Políticas de igualdad de género en la educación superior chilena
Policies of gender equality in Chilean higher education
Fecha recepción: enero 2019 / fecha aceptación: junio 2019
Cory Duarte Hidalgo1 y Viviana Rodríguez Venegas2
Resumen
Luego de las movilizaciones feministas de 2018, es evidente la necesidad de establecer mecanismos que permitan enfrentar las desigualdades de género al interior de las Universidades. En el presente artículo se revisan algunos aspectos relacionados con el fenómeno, finalizando con una reflexión en la que se entregan elementos a considerar en la formulación de políticas de igualdad de género en las Instituciones de Educación Superior.
Palabras claves: Ciencia y tecnología; género; feminismos; desigualdades; política universitaria.
Abstract
After the feminist mobilizations of 2018, it is evident the need to establish mechanisms that allow confronting gender inequalities within the Universities. This article reviews some aspects related to the phenomenon, ending with a reflection in which elements to be considered in the formulation of gender equality policies in Higher Education Institutions are presented.
Keywords: Science and technology; gender; feminisms; inequalities: university policy.
Presentación
En los primeros meses de 2018, la educación superior chilena fue sacudida por una serie de movilizaciones estudiantiles autodenominadas feministas, las que lograron posicionar temas, visibilizar abusos, exigir sanciones, pronunciamientos, protocolos y poner el asunto en la agenda pública, en una crítica profunda al sistema androcéntrico y patriarcal característico de la institucionalidad educativa (Camacho, 2018). Si bien el artículo tenía por propósito, en primera instancia, develar algunos elementos en torno a la desigualdad en ciencia, tecnología y género en la educación superior, la movilización estudiantil obliga a hacer reflexiones sobre lo sucedido y plantear algunas alternativas de acción frente a un tema que se ha visibilizado, en su transcendencia y oportunidad, como relevante de enfrentar por las comunidades educativas.
La educación superior es uno de los espacios en los que históricamente se han expresado las desigualdades de género. Ejemplo de ello es el tardío ingreso de mujeres a las universidades chilenas, lo que fue posible mediante el conocido como “Decreto Amunátegui” (1877) documento que les autorizó a rendir exámenes conducentes a titulaciones universitarias. Así, en 1881, Eloísa Díaz, fue la primera mujer en ingresar a la escuela de Medicina de la Universidad de Chile; Paulina Starr se titula como dentista en 1884; en 1892 Doña Matilde Throup se recibe de abogada; y recién, en 1919, Justicia Acuña Mena se convertiría en la primera en recibir la titulación de ingeniera (Sánchez, 2006). El ejercicio docente vendría apenas unos años después: en 1922, Amanda Labarca, es nombrada profesora en la Universidad de Chile, institución que posteriormente le entregó una cátedra en filosofía, convirtiéndose en la primera latinoamericana en ejercer dicha responsabilidad.
Tuvo que transcurrir más de un siglo para el ingreso de los estudios de género a las universidades chilenas. En la década de los noventa, junto con el retorno de la democracia, se logró institucionalizar los estudios de la mujer en las universidades, lo que permitió una aparente salida de la marginalidad y la sistematización del trabajo incipiente que se había realizado en las décadas anteriores. El nuevo campo de estudio fue impulsado por el interés de algunas profesoras y estudiantes, esfuerzos que no generaron grandes apoyos por parte de las autoridades académicas de aquellos años, lo que derivó en un escenario precario en recursos y una lentitud en el desarrollo de este tipo de estudios (Montecino y Rebolledo, 1995).
Las experiencias chilenas, latinoamericanas, europeas y norteamericanas, aunque disímiles, indican que el crecimiento y desarrollo de los estudios de género y los estudios feministas han sido claves en el cuestionamiento a las formas en que se construye el conocimiento científico.
Desde la década de los sesenta se planteó la necesidad de revisar las causas que originan la aparente ausencia de mujeres en el ámbito científico y tecnológico (Harding, 1996; González y Fernández, 2016); junto a ello emergieron profundas críticas al sistema de valores e ideas que se consideran como inherentes a la actividad científica, la estructura de objetividad/neutralidad y los sesgos de género (Camacho, 2018). Los elementos mencionados dan cuenta de una estructura androcéntrica y patriarcal que, a través de la ciencia y la tecnología, valida el control y dominio sobre lo natural. Así, y a medida que avanza tanto la crítica feminista como la participación de mujeres en las universidades, las autoras e intelectuales manifiestan propuestas tendientes a reivindicar y transformar los fundamentos de las ciencias, los cuales no están solo generizados, sino también construyen un otro/otra bajo miradas racistas, clasistas y colonialistas (Harding,1996; Camacho, 2018).
En el siguiente artículo se abordan elementos de la discusión sobre la relación entre ciencias, tecnologías y géneros, volcando la mirada hacia las desigualdades de género en las instituciones de educación superior, como factor estructurante de la vida académica (De Armas y Venegas, 2016). Quisimos centrar la reflexión en torno a dos preguntas que configuran los objetivos investigativos de la primera parte del estudio en el que se basa este trabajo; la primera es ¿Cuáles son las principales desigualdades de género presentes en el contexto universitario chileno? Y la segunda, derivada de la anterior, ¿es necesario contar con políticas de igualdad género en las universidades pertenecientes al Estado de Chile?. Las reflexiones de este artículo derivan del trabajo realizado a partir de un proyecto de investigación interno, financiado por la Universidad de Atacama, denominado “La necesidad de políticas de género en las Universidades del Estado”.
Relaciones entre género, ciencia y tecnología
Los temas presentados en los años sesenta y setenta del siglo pasado, asociados a la relación entre ciencia, tecnología y género, intentan evidenciar la ausencia e invisibilización de las mujeres y los sesgos androcéntricos en la construcción del conocimiento científico. El debate actual, ha impulsado un incremento en el número de publicaciones, congresos e investigaciones en dicho ámbito, poniendo en evidencia que la relación entre géneros, ciencia y tecnología es una línea de investigación relevante de documentar y fortalecer (González y Fernández, 2016). A pesar de lo anterior, las instituciones científicas y universitarias aún responden a formas tradicionales de relación entre los géneros, que tienden a conservar lo establecido, en una estructura dual (Berríos, 2005) y heteronormada en la que prevalece el prestigio, trayectoria y capital intelectual.
El género o los géneros, son construcciones socio-históricas cimentadas en el lenguaje, ritos e instituciones sociales, que condicionan la vida y sus cotidianeidades. El género puede ser conceptualizado como la significación atribuida a los cuerpos sexuados, asimilándose como una construcción adquirida mediante la socialización de prácticas, estereotipos, roles, entre otros elementos. Estos se reproducen en un sistema de representaciones sociosimbólicas reiteradas en instituciones y comunidades, a través de las cuales se fundan las experiencias vitales y la conformación de las identidades. Las diferencias en la diversidad genérica se establecen con base en sistemas de dominación y control, en las cuales se han determinado jerarquías y exclusiones en términos de separaciones dicotómicas entre lo que es femenino y masculino, atribuyendo a las construcciones genéricas ciertas cualidades en las que, históricamente, se ha asociado lo privado a lo femenino y lo público a lo masculino (Fox Keller, 2001). De esta forma, se configura la división sexual y social del trabajo, estratificando la sociedad en función del género y sus comportamientos atribuidos. Los géneros han constituido categorías que enuncian y nombran, en un sistema de relaciones enmarcadas en el patriarcado y en el sistema capitalista.
Los estudios de género han permitido volcar la mirada a los sistemas de relaciones que existen entre hombres y mujeres, manifestando una serie de diferencias entre ambas construcciones, dadas las configuraciones que les son atribuidas.
Se trata de un orden social de relaciones de dominación que trastoca las diferencias sexuales convirtiéndolas en desigualdades sociales y en oposiciones entre los sexos, -desigualdad genérica-, lo que significa devenir -varón y mujer- en un contexto de relaciones jerárquicas y asimétricas de poder, que se problematizan en una lógica de poder, de control y dominación del hombre sobre la mujer, lógica que opera como construcción socio simbólicas de las diferencias bajo ciertas condiciones sociohistóricas, que no sólo hacen posible sino que mantienen, reproducen y legitiman las diferencias de poder (Cabral y García, 1997, p. 5)
De esta forma, el género se convierte en una categoría de análisis crítico frente a las desigualdades y prácticas cotidianas. En el contexto de este artículo, la categoría género nos permite evidenciar las lógicas de control y dominación presentes en las actividades y prácticas científicas.
Desigualdades de género en el ámbito científico
La socióloga Alice Rossi, en el año 1965, fue la primera científica en preguntarse las razones de la escasez de mujeres en las ciencias y tecnologías (González y Fernández, 2016) abriendo un campo de investigación en el que se visualizan numerosos ejemplos de subvaloración y exclusión de las mujeres en la historia de las ciencias. Esto no solo se convirtió en un campo de acción investigativa, sino también, en un acto de denuncia política frente a la situación de las mujeres en el plano científico y académico.
La división sexual y social del trabajo, con la consecuente relegación de las mujeres al ámbito de lo privado, es una de las grandes razones por las que los descubrimientos asociados a labores de cuidado y crianza, no cuentan como hallazgo o invento científico, y por tanto, no figuran en la historia de las grandes ideas. A esto se suman obstáculos como la prohibición de cursar estudios superiores, la imposibilidad de acceder a registrar patentes, trabas y sesgos que configuran trayectorias que quedaron ocultas en las estructuras de dominación y control a las que se hacía referencia con anterioridad (González y Pérez, 2002). Así mismo, también se debe mencionar el trabajo invisibilizado de las mujeres como divulgadoras del conocimiento o los oficios asociados al cuidado de enfermos y prácticas sanitarias como curanderas.
Históricamente han existido mecanismos de exclusión más o menos explícitos (González y Pérez, 2002; Sánz, 2005, Flores, 2014), relacionados con el acceso a las instituciones y centros de conocimiento, los que estuvieron vedados para las mujeres hasta hace menos de cien años. Esta exclusión, basada en la idea de inferioridad de las mujeres, contribuyó al proteccionismo masculino del conocimiento y el resguardo del dominio de este. En la actualidad, las exclusiones se vivencian de forma más implícita a través de segregaciones horizontales y verticales, como los techos de cristal, el menosprecio a las áreas científicas asociadas a los cuidados, etc. Pero también, persisten una serie de prejuicios que asocian la racionalidad, indagación e investigación al mundo masculino, fortaleciendo la creencia patriarcal de que los niños son mejores que las niñas en áreas como matemáticas, ciencia y tecnologías. Así mismo, persiste el uso y abuso sexista de la ciencia y la tecnología, lo que también, en una mirada interseccional, considera el uso racista, homo/lesbofóbico y clasista de la ciencia, el cual permite una perpetuación de problemas sociales más que su resolución (Harding, 1986; González y Pérez, 2002).
La historia de las mujeres en la ciencia está intrínsecamente relacionada con las asimetrías de poder, y por ese lugar de subordinación al cual les ha confinado el patriarcado y el capital. Es por eso que, como en otros ámbitos, las mujeres en la ciencia aparecen marcadas por el sesgo androcéntrico de quien ha escrito la historia, pues esta ha sido contada “por los que tienen poder y en esta sociedad patriarcal son lógicamente los hombres (blancos, burgueses, occidentales, heterosexuales) los que han escrito la historia de la humanidad”, relegando a las mujeres a un lugar de subordinación y subyugación (Flores, 2014, p. 49).
Entre las desigualdades y omisiones respecto al trabajo de las mujeres en ciencias, destacan dos efectos estudiados. El “efecto Matilda”, identificado en 1993 por la historiadora Margaret Rossiter (variante del efecto Mateo planteado por Robert Merton en 1968), el cual apela a la invisibilización de las mujeres en el ámbito científico y al bajo reconocimiento tanto de su trabajo y prestigio como de sus méritos (Sanz, 2005; Flores, 2014). El efecto Matilda es observable en las valoraciones de comunicaciones científicas (Knobloch-Westerwick, Glynn, y Michael, 2013), en las evaluaciones curriculares (Moss-Racusina, Dovidiob, Brescollc, Grahama y Handelsmana, 2012), en la baja participación en consejos editoriales (Flores, 2016), así como en menos invitaciones para evaluar trabajos científicos, menos citaciones y menor participación en congresos como expositoras principales (De Soto, Torices, Broennimann, Guisan y Rodríguez-Echeverría, 2016), entre otros ejemplos. Los aspectos antes mencionados denotan sesgos y discriminaciones que pretenden definir como más competentes a los hombres por sobre las mujeres, solo por sus marcas genéricas.
Otro aspecto a considerar en la historia de las mujeres en la ciencia es aquello conocido como “efecto Curie”, el cual está relacionado con la consideración de las mujeres exitosas como casos aislados, excepcionales, difíciles de replicar (González y Pérez, 2002).
Las desigualdades genéricas asociadas a los efectos Matilda y Curie, se acentúan con el sexismo lingüístico, el uso del masculino universal y otras formas de discriminación asociadas al habla. El lenguaje masculinizado, tradicionalmente utilizado en las comunicaciones científicas, oculta e invisibiliza el aporte de las mujeres, además de fortalecer la mirada dicotómica entre lo masculino y lo femenino (Fox Keller, 2001; Sánz, 2005).
La incorporación de mujeres en campos tradicionalmente ocupados por hombres tambaleó los pilares que sustentaban el conocimiento científico, dando cuenta de preconcepciones de género que intentaban demostrar la superioridad de lo masculino sobre lo femenino, a través de la universalización masculina y omisión femenina (Fox Keller, 2001), sesgos presentes en disciplinas de las ciencias naturales, sociales y humanistas (González y Fernández, 2016).
Estos posicionamientos develan las persistentes exclusiones, discriminaciones y vulneraciones que han sufrido las mujeres en las ciencias, incluyendo la idea de un “menor estatuto epistémico”, la inferioridad y subordinación de la mujer al control masculino, haciendo del campo científico e intelectual un espacio de dominio y opresión. Así, uno de los grandes avances en la relación entre ciencia y género, es que los análisis de género y la epistemología feminista, han forjado una vigilancia epistémica y potenciado la reflexividad como estrategia metodológica, lo que ha hecho que el campo de estudio se complejice y expanda (González y Fernández, 2016).
Se debe destacar que el estudio de las relaciones entre ciencia y género ha permitido la construcción de un campo específico que permite la recuperación de la memoria histórica científica femenina, fomenta la participación de las niñas y mujeres en el conocimiento científico, en contra de los prejuicios y sesgos persistentes, y releva, a la vez, la importancia de las mujeres como sujeto cognoscente. Al mismo tiempo, el debate entre ciencia y género permitió la consolidación del estudio de las epistemologías feministas (Haraway, 1995; Harding, 1996; Biglia, 2014), fortaleciendo los conocimientos situados (Trujillo, 2017) lo que ha permitido develar las formas en que las mujeres conocen y construyen procesos de subjetivación. En este sentido, los estudios que se realizan sobre la relación entre ciencia tecnología y género tienen siempre un objetivo epistémico que a la vez es ético y político: “la oposición al sexismo y androcentrismo reflejados en la práctica científica” (González y Pérez, 2002, p. 1).
Las Universidades como campo de estudio en las desigualdades del género
Pierre Bourdieu, al finalizar la década de los sesenta, describía el campo universitario como un espacio de lucha, desigualdad y competencia, en el que existen múltiples formas de dominación que son institucionalizadas, perpetuadas y normalizadas, reproduciendo en su estructura las relaciones de poder presentes en la sociedad (2008). En este sentido, se puede aseverar que las Universidades presentan estructuras y formas de proceder patriarcales y androcéntricas, que permiten la protección de sus miembros, las cuales requieren atención, en orden a la modificación de las prácticas y discursos que impulsan las desigualdades de género al interior de las Instituciones de Educación Superior.
En el intento de superar las complejas barreras, algunas mujeres en las Universidades, influenciadas mayoritariamente por la acción y reflexión feminista, han evidenciado la ausencia de la dimensión género en los ámbitos académicos, denunciando los sesgos sexistas en la producción y reproducción del conocimiento científico, así mismo, se revela las discriminaciones, las brechas de género y el androcentrismo en las ciencias (Santos, 2018), así como la persistencia de las Universidades como espacios “estructuradores y reproductores de las desigualdades de género” (De Armas y Venegas, 2016, p. 58). En los últimos años, se ha desarrollado un sustento metodológico y epistémico que critica las formas de acceso al conocimiento, incorporando nuevas temáticas de estudio y maneras de hacer ciencia. Al mismo tiempo, las investigadoras han logrado cuestionar la presencia y ausencia de las mujeres en las ciencias, exigiendo esfuerzos serios tanto a los gobiernos como a las instituciones de educación superior con la finalidad de que incentiven la participación de mujeres en las investigaciones de carácter científico, la visibilización de las violencias, así como la toma de decisiones al interior de la academia. Evidencia de lo anterior es la reciente creación de la Comisión de igualdad de Género que integran representantes de las Universidades pertenecientes a las Universidades del Consejo de Rectores, espacio que ha permitido aunar criterios y trabajar en pos de modificaciones a las estructuras que permiten las desigualdades al interior de las casas de estudios superiores (Comisión de igualdad AUR- CRUCH, 2018; Santos, 2018)
Los estudios de género han posicionado la reflexión/acción respecto de la participación de las mujeres en la ciencia, a través de la movilización de recursos teóricos, metodológicos y políticos los que permiten posicionar la importancia de estos temas en la educación terciaria. Lo anterior ha sido potenciado y agitado por las movilizaciones feministas recientes, lo que impulsa la discusión en estos ámbitos, romper el silencio y generar medidas de reparación a los daños (Barreto, 2018). Así, la incorporación de la categoría género al interior de las universidades permite y potencia la transformación de las relaciones sociales, implicando un esfuerzo teórico y político, en la incorporación de las diversidades y la exigencia de la necesidad de cambios sociosimbólicos al interior de estas instituciones. A su vez, implica la promoción de un cambio ético al interior de las casas de estudio, puesto que interpela a la comunidad educativa a asumir un posicionamiento respecto de la igualdad y la violencia en todos sus ámbitos.
La incorporación de la perspectiva de género requiere de su inserción en el ámbito de la docencia, investigación y vinculación con el medio, lo cual implica la transversalización del enfoque en aquellos ámbitos, lo que permite potenciar la introducción de herramientas conceptuales y epistemológicas para una mejor comprensión de las relaciones humanas, incluyendo las relaciones de poder basadas en la opresión y dominación. Así también, la incorporación de la perspectiva permite la discusión sobre los estereotipos sexistas, los roles, y la configuración de identidades.
En los últimos meses, las desigualdades de género al interior de las Universidades se han hecho visibles a través de las movilizaciones feministas, las que permitieron entregar un elemento de conflictividad y tensión a las instituciones de educación superior, gestando alianzas entre estudiantes, académicas y movimientos sociales (Ortega, 2018), lo que potenció la exigencia de una educación no sexista al interior de las casas de estudios superiores. El mayo feminista visibilizó las denuncias de acoso y abuso sexual en las Instituciones de Educación superior, mostrando debates y discusiones sobre asuntos como los efectos del acoso en las comunidades universitarias (Castañeda, Espinoza y Manrique de Lara Suárez, 2017), el bajo número de publicaciones sobre el tema (Caprile, 2012), la ausencia de dispositivos para hacerse cargo, pero también las dificultades que existen en la formalización de las denuncias y en cuantificar la dimensión del fenómeno (Navarro-Guzmán, Ferrer-Pérez y Bosch-Fiol, 2016; Guarderas et al, 2018)
Como se señalaba anteriormente, las instituciones de Educación Superior, en su gran mayoría, no cuentan con mecanismos y procedimientos orientados a institucionalizar la perspectiva de género, muy por el contrario, las Universidades han sido afectadas por el “capitalismo académico”, en el que se potencia la idea de universidades emprendedoras, basadas en modelos individualistas, en las que las brechas de género se profundizan bajo la concepción del mercado (De Armas y Venegas, 2016). De esta forma, los planes y acciones concretas que enfrentan las desigualdades, son un proyecto contrahegemónico que enfrenta las estructuras patriarcales y capitalistas, puesto que forjan compromisos con los derechos humanos, la lucha contra toda forma de violencia y discriminación, y por ende, la mejora del proyecto país.
Un elemento importante, al cual habíamos hecho referencia es la segregación en distintos ámbitos del conocimiento, limitando el margen de acción y posibilidades de inserción de hombres y mujeres, observándose la feminización de ciertas profesiones (asociadas a los cuidados) y la masculinización de otras (relacionadas con la tecnología), elemento que es necesario estudiar y cuantificar.
Las instituciones de educación superior (...) tienen la responsabilidad social de contar con ambientes equitativos entre mujeres y hombres, y favorecer la igualdad de oportunidades académicas, laborales y profesionales entre los sexos. (...) las medidas que las universidades implementen para conocer las relaciones de género imperantes en sus comunidades y corregir las desigualdades detectadas, son fundamentales para los procesos democratizadores y de justicia social de las sociedades en su conjunto (Burquet, 2011, p. 214).
En Chile, hasta el año recién pasado, se contaba con un exiguo número de políticas de género en educación, con excepción de ciertas orientaciones y protocolos emanados por instituciones como el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología [CONICYT] (2015), o el Ministerio de Educación [MINEDUC] a través de su manual sobre lenguaje inclusivo no sexista (2015). En el caso de las Instituciones de Educación Superior, la Universidad de Valparaíso (2016) se pronunciaba sobre el tema a través un reglamento de normas de conducta, la Universidad Austral en 2016 crea un reglamento que establece procedimientos para la investigación, acompañamiento y sanción de conductas de acoso y discriminación; y la Universidad de Chile (2017), genera orientaciones para denuncias en caso de acoso sexual y un protocolo de respuesta institucional. Al margen de estos documentos recientes y enfocados en las conductas de acoso, analizaremos el panorama de las desigualdades de género en general en las Universidades chilenas con tal de elaborar propuestas en virtud de los datos y discusión señalada.
Algunos elementos por considerar en la discusión
El panorama actual de la relación entre ciencia y tecnología en Chile no difiere del plano internacional, sin embargo, es necesario exponer los datos para la mejor comprensión de la situación. Según el informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO], en 2015, la participación de mujeres en proyectos I+D, era de apenas un 28,8% a nivel mundial, situación que es un poco más favorable en Latinoamérica en el que rondamos el 45% (UNESCO, 2018). En los siguientes apartados revisaremos algunas de las evidencias de las desigualdades de género en el mundo científico y universitario chileno.
A partir de la ratificación de los convenios internacionales que garantizan la protección de los derechos de las mujeres por parte de los Estados firmantes, Chile implementó en 2001, un Sistema de Equidad de Género en el marco del Programa de Mejoramiento de la Gestión Pública (PMG), lo que ha permitido, con gran lentitud, transversalizar el enfoque de género en las políticas públicas. De esta forma, algunas instituciones disponen de mecanismos orientados a fomentar la equidad de género. Entre estos dispositivos se puede mencionar la generación de estadísticas respecto de la participación de hombres y mujeres en la implementación de sus planes y programas. En el caso del Ministerio de Educación, desde 2014, existen informes que dan cuenta de las desigualdades de género en los distintos niveles educativos. El informe de Brechas de Género elaborado por el Sistema de Información de Educación Superior (SIES), evidencia una parte de las desigualdades de género presentes en la educación terciaria chilena, las que están presentes en todo el proceso de educación superior. Si bien la matrícula en las Universidades ha avanzado hacia una aparente paridad, se observan diferencias entre hombres y mujeres en el ingreso, permanencia y titulación universitaria. Por ejemplo, al cruzar los indicadores asociados a notas de enseñanza media (secundaria) y puntajes de admisión al sistema universitario, se observa que las mujeres tienen un mejor desempeño en el primero, sin embargo, esto dista de los puntajes que obtienen en la Prueba de Selección Universitaria (PSU), persistiendo brechas de género negativas en áreas como matemática, ciencia e historia (Ayala, 2015; SIES, 2016).
Tabla 1: Evolución brechas de género para promedios de puntajes Notas de enseñanza media (NEM) y Pruebas de selección universitaria (PSU)
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2011 |
2012 |
2013 |
2014 |
2015 |
2016 |
NEM |
26 |
23 |
22 |
22 |
25 |
27 |
PSU Lenguaje y Comunicación |
1 |
1 |
-6 |
-3 |
-4 |
2 |
PSU Matemática |
-30 |
-25 |
-26 |
-29 |
-25 |
-18 |
PSU Historia y Ciencias Sociales |
-32 |
-35 |
-32 |
-34 |
-28 |
-26 |
PSU Ciencias |
-32 |
-35 |
-32 |
-34 |
-28 |
-26
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Se consideran estudiantes que egresan de educación media el año anterior.
Fuente: SIES, 2016, p. 3.
Como se puede observar, las mujeres tienen mejores trayectorias educativas, superando con creces las calificaciones de los hombres en el mismo período. Este dato resulta relevante puesto que el sistema chileno de postulación a las universidades pondera las notas de enseñanza media, lo que permite un mejor piso para las mujeres. A pesar de ello, es evidente que la prueba de selección tiene un sesgo de género importante (además de un sesgo de clase evidenciado en la brecha entre colegios privados y públicos), puesto que las brechas son extremadamente marcadas en las áreas científicas. La prueba estandarizada muestra las desigualdades persistentes del sistema educativo, que ya indica menores resultados de las niñas en matemática en la medición del Sistema de Medición de calidad de la educación (SIMCE) y en el Informe del Programa Internacional para la Medición de estudiantes (PISA).
Tabla 2: Evolución participación en matrícula primer año universidades
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Fuente: SIES, 2016, p. 2.
Las mujeres tienen mejores niveles en retención y titulación en pregrado, sin embargo, la situación cambia radicalmente en el caso del posgrado. Esta situación es evidente en ámbitos como tecnología, comercio, ciencias básicas y derecho, en los cuales la brecha de género en posgrado oscila entre el -41 y -14 puntos porcentuales (Ayala, 2015). Sin embargo, este último indicador cambia al considerar la realización de especializaciones como postítulos, área en que la participación de mujeres es mayor. Según el SIES, este dato se explica debido a que este tipo de estudio está concentrado en áreas feminizadas como educación y Ciencias Sociales.
En el campo internacional, diversos estudios indican que las estudiantes presentan mayores tasas de retención y titulación, mejores calificaciones, pero también trayectorias educativas y profesionales asociadas a estereotipos de género marcados (Guil, 2016). Así mismo, los estudios indican que, si bien la proporción de estudiantes tituladas ha mejorado, existe una sobre-representación de las mujeres en cargos administrativos derivados de la gestión universitaria como secretarías o despachos administrativos, lo que manifiesta una serie de dificultades en el ejercicio docente de alto nivel; es decir, la presencia de mujeres las Universidades, en puestos titulares y en cátedras, es exiguo y más aún, su participación en equipos directivos y rectorías es casi inexistente (Comisión de Igualdad de Género AUR-CRUCH, 2018; Santos, 2018).
En el caso chileno, la información sobre las características del personal académico de las Universidades es exigua, sin embargo, el Sistema de Información de Educación Superior manifiesta un incremento sostenido en la participación de mujeres en docencia universitaria, la cual llega en 2016 a un 43.3%, sin embargo, su nivel formativo es más bajo que el de los hombres, puesto que representan sólo un tercio del personal académico con doctorado (SIES, 2016b).
Existe un dato interesante de considerar en torno a las condiciones de precariedad laboral que viven las mujeres en el ámbito académico. Según los datos de la organización Ciencia con Contrato, en 2015, el personal de apoyo en proyectos FONDECYT es en su mayoría mujeres, las que no cuentan con un sistema de contratación permanente, sino que trabajan mediante el sistema de pago de honorarios, lo que les obstaculiza el acceso a protección sanitaria y ahorro para la jubilación, además de dificultar el acceso a las medidas de protección de la maternidad.
Las mujeres en el ámbito académico han de responder en forma diferenciada a los hombres, dado que se les exige estándares más altos en educación, capacitaciones y competencias (Martínez-Labrín, 2012); lo que se entremezcla con una serie de estereotipos y representaciones sobre lo femenino respecto del valor de la ciencia (Berríos, 2005). Esta situación no solo afecta al interior de las Universidades, sino también, en el sistema de prestigio y valoración de la investigación existente en Chile, en el cual se reproducen los valores de la cultura patriarcal que refuerza el predominio de lo masculino y que se traduce en una menor aprobación de proyectos presentados por investigadoras y como consecuencia de ello, una infrarrepresentación de estas en los comités evaluadores.
La persistencia de los sticky floors o suelos pegajosos
Las mujeres, en ciertos indicadores, superan a los hombres en torno al acceso y matrícula en primer año tanto en el pregrado como en los postítulos (SIES ,2016), también existe un mayor ingreso de hombres a las Universidades estatales, producto de que estas en su gran mayoría concentran carreras profesionales asociadas a la tecnología e ingeniería. En dichas carreras, la brecha de género es cercana a -62 puntos porcentuales, escenario que difiere de la brecha en otros campos profesionales como salud, educación y ciencias sociales, los cuales tienen un desempeño feminizado.
Ilustración 1: Brechas de género en la participación de estudiantes de pregrado según área de conocimiento
Fuente: Sistema de Información de Educación Superior, 2016, p. 3.
Los datos de los estudios de Ayala (2015) y SIES (2014; 2016), confirman la existencia de campos profesionales asociados a lo masculino y otros feminizados. En este sentido, la persistencia de prejuicios sobre el rendimiento de las niñas en matemáticas, ciencias y tecnologías es un factor que incide en la elección posterior de una carrera universitaria. Lo anterior responde a una visión masculina hegemónica persistente en el área de ciencia y tecnología (Pérez, Trejo y Santander, 2015).
Tabla 3: Matrícula Educación Superior 2014 por área de conocimiento
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Fuente: Pérez, Trejo y Santander, 2015, p. 6.
Como lo muestra la tabla, persisten nichos altamente masculinizados como el área de Ciencias básicas y tecnologías, en las cuales existe un predominio masculino evidente. A la vez, contrasta con los indicadores en ámbitos como salud, educación, humanidades y ciencias sociales, campos profesionales en los que existe una marcada participación de mujeres (SIES 2014; 2016). Estas diferencias se repiten en el nivel internacional y en los estudios de posgrado (Rebufel, 2009).
Las leaking pipeline y las normas no escritas
Un elemento no visibilizado a menudo, es la existencia de situaciones asociadas a discriminación por género que se presentan en las trayectorias laborales de las mujeres en la academia. La metáfora de las fugas en la cañería hace mención a las renuncias (forzadas) que hacen muchas mujeres y a las normas no escritas que existen sobre los estereotipos de género que nos rigen.
Las fugas se presentan mayormente en el nivel de posgrado, elemento que según Rebufel (2009), afecta a la participación y adjudicación de fondos de investigación, en los cuales existen mayor cantidad de postulantes hombres al sistema de Becas y fondos pertenecientes a la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología [Conicyt], elemento que se hace aún más evidente al llegar a instancias investigativas de mayor exigencia. Si bien existe una mayor cantidad de mujeres que egresan del nivel terciario, la brecha de género se acentúa en el acceso al posgrado, lo que se profundiza en el resto de las etapas. Las leaking pipeline son observables en la importante cantidad de mujeres que realizan estudios de posgrado, pero que no continúa avanzando en la carrera investigativa “dado que esta brecha se acentúa mucho más a nivel de adjudicación de fondos posdoctorales, momento en que un investigador(a) obtiene su independencia como tal y se inserta en una unidad académica o centro de investigación” (Rebufel, p. 9). Es decir, las mujeres tienen dificultades en el acceso a la academia debido a que no logran acceder a formación doctoral que les permita incorporarse a las Universidades a través del sistema de concursos públicos que se establecen para tales fines.
Asociamos lo anterior a las trayectorias vitales y la coincidencia con los años de crianza y cuidados familiares, concordando dicha etapa con el período necesario para la formación en posgrado, lo que ocurre entre los 31 y 40 años, según señalado por Rebufel. La misma fuente esclarece que las mujeres realizan pausas en sus carreras investigativas asociadas a embarazos, situación que obviamente no sucede en el caso de los investigadores.
Estudios como el de Dides, Benavente, y Morán, (2008), señalan que las decisiones asociadas a la postulación de un posgrado, financiado a través de beca, implica una negociación en los proyectos familiares y profesionales, asociados a la maternidad/maternajes. Los embarazos, representan “un aspecto de vulnerabilidad en el desempeño que tengan dentro del programa y también en sus vidas personales” (p. 46), lo que constituye una desigualdad de género, al igual como otros aspectos asociados a la crianza y a los roles tradicionales de género, cumpliendo con una idea de cuerpo académico que responde al ideal masculino (Ríos González, Mandiola Cotroneo y Varas Alvarado, 2017).
Relacionado con lo anterior, en un estudio de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, se señalan las experiencias de malestar y sobrecarga que constatan las académicas en su trayectoria laboral, debido a que el trabajo y la cultura universitaria, asociada al prestigio, produce una colonización del tiempo libre en pos de funciones intelectuales, de docencia e investigativas las que, en muchas ocasiones, no son compatibles con las labores de cuidado (Rodigou, Burijovich, Domínguez y Blanes, 2010). El mismo estudio visibiliza la postergación de tener hijos para así responder a la carrera académica, decisión que según el estudio no es del todo personal, sino más bien está influenciada por situaciones de discriminación y presión por parte del sistema académico. Así también, se observa que la decisión de maternar durante los años de formación e investigación está asociada a la construcción de una polifuncionalidad que permite conciliar múltiples actividades, proceso que se va construyendo como medida alternativa a las funciones que se van desarrollando y en la cual se negocia autonomía personal versus desempeño profesional o académico (Dides, Benavente, y Morán, 2008).
La crianza y los maternajes son un elemento importante de considerar, puesto que los estudios coinciden en este aspecto, en relación que la carrera académica y su desarrollo está pensada y estructurada bajo lógicas masculinas que aumentan la percepción de desigualdad por parte de las académicas. Otros estudios indican que la maternidad reduce las posibilidades de ascenso en la carrera académica en un 16% (Wolfinger 2008 citado en De Soto et al, 2016).
… las profesoras han manifestado que existen barreras externas para su desarrollo profesional, como puede ser el conflicto de papeles que experimentan al tener que atender, simultáneamente, las demandas familiares y las profesionales. Además, clasifican este hecho como «el handicap más importante» o «como el gran problema de la mujer». Este problema es significativo porque los criterios de evaluación de la carrera universitaria están construidos al servicio el ciclo vital y profesional masculino de manera que la época de mayor productividad de la carrera profesional suele «coincidir con la época de tener hijos». (Tomás y Guillamón, 2009, p. 267).
Diana Maffia (2008) señala que la maternidad es un nudo que han de enfrentar las mujeres científicas, tanto si la decisión es maternar, como si es la contraria. La presión es tanta que, con indiscutible gracia, la autora señala que el sistema patriarcal universitario requiere de “esposas” para su subsistencia
Desde mi punto de vista, para que las mujeres tuvieran la misma oportunidad de coordinación entre su vida laboral y su vida privada, deberían tener “esposas” y no “esposos”. Es decir, deberían contar con la complicidad de un sistema patriarcal que naturaliza el hecho de que un científico viene implícitamente equipado con una mujer que lo cuida amorosamente a él y a sus hijos, que hace el “trabajo emocional”, y asegura la reproducción biológica y de la fuerza de trabajo. Y que hace todo esto por amor y no por un salario. Eso, por cierto, no nos ocurre en general a las mujeres (9). Pero además, esta imposibilidad de equilibrio nos genera una terrible ambivalencia, ya que como mujeres llevamos el mandato de una maternidad tradicional de tiempo completo, y como científicas el de una profesional entregada a la investigación también en tiempo completo. Una destacada astrónoma describía así esta doble exigencia: “Nunca logré que en mi casa no se notara que trabajo, y en el trabajo no se notara que tengo hijos”. (Maffía, 2008, p. 3)
Este tipo de mandatos condicionan y entorpecen las decisiones que toman las mujeres en el desarrollo académico, siendo un componente importante de considerar en el ejercicio de los diagnósticos asociados a género. Los maternajes se transforman en una trampa de doble exigencia, en la que se exige a las mujeres adaptaciones a las barreras internas y externas, apelando a la dualidad culpa/sobreexigencia. La tensión entre familia y trabajo académico (Martínez-Labrín, 2012) es abrumadora.
Techos de cristal
Los techos de cristal o glass celing, estudiados a partir de los años ochenta, son un fenómeno definido como “barreras “invisibles” y sutiles que dificultan la promoción de las mujeres y la ocupación de puestos de poder en cualquier ámbito laboral remunerado” (Guil, 2007, p. 110). Los techos de cristal impiden que las mujeres puedan acceder a mejores posiciones debido a una serie de barreras estructurales asociadas a la naturalización de estereotipos y a las renuncias forzadas que realizan, lo que les posiciona en puestos inferiores de los escalafones institucionales. Lo anterior no solo implica las dificultades para que las mujeres accedan a puestos de mayor responsabilidad, sino también, en la generación de mayores requisitos y criterios evaluativos destinados a comprobar su competencia.
Si bien, se ha constatado la existencia de techos de cristal en otros ámbitos laborales (Gaete-Quezada, 2015), las características de los sistemas académicos descritas por autores como Pierre Bourdieu (2008) o Becher (2001), manifiestan la existencia de barreras protectoras de las estructuras de poder político e intelectual, generando productos denominados verdades científicas y estableciendo un sistema competitivo en pos de la autoridad científica, mediado por las intersecciones de todas las formas de opresión. El mundo académico funciona a través de un sistema de prestigio y reconocimiento jerarquizado en el que se establecen relaciones de competencia asociadas a los capitales previos y adquiridos, pero también a la reputación y renombre profesional. Este sistema de poder es atravesado por las relaciones de género, en un campo en el cual se apela a la objetividad y la neutralidad y a la separación entre lo emocional/racional (Palomar, 2009) lo que se mezcla y coincide, en muchas ocasiones, con los intereses de los grupos hegemónicos al interior de las instituciones académicas, relacionados con la idea de “capitalismo académico” (De Armas y Venegas, 2016). Todo ello se inscribe en una tensión constante, puesto que se perpetúan procesos de generización cotidianos que relevan el masculino como el ideal a seguir y reproducir (Ríos González, Mandiola Cotroneo y Varas Alvarado, 2017)
En este contexto, los techos de cristal componen las barreras, aparentemente invisibles, asociadas a la cultura organizacional de cada institución, las cuales ponen de manifiesto el sistema patriarcal, en el sentido de las estrategias proteccionistas que evitan el ascenso de las mujeres en cargos de poder (ellas representan la otredad a la que se invisibiliza).
Aunque existen variadas clasificaciones y taxonomías sobre las barreras (Guil, 2007; Tomás y Guillamón, 2009), las situaciones asociadas a la existencia de techos de cristal en las Universidades se relacionan con dos tipos de impedimentos, por un lado, aquellos asociados a la esfera interna y otros a la externa.
En la esfera interna, encontramos aquellas situaciones concernientes a procesos de socialización e internación de valores y roles atribuidos a los géneros (Tomás y Guillamón, 2009), así como elementos de conflicto y ambigüedad que tensionan las relaciones entre los géneros (Guil, 2007). En lo externo se encuentran las políticas organizacionales, la cooptación, las dificultades en la conciliación y los estereotipos. La existencia de misoginia, modelos masculinizados y estrategias por la preservación del poder masculino constituyen en gran medida, los trazos de la cultura patriarcal que impera en las casas de estudios y que configuran barreras simbólicas de desigualdad.
Los estudios en Chile indican que el 38% del cuerpo académico de las Universidades del CUECH [Consorcio de Universidades del Estado de Chile] son mujeres (Santos, 2018), aunque el índice mejora notablemente en el rango de edad correspondiente a personas menores de 35 años, en el que las académicas representan un 49% del total (Gonzáles González, Brunner, y Salmi, 2013), pese a ello, las académicas alcanzan menores estudios, dando cuenta de brechas en la formación; y se encuentran mayoritariamente en las jerarquías más bajas de las Universidades (Santos, 2018), percibiendo menores remuneraciones (Araujo y Moreno, 2005), presentándose segregaciones verticales y horizontales en el trabajo académico (Martínez-Labrín y Bivort-Urrutia, 2014).
El techo de cristal es ineludible: la ocupación de mujeres en puestos de alta dirección es exiguo. En el caso de las rectorías, de las 17 universidades pertenecientes al sistema de Universidades Estatales [CUECH], solamente una está encabezada por mujer, la cual ha sido nombrada por designación directa de la Presidenta de la República. La gran mayoría de las Universidades nunca ha contado con un liderazgo femenino en el mayor nivel de responsabilidad. Mejor escenario existe en las vicerrectorías: en el 56% de las Universidades estatales hay al menos una mujer en dicho puesto, no obstante, en universidades regionales como la de Atacama, Magallanes, La Frontera, Playa Ancha y Bío-Bío, se constata la inexistencia de mujeres en dicho nivel (Gaete-Quezada, 2015). El mismo estudio citado muestra que en otros cargos no es mejor la situación. Las secretarías generales de las Universidades del CUECH son ocupadas por un 25% de mujeres, sin embargo, al hacer el recuento en 2017, con la inclusión de dos nuevas universidades estatales, la prevalencia de hombres en dicho cargo aumenta a un 82%. En el caso de las contralorías, el porcentaje de mujeres es de apenas un 13%.
Tabla 4: Participación de mujeres en los gobiernos de las Universidades integrantes del CUECH (2017)
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Fuente: Elaboración propia con los datos disponibles en las páginas web institucionales.
En las Decanaturas, el 31% de la Universidades no cuentan con mujeres en dicho cargo (Gaete-Quezada, 2015; Santos, 2018), empero, en este ámbito influye el campo científico en el que se establecen, en los que predomina la presencia de mujeres decanas en carreras relacionadas con los cuidados (salud, ciencias sociales, etc.). Algo similar sucede en las direcciones de programas de posgrado, en la dirección de institutos de investigación y en la dirección de unidades académicas (Santos, 2018). Las cifras concuerdan con la evidencia internacional, comprobando dos elementos importantes “el género persiste como criterio diferenciador de poder en las universidades” y que la presencia de mujeres al interior de las universidades “tiende a reducirse según se asciende de nivel, de categoría y de prestigio en la universidad” (Tomás y Guillamón, 2009, p. 256). Todo ello forja la imagen de acantilados de Cristal que deben enfrentar las mujeres para acceder a la toma de decisiones en las instituciones de Educación superior (Santos, 2018), lo que coloca a las mujeres en la academia “al centro de la conformación social de la relación entre poder y saber, estando subjetivadas, en una ‘zona difusa’ entre ser sujetas y objetos(as)” (Martínez-Labrín y Bivort-Urrutia, 2014, p. 2).
Experiencias en Iberoamérica y Chile
En los estudios realizados se puede constatar una serie de propuestas de acción asociadas a dos niveles de implementación distintos, pero que apuntan hacia el mismo objetivo. Por un lado, frente a la evidencia desplegada se hace necesario implementar una política de transversalización de género en educación superior, emanada de la institucionalidad pública. Pero, por otro, se hace urgente la implementación de políticas y planes al interior de las Universidades del Consejo de Rectores, elemento que permitiría avanzar en democratización y calidad de la educación.
En el primer caso, se debe reconocer ciertos avances en acciones implementadas por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnología [CONICYT] tanto en el Sistema Becas-Chile como en los fondos de incentivo a la investigación en el marco de la implementación del Gender Mainstreaming. En dicho marco, hace poco más de un año CONICYT cuenta con una política de género la cual tiene por finalidad visibilizar el aporte de las mujeres en ciencia y tecnologías, y generar buenas prácticas laborales con enfoque de género. Asimismo, la implementación de esta política considera la creación de un Comité de Género que vela por el cumplimiento de los ejes señalados. Otro esfuerzo realizado por esta institución es la reproducción de un Manual de lenguaje inclusivo, con la finalidad de “acabar con la discriminación lingüística, y así nombrar lo masculino y femenino en todo ámbito del desarrollo humano” (2015b, p. 6), resultando un primer esfuerzo por concretar acciones institucionales al respecto. En 2017, se publica un segundo documento que da cuenta de la Política Institucional de Equidad de Género en Ciencia y Tecnología para el período 2017- 2025, la cual está ligada al cumplimiento de los objetivos del milenio y el marco regulador de los derechos humanos, adecuando una mirada de transversalidad de género en coherencia a los avances desarrollados por Chile en dicha materia. A pesar de lo anterior, faltan medidas concretas orientadas a la formación e inserción de mujeres en la academia, incentivos para la formación de redes, sobre todo en áreas masculinizadas, potenciando la participación de investigadoras en ciencias y tecnologías. Así mismo, en el sistema de becas y financiamiento de fondos de investigación, se pueden implementar alternativas de conciliación post-crianza y otras acciones de apoyo a la reincorporación a la carrera investigativa tras las pausas en ella (Rebeful, 2009).
La creación de condiciones de igualdad entre hombres y mujeres al interior de las universidades es un aspecto que sólo puede ser trabajado en las mismas casas de estudio. La experiencia internacional considera que es posible generar cambios políticos y culturales a través de la creación de una institucionalidad específica que vele por el cumplimiento de este principio, con tal de hacer que las Universidades sean capaces de mirarse hacia adentro y establecer cambios reales en el cumplimiento de sus compromisos con la educación pública y de calidad.
En el plano internacional, existen experiencias en universidades en Estados Unidos, España y Latinoamérica, en las cuáles se han implementado diversas estrategias acordes a los compromisos asumidos por los Estados en materia de Derechos Humanos, especialmente aquellos desprendidos de lo acordado en la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW). Las Universidades han establecido diagnósticos generales de situaciones asociadas a la detección de desigualdades de género, de los cuales han derivado políticas, programas, protocolos, oficinas de igualdad, formación complementaria, etc.
Ejemplo de lo anterior es la experiencia de la Universidad Autónoma de México, la cual cuenta con un “Sistema de indicadores de género en la educación superior”, desarrollado por Buquet, Cooper y Loredo en 2010. El sistema considera como punto de partida, la existencia de situaciones de igualdad y desigualdad entre hombres y mujeres al interior de las instituciones universitarias. Estas situaciones, se presentan en todos los estamentos, considerando de esta forma a estudiantes, funcionarios y funcionarias, así como académicas y académicos, reconociendo con ello sus especificidades y diferencias. Los indicadores de género son un punto de referencia que permite hacer comparaciones y levantar información sobre la situación y condición de hombres y mujeres, incorporando para ello dimensiones cualitativas y cuantitativas en la propuesta. El sistema considera indicadores de entrada, insumo, proceso, resultado e impacto lo que permite generar un diagnóstico completo, desglosado por tipo de población y objetivo a medir (Buquet, Cooper y Loredo, 2010). Si bien, la existencia de indicadores permite un adecuado diagnóstico, orienta la ejecución de planes y permite la evaluación de las acciones, por sí solo no soluciona el problema de las desigualdades en las Universidades.
Otra experiencia es la implementada por la Universidad de Sevilla, la que entre 2001 y 2004 realizó una investigación sobre la presencia de techos de cristal al interior de su estructura organizacional, resultando una propuesta de cambio estructural en el nivel organizativo. En dicho documento se establecen estrategias de intervención para la superación de la situación de desigualdad presentes en la Universidad en ámbitos como difusión social, teletrabajo universitario, la creación de un observatorio universitario para la igualdad, Infraestructuras universitarias para la conciliación e investigación y formación en temas de género (Guil Bozal et al, 2004). Ejemplos como estos existen en otras universidades a nivel mundial.
En las universidades chilenas, el último periodo ha estado marcado por la exposición pública de casos de acoso sexual. Derivado de lo anterior, se generaron tres documentos pioneros en el tema, los que han establecido procedimientos y orientaciones a seguir en casos de denuncias de abuso o algún tipo de discriminación. Si bien es un aporte importante, instrumentos como los elaborados por la Universidad Austral (2016), de Valparaíso (2016) y de Chile (2017), están orientados a enfrentar las situaciones antes mencionadas, sin hacer referencias a enfoques preventivos, integrales, transversales o intersectoriales. Es decir, la dirección que ha tomado el asunto generó un ejercicio reglamentario en el que se define y establece formas de actuación que sancionan ciertas conductas, pero no se pronuncia sobre otras. Se visibiliza el acoso, pero no se pronuncia sobre las desigualdades que hemos expuesto en este documento, ni sobre la responsabilidad de la comunidad universitaria en general. En este sentido, observamos la construcción de un esbozo de acciones que no se pronuncia respecto a las estructuras de dominación existentes al interior de las universidades, centrado el problema en el nivel de la conducta y el deber ser, desde una mirada punitivista (Encina y Medina, 2018), que no logra apuntar hacia las desigualdades, ni a la prevención, ni a la modificación de los parámetros androcéntricos que predominan en el ambiente científico.
En el caso de la Universidad de Chile, desde el año 2012, cuenta con una Comisión de Igualdad de Oportunidades, la cual derivó en la creación de una Oficina específica, dependiente de la vicerrectoría de extensión, y que a partir de las movilizaciones se ha convertido en la dirección de Igualdad de Género, dependiente de la rectoría, la cual ha generado propuestas para la efectiva igualdad de oportunidades en la Universidad, sin distinción de estamentos, lo que significa un avance en la consolidación de estos temas. Recientemente, la misma institución aprobó en su senado universitario la Política de Corresponsabilidad Social en la Conciliación de las Responsabilidades Familiares y las Actividades Académicas, documento que espera su promulgación junto al reglamento relativo al cumplimiento de la política. La Universidad de Atacama ha avanzado recientemente en la propuesta de una política de igualdad de oportunidades y equidad de género, la que ha sido trabajada de forma triestamental, junto a una ordenanza y la formación de una oficina específica, intentando dar respuesta a las demandas establecidas a partir de las movilizaciones de 2018.
Según los datos de la Comisión de Igualdad del Consejo de Rectores, durante los primeros meses de 2018, el 56% de las Universidades poseían algún nivel de avance en la generación de políticas de igualdad; pese a lo prometedor de la cifra, el mismo estudio muestra que solo el 30% de las Universidades del CRUCH realiza actividades internas de sensibilización y/o formación, a ello se suma que solo el 65% de las Universidades contempla recursos específicos para la realización de actividades relacionadas con la formación en género (Santos, 2018). La misma comisión presenta una propuesta de trabajo en la que se identifican siete acciones básicas tendientes a la creación de políticas de género en las Instituciones de Educación superior, como un compromiso ético y político de las Universidades. Las siete acciones son:
El avance en la articulación de acciones que permitan la mitigación de las brechas de género y desigualdades al interior de las Universidades es notable, sin embargo, queda un largo camino por trazar hacia resolver la tensión entre mercado y democratización al interior de las Universidades (Encina y Medina, 2018), en el que la triestamentalidad aparece como una fortaleza para la institucionalización de políticas y planes de igualdad de género al interior de las Universidades. Así mismo, la oportunidad para generar transformaciones en las estructuras de desigualdad, potencia la discusión de la diversidad y la disidencia de género en las casa de estudios, como también, la crítica frente a la colonialidad del saber/poder, abriendo espacios para la consideración de la multiculturalidad y el respeto a los Derechos Humanos como estrategia de acción transformadora, creando instancias que actúen desde prácticas y discursos que se opongan a toda forma de violencia y discriminación, pero que también logren instalar la discusión sobre las formas en que el mercado se instala en la educación, perpetuando la hegemonía patriarcal (Jara y Miranda, 2017).
La red de Investigadoras, presenta otras propuestas a considerar en el mejoramiento de las brechas de género en las Instituciones de Educación Superior. Entre ellas se encuentran:
Las propuestas mencionadas, son esfuerzos para establecer modificaciones en las formas en que se viven las desigualdades de género en las Universidades, sin embargo, y tal como se señalaba en las demandas feministas de las movilizaciones de 2018, se necesita una modificación en la base de la estructura universitaria, que no solo responda a las voluntades políticas de los gobiernos universitarios, sino que logre permear todas las áreas del quehacer académico. Es decir, el movimiento feminista logra incidir en elementos basales de la estructura universitaria: las redes de protección y los límites democráticos de los sistemas educativos, instalando la demanda de la educación no sexista como un nuevo horizonte para la educación superior de carácter estatal (Encina y Medina, 2018), lo que conlleva una crítica a las formas patriarcales en que se construye el conocimiento, es decir obliga a repensar la educación superior en sus formas y fondo (Camacho, 2018). La movilización ha posicionado el feminismo, y con ello el ingreso del mismo para subvertir todas las formas de conocimiento y quehacer universitario, en una crítica al poder, una acción política que marca un antes y un después en las formas en que se piensa y vive la educación superior en Chile.
Conclusiones
La incorporación de mujeres en ciencia y tecnología ha permitido la generación de cambios en las formas en que se concibe, produce y reproduce el conocimiento científico. La inclusión de análisis de género y de los feminismos potencia la participación de las mujeres como sujeto cognoscente protagonista de la historia.
La existencia de desigualdades de género en la academia y en el mundo científico nos muestra el arduo camino que queda por delante. Kemy Oyarzún manifestaba, en 2011, que se requería fortalecer la masa crítica feminista para poder generar verdaderos cambios en las estructuras universitarias, urgiendo una real articulación entre ciencia y tecnología con la cotidianidad ciudadana. Creemos que ese momento es hoy. Las fuerzas se han articulado, las alianzas entre estudiantes, academia y movimientos sociales han generado el instante preciso para construir políticas universitarias que obliguen a la discusión de estos y otros temas en las instituciones, que tensionen los espacios, que subviertan las redes de protección, que exijan la democratización de la educación, que se opongan a la mercantilización de la misma, que sean respetuosas con las identidades múltiples, los cuerpos disidentes, los territorios en disputa, asumiendo éticas distintas a las patriarcales. El tiempo que vivimos requiere del reconocimiento y recuperación de las memorias y vivencias de las mujeres que hacen ciencia en nuestro país, poniendo valor a las experiencias y trabajos realizados en los centros de investigación, universidades, pero también, reconociendo los saberes populares, en pleno diálogo con aquellos mundos marginales a los que está vedado el ingreso a las élites universitarias. El diálogo, el encuentro, permite generar estrategias de subversión y resistencia ante el orden patriarcal. En ese sentido, la construcción de cambios al interior de las casas de estudios debe dar oportunidad a otras formas de hacer ciencia y hacer academia, cuestionando en ello el ideal masculino, por lo que la discusión también ha de considerar elementos que están más ocultos, pero que forman parte importante de la crítica a la hegemonía patriarcal. Las políticas de género han de pronunciarse no solo sobre la no discriminación y las formas de violencia, o las maneras de hacer ciencia, sino también, sobre la importancia del trabajo de cuidados como soporte de la vida, pero también como estrategia ética y política, que sustenta la creación de conocimiento y el desarrollo científico; es decir, las universidades han de asumir como aspecto importante las prácticas cotidianas de cuidados y de relación con las otras y los otros. Así también, creemos que la generación de conocimientos es un acto colectivo y situado, lo que implica una modificación en el estatuto epistémico de las ciencias, pero también requiere de un ejercicio reflexivo que invita a repensar las propias prácticas y darles un sentido, construyendo nuevas narrativas que apelan a un mejoramiento de los discursos y prácticas académicas.
El patriarcado genera control y dominio a través de las ciencias. Por ello, la necesidad de políticas de género en las Instituciones de Educación Superior apunta a forjar cambios concretos en la forma en que se vivencia el conocer y la vida académica, desde nuestras formas y saberes, aunque aquello no garantiza, por si sola, el término de las desigualdades presentes en las Universidades.
Vemos que aunque las mujeres seamos aceptadas en las instituciones académicas y científicas, queda todavía el desafío de no travestizarnos intelectualmente como precio de la inclusión, el desafío de afirmar nuestro modo de ver el mundo e interpretarlo para poder hacer aportes valiosos a la ciencia, y el desafío de romper los estereotipos que indican que las cualidades que portamos las mujeres son sistemáticamente inferiores. Fortalecer la autoridad epistémica de las mujeres, no permitir que nuestras exigencias de igualdad se interpreten como un empobrecimiento de las exigencias de la ciencia, como una pérdida de calidad del conocimiento, porque esto significaría dejar sin discutir el núcleo ideológico más duro del sistema patriarcal: la identificación de diferencia con jerarquía. (Maffia, 2008, p. 6)
Creemos que la generación de una política de género en las Universidades estatales es una demanda urgente. En ella consideramos esencial la realización de diagnósticos que permitan una identificación concreta de las situaciones específicas de cada institución. La coherencia entre diagnóstico y propuesta es requisito importante para ello, a lo que se agrega la construcción participativa de estrategias que permitan políticas certeras, incluyendo a los tres estamentos en el diseño y propuesta.
En este orden de cosas, consideramos relevante la incorporación de seis ámbitos en las políticas de género de las Instituciones de Educación Superior del Estado:
Para finalizar, queremos señalar que se observan interesantes avances en campos de estudio relacionados con el desarrollo de la ciencia y tecnología y su cruce con el enfoque de género. Pero también, creemos que es necesario poner atención a la alianza entre patriarcado y capital como elemento protagónico de las relaciones entre ciencias y tecnología, y las formas de opresión y control sobre los cuerpos de las mujeres, como lo han manifestado numerosas autoras feministas en los últimos años. En este sentido, es interesante considerar las relaciones entre género y tecnología como fuerzas en tensión, en las cuales se presentan numerosos grupos que presionan dicha relación, y que en muchos casos oscilan entre la perpetuación de las relaciones tradicionales del sistema sexo/género y la construcción de los roles asociados.
El mayo feminista de 2018, partiendo en las movilizaciones realizadas por estudiantes y académicas de la Universidad Austral, ha permitido instalar en la agenda públicas estos asuntos, evidenciando la existencia clara de visiones hegemónicas patriarcales en la producción y reproducción de la educación, las formas de violencia que se viven al interior de las Instituciones de Educación Superior y la ineficacia de los planteles para enfrentar procesos. La movilización feminista ha sido oportunidad para visibilizar el fenómeno, demandar acciones concretas, pero sobre todo, para señalar que sólo la acción colectiva nos permite generar estrategias conjuntas que permitan la real participación de las mujeres en la toma de decisiones, politizar los espacios, permitiendo avances en democratización y en la creación de comunidades universitarias libres de violencia y toda clase de discriminación. El movimiento feminista al interior de las Universidades no ha cesado, muy por el contrario, resiste, instala temas y vigila el compromiso de los acuerdos sostenidos, en clara muestra de la necesidad de posicionamientos críticos y subversivos a la hegemonía patriarcal, con la finalidad de instalar la esperanza en formas de educación distintas a las establecidas por el mercado y el sistema patriarcal.
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