajan en áreas que van desde el servicio al cliente, atención de personas en servicios de alimentación, hasta quienes se desempeñan en el ámbito educacional, en la atención de salud y/o tareas asociadas a lo psicosocial y jurídico con situaciones de violencia. En la tareas de contextos críticos estables el riesgo es constante y, por tanto, el desgaste puede ser crónico en la medida que no cuente solo con dispositivos grupales que contengan y protejan a las personas, sino también con estructuras organizacionales que permitan dinámicas preventivas, ya no del grupo solamente sino de la institución, a través de sus liderazgos, ya sea esta una empresa pública o privada, de servicios o productiva, una organización que tome acciones preventivas y preste algún tipo de apoyo si los efectos ya se han producido.

 

Sinergia y complementariedad clínica y organizacional

Pensamos que el desgaste y el cuidado tienen tres dimensiones: individual, grupal y organizacional.

A nivel individual, el concepto de autocuidado es el concepto que cobra más sentido, pues como sujetos somos responsables y hay una serie de aspectos que requieren ser pensados desde lo ergonómico hasta los roles desempeñados y la expectativa de este. En este mismo nivel está el burnout como un cuadro en donde, en el individuo, el estrés crónico de fuentes personales, grupales e institucionales hace síntomas y requiere un abordaje desde una óptica de salud en lo psicoterapéutico.

A nivel grupal, el concepto de cuidado de equipos da cuenta de cómo el equipo de trabajo como grupo y la institución que lo alberga son responsables de desarrollar dinámicas de trabajo nutritivas, y la institución de proveer condiciones para que aquello ocurra, y hay una serie de aspectos a ser pensados en los equipos que hace relación con la naturaleza de la tarea y la criticidad de los contextos. En este nivel están los riesgos de equipo, donde los grupos pueden desarrollar desgaste grupal y/o dinámicas destructivas, cuya fuente es grupal y/u organizacional, y más que síntomas visualizamos indicadores grupales o polaridades emocionales asociadas a riesgos de equipo y que requieren de un abordaje desde una óptica clínica y/o laboral, integrando ambas lógicas en la sinergia del trabajo en equipo.

A nivel organizacional, más allá del mínimo legal que hoy exige el protocolo ISTAS 21 de la prevención y gestión de los riesgos psicosociales, y considerando la posible discusión y críticas, el actual protocolo sin duda es un paso importante en la mitigación de las enfermedades y accidentes psico-laborales. No obstante ello, hay que abrir espacios más amplios, donde al menos el Clima Organizacional sea parte de los indicadores claves de organizaciones (KPI Key Performance Indicator, en inglés), entendido como una gestión más participativa, con una mirada que compatibilice el cuidado de los trabajadores y los intereses de la organización con una mirada de sustentabilidad. El desafío más relevante no termina ahí, debemos ir mucho más allá de lo preventivo y paliativo, donde las organizaciones puedan aspirar y luchar por ofrecer a los trabajadores altos niveles de satisfacción y lograr altos compromiso, en una gestión menos paternalista y jerárquica, más involucrada, que permita que el talento humano se desarrolle. Quizás hoy la mayor ventaja competitiva que tienen las organizaciones es cuidar el capital humano y crear no solo las condiciones adecuadas de trabajo, salario y seguridad, sino dotar de sentido vital al trabajo, más aún en momentos en que las referencias sólidas del siglo XX –al decir de Bauman– han caído y muchas veces intentan dar paso a una gestión posmoderna que tiene que hacerse cargo de la complejidad, de la incertidumbre que ha generado el acelerado cambio social, demográfico y tecnológico.

Desde la dirección de las organizaciones, el cuidado de las condiciones de salud mental y el desgaste laboral es no solo un imperativo ético, también es conveniente instrumentalmente, ya que –como lo muestran los estudios de riesgo psicosocial– este se asocia a enfermedades y accidentabilidad, pero además está también vinculado a mal servicio a los clientes y pérdidas operacionales en organizaciones productivas, ya sean estas públicas o privadas, con o sin fines de lucro, grandes o pequeñas.

El rol de jefaturas como articulador entre la dimensión organizacional y grupal es clave, por tanto las organizaciones tienen la responsabilidad de desarrollar competencias de liderazgo firme y cercano, como dice Fernández (2016), que permitan a la vez dar dirección, orientar el desempeño y crear espacios de contención y resignificación del sentido del trabajo.

El respeto de los horarios de trabajo, así como los tiempos de desconexión para el descanso y la recreación, en especial en épocas de teletrabajo, aparecen como una importante estrategia de cuidado institucional y esto nuevamente es gestionado por las jefaturas a partir de políticas claras de las organizaciones.

En síntesis, las organizaciones hoy debieran aspirar a generar condiciones para que las personas puedan contar con dignidad y darle sentido a su trabajo y, por tanto, lograr mayores espacios de equidad, seguridad y satisfacción asociados a su tarea, lo que disminuiría los llamados riesgos psicosociales, los riesgos de equipo, el desgaste laboral, y favorecer el autocuidado, el cuidado de equipos, y la salud mental en las personas, grupos y organizaciones. Para que ello sea posible es imprescindible –y un imperativo– un diálogo, un intercambio y debate conceptual y operativo entre la psicología organizacional y la psicología clínica, buscando sinergia y rompiendo la fragmentación.

 

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Agradecimientos

A nuestras parejas y familias.

 

 

 

1 Psicólogo Clínico y Magíster en Psicología Clínica, Pontificia Universidad Católica (PUC). Profesor Asociado, Escuela de Psicología, PUC. Correo electrónico: gpmorale@uc.cl, ORCID: 0000-0001-8836-296X

2 Psicólogo Organizacional, Universidad Central (UCEN). MBA, Universidad Adolfo Ibáñez. Profesor, Escuela de Psicología, Universidad Mayor.
Correo electrónico: hernan.garreton@gmail.com, ORCID: 0000-0002-9268-8820

3 Siglas de los programas: Programa para la Infancia Dañada por los Estados de Emergencia; Comisión de Defensa de los Derechos del Pueblo, Centro de Tratamiento del Stress, Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas, Médecins Du Monde, e Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos.

4 Programa de Reparación y Atención Integral de Salud (PRAIS).

5 Centro de Atención a Víctimas de Atentados Sexuales de la PDI (Policía de Investigaciones).

6 ISTAS 21: Cuestionario de riesgo psicosocial desarrollado por el Instituto Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo.

7 Crédito con Aval del Estado para la Educación Superior.

8 Los estallidos sociales en la medida que no resuelvan su etiología crítica pueden pasar de episódicos a crónicos, lo que no resulta aún totalmente claro en el contexto chileno actual.