La psicoterapia de habilidades parentales en el contexto chileno: presencia y control de un tercero en la relación terapéutica

Psychotherapy of parental skills in the Chilean context: presence and control of a third party in the therapeutic relationship

Fecha recepción: julio 2019 / fecha aceptación: noviembre 2019

Alejandra Henríquez Prieto1, Juan Francisco Sagüez May2,
Analía Socorro3 y Claudia Rojas Awad4

 

Resumen

Se presenta un análisis teórico-crítico respecto de las posibilidades de la psicoterapia de habilidades parentales, demandada por Tribunales de Familia. Se revisan los mecanismos de poder que operan en la relación entre el Estado, el aparato judicial y los dispositivos de salud mental, identificando tensiones y riesgos éticos de la psicoterapia mandatada, la que parece no reconocer la particularidad contextual, histórica y relacional en que emerge, ni sus alcances políticos, que no favorecerían la transformación social.

Palabras clave: psicoterapia, habilidades parentales, Tribunales de Familia, dispositivos de poder.

 

Abstract

A theoretical-critical analysis is presented regarding the possibilities of parental disabilities psychotherapy, mandated by Family Courts. The mechanisms of power that operate in the relationship between the State, the judicial apparatus and the mental health devices are reviewed. Tensions and risks of the mandated psychotherapy are identified, given it would not recognize the contextual, historical and relational particularity in which it emerges, nor its political reach. Thus, this form of psychotherapy would be far from favoring social transformation.

Keywords: Psychotherapy, parental skills, Family Court, power mechanisms

 

 

Introducción

A partir de la ratificación de Chile de la Convención de los Derechos del Niño en el año 1990, el Estado se constituye como figura garante de la protección de los derechos de niños, niñas y adolescentes, para lo cual tiene la obligación de dar lugar a ciertas modificaciones legales, así como adecuar sus políticas públicas al nuevo paradigma comprensivo de la infancia y la adolescencia (Bobadilla, 2008 en Andrade, 2010; León, 2010; Turner, 2002).

Entre las reformas legales más importantes para hacer efectivos los derechos de los niños, niñas y adolescentes, enfocándose en éstos y el contexto sociofamiliar en que se desarrollan, es posible destacar la ley que reformó el Código Civil terminando con la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos (Ley N° 19.585, 1998), la reforma constitucional que garantiza a todos los niños 12 años de escolaridad (Ley N° 19.876, 2003), la ley que creó los Tribunales de Familia (Ley N° 19.968, 2004), y la Ley de Violencia Intrafamiliar (Ley N° 19.947, 2005). Estas reformas apuntan simultáneamente a terminar con diferentes formas de discriminación y exclusión existentes respecto de los niños, niñas y adolescentes, así como a garantizar un nivel básico de condiciones de vida y desarrollo personal (Turner, 2002).

En este escenario, se generan una serie de cambios en relación a cómo venía operando el sistema judicial en temáticas asociadas a la infancia y adolescencia, abogando por la actuación de tribunales más eficientes y especializados que pudieran responder a la demanda de resolver problemáticas vinculadas a la familia, para promover acuerdos basados en la responsabilidad de los padres respecto del adecuado –o inadecuado– desarrollo de los derechos de sus hijos (Turner, 2002). Esta tarea estaría siendo posibilitada por los Tribunales de Familia, donde los Jueces tienen la facultad de instalar diversas medidas de protección, entre las cuales se encuentra la posibilidad de solicitar la evaluación de habilidades parentales a instancias externas vinculadas a la Red de Salud Mental y, según los resultados de dichas evaluaciones, derivar a procesos psicoterapéuticos orientados al fortalecimiento de las habilidades parentales (Andrade, 2012).

En este contexto, el desarrollo conceptual respecto de las denominadas habilidades parentales ha cobrado fuerza en el ámbito del Trabajo Social y la Psicología a nivel nacional. Barudy (2005), quien define las habilidades parentales como parte de un concepto más amplio, las Competencias Parentales, el cual alude a las capacidades de educación, cuidado y protección de los progenitores, proporcionando una comprensión más amplia respecto de la relación paterno-filial y su incidencia en el desarrollo de los niños. Sin embargo, la documentación emanada de Tribunales de Familia, el contexto jurídico y los profesionales de la salud mental en nuestro país refieren habitualmente al concepto de habilidades parentales, por lo que en este documento se utilizan ambos conceptos indistintamente.

La demanda por la evaluación y fortalecimiento de las habilidades parentales emergente desde Tribunales exige a la intervención psicoterapéutica adecuarse a un particular contexto de atención clínica: la obligatoriedad de la intervención y la pre-existencia de un objetivo terapéutico que se antepone incluso al primer encuentro terapeuta-paciente.

Además, diversos estudios sostienen la centralidad de la alianza terapéutica en la eficacia de los procesos psicoterapéuticos, independiente del enfoque y marco teórico del terapeuta (Opazo, 2001 en Arredondo y Salinas, 2005; Valdivieso, 1994 en Arredondo y Salinas, 2005), siendo central la motivación del paciente para iniciar un proceso conducente al cambio psicoterapéutico, así como la negociación de un contrato o co-construcción de un motivo de consulta apropiado para la terapia (Santibáñez, 2001 en Arredondo y Salinas, 2005).

Ante este contexto, surge el interés de analizar las implicancias para los procesos psicoterapéuticos cuando la demanda de atención es emanada desde Tribunales, entendiendo que la obligatoriedad y direccionalidad de la intervención hacia las habilidades parentales suponen un marco particular de trabajo terapéutico. De este modo, la presente reflexión se orienta en la pregunta sobre ¿Cuáles son las posibilidades de una psicoterapia que emerge a partir de una demanda de Tribunales de Familia para el trabajo de habilidades parentales?

Esta problemática resulta relevante en el ámbito de la salud mental en población adulta, principalmente en el sector público, el cual está demandado por ley a dar respuesta a las solicitudes de los Tribunales de Familia respecto de la generación de espacios psicoterapéuticos centrados en el fortalecimiento de las habilidades parentales. Dicho escenario, estaría exigiendo un posicionamiento clínico político del profesional y la institución en que se desempeña, vinculado a una comprensión sociohistórica respecto del origen de estas solicitudes y las conflictivas nacionales a que pretende dar respuesta, de modo de eludir la replicación irreflexiva de programas y estrategias de abordaje diseñados para un grupo de personas limitado en su particularidad. Lo anterior, con la finalidad de promover una práctica psicoterapéutica reflexiva, que dialogue con las demandas judiciales velando por el ejercicio ético de la profesión y la participación en procesos psicoterapéuticos respetuosos y contextualmente situados.

Para responder a esta pregunta se realizará una revisión teórico-crítica respecto del operar del Estado, el aparato judicial, la sociedad y sus mecanismos de poder en relación con los dispositivos de salud mental, describiéndose posteriormente el proceso histórico de conformación de políticas públicas y jurídicas que demanda por medio de resoluciones judiciales la generación de espacios de psicoterapia para el fortalecimiento de habilidades parentales. Luego, se conceptualizan las habilidades y competencias parentales y se revisan estrategias de intervención propuestas desde las políticas públicas nacionales; finalmente, se plantean las tensiones que se generarían en los espacios psicoterapéuticos, a partir de las demandas de atención emanadas de Tribunales de Familia.

Desarrollo

Estado, sociedad y dispositivos de poder

Para generar una comprensión crítica de cómo opera el aparato judicial en su relación con los dispositivos de salud mental, y en particular con la psicoterapia, se requiere una aproximación reflexiva a conceptos como Estado, sociedad y los mecanismos de poder que allí operan; así, contemplamos una construcción histórica en esta relación, pues los modos en que Estado y sociedad se han vinculado, han ido transformándose a través del tiempo, aunque no de modo lineal ni siempre progresivo (Foucault, 2006).

Foucault dedica gran parte de su obra a cimentar una teoría respecto de la relación reguladora que establecería la sociedad con ciertos discursos que se van erigiendo como verdades normalizadoras, y por tanto, como prácticas de poder (Morales, 2011). Estas prácticas operarían por medio del uso de tecnologías (tecnologías del yo), a través de las cuales una sociedad genera estrategias para excluir todo aquello que escape a ciertos parámetros, ¿cómo? Censurando discursos, rechazando hablantes y generando una escisión clara entre lo bueno y lo malo. Esto último forjó las condiciones de posibilidad para que, en las sociedades medievales, se validara el uso de los mecanismos de castigo, como principal medio de control social (Foucault, 2002).

Si bien no se abandona completamente la lógica del castigo como mecanismo de control (Foucault, 2006), con la valoración de la razón como motor del desarrollo a través de las ciencias (Castro, 2004), se avanza hacia una sociedad que utiliza mecanismos normativos menos sustentados en la figura del soberano -y por lo tanto aparentemente menos jerárquicos-, y más en la del saber. Se genera entonces una Policía del Discurso, a través de la producción de ciertas prácticas de verdad.

En una sociedad que establece este tipo de prácticas, la producción de un discurso totalizador y normalizador, favorece la mantención del control en particulares saberes, dominando los acontecimientos cotidianos, para eludir así cualquier relato alternativo o disidente que pueda amenazarlo (Morales, 2011). Esto define el operar de la Modernidad, no sólo como período histórico, delimitado temporalmente, sino como aquella manera específica de entender y pensar las diversas dimensiones de la existencia humana (Ledezma, 2005). La premisa moderna fundamental es que el mundo estaría ordenado racionalmente bajo leyes universales y que los seres humanos tendríamos la posibilidad de acceder a éstas de manera unívoca y transmitirlas a través del lenguaje (Molinari, 2003), portando la verdad. Es bajo esta premisa fundamental que aparece la ciencia, como una alternativa al dogma real o religioso -característico de la oscuridad medieval- (Gergen, 1994), que a través de su método científico, se posiciona como la única forma válida de conocer, explicar y generar conocimientos, estableciendo qué es lo verdadero y distinguiéndolo de aquello que no lo es (Díaz, 1999).

Con la ciencia como uno de sus motores fundamentales, se va movilizando esta Policía del Discurso, a través de dispositivos de poder, cuyo fin es estabilizar, bloquear o utilizar relaciones de fuerza, que incluyen tanto lo dicho, como lo no dicho, por medio de discursos, instituciones, instalaciones, decisiones reglamentarias, y aquellas leyes que rigen un Estado (Morales, 2011). De modo complementario a los mecanismos de castigo, operan también los dispositivos disciplinarios, que suelen asociarse más directamente (aunque no de modo exclusivo) con la época moderna, como métodos de vigilancia que por medio del diagnóstico y la transformación, intentan devolver a las personas a los parámetros de lo establecido (Foucault, 2006), y por lo tanto, a todo aquello a lo que se le ha conferido el status de verdad.

Se van construyendo disciplinas que, sustentadas en la ciencia, “(…) permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, con el objetivo de la sujeción constante de sus fuerzas” (Morales, 2011, p.18). Es el sujeto que Foucault (2002) describe en su libro Vigilar y Castigar como un otro sometido, dócil, que se va entregando de manera aparentemente voluntaria a una sociedad industrial y capitalista, volviéndose completamente pasivo políticamente y al mismo tiempo activo para la producción económica. Todo esto bajo el gran paraguas de validación que brinda la ciencia, como ostentador de la razón, que en palabras de Gori y del Volga (2009) “(…) es el dispositivo de sujeción más abiertamente imperativo por el que la sumisión y la obediencia se convierten en obligaciones legales que regulan todos los detalles de nuestra existencia ordinaria” (Gori y del Volga, 2009, p.7).

El saber, por medio de la construcción de disciplinas como la medicina o la misma psicología, va levantando estos discursos de verdad que guían nuestra conducta, por medio de un proceso que Berger y Luckman (1968) denominan institucionalización de la actividad humana. Para que este proceso sea posible, es necesario que ocurra uno previo, y es que todos los conocimientos que caracterizan a la actividad humana en referencia –aquella que sustenta la disciplina científica– incluyendo valores, creencias y principios, sean transmitidos de una generación a otra, siendo con esto objetivados, es decir, separados de quien los produjo para ser transmitidos como una actividad válida. El experto –aquel que domina este saber disciplinario (el médico, el psicólogo)– se transforma en un verdadero agente de policía, siendo buscado por el mismo individuo y la sociedad en general, por ser aquel que porta una verdad “(…) que nos diga cómo comportarse en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana” (Gori y del Volga, 2009, p.1), como si olvidáramos en este acto que dicho conocimiento emergió de una práctica humana y, por tanto, social.

De la mano con estos saberes totalizadores que van adquiriendo fuerza con la estadística, y más específicamente en salud con la revolución de la epidemiología, ciencias como la psiquiatría y la psicología van respondiendo a un estado que opera, en palabras de Foucault, biopolíticamente, es decir, como una herramienta al servicio del biopoder (Castro, 2004). Con este concepto Foucault intenta definir una serie de estrategias de saber y relaciones de poder, donde lo biológico es usado como componente de una tecnología política, cuyo antecedente principal es el modelo pastoral y el poder soberano, característico del período medieval. Es posible distinguir dos fuerzas fundamentales desde las que se ejerce este biopoder: la anatomopolítica, o el control del cuerpo de los individuos, y la biopolítica, donde el énfasis está puesto en el control del cuerpo de la especie o de la población (Foucault, 2006).

Para el biopoder, ya no parece ser un objetivo fundamental el control de las conductas individuales sino la población general, por medio de dispositivos de seguridad, adoptando un rol paternalista donde el discurso se organiza ya no en torno a dicotomías claras (bueno/malo, legal/ilegal) sino en torno a aquello que resulta óptimo o aceptable en relación al cálculo de los costos de un estado (Foucault, 2006).

Bajo esta lógica, si bien individuo y población son indivisibles, las acciones se llevan a cabo considerando al segundo, siendo el primero sólo un medio y no un fin en sí mismo. Con ello, se atraviesa la configuración de la subjetividad, en todos los niveles que Foucault ha definido, disciplinando al ser humano, reproduciendo prácticas de demarcación normativa y sobre todo, generando una experiencia de sí mismo que se ve minimizada, donde el “biopoder se despliega reduciendo a los individuos a medidas y cifras, lo que (…) supone la pérdida de los caracteres distintivos de las individualidades” (Castro, 2004, p. 263).

Aquello que Gadamer (1998) denominaría como alteridad, es decir, la posibilidad de ser captado en la particularidad, de ser reconocido en la individualidad, en la condición de ser único, quedaría negada o al menos disminuida considerablemente, limitando con ello su posibilidad de ser sujeto para quedar más bien sujetado en la sociedad. Esto, desde un orden normativo que no solo se orienta por leyes que prohíben y disciplinas que prescriben, sino cada vez más por medidas que buscan regular y limitar la realidad de la población (Foucault, 2006).

 

Políticas públicas, Tribunales de Familia y demanda a dispositivos de salud mental

Tal como se mencionó previamente, la ratificación de la Convención de los Derechos del Niño se constituye en un poderoso marco ético valórico, que promueve una nueva visión de las relaciones jurídicosociales de la infancia y adolescencia, a la vez que es una fuente de inspiración para la transformación legal, política y cultural de la sociedad (Gobierno de Chile, 2001).

En consideración de ello, a partir de la firma de dicha Convención por parte del Estado de Chile, el país comienza la revisión y modificación de los mecanismos utilizados tradicionalmente, privilegiando reformas legales específicas y políticas sociales que promuevan la vida familiar, el apoyo a los padres y el fortalecimiento de sus capacidades (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, Unicef, 2005). En consecuencia, en el año 2002 se aprueba la Política y Plan Nacional para la Infancia y la Adolescencia, instrumento dirigido a posibilitar la implementación de la Convención y uno de cuyos ejes centrales es el fortalecimiento de la familia, ante la consideración de que ésta es esencial para el desarrollo integral de los niños, niñas y adolescentes (Gobierno de Chile, 2001; Unicef, 2005).

A partir de ese momento, se determina que los programas, acciones y servicios dirigidos a la población infantojuvenil deben incorporar componentes concretos de apoyo y fortalecimiento del rol de la familia, en particular de los padres, de manera de apoyarlos efectivamente en el cumplimiento de sus tareas de crianza y orientación de sus hijos en vistas al logro de su desarrollo integral (Gobierno de Chile, 2001). Para ello, es necesario generar y fortalecer iniciativas de desarrollo de los roles parentales y de las capacidades de las familias para la crianza de sus hijos en contextos de vulnerabilidad social (Unicef, 2005).

En la medida que se van introduciendo nuevas políticas públicas en torno a la infancia y adolescencia, se aprecia un desfase en el modelo legislativo, que no logra adecuarse sustantivamente desde una perspectiva tutelar a una de derechos (Curiante, 2007). Con la finalidad de resolver dicha conflictiva, se desarrollan esfuerzos para contar con tribunales especiales dedicados a los asuntos relativos a la familia, cuya concreción normativa se vio enfrentada a una larga y, a veces, contradictoria tramitación parlamentaria. Así, en el año 1993 la Comisión Nacional de la Familia abogó por la creación de Tribunales de Familia, no obstante, recién cinco años después, el proyecto de ley que los creaba fue presentado por el Ejecutivo. Finalmente, con fecha 30 de mayo del 2001, el Presidente de la República presentó modificaciones al proyecto de ley que crea los Tribunales de Familia (Turner, 2002), estableciéndose luego que el objetivo de la Ley de Tribunales de Familia (Ley N° 19.968, 2004) es garantizar el pleno goce y el efectivo ejercicio de los derechos y garantías de los niños (Curiante, 2007).

Ante el imperativo de crear una judicatura especial para los asuntos de familia, cabe cuestionarse acerca de los fundamentos de esta exigencia. Al respecto, Turner (2002) propone dos razones para la necesidad de construir una judicatura particular. La primera, alude a la naturaleza de los conflictos familiares, que impone la necesidad de abandonar enfoques de resolución individuales y lineales donde siempre existe una víctima y un victimario, acercándose a una aproximación sistémica donde la imputación de derechos y obligaciones está focalizada en la familia, por lo que se valora la posibilidad de llegar a acuerdos. La segunda, se asocia con la intervención, directa o indirecta, de niños en el conflicto familiar, quienes en tanto sujetos de derecho deben ser oídos en un proceso interactivo, donde sus intereses sean especialmente considerados con atención en el ejercicio de sus derechos (Turner, 2002).

 

Con estas modificaciones, el Estado por medio de sus políticas sociales y su legislación, asume una postura más activa en temas de infancia y adolescencia, promoviendo que los niños, niñas y adolescentes de nuestro país sean considerados paulatinamente como sujetos de derecho, los cuales deben ser reconocidos social y jurídicamente (Gómez, 2010 en León, 2010). En este sentido, en su rol de garante de derechos, al Estado le corresponde otorgar protección a la familia, ya sea a través de medidas de prevención, educación y fortalecimiento de ésta, como también interviniendo directamente, estando facultado por ley para hacerlo en aquellos casos en que la familia es incapaz de dar solución a sus conflictos e incurre en conductas que acarrean riesgo para los integrantes del grupo familiar, o bien, cuando la familia carece de las herramientas necesarias para otorgar lo mínimo y esencial a sus miembros, viéndose afectados especialmente los niños y niñas, quienes quedan expuestos a situaciones que pueden vulnerar sus derechos (Andrade, 2012).

Hoy en día, se cuenta con diversas formas de proteger los derechos de los niños, niñas y adolescentes señalados en la Convención, en tanto se han ido reconociendo e incorporando en nuestra legislación. Es así como en su título IV relativo a los procedimientos especiales, la Ley de Tribunales de Familia (Ley N° 19.968, 2004) contempla la aplicación judicial de medidas de protección de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, en caso de constatarse la existencia de una vulneración a sus derechos (Andrade, 2012).

Entre estas medidas de protección, se encuentra el poder que recae sobre el Juez de los Tribunales de Familia de pedir una evaluación de habilidades parentales y, luego, determinar si la madre o el padre cuentan con las habilidades necesarias para asumir responsablemente el cuidado de su hijo o hija. En caso que se detecten dificultades en el ejercicio del rol parental, el Juez podrá solicitar nuevas medidas de protección, orientadas a fortalecer las habilidades parentales de quienes tienen el cuidado personal del niño, niña o adolescente, de modo de favorecer la permanencia de éste al cuidado de la persona con quien se encontraba al inicio de la denuncia o el requerimiento (Andrade, 2012). En la letra “d” del artículo 71 de la Ley N° 19.968 sobre medidas cautelares especiales queda indicado para el juez:

“Disponer la concurrencia de niños, niñas o adolescentes, sus padres, o las personas que los tengan bajo su cuidado, a programas o acciones de apoyo, reparación u orientación, para enfrentar y superar las situaciones de crisis en que pudieran encontrarse, e impartir las instrucciones pertinentes”. (Ley N° 19.968, 2004)

Este tipo de medidas pueden variar desde recibir apoyo psicológico para el fortalecimiento de las habilidades parentales, hasta el ingreso a un proceso de intervención reparadora para aquellos progenitores víctimas o victimarios de violencia intrafamiliar, o incluso recibir apoyo terapéutico para tratar adicciones al alcohol u otras sustancias (Andrade, 2012).

Habilidades parentales y su vínculo con las políticas públicas

Tal como se ha mencionado, la categoría de infancia se instala en el imaginario cultural en las últimas décadas, a partir de una serie de modificaciones en las políticas sociales y jurídicas orientadas a generar dispositivos de cuidado y protección inspiradas en los derechos del niño, cobrando importancia de forma progresiva cómo actúan y cómo deberían actuar los padres o cuidadores principales (Minnicelli, 2003 en León, 2010).

Para regular esta conducta ideal, se utiliza el concepto de Competencias Parentales, el cual históricamente guarda una estrecha relación con los tipos de apego descritos por Bowlby (Cuervo, 2010). Según esta teoría existiría una correlación entre patrones vinculares –de apego- de los padres con sus hijos e hijas y, cierto tipo de características de personalidad que desarrollarían los hijos e hijas durante su infancia, adolescencia e incluso la edad adulta (Cuervo, 2010). Esto implica que las experiencias de estrés tempranas influyen en el desarrollo de los niños y niñas a nivel cerebral, contribuyendo al despliegue de una serie de consecuencias negativas, como por ejemplo: un retraso en las habilidades sociales, mayor dependencia, hostilidad, ansiedad e incluso depresión, entre otros (Moraga, 2008). Es importante mencionar que según Olson (en Perez, Lorence y Menendez, 2010), la devolución a los progenitores de una evaluación positiva y optimista respecto del papel que desempeñan en la educación y el cuidado de sus hijos, disminuye el grado de estrés que presentan vinculado a esta labor y, por tanto, propicia un clima más favorable a la ejecución de la parentalidad.

Considerando lo anterior, es que se constituyó la necesidad de intervenir en las relaciones de apego en que los niños y niñas estuviesen expuestos a este tipo de estrés, con el objetivo de resguardar sus derechos y prevenir el desarrollo de conductas que pudiesen resultar problemáticas en la vida adulta. Según la Unicef (2005) los factores de vulnerabilidad que se detectan con mayor frecuencia en niños y niñas en situación de desprotección son: precariedad laboral de los progenitores (empleos informales e inestables), baja escolaridad de los padres, situación habitacional desfavorable con altos índices de hacinamiento, escasa o nula vinculación con redes de apoyo, familias numerosas y conflictos derivados del consumo problemático de alcohol y otras sustancias. Al respecto, Andrade (2012) señala que, según los resultados obtenidos en su investigación, existe una directa relación entre las carencias materiales de las familias y las situaciones que generan los requerimientos o denuncias sobre medidas de protección, en tanto los niños y niñas cuyos padres no cuentan con las condiciones básicas de vivienda, trabajo o educación, generalmente ven afectados sus derechos por los problemas en su crianza que afectan su normal desarrollo y crecimiento.

Es posible afirmar entonces, que el apropiado desarrollo de los niños, niñas y adolescentes depende de la interacción de al menos dos factores: las condiciones materiales de su entorno más cercano y la satisfacción de sus necesidades de cuidado o protección por parte de los padres o adultos a su cargo. Dado este escenario, las intervenciones a realizar fueron enfocadas en contextos en los cuales la vulneración de los derechos de los niños, niñas y adolescentes resulta evidente: en los estratos socioeconómicos más deprivados de la sociedad (Ministerio de Planificación: Programa Abriendo Caminos, 2009).

Para la implementación de estas intervenciones se utilizaron inicialmente los Programas de Transferencia Condicionada, los cuales planteaban la transferencia de recursos monetarios y no monetarios a las familias de estratos socioeconómicos más bajos. Dichos recursos, en el caso de ser monetarios, tomaban la forma de bonos y, en el caso de no ser monetarios, podían ser materiales como por ejemplo una canasta familiar; o no materiales, como capacitación en algún empleo. Dentro de estos últimos –recursos no monetarios, no materiales- es que se encuentran los Programas de Formación de Competencias Parentales (Comición Economica para America Latina y el Caribe, CEPAL, 2011) Dichos programas toman a veces otros nombres, como “Modificación de patrones de crianza” o incluso de “Capacitación en estilos relacionales sanos”, sin embargo, todos parecen hacer énfasis en lo mismo: el desarrollo de un patrón de crianza que permita que los niños establezcan un apego seguro con los padres o cuidadores. Con el tiempo y los cambios en la legislación, estas intervenciones fueron haciéndose más extensivas a otros programas diferentes, como el Programa Nadie es perfecto, Chile Crece Contigo y Chile Solidario entre otros.

Las Competencias Parentales están definidas como las capacidades prácticas, concretas, de los padres para cuidar, educar y proteger a sus hijos e hijas, asegurándoles un desarrollo sano (Barudy, 2005). Estas Competencias están divididas en las capacidades parentales (apego, empatía, modelos de crianza y capacidad de participar en redes sociales) y las habilidades parentales. Estas últimas tendrían tres funciones básicas: la función nutriente, relacionada con las experiencias emocionales y sensorias que permiten construir un apego seguro y con la percepción del mundo familiar como un espacio seguro; la función socializadora, que guarda relación con la contribución de los padres a la construcción del concepto de sí mismo, así como su rol de facilitar y además, cumple con el rol de facilitar “experiencias relacionales que sirvan como modelos de aprendizaje para vivir en forma respetuosa, adaptada y armónica en la sociedad; y la función educativa que corresponde a las herramientas culturales con las que cuentan los padres para influenciar de manera positiva y moralmente a sus hijos (Ministerio de Planificación, 2009; Moraga, 2008).

Ahora bien, la mayoría de los programas de Habilidades Parentales, y particularmente el modelo sugerido desde el Ministerio de Planificación (Ministerio de Planificación) para el Chile Solidario, requieren un diagnóstico de la situación vincular ente padres e hijos, esto quiere decir que se busca en primera instancia y a través de ciertas herramientas (encuestas, test, observación, etc.) clasificar la relación entre los cuidadores y sus hijos e hijas en cuatro categorías, a cada una de las cuales le correspondería una estrategia particular de intervención. Así, en caso que se presente una situación no preocupante, se recomienda una promoción de las Competencias Parentales; en caso que se presente una situación parcialmente preocupante, se recomienda apoyar el desarrollo de las Competencias Parentales; en caso que se diagnostique una situación preocupante o muy preocupante, se recomienda una rehabilitación de Competencias Parentales (Ministerio de Planificación, 2009).

Luego de esto, desde el modelo descrito, se establecen una serie de estrategias de intervención específicas y de acciones concretas para cada categoría. Estas acciones se materializan en talleres con diferentes actividades, entre las que se cuentan el role playing, la contención a los padres e incluso la psicoeducación (Ministerio de Planificación, 2009). Es importante mencionar que se sugiere que cada una de estas intervenciones se adapte a las necesidades de la institución en que se realiza, por lo que se suelen entregar algunas intervenciones que pueden ser modificadas para calzar con las posibilidades del lugar en que éstas se encuentran insertas.

Siguiendo esta lógica, dichos programas de intervención también pueden tomar la forma de manuales respecto a la paternidad, como la guía paternidad activa, entregada como material de apoyo para profesionales del Sistema de Protección Integral de la infancia (Aguayo y Kimelman, 2012). Dicho documento trata respecto del cambio de la paternidad en los últimos años y el rol que deben asumir -a través de intervenciones psicoeducativas, de ser necesarias- en la crianza de sus hijos.

Es desde estas conceptualizaciones que se da respuesta a las derivaciones de tribunales, al momento de juzgar la inhabilidad/habilidad de los padres o cuidadores y brindarles dispositivos de salud para que las Competencias Parentales sean desarrolladas o potenciadas. En este punto, los dispositivos de salud suelen verse obligados a cumplir con dicha demanda e implementar un tratamiento -grupal o individual- enfocado en estas competencias a través de la pauta general mencionada con anterioridad, la cual es modificada según las capacidades y necesidades de la institución que realiza la intervención.

 

Tensiones entre la Psicoterapia y los Tribunales de Familia

El abordaje de la relación actual establecida entre la psicoterapia y las demandas de atención emanadas de los Tribunales de Familia requiere, en un primer momento, la descripción de qué se entenderá como psicoterapia en el presente documento. Con la finalidad de eludir definiciones específicas vinculadas a enfoques y/o modelos terapéuticos particulares, se incorporará inicialmente el origen etimológico de la palabra psicoterapia, la cual proviene del griego “psikhé” que podría traducirse como alma y “therapeia” que vendría a significar curación o tratamiento, aludiendo a la posibilidad de que una persona, el psicoterapeuta, pueda llevar a cabo un tratamiento orientado a que otra persona, el paciente, presente un cambio positivo (Kleinke, 1995, p. 21, en Arredondo y Salinas, 2005; Morales, 1998).

A lo anterior, Morales (1998) añade que un elemento común de todas las formas de psicoterapia es la confianza fundamental en la capacidad de las personas para cambiar y producir cambios en sí mismas si reciben ayuda en la búsqueda de su propio camino (Singer, 1965 en Morales, 1998). En este sentido, cabe destacar que las concepciones de psicoterapia emanadas de diversos enfoques coinciden en describir que en el proceso terapéutico participa un sistema consultante o paciente que trae algún problema y un sistema terapéutico que intenta ayudarlo a encontrar soluciones en concordancia con su propia formación profesional, con el objetivo de aliviar el dolor o malestar que trae el que consulta (Berrios, 1999 en Arredondo y Salinas, 2005). En consideración a lo anterior, el proceso terapéutico se verá influenciado por lo que el terapeuta considere como la meta del ser humano, evidenciándose que en la función terapéutica el cambio psíquico y la relación con el terapeuta son dos elementos centrales (Morales, 1998).

Al respecto, en las últimas décadas se ha desarrollado una serie de estudios orientados a identificar las variables inespecíficas o factores comunes entre los diversos enfoques que propenden a generar cambio en el proceso psicoterapéutico, obteniendo que independiente de las técnicas o el marco teórico empleado, es posible distinguir la incidencia de aspectos vinculados al paciente, al terapeuta y la relación entre ambos (Krause et al, 2006; Opazo, 2001 en Arredondo y Salinas, 2005). Cabe destacar, que según lo señalado por Valdivieso (1994 en Arredondo y Salinas, 2005) se estima que aproximadamente un 40% de la variabilidad en la eficacia de todas las formas de psicoterapia podría asociarse a la calidad de la alianza terapéutica.

Según lo planteado, la alianza terapéutica constituiría un elemento central en la psicoterapia, dando cuenta del elemento colaborador en la relación entre el paciente y el terapeuta, en la cual las capacidades de ambos son puestas en escena en la negociación de un contrato apropiado para la terapia (Santibañez, 2001 en Arredondo y Salinas, 2005). La alianza terapéutica alude entonces, a la calidad de la relación terapéutica, caracterizada por la presencia de un lazo afectivo que aporta un contexto de seguridad, apertura y cooperación, potenciando la fuerza de cambio del paciente (Opazo, 2001, p.185, en Arredondo y Salinas, 2005).

Este tipo de afirmaciones se pone en tensión cuando la psicoterapia es originada por una resolución emanada de Tribunales de Familia, dotando de un carácter de obligatoriedad la participación en un proceso terapéutico. Según Morales (1998), términos como terapia en contexto obligado denominan una práctica en que la psicoterapia se ve demandada a dar cuenta del cambio psíquico de un paciente, y simultáneamente, de una relación construida por otro, que no es más que el Estado a través del poder judicial. Por tanto, los que participan en este tipo de proceso, lo hacen dentro de un marco legal, que por definición es público, y no privado, contraponiéndose a la tradición de la psicoterapia.

En este sentido, uno de los aspectos centrales para el establecimiento de la alianza terapéutica en la psicoterapia, se relaciona con la confidencialidad y el secreto profesional. En Chile, éstos constituyen elementos éticos del actuar profesional del psicólogo, aludiendo a la obligación de guardar reserva respecto de los hechos conocidos en el ejercicio de la profesión (Manzanero, Apellaniz y Sánchez Milla, 2004 en Cubillos y Sepúlveda, 2010). De este modo, se resguarda la posibilidad de los pacientes de expresarse libremente, conformando una relación de confianza en el espacio terapéutico. No obstante, la orden judicial es una condición que libera al psicólogo del secreto profesional y la confidencialidad, viéndose obligado a entregar los antecedentes vinculados al asunto judicial, ya sea mediante informes o declaración en audiencias o juicios (Cubillos y Sepúlveda, 2010).

Lo anterior, podría intensificar los desbalances de poder presentes en toda relación terapéutica, en tanto en el contexto forense es el terapeuta quien tiene control sobre lo que se da a conocer respecto de lo que ocurre en el espacio terapéutico (Perlin, 1991). A su vez, esta situación podría implicar dificultades en torno a la censura de material por parte del paciente, impidiéndole expresarse libremente sobre sí mismo, bajo el entendido de que lo que diga a su terapeuta puede ser trasmitido posteriormente al Tribunal de Familia derivante. Dicha censura puede consistir en la omisión de información o en una consciente falta de sinceridad por parte del paciente, con el objetivo de convencer al psicoterapeuta de contenidos que le permitan obtener alguna ganancia secundaria asociada justamente a lo que el terapeuta pueda indicar al tribunal (Alexander-Guerra, 2009).

En síntesis, los casos de psicoterapia en contexto obligado a menudo se ven complejizados por la intensificación de los conflictos terapéuticos habituales, tales como la presencia de resistencias o el establecimiento de vínculos de dependencia por parte de los pacientes, así como la presencia de sentimientos conflictivos sobre los pacientes y el trabajo desarrollado con ellos por parte de los/as terapeutas, ya sea a partir del deseo de proveerles de ayuda legal o de la emergencia de sentimientos de culpa asociados al resultado del juicio, por el rechazo que puede provocar la persona responsable de las vulneraciones denunciadas y/o por la sobreidentificación con la víctima o con algún otro miembro de la familia. En este sentido, el desarrollo profesional en este ámbito requiere que el psicoterapeuta sea hipervigilante respecto del lugar que ocupa la psicoterapia, comprendiendo que “mientras más grande es la preocupación por el control social en la relación terapéutica, más debilitada es la función de ayuda y menos las posibilidades de cambio” (Bélanger, 2002 en Ibaceta, 2011), de este modo, su disposición a abordar los impasse terapéuticos que se puedan provocar a partir de estos elementos se encuentra estrechamente vinculada con su capacidad de ejercer su rol de forma ética (Alexander-Guerra, 2009).

 

 

Discusión

Un acercamiento reflexivo respecto del marco socio-histórico que genera las condiciones de posibilidad para la demanda creciente de Tribunales a intervenir psicoterapéuticamente en habilidades parentales, así como la revisión de conceptos como sociedad, Estado, relaciones de poder y aquellas políticas públicas que han emergido como un modo de dar respuesta a las necesidades que surgen de la vinculación entre estas entidades, brindan el contexto referencial para establecer un diálogo que permite visualizar las tensiones teóricas, epistemológicas, éticas y sobre todo políticas que puede estar alcanzando la misma.

Al reconocer que, cuando se habla de competencias parentales o, más específicamente, de la demanda común de Tribunales de trabajar o “entrenar” habilidades parentales, se hace mención a una serie de constructos inspirados en teorías del desarrollo y a definiciones claramente establecidas y detalladas desde los programas generados por las políticas públicas (Ministerio de Planificación, 2009; Cuervo, 2010). Parece desconocerse que la parentalidad o la crianza es una práctica social, que se ubica en un contexto y una realidad particular, histórica, transgeneracional, cultural, socioeconómica y de género, entre otras variables que es posible reconocer. Se ubica al psicoterapeuta como un representante de lo que en palabras de Foucault sería una Policía del Discurso (Foucault, 2002; Morales, 2011), entendiendo con esto que porta un saber que se reconoce como la verdad acerca de cómo ejercer el rol parental. Con esto, la crianza, aquello que Berger y Luckman (1968) denominarían como una “actividad humana”, se objetiviza, transformándose en una práctica que deja de pertenecerle al mismo sujeto -los padres- para ser dejada en manos de expertos en psicología y cambio conductual.

Además, si consideramos que como antecedente a la solicitud de psicoterapia ha existido un proceso judicial en el que se ha realizado una evaluación de habilidades parentales que ha resultado negativa, es posible distinguir que en este acto hay una serie de discursos disciplinarios que se ponen en juego, pues con el diagnóstico inicial, se genera la antesala de un esfuerzo concomunado entre Gobierno, aparato judicial y dispositivos de salud mental, para buscar y modificar cualquier acción que escape a lo establecido normativamente por los acuerdos y convenciones dictados legalmente. Se puede asumir con ello que no sólo hay un mecanismo de castigo que se despliega en la derivación a psicoterapia, bajo el entendido que hay unos padres que no ejercen adecuadamente su parentalidad (son “inhábiles”), sino que además hay un ejercicio anatomopolítico en esta serie de prácticas (Foucault, 2006; Castro, 2004), pues los padres van sometiendo sus cuerpos de creencias y saberes para “reemplazarlos” por otros, más adecuados o adaptativos.

Esto último tiene alcances epistemológicos y también éticos. Epistemológicos, pues el que exista una definición única o convenida respecto de lo que es ser hábil e inhábil en la parentalidad, supone una lógica unívoca de aproximación a la realidad, donde cualquier discurso alternativo o disidente queda excluído y, por lo tanto, relegado y censurado, incluso castigado, desde la lógica foucaultiana. Y éticos, si consideramos que existe un riesgo evidente en ejercer un rol como psicoterapeuta donde los espacios de diálogo con el otro están claramente normados, no sólo desde la teoría de una disciplina institucionalizada y por lo tanto objetivada, sino además desde las condiciones que establece un aparato judicial que solicita realizar un cambio conductual, con pautas “manualizadas”, que no parecen valorar la historia y sistema de creencias de quien es enviado. Además, debemos considerar que es común, sobre todo en un escenario de atención pública, que el terapeuta provenga de un contexto socioeconómico y educacional de mayor privilegio que quienes acuden como usuarios de la atención. Por ello, si el psicólogo no pone atención respecto de la singularidad del mundo de significados de quien acude, contribuirá activamente en anular toda posibilidad de reconocerse en su alteridad y por lo tanto legitimar su propio discurso, reforzando las condicionantes sociales de desigualdad.

Si bien el espíritu que parece haber movilizado la creación de los Tribunales de Familia y la demanda de psicoterapia desde estos dispositivos fue generar una comprensión más sistémica respecto de los fenómenos jurídicos, sociales y de las problemáticas que allí surgen, aparentemente dicha comprensión no se traduce en un funcionamiento en red que opere bajo esta lógica, pues las derivaciones a los dispositivos de salud mental se consignan con la demanda explícita de intervenir a (o en) un sujeto específico, en la consecución de habilidades específicas. Esto no promueve una comprensión compleja y relacional respecto de la problemática familiar, reforzando la idea de castigo y disciplinamiento que tradicionalmente ha estado presente en la lógica judicial y limitando considerablemente la posibilidad de construir colaborativamente el espacio dentro del box de atencion.

Considerando la importancia que se le da desde las distintas corrientes psicológicas a la alianza o vínculo en el éxito psicoterapéutico (Arredondo y Salinas, 2005), otro elemento que pone en tensión la relación con tribunales es que se pierde la confidencialidad con el paciente, al tener la obligatoriedad de dar cuenta al Tribunal de lo que se está realizando en el espacio psicoterapéutico. Esta situación nos lleva a preguntarnos con quién generaría la alianza el terapeuta, si con el consultante derivado o con el mismo Tribunal y su demanda de atención. Parece complejo promover un clima de confianza donde el motivo de consulta incluya activamente las expectativas de quienes conforman la relación terapéutica y donde un tercero -la voz del Tribunal- no resulte ser una amenaza para la alianza. Parece ser que en esta tríada, tanto terapeuta como paciente pueden quedar atrapados en una lógica normativa y disciplinaria en la que encuentran pocas posibilidades de resistencia y libertad de acción.

Es posible destacar positivamente que exista una búsqueda de salidas judiciales alternativas. No obstante, la cada vez más masiva aplicación de políticas públicas asociadas a una parentalidad exitosa, así como la derivación, también masiva desde Tribunales a los dispositivos de salud demandando su entrenamiento, supone lógicas más estadísticas que particulares (pues en la mayoría de los casos parece no haber siquiera un seguimiento de las causas que son derivadas). Existiría un énfasis en la “seguridad” en el modo de gobernar que aboga por el control de la población en términos regulatorios, más que propender hacia medidas que favorezcan el desarrollo y bienestar de los niños, niñas, adolescentes y sus familias. Terminan siendo estas familias, meros instrumentos de control que deben mantener en un mediano equilibrio la relación entre Estado y sociedad, lo que, en términos políticos, afecta toda posibilidad de transformación social, pues aparentemente resguardarían, en términos foucaultianos, intereses económicos y de mercado, más que aquellos que se asocian a los individuos y sus intereses particulares.

Yendo aún más allá, esta gubernamentalidad orientada a la producción, podría reforzar una parentalidad que anula los espacios y capacidades reflexivas de quienes la ejercen, pues lo que se promueve es la mantención de un comportamiento “aceptable” sin mayores pretensiones que la mera adquisición de ciertas herremientas en un tiempo acotado. Estamos hablando, por lo tanto, de un pacto implícito de seguridad entre gobierno, tribunales, dispositivos de salud mental y familia.

 

 

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    1 Psicóloga y Magister en Psicología Clínica Adultos, Universidad de Chile. Servicio de Salud, Valdivia. Correo postal: Chacabuco 700, Valdivia, CHILE, CP: 5110422. Email: ahenriquezp@ug.uchile.cl

     

    2 Psicólogo Universidad Diego Portales, Magister en Psicología Clínica Adultos, Universidad de Chile. Correo postal: Ricardo Lyon 2212, dpto. 603 Providencia, CHILE, CP: 7511084. Email: jfrancisco.ps@gmail.com

     

    3 Psicóloga y Magister© en Psicología Clínica Adultos, Universidad de Chile. Correo postal: Av. Pedro de Valdivia 3401, oficina 33, Ñuñoa, CHILE, CP: 7770537. Email: asocorro@ug.uchile.cl

     

    4 Psicóloga Universidad de Chile, Magister en Ontoepistemología y Magister en Docencia Universitaria, Universidad Mayor, Doctoranda en Psicología, Universidad de Chile, Escuela de Posgrado, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile. Correo postal: Av. Ignacio Carrera Pinto 1045, Ñuñoa, CHILE. CP: 6850331. Email: crojasawad@u.uchile.cl